El agua le sentó maravillosamente y cuando por fin cerró el grifo y se miró otra vez en el espejo, se sintió como una razonable reproducción de ser humano, débil, dolorido y vacilante sobre las piernas… pero también vivo y consciente. Pensó que jamás volvería a experimentar una satisfacción tan profunda como la que le produjeron aquellos primeros tragos de agua fresca que bebió al chorro del grifo, y de todas sus vivencias anteriores, sólo el primer orgasmo que tuvo podía rivalizar más o menos de cerca con aquel instante. En ambos casos se había visto, durante unos breves segundos, totalmente gobernada por las células y los tejidos de su ser físico, borrado por completo el pensamiento consciente (aunque no la consciencia en sí misma), y el resultado había sido el éxtasis. «Jamás lo olvidaré», pensó, aun a sabiendas de que lo había olvidado ya, del mismo modo que olvidó la espléndidamente dulce punzada de aquel primer orgasmo en cuanto los nervios dejaron de dispararse. Era como si el cuerpo despreciara el recuerdo… o se negara a responsabilizarse de ello.
«Nada de eso importa, Jessie… ¡tienes que darte prisa!».
«¿No puedes dejar de echarme el perro?», respondió, con todo y saber que Punkin tenía razón, naturalmente. De la herida de la muñeca ya no salía la sangre a borbotones, aunque aún seguía goteando una barbaridad, y la cama que veía reflejada en el espejo era algo horroroso: el colchón empapado de sangre y las tablas de la cabecera surcadas de líneas rojas. Había leído que las personas podían perder gran cantidad de sangre y seguir funcionando, pero que cuando empezaba a fallar el organismo, todo se derrumbaba de golpe. Y a ella todavía le quedaban cosas por hacer.
Abrió el botiquín, miró el estuche de tiritas y emitió una risa áspera como un graznido. Tratar de curarse con tiritas todo lo que se había hecho era como pretender enderezar la torre de Pisa con un gato Toyota. Su mirada cayó sobre una cajita de compresas Alway discretamente situada detrás de un desorden de frascos de perfume, colonia y masajes para después del afeitado. Derribó dos o tres de aquellos envases al extraer de detrás la caja de compresas y el aire se llenó de una sofocante combinación de olores. Rasgó el envoltorio de uno de aquellos paños higiénicos de papel y se apresuró a vendarse la muñeca con la compresa, como si fuera un grueso brazalete blanco. Casi automáticamente, las amapolas empezaron a florecer en la superficie del tampón.
«¿A quién se le habría ocurrido pensar que la esposa de un abogado tuviera tanta sangre dentro?», musitó Jessie, y otro áspero graznido que quería ser carcajada se escapó de su garganta Encima del botiquín había un rollo de esparadrapo con una cruz roja. Lo cogió con la mano izquierda. La derecha parecía capaz de muy poco, aparte de sangrar y aullar de dolor. Sin embargo, Jessie sentía por ella un cariño profundo, ¿por qué no? Cuando la necesitó, cuando ya no le quedaba nada en absoluto, fue esa mano la que cogió el llavín, lo introdujo en la cerradura y abrió las esposas. No, no tenía nada en contra de doña Derecha.
«Así eres tú, Jessie», comentó Punkin. «Quiero decir… así somos todas las que somos tú. Lo sabes, ¿verdad?».
Sí, lo sabía perfectamente bien, y rezó pidiendo no olvidarlo nunca, si lograba salir con vida de aquel apuro.
