Las siguientes cuatro horas fueron las peores que pasó Jessie Burlingame en toda su vida. Los calambres de los músculos fueron aumentando progresivamente en frecuencia e intensidad, pero el dolor intramuscular no fue el culpable de que resultaran tan terribles las horas comprendidas entre las once de la mañana y las tres de la tarde; la culpa la tuvo la obstinada y pavorosa negativa de su cerebro a renunciar a mantenerse lúcido y aventurarse en la oscuridad. Durante el bachillerato había leído el relato de Poe El corazón delator, pero hasta aquel momento no comprendió el verdadero horror de sus frases iniciales: «¡Nervioso! Es cierto que estoy y que he estado muy nervioso, ¿pero por qué dirás que estoy loco?».
La locura constituiría un alivio, pero la locura no se presentaría. Ni el sueño. La muerte podía batir a los dos y, desde luego, la oscuridad también. A ella sólo le era posible seguir tendida en la cama, sumida en la insulsa existencia de una realidad de color pardo oliva, rasgada de vez en cuando por estridentes ramalazos de dolor cuando los calambres se ensañaban con sus músculos. Los calambres tenían su importancia, lo mismo que su espantosa y cargante cordura, pero poca cosa más parecía tenerla… ciertamente, el mundo situado fuera de aquella habitación ya no tenía significado alguno para ella. En realidad, Jessie albergaba la firme creencia de que no había mundo alguno fuera de aquel dormitorio, de que todos los habitantes que otrora llenaron el planeta volvieron a alguna central de reparto de papeles existencialista y todos los paisajes se embalaron y devolvieron como el atrezo del grupo teatral tras las representaciones de una producción dramática universitaria.
El tiempo era un mar congelado por el que la consciencia de Jessie avanzaba dando tumbos como un desgarbado buque rompehielos carente de gracia. Las voces iban y venían como fantasmas. Casi todas hablaban desde el interior de su cabeza, pero en algunos momentos la de Nora Callighan se dirigió a ella desde el cuarto de baño y, en otro instante, Jessie mantuvo una conversación con su madre, que parecía estar al acecho en el pasillo. La madre había ido para comunicarle que ella, Jessie, nunca se hubiera visto metida en un compromiso como aquél de haber elegido su vestuario con mejor gusto. «Si tuviese una moneda de diez centavos por cada pifia que he arreglado», decía la madre, «podría comprar la fábrica de gas de Cleveland». Había sido una de las expresiones favoritas de Sally Mahout, y Jessie cayó ahora en la cuenta de que ninguno de ellos le preguntó nunca por qué deseaba comprar la fábrica de gas de Cleveland.
Reanudó lánguidamente el ejercicio anterior, moviendo las piernas como si pedaleara y subiendo y bajando los brazos todo lo que le permitían las esposas —y sus propias fuerzas desfallecientes—, como si bombeara. Ya no lo hacía con el fin de tener el cuerpo a punto para escapar en cuanto se le ocurriese por fin la alternativa salvadora, puesto que había comprendido definitivamente, en el fondo de su corazón y en el de su cerebro, que no quedaba opción alguna. Seguía con el ejercicio sólo porque el movimiento aliviaba un poco los calambres.
A pesar del esfuerzo, sentía deslizarse el frío por las manos y los pies: primero se asentaba sobre la piel como una espuma de hielo y después se iba filtrando. Aquello no se parecía en nada a la sensación de duermevela rezagada con la que se había despertado por la mañana; se asemejaba más a la congelación que sufrió una larguísima tarde de esquí de fondo, campo a través, durante una prueba que corrió en su adolescencia: siniestras manchas grisáceas en el dorso de una mano y en la carne de la pantorrilla que no llegaban a cubrir del todo las medias de lana, puntos muertos que parecían incapaces de reaccionar positivamente al calor del fuego de la chimenea. Supuso que aquel entumecimiento acabaría por imponerse a los calambres y que, al final, tendría una muerte piadosa, después de todo —como la que tendría en una ladera frecuentada por los aludes—, pero la muerte avanzaba con excesiva lentitud.
