Era importante que viese lo que estaba haciendo, ya que al principio casi no sintió nada; hubiera podido cortarse las muñecas hasta hacérselas trizas sanguinolentas sin apenas notar nada, salvo aquellas remotas sensaciones de presión y tibieza. Experimentó un alivio tremendo al descubrir que ver la operación no iba a constituir ningún problema; había roto el vaso en un punto idóneo del estante («¡Por fin un golpe de suerte!», se regodeó sarcásticamente una parte de su cerebro) y su vista se encontraba lo que se dice despejada.
Inclinada la mano hacia atrás, Jessie hundió la cara interior de la muñeca —esa parte que los quirománticos llaman los Brazaletes de la Fortuna— en el filo curvado del cristal. Contempló, fascinada, el modo en que la punta formaba un hoyuelo en la piel, antes de hundirse en la carne. Jessie continuó apretando mientras el cristal se ensañaba con la muñeca. El hoyuelo se llenó de sangre y desapareció de la vista.
La primera reacción de Jessie fue sentirse decepcionada. La cimitarra de vidrio no había producido el tajo que esperaba (y medio temía). Luego, el afilado corte atravesó el ramillete de venas azules formado cerca de la superficie de la piel y el flujo de sangre se hizo más rápido. No salía a pequeños borbotones impelidos por el pulso, tal como ella supuso, sino que brotaba de manera uniforme, como el agua de un grifo que se abre casi del todo. Después, se cortó la arteria radial del centro de la muñeca y la corriente se hizo avenida. Se deslizó por la madera del estante y corrió por el antebrazo de Jessie. Demasiado tarde para volverse atrás; era cuestión de seguir adelante. De una manera o de otra tenía que ir hasta el final.
«¡Déjalo ya, al menos!», chilló la voz de la madre. «¡No lo empeores…! ¡Ya has hecho bastante! ¡Inténtalo!».
Una idea tentadora, pero Jessie pensaba que lo que había hecho hasta entonces distaba mucho de ser suficiente. Desconocía la palabra «desenguantar», una voz técnica que solían utilizar comúnmente los facultativos en relación con las víctimas de quemaduras, pero ahora que estaba ya metida de lleno en aquella espantosa maniobra se dio cuenta de que para liberarse no podía depender sólo de la sangre. Era posible que no bastase con la hemorragia. Despacio y extremando el cuidado retorció la muñeca y se rasgó la tensa piel de la parte inferior de la mano. Notó entonces un inusitado hormigueo a través de la palma, como si hubiera seccionado la envoltura de algunos nervios pequeños pero vitales que, en principio, estuvieran medio muertos. Los dedos anular y meñique de la mano derecha cayeron inertes como si acabaran de matarlos, índice y corazón, junto con el pulgar, comenzaron a agitarse furiosamente hacia atrás y adelante. Tan misericordiosamente entumecida como su propia carne, Jessie consideró no obstante que había algo horrible hasta lo inexpresable en aquellos indicios de las lesiones que se estaba produciendo a sí misma. Aquellos dos dedos contraídos, como diminutos cadáveres, resultaban algo mucho peor que toda la sangre que había derramado hasta entonces.
Luego, este horror y la creciente sensación opresiva y ardiente de la mano herida se vieron superados por un nuevo calambre que empezó a avanzar por su costado derecho como un frente de nubarrones de tormenta. Se cebó en ella, implacable, como si intentase arrancarla de aquella posición retorcida y Jessie lo combatió con aterrada furia. Ahora no podía moverse. Si lo hiciera, su improvisado instrumento cortante iría a parar al suelo con toda seguridad.
—No lo hagas —murmuró, apretados los dientes—. No, cabrón…, sal del Dodge.
Se mantuvo rígida en aquella postura y procuró no apretar más de lo que apretaba ya la muñeca contra el filo del frágil cristal, puesto que no quería que se le escapase y verse obligada a buscar otro instrumento cortante menos idóneo. Pero si el calambre del costado se extendía al brazo derecho, como al parecer estaba intentando…
—No —gimió Jessie—. Vete, ¿me oyes? ¡Lárgate, jodido cabrón!