Quitó el envoltorio de la cinta adhesiva y sostuvo el rollo torpemente con la mano derecha, mientras utilizaba el pulgar de la izquierda para levantar el extremo del esparadrapo. Tomó de nuevo el rollo con la izquierda, apretó la punta de la cinta contra el vendaje casero y fue desplegando el esparadrapo alrededor de la muñeca derecha. Dio varias vueltas, sujetando y comprimiendo todo lo que podía la ya húmeda compresa contra la herida abierta en la parte interior de la muñeca. Al final, rasgó con los dientes la tira de esparadrapo, titubeó y, finalmente, puso un blanco brazalete de cinta adhesiva alrededor del brazo derecho, inmediatamente debajo del codo. No tenía idea de hasta qué punto resultaría efectivo aquel burdo torniquete, pero supuso que tampoco le haría ningún daño.
Rasgó el esparadrapo por segunda vez y, cuando dejaba el casi agotado rollo, vio un frasco verde de Excedrin en el estante central del armario de primeros auxilios. Tampoco tenía cápsula de seguridad a prueba de niños, gracias a Dios. Lo cogió con la mano izquierda y recurrió de nuevo a los dientes para quitarle el tapón de plástico blanco. Los comprimidos de aspirina despedían un tufillo acre, penetrante, levemente avinagrado.
«No me parece una buena idea en absoluto», opinó en tono nervioso Burlingame. «La aspirina aclara la sangre y retrasa la coagulación».
Seguramente eso era verdad, pero los nervios del dorso de la mano que estaba expuestos al aire chillaban como la sirena de alarma de los bomberos y Jessie pensó que, si no hacía algo para calmarlos un poco, ella no tardaría en caer rodando y dedicarse desde el suelo a ladrar a los ondulantes reflejos del techo. Se echó a la boca dos tabletas de Excedrin, titubeó, y luego añadió otras dos. Cerró la tapa, engulló los comprimidos y contempló con expresión culpable el tosco vendaje de la muñeca. El rojo seguía empapando las capas de papel; no tardaría en inutilizar la compresa y entonces la sangre se filtraría y escurriría como cálida agua roja. Una imagen terrible… y una vez la tuvo asentada en la cabeza, daba la impresión de que no podía desembarazarse de ella.
«Si lo empeoras…», comenzó lastimeramente.
«Oh, vamos, no me atosigues», respondió la voz de Ruth. Habló brusca, pero no desabridamente. «Si la pérdida de sangre va a causarme la muerte, ¿se supone que he de echar la culpa a cuatro aspirinas, después de que he estado en un tris de desollarme la mano derecha para poder liberarme de la cama? ¡Eso es surrealismo puro!».
Sí, cierto, parecía ahora surrealista. Sólo que ésa no era exactamente la palabra correcta. La palabra correcta era…
—Hiperrealista —articuló en voz baja, susurrante.
Sí, ésa era. Definitivamente. Jessie dio media vuelta y de nuevo se encontró frente a la puerta del cuarto de baño. Abrió la boca, alarmada. La parte del cerebro encargada de gobernar el equilibrio todavía estaba girando. Durante un momento imaginó a docenas de Jessies, formando una cadena en la que una se superponía parcialmente a otra y todas documentaban el arco de su media vuelta como los fotogramas de una película. Su alarma se acentuó al observar que las franjas de claridad dorada que irrumpían oblicuamente por la ventana occidental habían adquirido una textura distinta: parecían retales de piel de serpiente amarillo brillante. Las motas de polvo giraban a través de ellos como partículas de diamante pulverizado. Oyó los latidos acelerados de su corazón, olió los aromas mezclados de la sangre y el agua. Era como olfatear una vieja tubería de cobre.
«Estoy a punto de desmayarme».
«No, Jess, no vas a desmayarte. No puedes permitírtelo».
Probablemente eso era cierto, pero, a pesar de todo, estaba relativamente segura de que iba a desvanecerse. Y no podía hacer nada para evitarlo.
«Sí, hay algo que puedes hacer. Y sabes qué es».