Transcurría el tiempo, pero no era tiempo; se trataba sólo de un incesante, invariable flujo de información que pasaba de sus insomnes sentidos a su aterradoramente lúcido cerebro. Sólo quedaba el dormitorio, el paisaje exterior (las últimas piezas de atrezo que aún le quedan por embalar al encargado de material de esta obra dramática de mierda), el zumbido de las moscas que convierten a Gerald en una incubadora de insectos de final de temporada y el moroso desplazamiento de las sombras por el piso a medida que el sol cruza el cielo pintado de otoño. De vez en cuando, todavía, un calambre se le hunde en la axila como un punzón de hielo o le introduce un grueso clavo de acero en el costado derecho. Mientras la tarde se consume interminablemente, los calambres cambian de objetivo y empiezan a llegarle al estómago, donde han cesado las punzadas del hambre, y a los supertensos tendones del diafragma. Estos últimos eran los peores: congelaban la cobertura de los músculos del pecho y comprimían los pulmones. Alzó la vista hacia las ondulaciones acuáticas que se reflejaban en el techo y las contempló con agónicos ojos saltones. Le temblaban los brazos y las piernas a causa del esfuerzo que tenía que hacer para seguir respirando, en tanto disminuía la intensidad de los calambres. Era como verse enterrada hasta el cuello en húmedo cemento fresco.
El hambre pasó, pero la sed no, y mientras aquel día infinito giraba a su alrededor, Jessie llegó a comprender que la simple sed (sólo eso y nada más) podía conseguir lo que hasta entonces no habían logrado ni los cada vez más altos niveles de dolor ni la circunstancia de que la muerte se le acercara: que se volviera loca. Ahora no se trataba sólo de la garganta y la boca; todas las partes de su cuerpo gritaban pidiendo agua. Hasta los globos oculares tenían sed, y ver el baile de las ondulaciones reflejado en el techo, a la izquierda de la claraboya, arrancó a Jessie un suave gemido.
Con aquellos peligros reales cercándola, el terror que le inspiraba el vaquero del espacio debería haber menguado o desaparecido por completo, pero mientras avanzaba la tarde Jessie fue comprobando que el peso específico del extraño de la cara blanca aumentaba en vez de disminuir. Veía constantemente su forma, erguida un poco más allá del pequeño círculo de luz que rodeaba su reducida consciencia, y aunque apenas podía distinguir algo más que la figura (flaca hasta el límite de lo esquelético), comprobó que le era posible ver, cada vez con mayor claridad, según el sol acarreaba su escala de horas rumbo al oeste, la hundida y macilenta sonrisa que curvaba la boca de aquel ser. Resonó en el oído de Jessie el polvoriento murmullo de los huesos y las joyas que las manos revolvieron dentro del anticuado maletín.
Volvería a por ella. Cuando oscureciese, volvería. El vaquero muerto, el forastero, el espectro del amor.
«Lo viste, Jessie. Era, y lo viste, como suelen verlo las personas que mueren en lugares solitarios. Claro que lo ven; queda estampado en sus contraídos rostros y se puede leer en sus ojos saltones. Era el Viejo Vaquero de, y esta noche, cuando se ponga el sol, volverá a buscarte».
Poco después de las tres de la tarde, el viento, en calma durante todo el día, empezó a levantarse. La puerta de atrás reanudó su inquieto batir contra el marco. Al cabo de un momento, la motosierra dejó de rugir y Jessie pudo escuchar el tenue rumor que producían las pequeñas olas del lago al agitarse impulsadas por el viento, y chocar contra las rocas de la orilla. El somorgujo no alzó la voz; tal vez había decidido que ya era hora de emprender el vuelo hacia el sur o, al menos, de mudarse a una parte del lago a la que no llegasen los chillidos de aquella gritona señora.
«Ahora sólo estoy yo. Hasta que llegue el otro, por lo menos».
No hizo ningún esfuerzo más para convencerse de que su oscuro visitante era sólo producto de la imaginación; las cosas habían ido demasiado lejos para creerlo.
Un nuevo calambre le hundió sus largos y afilados dientes en la axila izquierda, y los agrietados labios de Jessie se recogieron en una mueca. Fue como si le hurgasen el corazón con la punta de unas tenazas de barbacoa. Luego, los músculos de debajo de los pechos se pusieron rígidos y el haz de nervios del plexo solar se encendió como un montón de leña seca. Aquél era un dolor nuevo… e inmenso: mucho peor de cuantos había sufrido hasta entonces. Se dobló hacia atrás como una rama verde, contorsionó el tronco a un lado y a otro, abrió y cerró de golpe las rodillas. El pelo se disparó en mechones y en grumos. Intentó gritar, pero no pudo. Durante unos minutos tuvo la seguridad de que ya estaba, de que ya había llegado al final del camino. Una última convulsión, tan poderosa como seis cartuchos de dinamita plantados en una repisa granítica, y adiós, Jessie; la caja está a la derecha.
