Lo que más temor le había producido era que los pies de la cama se atascasen al tropezar con la puerta del cuarto de baño o al encajarse en el rincón del extremo del cuarto, lo que la habría obligado a retroceder y maniobrar como una conductora que trata de meter con calzador su gigantesco automóvil en una plaza de aparcamiento reducida, donde el vehículo apenas cabe. Pero, afortunadamente, el arco hacia la derecha que trazó la cama mientras ella la empujaba a través del dormitorio resultó casi perfecto. Jessie no tuvo que hacer más que una leve corrección, a medio trayecto, tirando de la cama un poco a la izquierda, lo que le garantizó que el mueble esquivaría limpiamente el tocador. Mientras ejecutaba la maniobra —tirando con la cabeza agachada, el trasero proyectado hacia atrás y ambos brazos tensos alrededor del poste de la cama— sufrió el primer mareo… y en tanto permanecía apoyada con todo su peso en ese poste, con el aspecto de la chica borracha y cansada que finge bailar con su novio, juntas las caras, Jessie pensó que «negrura mental» sería probablemente el término que mejor lo describiría. La sensación dominante era de pérdida… no sólo de capacidad intelectual, sino también de energía sensitiva. Durante unos confusos segundos, tuvo la certeza de que el tiempo la había flagelado, enviándola a un lugar que no era ni Dark Score ni Kashwakamak, sino otro sitio radicalmente distinto, un punto en algún océano y no en un lago interior. El olor no era a ostras y monedas, sino a sal marina. Se encontraba de nuevo en el día del eclipse, y eso era lo único que resultaba igual. Se había metido entre los zarzales para eludir a otro hombre, a otro papá que quería lanzar más descargas de su semen sobre la parte trasera de las bragas de Jessie. Y ahora, el hombre estaba en el fondo del pozo.
El déjà vu se volcó sobre ella como un agua extraña.
«Oh, Jesús, ¿qué es esto?», pensó, pero no obtuvo respuesta, sólo otra vez aquella imagen desconcertante, una imagen que no había vuelto a aparecer en su mente desde aquel momento del día del eclipse en que entró en el dormitorio dividido por una sábana para cambiarse de ropa: la imagen de una mujer muy delgada, vestida con una bata, recogida la cabellera entrecana en un moño y con unas enaguas blancas junto a sí.
«¡Uff!», pensó Jessie, agarrada a la columna de la cama con su mano destrozada y esforzándose a la desesperada para impedir que se le doblasen las rodillas. «Aguanta, Jessie… sólo aguanta. Prescinde de la mujer, prescinde del olor a sal marina y de los zarzales, prescinde de la oscuridad. Resiste un poco y las negruras se disolverán».
Resistió y las negruras se disolvieron. La imagen de la mujer esquelética, junto a la combinación, que miraba a través de las viejas tablas astilladas hacia el fondo de un agujero, fue lo que desapareció en primer lugar. Luego, la oscuridad empezó a aclararse. La habitación comenzó a llenarse nuevamente de claridad y, poco a poco, fue adoptando su antiguo tono de cinco de la tarde otoñal. Jessie distinguió las motas de polvo que bailoteaban en el aire bajo la luz que irrumpía oblicuamente a través de las ventanas que daban al lago y vio la sombra de sus propias piernas alargándose por el suelo. Se interrumpía a la altura de las rodillas, para que el resto pudiera subir por la pared. La oscuridad mental retrocedía, aunque dejaba un zumbido bastante intenso en sus oídos. Cuando bajó la mirada hacia los pies, vio que estaban cubiertos de sangre. Al andar, dejaban huellas rojas.
«Se te agota el tiempo, Jessie».
Lo sabía.
Bajó el pecho hasta ponerlo de nuevo contra las tablas de la cabecera. Esa vez le costó bastante trabajo poner la cama en movimiento, pero acabó consiguiéndolo. Dos minutos después se encontraba junto al tocador que tan desesperanzadamente y durante tanto tiempo había contemplado desde el otro extremo de la alcoba. Una tenue sonrisita seca aleteó en la comisura de sus labios.