Observó su mano despellejada, que después levantó. No necesitaría hacer nada, salvo relajar los músculos del brazo derecho. La gravedad se encargaría del resto. Si el dolor que le produjera el impacto de la mano desollada contra el borde del botiquín no bastaba para arrancarla de aquel terrible lugar rutilante, entonces, descubrió de pronto, nada lo lograría. Mantuvo la mano un buen rato junto al pecho izquierdo, manchado de sangre, mientras hacía acopio de valor para llevar a cabo lo que pensaba. Por último, acabó por bajar de nuevo la mano a lo largo del costado. No podía… sencillamente, le era imposible. Un dolor más sería demasiado.
«Entonces muévete, antes de que te desmayes».
«Tampoco puedo», respondió. Se sentía más que cansada, se sentía como si acabara de fumarse ella sola todo un narguile de Camboyana roja de primera. Lo único que deseaba era continuar allí quieta y contemplar las motas de polvo de diamante que trazaban lentos círculos en el aire bajo los rayos de sol que entraban por la ventana de la parte oeste. Y tal vez tomarse otro trago de aquel agua verde oscura con sabor a moho.
—Oh, Jiz —articuló, con voz remota y asustada—. Jiz, Louise.
«Tienes que salir del cuarto de baño. Jessie…, tienes que salir de aquí. Eso es lo que ahora debe preocuparte. Creo que esta vez tienes que reptar por encima de la cama; no estoy muy segura de que puedas arrastrarte por debajo, como antes».
«Pero…, hay trozos de cristal rotos encima de la cama. ¿Y si me corto?».
La pregunta convocó de nuevo a Ruth Neary, más bien colérica.
«Ya te has arrancado casi toda la piel de la mano derecha… ¿Crees que unas cuantas heriditas más pueden tener mucha importancia? Por Cristo bendito, tesoro, ¿qué pasa si te mueres en este cuarto de baño con un paño higiénico en la muñeca y una enorme sonrisa estúpida en la cara? Eso a cambio de un “¿y si…?”. ¡Muévete, pendón!».
Dos precavidos pasos la llevaron de nuevo al umbral del cuarto de baño. Jessie permaneció allí sólo un momento, bamboleándose y parpadeando ante el resplandor solar como alguien que se ha pasado la tarde en la penumbra de un cine y sale de pronto a la luz. El siguiente paso la llevó hasta la cama. Cuando sus muslos tocaron el ensangrentado colchón, Jessie levantó la rodilla con el máximo cuidado, se agarró a una de las patas de la cama para no perder el equilibrio y trepó al lecho. No estaba preparada para la sensación de miedo y aversión que se apoderó de ella. Ni por asomo podía imaginarse durmiendo de nuevo en aquella cama, como tampoco podía verse durmiendo en su ataúd. Sólo arrodillarse encima del colchón la hizo sentir ganas de chillar.
«No es preciso que mantengas una relación profunda y significativa con la cama, Jessie… lo único que tienes que hacer es atravesar este jodido catre».
Se las arregló para conseguirlo y, pasando por la parte de los pies, evitó tropezar con el estante y cortarse con los filos de los trozos de cristal del destrozado vaso de agua. Se le escapaba un gemido de odio y angustia cada vez que sus ojos caían sobre las esposas que pendían de las columnas de la cama, una abierta, la otra con su cerrado círculo de acero lleno de sangre, de su sangre. Para Jessie, aquellas esposas no eran objetos inanimados. Parecían vivas. Y hambrientas aún.
Alargó el brazo hacia el otro lado de la cama, se agarró al poste con la mano izquierda, se dio la vuelta sobre las rodillas con todo el cuidado de una convaleciente en un hospital, se puso boca abajo sobre el colchón y bajó los pies hasta el suelo. Pasó un mal rato mientras pensaba que no tendría fuerzas suficientes para volver a incorporarse; que se quedaría allí hasta que llegara el desmayo y ella se deslizara fuera de la cama. Después reaccionó, aspiró una profunda bocanada de aire y se impulsó hacia arriba con la mano izquierda. Al cabo de unos segundos estaba de pie. Ahora, lo peor era el bamboleo —parecía un marinero que entraba tambaleándose en la mañana del domingo, con la resaca de una borrachera de fin de semana—, pero estaba derecha, gracias a Dios. Otra oleada de negrura cerebral surcó su cabeza como un galeón pirata que avanzase con todo su negro velamen desplegado. O como un eclipse.