Aguardó, sabedora de que no podía permitirse esperar, y consciente asimismo de que tampoco podía hacer nada; aguardó y escuchó el ruido de la sangre vital que goteaba sobre el suelo, desde el borde inferior de la cabecera. También vio hilillos de sangre deslizándose por la superficie del estante. Diminutas partículas de cristal brillaban allí. Empezó a sentirse como la víctima de una película de terror sanguinolento.
«¡No puedes esperar más, Jessie!», le advirtió la voz regañona de Ruth. «¡Casi te has quedado sin tiempo!».
«Me he quedado sin suerte, aunque la verdad es que nunca he tenido mucha», contestó a Ruth.
En aquel momento, o el calambre alivió un poco su intensidad o Jessie se engañó a sí misma creyendo que la aliviaba. Revolvió la mano dentro del grillete y se le escapó un grito de dolor cuando el calambre lanzó otro ramalazo y clavó su ígneas garras en la zona del diafragma, como si tratara de incendiarla otra vez. A pesar de todo, Jessie continuó moviéndose e impaló ahora el dorso de la muñeca. La suave parte interior quedó vuelta hacia arriba y Jessie contempló, embelesada, el profundo tajo que cruzaba los Brazaletes de la Fortuna y que curvaba sus labios rojinegros en lo que parecía una risa burlona dirigida a ella. Hundió el cristal en la cara superior de la mano todo lo que le permitieron sus agallas, al tiempo que combatía el dolor del calambre en la boca del estómago y la base del pecho. Luego retiró la mano hacia sí, lo que provocó una fina rociada de sangre a través de la frente y sobre las mejillas y el puente de la nariz. El trozo de vaso roto, instrumento de aquella cirugía rudimentaria, cayó dando vueltas hacia el suelo, donde la hoja duende se hizo trizas. Jessie no le dedicó un solo pensamiento; su labor ya estaba cumplida. Acto seguido, había que avanzar otro paso, había que comprobar otra cosa: si el cerco del grillete mantendría su celoso control inmovilizador o si la carne y la sangre podrían o no por fin conspirar para liberarse.
El calambre del costado disparó un profundo pinchazo final y luego empezó a mitigar su rigor. Jessie notó que se alejaba no más de lo que había notado la pérdida de su primitivo escalpelo. Podía sentir la energía de su concentración —el cerebro parecía arder con ella, como una antorcha recubierta con una capa de resina de pino—, totalmente concentrada en su mano derecha. La mantuvo levantada para examinarla a la dorada claridad del sol de la tarde. Numerosas líneas de sangre surcaban lo dedos. El antebrazo parecía acabar de recibir una serie de pinceladas de brillante pintura roja de látex. Las esposas eran poco más que una forma curva que apenas resaltaba de aquella hemorragia general, y Jessie comprendió que aquello era todo lo bueno que iba a ser. Amartilló el brazo y luego lo descargó, de arriba abajo, tal como había hecho antes dos veces. El grillete se deslizó… volvió a resbalar un poco más… y luego se detuvo. Lo había frenado de nuevo el duro y obstinado hueso que sobresalía en la base del pulgar.
«¡No!», chilló Jessie, y tiró con más fuerza. «¡Me niego a morir así! ¿Me oyes? ¡Me niego a MORIR ASÍ!».
El acero de las esposas mordió profundamente la carne y, durante un momento, tuvo la deprimente certeza de que no se movería un milímetro más, que sólo se apartaría de allí cuando algún policía mascapuros abriese la cerradura para que se llevaran el cadáver. Ella era incapaz de moverlo, ningún poder podría moverlo, y ni los príncipes del cielo ni los potentados del infierno lo moverían.