«Soy como la mujer que se pasa la vida entera soñando con las arenas negras de Kona y cuando por fin logra llegar a ellas, no se lo puede creer», pensó. «Esto parece otro sueño, sólo que acaso un poco más real que la mayoría porque, en éste, a una le pica la nariz».
No le picaba la nariz, pero tenía la vista sobre la arrugada serpiente que era la corbata de Gerald y observó que aún seguía hecho el nudo. Éste constituía la clase de detalle que ni siquiera los sueños más realistas se molestaban en proporcionar. Además de la corbata roja estaban allí aquellos dos llavines de tija redondeada, tan manifiestamente idénticos. Las llaves de las esposas.
Jessie alzó la diestra y la contempló con aire crítico. El anular y el meñique aún caían inertes. Se preguntó de modo fugaz hasta qué punto habría lastimado los nervios de la mano; en seguida desechó la idea. Ya se preocuparía de ello después —lo mismo que de las otras cosas que había ido desestimando durante la última parte de aquella penosa odisea— claro que, de momento, los daños que pudieran haber sufrido los nervios de su mano derecha tenían mucha más trascendencia para ella que la cotización futura en el mercado de Omaha de las tripas de cerdo. Pero lo importante era que los dedos pulgar, índice y corazón aún estaban en condiciones de aceptar órdenes del cerebro. Temblequeaban un poco, como si expresasen así la zozobra que les producía la súbita pérdida de vitalidad de sus vecinos, pero aún respondían.
Jessie inclinó la cabeza y les dirigió la palabra.
—Tenéis que dejar de hacer eso. Más adelante podréis agitaros como locos, si ése es vuestro gusto, pero ahora tenéis que ayudarme. Debéis ayudarme.
Sí. Porque la idea de que las llaves pudieran caérsele o que sin querer las tirase de encima del tocador, después de haber llegado hasta allí… era inconcebible. Se contempló los dedos, dura la expresión. No dejaron de temblar, no del todo, pero mientras Jessie los miraba, el nerviosismo se fue aquietando hasta reducir los temblores a un tamborileo apenas perceptible.
—Muy bien —articuló Jessie en tono sosegado—. No sé si será suficientemente bueno o no, pero vamos a averiguarlo.
Por lo menos, las llaves eran una igual que la otra, lo que le proporcionaba dos oportunidades. No le extrañó nada el hecho de que Gerald hubiese llevado las dos; era metódico, aunque no fuese otra cosa. Estar preparado para cualquier imprevisto, decía a menudo, representaba la diferencia entre ser bueno y ser estupendo. Las únicas contingencias imprevistas para las que no se había preparado esa vez fueron el ataque al corazón y la patada que lo provocó. El resultado, naturalmente, consistió en que no acabó siendo bueno ni estupendo, sólo difunto.
—La comida del perrito —murmuró Jessie, de nuevo sin tener consciencia de que hablaba en voz alta—. Gerald solía ser un ganador, pero ahora sólo era la comida del perrito. ¿Conforme, Ruth? ¿Conforme, Punkin?
Tomó uno de los llavines entre el pulgar y el índice de su candente diestra (en el momento en que tocó el metal, volvió la penetrante sensación de que todo aquello era un sueño), lo levantó, lo observó durante unos segundos y después bajó la vista hacia el par de esposas que le aprisionaban la muñeca izquierda. La cerradura era un pequeño círculo situado en la parte lateral; a Jessie le pareció el timbre que podía tener un rico en la puerta de servicio de su mansión. Para que se abrieran los grilletes sólo era preciso introducir la tija de la llave en aquel círculo hasta que un chasquido indicase que había llegado al punto adecuado, y entonces hacer girar la llave.