Ciega, mientras oscilaba sobre las piernas hacia atrás y hacia adelante, pensó: «Por piedad, Dios mío, no permitas que me desmaye. Por favor, Dios, ¿vale? Por favor».
Al final, la luz volvió a aclarar el día. Cuando Jessie empezó a ver las cosas con la diafanidad con que debía verlas, se dispuso a cruzar la alcoba en dirección a la mesita donde estaba el teléfono, separado unos centímetros del cuerpo para conservar el equilibrio. Descolgó el auricular, que parecía pesar tanto como un tomo del Oxford English Dictionary, y se lo llevó al oído. No le dio tono; la línea estaba muda y muerta. Sea como fuere, a Jessie no le sorprendió, aunque sí planteaba una pregunta: ¿había desconectado Gerald el teléfono, como hacía a veces, o el visitante nocturno había cortado los cables en algún punto fuera de la casa?
—No fue Gerald —refunfuñó—. Yo le hubiera visto hacerlo.
Luego comprendió que no tenía necesariamente que haberlo visto…, ella había ido directamente al cuarto de baño en cuanto entraron en la casa. Podía haberlo hecho entonces. Se inclinó, cogió el blanco cordón plano que iba de la parte de atrás del aparato a la caja de conexión situada en el zócalo, detrás de la silla, y dio un tirón. Al principio creyó que cedía, pero resultó que no. Incluso aquella falta de resistencia inicial podía ser fruto de su imaginación; estaba perfectamente enterada de que sus sentidos no eran dignos de confianza. Cabía la posibilidad de que el enchufe se hubiese atascado en la pata de la silla, pero…
«No», terció «No cederá porque aún está enchufado… Gerald no lo desconectó. El teléfono no funciona porque “eso”, lo que estuvo contigo aquí anoche, ha cortado los cables».
«No le hagas caso; aunque levante la voz, por dentro tiene miedo de su propia sombra», dijo Ruth. «El enchufe de conexión cuelga de una de las patas traseras de la silla… prácticamente puedo garantizártelo. Además, comprobarlo es de lo más sencillo, ¿no?».
Claro que lo era. Todo lo que tenía que hacer era retirar la silla y echar un vistazo por detrás. Y si el enchufe estaba desconectado, conectarlo.
«¿Y si a pesar de todo el teléfono sigue sin funcionar?», preguntó «Entonces sabrás una cosa más, ¿no es cierto?».
Ruth: «Deja de temblar… necesitas ayuda y cuanto antes».
Era verdad, pero la idea de tirar de la silla para retirarla la llenaba de pesimismo. Probablemente pudiera arrastrarla: la silla era grande, pero no pesaría ni una quinta parte de lo que pesaba la cama, y se las había arreglado para llevarla a través de toda la alcoba…, pero era la idea lo que pesaba. Tirar de la silla sólo sería el principio. Una vez la hubiese apartado, tendría que ponerse de rodillas… deslizarse por aquel rincón lleno de polvo y penumbra para encontrar la caja de conexión y…
«¡Jesús, bonita!», gritó Ruth. Parecía alarmada. «¡No tienes elección! Creí que, por fin, íbamos a estar de acuerdo al menos en una cosa, en que necesitas ayuda y en que la necesitas ya…».