Pero aquel calambre también pasó.
Se relajó poco a poco, jadeante, con la cara vuelta hacia el techo. De momento, por fin, los reflejos danzantes no le atormentaron; toda su concentración se proyectaba sobre el ardiente manojo de nervios situado justo entre ambos pechos, debajo de ellos, mientras esperaba un poco a ver si el dolor estaba dispuesto a desaparecer definitivamente o si volvería a llamear de nuevo. Se fue… pero de mala gana, con la promesa de que no iba a tardar mucho en presentarse de nuevo. Jessie cerró los ojos y rezó para que acudiera el sueño. En aquel punto acogería encantada cualquier alivio, por breve que fuera, en la larga y agotadora tarea de morirse.
El sueño no apareció, pero sí lo hizo Punkin, la chica del cepo. Ahora estaba libre como un pájaro, provocación sexual o no provocación sexual, caminaba descalza a través del ejido de la aldea puritana en la que residía, fuera cual fuese, y estaba esplendorosamente sola… no hacía falta que anduviera con los ojos recatadamente fijos en el suelo para que cualquier muchacho que se cruzara con ella no captase su mirada con un guiño o una sonrisa. La hierba era de un aterciopelado color verde oscuro y a lo lejos, en la cumbre de la siguiente colina (Jessie pensó: «Éste es el pasto comunal más extenso del mundo») pacía un rebaño de ovejas. La campana que Jessie ya había oído antes continuaba enviando sus repiques monótonos y uniformes a través de un crepúsculo que se oscurecía por momentos.
Punkin llevaba una camisa de dormir con un enorme signo de admiración amarillo en la pechera… una prenda difícilmente puritana, aunque indudablemente era bastante pudibunda: cubría el cuerpo desde el cuello hasta las pies. Jessie conocía muy bien aquel camisón y le encantó volver a verlo. Entre los diez y los doce años, cuando por fin la convencieron para que renunciase a aquella prenda y la cediese al cesto de los trapos viejos, debió de llevar aquella tontería a unas dos docenas de fiestas de pernocta.
La cabellera de Punkin, que ocultaba totalmente su rostro mientras el cepo la obligó a mantener baja la cabeza, ahora estaba recogida en la nuca, atada con un lazo de terciopelo del más oscuro tono azul medianoche. La chica tenía un aspecto precioso y parecía enormemente feliz, lo que a Jessie no le sorprendió nada. Al fin y al cabo, había conseguido escapar de su cautiverio; era libre. Jessie no sintió envidia, sino que le asaltó el deseo —la urgente necesidad, más bien— de decir a la niña que debía hacer algo más que limitarse a disfrutar simplemente de su libertad; que debía atesorarla, cuidarla y utilizarla.
«Me dormí, después de todo. Sin duda me dormí, porque esto tiene que ser un sueño».
Otro calambre, éste no tan terrible como el que incendió su plexo solar, le paralizó los músculos del muslo derecho y dejó el pie oscilando tontamente en el aire. Abrió los párpados y observó el dormitorio, donde la claridad era alargada y oblicua una vez más. No llegaba a lo que los franceses denominan l’heure bleu, pero esa hora se acercaba rápidamente. Oyó el tableteo de la puerta trasera, percibió el olor a sudor y a orina, así como el hedor agrio de su exhausto aliento. Todo seguía tal como estaba antes. El tiempo avanzaba, pero no había dado ningún salto hacia adelante, como a menudo parece que ha hecho cuando una se despierta después de una cabezadita inopinada. Pensó que tenía los brazos un poco más fríos, pero aproximadamente lo mismo de entumecidos que antes. No se había quedado dormida, ni había soñado… pero sí había estado haciendo algo.
«Puedo repetirlo», pensó, y cerró los ojos. Se encontró nuevamente en el enorme prado comunal de un momento antes. La niña con el gran punto de admiración amarillo destacando entre sus pechos menudos la contemplaba con aire grave y dulce.
«Hay algo que no has intentado, Jessie».
«Eso no es verdad», le dijo a Punkin. «Lo he intentado todo, créeme. Y, ¿sabes una cosa? Me parece que, de no habérseme caído de las manos ese maldito tarro de crema facial cuando el perro me asustó, es muy posible que hubiera logrado escurrirme del grillete izquierdo. Fue verdadera mala suerte que el chucho entrara así. O acaso mal karma. Sea como fuere, algo malo».