Dirigió el llavín hasta la cerradura, pero antes de que pudiera insertarlo otra oleada de aquella peculiar negrura mental anegó su cerebro. Se tambaleó sobre las piernas, para encontrarse otra vez pensando en Karl Wallenda. Le temblaba de nuevo la mano.
—¡Basta! —gritó con rabia, al tiempo que llevaba desesperadamente la llave hacia la cerradura—. ¡Basta ya de…!
La llave no acertó con el círculo, chocó con el duro acero que lo rodeaba y empezó a escapársele a Jessie de entre los dedos ensangrentados. Aún la retuvo unos segundos, antes de que se le escurriera del todo —untuosa, engrasada, podía haber dicho— y fuese a parar al suelo. Ahora sólo le quedaba una, y si la perdía…
«No la perderás», dijo Punkin. «Juro que no la perderás. Lánzate antes de que te falle el valor».
Flexionó de nuevo el brazo derecho y después alzó los dedos hasta situarlos a la altura de la cara. Los contempló atentamente. Volvían a disminuir los estremecimientos, aún no lo suficiente, pero tampoco le era posible esperar. Temía desmayarse si esperaba.
Alargó la temblorosa mano y, en su primer intento por cogerlo, estuvo en un tris de empujar por el borde de la superficie del tocador el llavín que quedaba. La culpa la tenía el entumecimiento… aquel maldito envaramiento que se negaba a desaparecer de los dedos. Aspiró hondo, retuvo el aire en los pulmones, apretó los puños a pesar del dolor y de la nueva hemorragia que eso provocó, y finalmente expulsó el aire en un largo suspiro sibilante. Se sintió un poco mejor. Esa vez apretó el índice sobre la cabeza de la llave y fue trasladándola hacia el borde del tocador, en lugar de pretender cogerla inmediatamente. No interrumpió el movimiento hasta que la cabeza del llavín sobresalió por el borde de la superficie del mueble.
«¡Ay, si se te cae, Jessie!», gimió «¡Ay, si ésta también se te cae!».
—¡Cállate, Bendita! —ordenó Jessie, mientras pasaba el pulgar por debajo de la cabeza de la llave y creaba así unas pinzas. Después, en tanto levantaba el llavín y lo dirigía hacia las esposas, se esforzó en no pensar en lo que ocurriría si fallaba en la maniobra. Tuvo un mal momento cuando vio que era incapaz de hacer coincidir la punta de la temblorosa tija con el círculo de la cerradura, y aún fue peor al observar que la propia cerradura se duplicaba momentáneamente… y luego se cuadruplicaba. Jessie apretó los párpados, respiró hondo y abrió los ojos de golpe. Vio entonces una sola cerradura y se apresuró a introducir el llavín, antes de que los ojos volvieran a jugarle otra mala pasada.
—Muy bien —jadeó—. Veamos.
Trató de girar la llave en el sentido de las saetas del reloj. No sucedió nada. El pánico intentó echarle las manos al cuello y, de pronto, Jessie recordó el festivo letrero que decoraba el parachoques posterior de la herrumbrosa camioneta que Bill Dunn conducía en sus rondas de vigilancia: A LA IZQUIERDA SUELTA, A LA DERECHA APRIETA. Por encima de las palabras, en la caja, el dibujo de un destornillador gigante.
—A la izquierda suelta —murmuró Jessie, y probó a accionar el llavín en sentido contrario al de las agujas del reloj. Tardó unos segundos en percatarse de que las esposas se habían abierto; creyó que aquel sonoro chasquido que acababa de oír se debía a que la llave se había roto dentro de la cerradura y soltó un grito agudo, que fue acompañado por una rociada de sangre, procedente del corte de la boca, sobre el tocador. Parte de esa sangre fue a parar a la corbata de Gerald; rojo sobre rojo. Después vio que la mitad del grillete estaba abierta y comprendió que lo había logrado… lo había conseguido de verdad.