Jessie cerró el paso súbitamente a la voz de Ruth. De un portazo. En vez de retirar la silla, se inclinó sobre ella, cogió la falda pantalón y procedió a subírsela cuidadosamente piernas arriba. Gotas de sangre del empapado vendaje de la muñeca cayeron de inmediato sobre la parte delantera de la prenda, pero Jessie apenas las vio. Toda su atención se centraba en la tarea de hacer caso omiso del parloteo de aquellas voces enojadas y perplejas, y en preguntarse quién diablos había dejado entrar en su cabeza aquellas personas extrañas. Era como despertarse un día y descubrir que, de la noche a la mañana, la casa de una se ha convertido en una pensión. Todas las voces manifestaban un horrorizado escepticismo frente a cuanto ella pretendía hacer, pero Jessie se dio cuenta en seguida que eso le importaba un bledo. Era su vida. La de ella.
Cogió la blusa y se la puso, metiéndosela por la cabeza. Su confuso y desconcertado cerebro consideró que el hecho de que el día anterior hubiese sido lo bastante caluroso como para inducirle a ponerse aquella prenda sin mangas parecía una prueba concluyente de la existencia de Dios. Estaba segura de que en aquel momento no hubiera sido capaz de deslizar su destrozada mano derecha por toda la longitud de una manga larga.
«Eso da igual», pensó, «son tonterías y maldita la falta que hace que me lo digan unas voces de pacotilla. Estoy pensando en marcharme de aquí —en intentarlo, por lo menos—, cuando lo único que tengo que hacer es retirar esta silla y volver a conectar el teléfono. Debe de ser la pérdida de tanta sangre… me está volviendo loca transitoriamente. Vaya disparate. Esta silla no pesará más de veintipocos kilos… ¡Estoy casi segura!».
Sí, salvo que no se trataba de la silla, como tampoco se trataba de la idea de que los fulanos del servicio de salvamento la encontrasen en aquella habitación, con el cadáver de su esposo desnudo y mordisqueado. Jessie pensó que sería una buena idea estar preparada para marcharse en el Mercedes, incluso aunque el teléfono estuviese en perfectas condiciones y ella hubiera avisado ya a la policía, a la ambulancia y a la banda de música del instituto de Deering. Porque el teléfono no era lo importante…, en absoluto. Lo importante era… bueno…
«Lo importante era salir zumbando de allí en seguida», se dijo, con un súbito escalofrío. Tenía los brazos en carne de gallina. «Porque aquella cosa iba a volver».
¡Bingo! El problema no era Gerald, ni la silla, ni lo que pudieran pensar los tipos del servicio de salvamento cuando llegaran allí y vieran la situación. Ni siquiera el asunto del teléfono. El problema era el Vaquero del Espacio; su viejo amigo el Doctor Muerte. Por eso se estaba vistiendo y salpicando por allí un poco más de sangre, en vez de hacer un esfuerzo para restablecer las comunicaciones con el mundo exterior. El extraño se encontraba en algún sitio cercano; de eso estaba segura. Sólo aguardaba a la oscuridad, y la oscuridad ya estaba muy próxima. En el caso de desmayarse mientras intentaba separar la silla de la pared, o mientras se arrastraba alegremente por allí, entre el polvo y las telarañas, puede que aún continuara en aquella habitación cuando llegara el ser del maletín lleno de huesos. Y lo que era peor, puede que estuviese viva.
Además, el visitante había cortado la línea. No lo sabía con certeza…, pero en el fondo de su corazón estaba convencida de ello. Si la emprendía con aquel follón de retirar la silla y enchufar el aparato en la caja de conexión, se encontraría con que el teléfono iba a estar tan mudo como el de la cocina y el del pasillo delantero.