Se produjo entonces una nueva sensación en el dorso de la muñeca, como una especie de relámpago de calor, y el grillete ascendió bruscamente un poco. Se detuvo y después empezó a subir de nuevo. Mientras, la caliente picazón eléctrica se transformó con rapidez en una abrasadora ascua oscura que, tras rodear la mano a guisa de pulsera, empezó a morderle la carne como si fuese un batallón de hambrientas hormigas rojas.
El grillete se movía porque la piel sobre la que descansaba también estaba moviéndose, resbalaba de la misma forma que lo haría un objeto pesado encima de una alfombra, si alguien tirase de esa alfombra. El corte dentado y circular que se había producido en la muñeca empezó a abrirse y hebras de tendones rotos asomaron por el hueco y formaron un brazalete rojo. La piel del dorso de la mano se arrugó, se amontonó, fruncida, ante el aro de las esposas y a Jessie le recordó el aspecto que tenía el cobertor, cuando, al mover ella las piernas como si pedaleara, lo impulsó hasta los pies de la cama.
«Me estoy desollando la mano», pensó. «¡Oh, Jesús bendito, me la estoy pelando como si fuera una naranja!».
—¡Venga, suéltame! —gritó a las esposas, repentina e irrazonablemente enfurecida. En ese instante, aquel objeto era una cosa viva, una odiosa criatura dotada de muchos dientes, como una anguila o una comadreja rabiosa—. ¿Es que no me vas a soltar nunca?
El grillete había subido por la mano mucho más de cuanto lo hubiese hecho antes, pero aún seguía aferrado, resistiéndose tenazmente a ceder aquel último medio centímetro (o quizás era poco más de un cuarto) que faltaba. El borroso círculo de acero cercaba ahora una mano con la piel parcialmente arrancada y en la que se veía toda una fulgurante red de tendones del color de ciruelas frescas. El dorso de la mano parecía un muslo de pavo al que le hubieran quitado la rizada piel exterior. La presión que Jessie ejercía, al tirar hacia abajo, había ensanchado la boca de la herida de la cara interna de la muñeca, donde aparecía una sima cubierta por una costra de sangre. Jessie se preguntó si no acabaría arrancándose la mano, en su esfuerzo por liberarse. Las esposas, que hasta entonces habían estado moviéndose un poco —al menos ésa era la idea que ella tenía—, volvieron a atascarse. Y esa vez se detuvieron en seco.
«¡Claro que lo tienes, Jessie!», se exaltó Punkin. «¡Míralo! ¡Está doblado! Si pudieras enderezarlo otra vez…».
Jessie disparó el brazo hacia adelante y la cadena de las esposas chocó contra la muñeca. Luego, antes de que el brazo tuviese tiempo de poner trabas, Jessie volvió a tirar hacia abajo, recurriendo a todas las fuerzas que le quedaban. Una oleada de dolor envolvió su mano cuando el acero del grillete rasgó la carne entre la muñeca y la parte media de la mano. Todos los jirones de piel arrancada se mezclaban allí, sueltos, en una diagonal que iba desde la base del meñique a la del pulgar. Durante unos segundos, aquella masa de trozos de piel retuvo el aro de las esposas, pero al final pasó por debajo del acero con un leve sonido de chapoteo. Sólo quedó por rebasar la última protuberancia ósea, pero fue suficiente para interrumpir la progresión. Jessie tiró con más energía. No sucedió nada.
«Ya está», pensó. «Todo el mundo fuera de la piscina».
Y entonces, en el preciso momento en que se disponía a relajar el dolorido brazo, el grillete pasó por encima de aquel pequeño saliente que durante tanto rato lo había retenido, rebasó volando la punta de los dedos y chocó contra la columna de la cama. Sucedió todo con tal rapidez que, al principio, Jessie fue incapaz de darse cuenta de qué había ocurrido. Su mano distaba mucho de parecer esa extremidad de la que normalmente están equipados los seres humanos, pero era su mano y estaba libre.
Libre.
La mirada de Jessie fue de las vacías esposas manchadas de sangre a la destrozada mano, y el entendimiento de lo que acababa de suceder empezó a reflejarse en su rostro.