Jessie Burlingame desembarazó la mano izquierda —un poco hinchada alrededor de la muñeca, pero por otra parte indemne— del cerco de las esposas, que quedaron caídas contra el tablero de la cabecera de la cama, lo mismo que sus congéneres. Acto seguido, con expresión de profundo y temeroso asombro, levantó despacio ambas manos hasta la altura del rostro. Su mirada fue de la izquierda a la derecha, para volver nuevamente a la izquierda. Le tenía sin cuidado el que la diestra estuviera cubierta de sangre; no le preocupaba la sangre, al menos, aún no. Por el momento, lo único que deseaba era tener la certeza absoluta de que realmente estaba libre.
Se pasó casi treinta segundos contemplándose sucesivamente una y otra mano, moviendo los ojos como una mujer que presencia un partido de tenis de mesa. Luego respiró hondo, echó la cabeza hacia atrás y lanzó al aire otro penetrante y agudo chillido. Notó que una nueva oleada de tinieblas, enorme y perversa, atravesaba retumbante su cerebro, pero la despreció y siguió chillando; era chillar o morir. El quebradizo filo de cristal roto de la locura aparecía inequívocamente en aquel alarido, pero, con todo, continuaba siendo un grito de triunfo y una victoria inconmensurables. A doscientos metros de allí, en la arboleda contigua al principio de la avenida que llevaba a la casa, el antiguo Príncipe levantó la punta del hocico y miró inquieto en dirección al edificio.
Jessie no podía dejar de mirarse las manos y, al parecer, tampoco podía interrumpir sus alaridos. Jamás había experimentado, ni remotamente, lo que sentía en aquel momentos y, en algún distante punto de su interior, pensó: «Si el sexo fuera la mitad de estupendo que esto, la gente estaría practicando siempre el amor por las esquinas… serían incapaces de dejar de hacerlo».
Al final se quedó sin resuello y se tambaleó hacia atrás. Trató de agarrarse a la cabecera de la cama, pero reaccionó demasiado tarde… perdió el equilibrio y resbaló hacia el piso. Mientras caía, Jessie se dio cuenta de que una parte de sí misma había esperado que las cadenas de las esposas la hubieran retenido antes de que se fuera abajo. Bastante extraño, cuando una se detenía a pensarlo.
Al aterrizar, la herida abierta en la zona interior de la muñeca golpeó contra el suelo. El dolor encendió su brazo derecho como se encienden las bombillas de un árbol de Navidad y el grito que le arrancó fue de auténtico y absoluto dolor. Lo cortó en seco al percatarse de que la conducía hacia la inconsciencia. Abrió los ojos y su mirada se clavó en el desgarrado semblante de su marido. La que Gerald le devolvió tenía una expresión de infinita sorpresa vidriada: «Esto no me está ocurriendo a mí. Soy un abogado con nombre en la puerta». Entonces, la mosca que había estado lavándose las patas delanteras en el labio superior del cadáver desapareció por una de las ventanas de la nariz y Jessie volvió la cabeza con tal brusquedad que chocó contra las tablas del piso y vio las estrellas. Cuando abrió de nuevo los ojos, miraba la cabecera de la cama, con sus chillones hilos y salpicaduras de sangre. ¿Había estado de pie allí unos segundos antes? Tenía la seguridad de que sí, pero le costaba trabajo creerlo: desde el punto donde se hallaba ahora, la puñetera cama parecía aproximadamente tan alta como el edificio Chrysler.
«¡Muévete, Jess!». Era Punkin, gritándole una vez más con aquella voz suya tan apremiante y fastidiosa. Para ser alguien con una carita tan dulce, Punkin sabía convertirse en toda una bruja cuando le daba por ahí.
—Nada de bruja —dijo Jessie en voz alta, mientras permitía que se le cerraran los párpados. Una sonrisita soñadora asomó por las comisuras de su boca—. Una rueda chirriante.
«¡Muévete, maldita sea!».
«No puedo. Necesito descansar un poco».