«¿Y dónde está la gran prueba, de todas formas?», dijo a sus voces. «Sólo pretendo conducir hasta la carretera, ni más ni menos. Comparado con la operación quirúrgica improvisada, utilizando un vaso roto como bisturí, y con el traslado de una cama de doscientos kilos, mientras perdía casi medio litro de sangre, será un juego de niños. El Mercedes es un coche estupendo y el camino no puede ser más recto. Me acercaré a dieciséis kilómetros por hora, y si, una vez en la carretera, me siento demasiado débil para llegar al almacén de Dakin, cruzaré el coche en la calzada, encenderé los intermitentes y me dejaré caer sobre la bocina en cuanto vea que alguien se acerca. No hay razón para que la cosa no resulte, teniendo en cuenta que la carretera es llana y está despejada en dos kilómetros largos, en ambas direcciones. Lo mejor del coche, en este caso, son las cerraduras. Cuando esté dentro, cerraré las puertas. Y “eso” no podrá entrar».
«Eso», Ruth trató de infundir a su voz matices de burla, pero lo cierto es que sonó asustada… Sí, hasta ella.
«Exacto», replicó Jessie. «Tú eras la que siempre solía aconsejarme que hiciera menos caso a la cabeza y siguiera más los impulsos del corazón, ¿verdad? Claro que sí. ¿Y sabes lo que me dice ahora el corazón, Ruth? Me dice que el Mercedes es la única posibilidad que me queda. Y si te vas a reír, anda, ríete… Pero mi decisión está tomada».
Al parecer, Ruth no deseaba reír. Ruth se había quedado silenciosa.
«Gerald me entregó las llaves del coche poco antes de apearse, a fin de tener las manos libres para coger la cartera de mano que estaba en el asiento de atrás. ¿Verdad que me las dio? Por favor, Dios mío, que no me engañe la memoria».
Jessie introdujo la mano en el bolsillo izquierdo de la falda y sólo encontró allí un par de kleenex. Bajó la mano derecha, tanteó por fuera el bolsillo de ese lado y exhaló un suspiro de alivio al palpar el bulto de las llaves del coche y del gracioso llavero que Gerald le había regalado por su último cumpleaños. La frase rotulada en la redonda placa del llavero decía: cosa cachonda. Jessie decidió que en toda su vida se había sentido menos cachonda y más cosa, pero, bueno, estaba bien; podía convivir con ello. Las llaves estaban en su bolsillo y eso era lo importante. Las llaves eran su salvoconducto para salir de aquel terrible lugar.
Las zapatillas deportivas estaban una junto a otra debajo de la mesita del teléfono, pero Jessie se dijo que ya estaba todo lo vestida que necesitaba estar. Echó a andar hacia la puerta del corredor, avanzando con cortos pasitos de inválida. Se recordó que, antes de salir, podía probar a ver si el teléfono del vestíbulo tenía línea… No le costaba nada.
Apenas había rodeado la cabecera de la cama cuando la luz del día empezó de nuevo a escabullirse. Era como si los brillantes rayos de sol que entraban oblicuamente por la ventana estuviesen conectados con un circuito regulador y alguien hubiese bajado el reóstato. Al reducirse la claridad, el giratorio polvo de diamante fue desapareciendo con ella. «¡Oh, no, ahora no!», suplicó Jessie. «No, por favor, tiene que ser una broma».
Pero la luz continuaba desvaneciéndose y Jessie se percató, súbitamente, de que se tambaleaba, de que la parte superior de su cuerpo dibujaba en el aire círculos cada vez más amplios. Trató de agarrarse a la columna de la cama, pero se encontró asida a las esposas ensangrentadas de las que había escapado poco antes.
«Veinte de julio de mil novecientos sesenta y tres», pensó incoherentemente. «Cinco treinta y nueve de la tarde. Eclipse total. ¿Puedo contar con un testigo?».
Llenaron su olfato los olores mezclados del sudor, el esperma y la colonia de su padre. Quiso cortarles el paso, pero de repente se sintió demasiado débil. Dio dos vacilantes pasos más, antes de caer de bruces sobre el colchón manchado de sangre. Tenía los ojos abiertos y parpadeaba de vez en cuando, pero, aparte de eso, yació allí tan inerte e inmóvil como una mujer a la que las olas han lanzado, ahogada, a una playa desierta.