«Es como un pájaro que entra volando en la máquina de una fábrica y consigue salir despedido por el otro extremo», pensó, «pero esas esposas ya no están. Realmente, ya no están».
—No puedo creerlo —gruñó—. No puedo. Rayos. Créelo.
«No importa, Jessie. Tienes prisa».
Reaccionó como alguien que estaba adormilado y al que despiertan bruscamente. ¿Prisa? Sí, pues claro. Ignoraba cuánta sangre había perdido —algo menos de medio litro le pareció un cálculo bastante razonable, a juzgar por el empapado colchón y por los arroyuelos que se deslizaron y gotearon desde la cabecera—, pero sabía que, si perdía mucha más antes de vendarse la muñeca o aplicarse alguna clase de torniquete en el brazo, acabaría desmayándose, y el viaje de la inconsciencia a la muerte sería breve… como el trayecto de un transbordador entre las orillas de un río estrecho.
«Eso no va a ocurrir», pensó. Era de nuevo la voz dura como los clavos, pero no pertenecía a nadie sino a ella, cosa que hizo feliz a Jessie. «No he superado toda esta mierda para ahora desvanecerme y caer en el suelo. No he visto los papelotes, pero estoy casi segura del todo de que eso no está en el contrato».
«Muy bien, pero tus piernas…».
Un recuerdo que maldito si necesitaba. Llevaba más de veinticuatro sin ponerse de pie, sin sostenerse sobre los remos, y a pesar de sus esfuerzos para mantener en condiciones las extremidades, tal vez fuera un grave error depender de ellas en exceso, al menos de momento. Podían sufrir un calambre; podían doblársele bajo el peso del cuerpo, podían pasarle ambas cosas. Pero prevenir vale más que curar… o al menos eso dicen. Naturalmente, en el transcurso de su vida le habían obsequiado con una infinidad de consejos de ese tipo (atribuidos en la mayoría de los casos a esos seres tan anónimos como inconcretos que configuran la tercera persona del plural: «ellos») y nada de lo que hubiese visto en Firing Une o leído en el Reader’s Digest la había preparado para lo que acababa de hacer. Sin embargo, iba a ser todo lo precavida que pudiese. Jessie albergaba la idea de que era harto posible que, a ese respecto y a pesar de todo, dispusiera de muy poco margen para el error.
Se volvió hacia la izquierda, con el brazo derecho colgándole a la espalda como la cola de una cometa o el oxidado tubo de escape de un automóvil viejo. La única parte de él que sentía viva era el dorso de la mano, donde estaban al aire los paquetes de tendones sueltos y abrasados. El dolor ya era malo, pero todavía era peor la sensación de que el brazo derecho quería divorciarse del resto del cuerpo, aunque la verdad era que todo ello quedaba perdido en medio de un arrebato en el que se mezclaban esperanza y triunfo. Experimentó una alegría poco menos que divina al poder rodar a través del cama sin que el grillete de las esposas estuviese alrededor de la muñeca y se lo impidiera. Otro calambre la sacudió, le alcanzó en el vientre como si fuera el golpe definitivo de un pegador de Louisville; pero no hizo caso. ¿Dijo que lo que experimentaba era alegría? Ah, esa palabra resultaba demasiado pobre. Era éxtasis. Puro, absoluto éxta…
«¡Jessie! ¡El borde de la cama! ¡Jesús, detente!».
No parecía el borde de la cama; parecía ese borde del mundo que los cartógrafos antiguos trazaban en los mapas anteriores a la época de Colón.
«A partir de ahí tiene que haber monstruos y serpientes», pensó.
«Por no hablar de una muñeca fracturada. ¡Alto, Jess!».