«Si no empiezas a moverte en seguida, ¡puede que te quedes ahí descansando eternamente! ¡Vamos, arriba ese culo gordo!».
Eso la hizo reaccionar.
—De gordo, nada, señorita Bocazas —murmuró malhumoradamente, y forcejeó con su propia anatomía para incorporarse. Sólo tuvo que intentarlo dos veces (la segunda, sacudida por otro de aquellos calambres paralizadores que se cebaban en su diafragma) para convencerse de que levantarse era, de momento, una mala idea. Y hacerlo en seguida iba a crear más problemas de los que resolvería, porque precisaba entrar en el cuarto de baño y la parte de los pies de la cama estaba delante del umbral bloqueando la puerta.
Jessie se metió debajo del mueble y, reptando, con movimientos natatorios que no dejaban de tener su gracia y apartando con el aliento varias bolas de pelusa, avanzó hacia la entrada del baño. Las bolas de pelusa se dispersaron como polvo de hierbas secas. Por alguna razón le hicieron pensar de nuevo en la mujer de la visión… la mujer arrodillada en los zarzales con las enaguas formando un arrugado montoncito blanco junto a sí. Penetró deslizándose en la penumbra del cuarto de aseo y un nuevo olor llegó a su olfato: un olor oscuro, de agua musgosa. Agua que goteaba de los grifos de la bañera; agua que goteaba de la alcachofa de la ducha; agua que goteaba de la espita del lavabo. Percibió incluso el peculiar olorcillo «a la espera del moho» de una toalla húmeda que estaba en el cesto de ropa de detrás de la puerta. Agua, agua por todas partes, agua que se podía beber hasta la última gota. Dentro del cuello, la garganta, contraída por la sed, parecía estar gritando, y Jessie tuvo conciencia de que verdaderamente tocaba agua… un pequeño charquito formado por un escape de la tubería de desagüe, una filtración que el fontanero nunca parecía dispuesto a arreglar, pese a que le habían avisado un montón de veces. Jadeante, Jessie se llegó hasta el charquito, bajó la cabeza y empezó a lamer el linóleo. El sabor del agua era indescriptible, la sensación de sedosa delicadeza que experimentaron los labios y la lengua rebasó con creces todos sus sueños de dulce sensualidad.
El único problema consistía en que no era suficiente. El olor encantadoramente húmedo, hechiceramente verde la envolvía, pero el charquito de debajo del lavabo desapareció y la sed de Jessie más que quedar saciada lo que hizo fue despertarse. El olor, el olor a fuentes umbrías, a viejos manantiales recónditos consiguió lo que no había logrado la voz de Punkin: que Jessie volviera a ponerse en pie.
Se agarró al borde del lavabo para incorporarse. Lanzó una fugaz ojeada a la anciana de ochocientos años que la miraba desde el espejo e inmediatamente abrió el grifo marcado con una C. El agua fresca —toda el agua del mundo— manó de aquella espita. Jessie trató de lanzar al aire otro grito de triunfo, pero en esa ocasión sólo consiguió emitir un áspero murmullo susurrante. Se inclinó sobre la pileta, al tiempo que abría y cerraba la boca como un pez, y aspiró aquel húmedo perfume de manantial. Era también el mismo suave olorcillo mineral que la había acosado durante todos aquellos años, desde que su padre la asedió durante el eclipse, pero ahora era bueno; ahora había dejado ya de ser el olor del miedo y la vergüenza para convertirse en el olor de la vida. Jessie lo inhaló, tosió después jubilosamente y abrió la boca para ponerla debajo de la corriente de agua que salía del grifo. Bebió hasta que un fuerte pero indoloro calambre la obligó a devolver la que había ingerido. Aún estaba fresca tras su breve visita al estómago y roció el espejo de pequeñas gotas rosadas. Jessie aspiró varías bocanadas de aire y lo intentó de nuevo.
La segunda vez, el agua se quedó abajo.