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—… es que tu madre volviera a casa y se encontrase una nota informándola…

Jessie abrió los ojos de golpe al pronunciar esas palabras en voz alta hacia el aire del dormitorio, y lo primero que vio fue el vaso vacío: el vaso de agua de Gerald, todavía en el estante. Vertical, cerca del grillete que unía la muñeca a la columna de la cama. La muñeca izquierda, no la derecha.

«… una nota informándole de que he tenido que llevarte al servicio de Urgencias para que te reimplanten y te cosan un par de dedos».

Jessie comprendió entonces la finalidad de aquel viejo e hiriente recuerdo; entendió la razón que Punkin había tratado de imbuirle durante tanto rato. La respuesta no tenía nada que ver con el viejo Adán, ni con el tenue olor mineral de la mancha húmeda de sus bragas de algodón. Todo estaba relacionado con la media docena de trozos de cristal sacados de entre la desmigajada masilla de la ventana de un cobertizo. Había perdido el tarro de crema Nivea, pero aún le quedaba, por lo menos, otra fuente de lubricante, ¿no? Otro camino para rezumarse. Le quedaba la sangre. Hasta que se coagulaba, la sangre era casi tan resbaladiza como el aceite.

«Va a dolerte de un modo endemoniado, Jessie».

Sí, claro que iba a dolerle infernalmente. Pero creía haber oído o leído en alguna parte que en las muñecas se encontraban menos nervios que en muchos de los puntos vitales del cuerpo; tal era el motivo por el que hacerse un corte en las muñecas, especialmente en una bañera llena de agua caliente, fue siempre uno de los sistemas de suicidio preferidos, desde las fiestas que los togados patricios celebraban en imperial. Además, ya estaba medio atontada.

—Ya estaba medio atontada cuando, para empezar, le permití que me pusiera esto en las muñecas —gruñó Jessie.

«Si te haces unos cortes demasiado profundos, morirás desangrada como aquellos antiguos romanos».

Sí, claro que moriría así. Pero de no hacerse ningún corte, seguiría tendida en la cama hasta morir de algún ataque o deshidratada… o hasta que llegase por la noche su viejo amigo del maletín de huesos.

—Vale —dijo. Le latía el corazón con bastante intensidad y, por primera vez en varias horas, estaba completamente despierta. El tiempo reanudó la marcha con un traqueteo, como un tren de carga que trasladan de una vía muerta al carril principal—. Muy bien, es un argumento la mar de convincente.

«Escucha», intervino una voz en tono apremiante, y Jessie se dio cuenta, asombrada, de que era la voz de Ruth y de la Santa Esposa. Se habían fundido en una, al menos de momento. «Escucha con atención, Jessie».

—Estoy escuchando —dijo a la habitación vacía. También estaba mirando. Miraba el vaso. Un vaso perteneciente a un juego de doce que había comprado en Sears tres o cuatro años antes. Seis de ellos ya estaban rotos. Pronto habría otro. Tragó saliva e hizo una mueca. Fue como tratar de engullir una piedra envuelta en franela que tuviese alojada en la garganta—. Escucho muy atentamente, créeme.

«Estupendo. Porque una vez emprendas la operación, no podrás interrumpirla. Todo ha de desarrollarse rápidamente, tienes el organismo muy deshidratado. Y recuerda una cosa: aun en el caso de que todo se tuerza…».

—… No dejará de funcionar —concluyó Jessie.

Y era cierto, ¿no? La situación había adquirido una sencillez que, dentro de su espectral estilo, resultaba elegante. No quería morir desangrada, claro —¿quién iba a quererlo?—, pero sería mejor que la creciente virulencia de los calambres y la sed. Mejor que él. Que eso. La alucinación. Fuera lo que fuese.

Se pasó la reseca lengua por los resecos labios y volvió a sus fugaces y confusos pensamientos. Trató de ordenarlos como hiciera anteriormente, cuando disponía la estrategia para coger el tarro de crema facial que ahora estaba caído inútilmente en el suelo, junto a la cama. Comprobó que pensar le costaba muchísimo trabajo. Seguía oyendo fragmentos de

(«untuoso»)

aquel blues, seguía oliendo el perfume de la colonia de su padre, seguía notando aquella cosa dura contra sus nalgas. Y estaba Gerald. Gerald parecía hablarle desde el suelo.

«Va a volver, Jessie. Nada de lo que puedas hacer podrá impedirlo. Te dará una buena lección, mi bella y soberbia dama».

Lanzó una rápida ojeada hacia Gerald y luego se apresuró a fijar la vista en el vaso. Gerald pareció dirigirle una sonrisa feroz con la parte de la cara que el perro había dejado intacta. Hizo otro intento para poner en marcha las meninges y, tras un esfuerzo, logró que las ideas empezasen a rodar.

Dedicó diez minutos a establecer el plan y repasar una y otra vez todos los puntos. Lo cierto es que tampoco había mucho que repasar: la agenda era suicidamente azarosa, pero no complicada. Pese a ello, repitió mentalmente varias veces todos los movimientos, en busca de cualquier posible fallo que pudiera costarle perder la última oportunidad de sobrevivir. No encontró ninguno. En definitiva, sólo había un inconveniente de cierta importancia —la maniobra debía realizarse a toda velocidad, antes de que la sangre tuviese ocasión de coagularse— y los resultados posibles sólo eran dos: la rápida liberación o la inconsciencia y la muerte.

Revisó la maniobra de nuevo —sin eludir ninguno de los detalles desagradables, sino examinando bien la totalidad de la operación, como examinaría un pañuelo que hubiese tejido, para localizar puntos saltados o puntadas sueltas— mientras el Sol continuaba su trayectoria invariable hacia el oeste. En el porche trasero, el perro soltó el reluciente trozo de cartílago que estaba royendo y se puso en pie. Echó a andar hacia los árboles. Había percibido en el aire una nueva emanación de aquel olor negro y, con el estómago lleno, incluso aquel leve hálito era demasiado.