Pero su cuerpo no hizo caso de la orden; siguió lanzado, calambres incluidos, y Jessie apenas tuvo tiempo de girar la mano izquierda dentro de las esposas antes de quedarse boca abajo en el borde de la cama para, luego, rebasarlo y caer. La punta de los pies chocó contra el suelo con violenta sacudida, pero el grito de Jessie no fue totalmente de dolor. Sus pies, al fin y al cabo, volvían a tocar el suelo. Estaban realmente en el suelo.
Terminó su chapucero abandono del lecho con el brazo izquierdo rígidamente estirado hacia la columna a la que aún seguía sujeta la mano y el diestro momentáneamente atrapado entre el pecho y la parte lateral de la cama. Sintió el calor de la sangre que, tras aflorar a la piel, se deslizaba por los senos.
Jessie ladeó la cara y no tuvo más remedio que aguardar en aquella postura, nueva y agónica, mientras un calambre de intensidad paralizadora le invadía la espalda, desde el cogote hasta la rabadilla. La sangre empezó a empapar la sábana contra la que habían quedado aprisionados los pechos y la mano magullada.
«Tengo que incorporarme», pensó Jessie. «Tengo que levantarme en seguida o moriré desangrada aquí mismo».
Pasó el calambre de la espalda y Jessie pudo por fin plantar los pies sólidamente en el suelo. Las piernas no parecían estar tan débiles y desfallecidas como se temió; a decir verdad, daban la impresión de querer afrontar cuanto antes su cita con el esfuerzo. El grillete que mantenía encadenada la mano izquierda al poste de la cama se deslizó hacia arriba hasta tropezar con el tablero de la cabecera y Jessie se encontró de pronto en una posición que había llegado a sospechar, con bastante fundamento, que nunca volvería a conseguir: de pie, junto a la cama que había sido su cárcel… casi su ataúd.
Un sentimiento de inmenso agradecimiento amenazó con inundarla, pero Jessie lo combatió con la misma firmeza que había empleado para rechazar el pánico. Tiempo habría después para la gratitud. Lo que debía recordar en aquel momento era que aún no estaba libre de aquella maldita cama y que el tiempo para lograr liberarse de ella era limitadísimo. Cierto que no había notado la más ligera sensación de mareo o desmayo, pero en su opinión eso no quería decir nada. Cuando llegase el derrumbamiento, lo probable es que se presentara de golpe; un apagón repentino.
Con todo, haberse puesto en pie —sólo eso y nada más que eso—, ¿resultaba tan importante? ¿Tan inefablemente maravilloso?
—¡Ni hablar! —rezongó Jessie.
Mantuvo cruzado el brazo derecho sobre el busto, con la herida de la parte interna de la muñeca apretada contra el declive superior del seno izquierdo, y se dio media vuelta para apoyar los glúteos en la pared. Se encontraba ahora de pie junto al lado izquierdo de la cama, en una postura que casi parecía la de un soldado en posición de «descansen armas». Aspiró una profunda bocanada de aire y luego pidió al brazo derecho y a la magullada diestra que reanudaran el trabajo.
El brazo se levantó, chirriante, como el de un maltratado muñeco mecánico, y la mano se apoyó en el estante de la cama. Los dedos anular y meñique aún se negaban a obedecer las órdenes del cerebro, pero Jessie se las arregló para coger el anaquel entre el pulgar, el índice y el corazón y levantarlo de sus soportes. El estante aterrizó encima del lecho sobre el que Jessie había pasado tantas horas tendida, el lecho que aún conservaba su silueta, una forma hundida y sudorosa que aparecía vaciada en el cobertor rosa, la mitad superior parcialmente perfilada con sangre. Al mirar aquella forma que representaba su propia imagen, Jessie se sintió mareada, colérica y temerosa. Contemplar aquella forma la volvía loca.
Apartó los ojos del colchón, sobre el que ahora descansaba el estante, y se miró la temblorosa mano derecha. Se la llevó a la boca y agarró entre los dientes la astilla de vidrio que sobresalía de la carne del pulgar, detrás de la uña. El cristal se introdujo entre un canino y un incisivo superiores, para acabar hundiéndose en la blanda y rosada carne de la encía. Jessie sintió un pinchazo instantáneo, penetrante, y la sangre derramó por su boca un sabor dulce-salado y su textura tan densa como el jarabe de cerezas contra la tos que la obligaban a tomar de niña, cuando se constipaba. No hizo caso de ese nuevo corte —en el curso de los minutos precedentes había hecho las paces con cosas mucho peores— sino que volvió a clavar los dientes en la astilla de vidrio y la arrancó limpiamente del pulgar. Una vez la tuvo fuera del dedo, la escupió sobre la cama, envuelta en una bocanada de caliente sangre.
—Muy bien —murmuró Jessie, y se aprestó a retorcer el cuerpo para insertarlo entre la pared y la cabecera de la cama. Jadeó a causa del esfuerzo.
La cama se apartó de la pared mucho más fácilmente de lo que Jessie había supuesto, si bien una de las cosas que nunca dudó era que se movería siempre y cuando ella dispusiera de suficiente fuerza de palanca. Bueno, ahora la tenía, así que emprendió la tarea de trasladar la odiada cama a través del piso encerado. La parte de los pies se desviaba hacia la derecha, puesto que ella empujaba por el lado izquierdo, pero Jessie lo había tenido en cuenta y le iba bien. Realmente, formaba parte de su rudimentario plan.
«Cuando te cambia la suerte», pensó, «te cambia de verdad. Puede que te hayas hecho un tajo en la encía de arriba, Jess, pero no has pisado un solo trozo de cristal. De modo que continúa empujando la cama, querida, y sigue contando tu mal…».
Uno de sus pies chocó contra algo. Al bajar la vista comprobó que había dado un puntapié al regordete hombro derecho de Gerald. La sangre goteó sobre el pecho y el rostro del cadáver. Una de esas gotas fue a caer en la pupila azul de un ojo inmóvil y la revistió como una lentilla de contacto. A Jessie no le inspiraba ninguna lástima; no le inspiraba ningún odio; no le inspiraba ningún cariño. Sintió cierto horror y disgusto hacia sí misma, por el hecho de que todos los sentimientos que ocuparon su ánimo durante tantos años —los que se denominaban sentimientos civilizados y que eran la sustancia de los culebrones, programas de entrevistas y variedades de la televisión, así como de los consultorios sentimentales radiofónicos—, resultaran ahora tan superficiales comparados con el instinto de supervivencia que (al menos en su caso) había demostrado ser tan abrumador y tan brutalmente insistente como la pala de una excavadora. Pero así eran las cosas, y Jessie tenía el convencimiento de que, si Arsenio u Oprah se hubieran encontrado en semejante situación, habrían hecho lo mismo que ella.
—Quítate de en medio, Gerald —dijo, y le dio una patada (negó ante sí misma la enorme satisfacción que eso le produjo, incluso aunque tal placer colmaba todo su interior).
Gerald no se movió. Era como si los cambios químicos que formaban parte de la putrefacción en curso le mantuvieran pegado al suelo. Las moscas se levantaron, formando una nube ronroneante que sobrevoló la hinchada zona central del cuerpo de Gerald. Eso fue todo.
—¡Que te den por detrás, pues! —profirió Jessie. Se aprestó a seguir empujando la cama. Se las arregló para que el pie derecho franquease el cuerpo de Gerald, pero el izquierdo se posó de lleno en el vientre. La presión originó un espectral zumbido en la garganta del cadáver y un breve pero nauseabundo hálito de gases brotó de la abierta boca—. Perdona, Gerald —murmuró Jessie, y siguió adelante, sin volver la cabeza una sola vez. Sus ojos se dirigieron ahora al tocador, el mueble sobre cuya superficie descansaban las llaves de las esposas.
En cuanto hubo dejado a Gerald atrás, el manto de incordiadas moscas volvió a posarse y a reanudar su jornada laboral. Al fin y al cabo, quedaban muchas cosas por hacer y disponía de muy poco tiempo para realizarlas.