La chica se fue acercando. Susurraba la hierba bajo sus pies descalzos.
«El grillete izquierdo, Jessie. Del que puedes escurrirte es del derecho. Es una posibilidad remota, te lo concedo, pero no deja de ser una posibilidad. Ahora, la verdadera cuestión, creo, consiste en si deseas realmente vivir».
«¡Naturalmente que quiero vivir!».
Aún más cerca. Aquellos ojos —un color humo que trataba de ser azul pero que no lo conseguía del todo— parecían atravesarle la piel y llegarle al corazón.
«¿De verdad? Tengo mis dudas».
«¿Es que estás loca? ¿Crees que quiero seguir aquí, esposada a esta cama, cuando…?».
Los ojos de Jessie —que al cabo de tantos años seguían tratando de ser azules y aún no lo habían conseguido— se abrieron otra vez, despacio. Lanzaron una mirada por el cuarto, con expresión de aterrada solemnidad. Vio a su esposo, tendido ahora en el suelo, con el cuerpo contorsionado en una postura imposible y las pupilas fijas en el techo.
—No quiero continuar esposada a esta cama cuando oscurezca y el hombre del estuche vuelva —dijo a la vacía habitación.
«Cierra los ojos, Jessie».
Los cerró. Punkin estaba allí, con su viejo camisón de franela, mirándola con calma, y Jessie pudo ver bien a la otra: la chica gruesa y llena de espinillas. La gorda no había tenido tanta suerte como Punkin; no pudo escapar, so pena de que, en determinados casos, la muerte fuese una escapatoria en sí misma… hipótesis que Jessie había llegado a aceptar voluntariamente. A la chica gorda la habían estrangulado o murió a causa de algún ataque. Su rostro tenía ese color negro purpúreo de los nubarrones tormentosos de verano. Un ojo estaba fuera de la órbita, el otro parecía reventado como una uva exprimida. La lengua le asomaba entre los labios, ensangrentada en la punta, donde los dientes la mordieron en repetidas ocasiones.
Jessie se estremeció, al tiempo que se volvía hacia Punkin.
«No quiero acabar así. Aunque no sea trigo limpio y haya algo malo en mí, no quiero acabar de esa manera. ¿Cómo te liberaste tú?».
«Me escurrí», replicó Punkin al instante. «Me escurrí de entre las manos del diablo; me rezumé en vida».
A través de su agotamiento, Jessie sintió un ramalazo de cólera.
«No has oído una palabra de lo que he dicho, ¿eh? ¡Se me escapó de la mano el maldito tarro de Nivea! ¡Entró de pronto el perro, me dio un susto y lo solté! ¿Cómo voy a…?».
«También me acuerdo yo del eclipse», dijo Punkin bruscamente, con el aire de una persona a la que pone nerviosa alguna fórmula social, compleja y carente de sentido; me saludas, te hago una reverencia, juntamos las manos. «Así es como me liberé de verdad; recuerdo el eclipse y lo que sucedió en el porche mientras se producía el eclipse. Y tú también lo recordarás. Creo que es la única posibilidad que tienes de liberarte. No puedes seguir huyendo, Jessie. Tienes que revolverte y plantar cara a la verdad».
¿Otra vez eso? ¿Eso y nada más que eso? Una insondable oleada de cansancio y decepción se abatió sobre Jessie. Durante unos segundos, tuvo la sensación de que la esperanza iba a volver, pero no había nada para Jessie. Nada en absoluto.
«No lo entiendes», le dijo a Punkin. «Ya hemos recorrido antes este camino… hasta el final. Sí, supongo que es posible que lo que me hizo entonces mi padre tenga algo que ver con lo que me ocurre ahora, supongo que, por lo menos, cabe esa posibilidad, pero ¿por qué sufrir otra vez ese dolor, cuando aún me queda tanto por soportar antes de que Dios se canse de torturarme y decida por fin bajar las persianas?».
No obtuvo respuesta. La niña del camisón azul, la chiquita que en otro tiempo había sido Jessie, acababa de desaparecer. Detrás de los párpados de Jessie sólo quedaba ahora oscuridad, una oscuridad semejante a la de la pantalla de un cine, una vez concluida la película, así que Jessie volvió a abrir los ojos y echó una larga mirada a la habitación en la que iba a morir. Sus ojos fueron de la puerta del cuarto de baño al cuadro de la mariposa estampada en batik, luego pasaron al tocador, para acabar en el cadáver del esposo, que yacía bajo la funesta capa de perezosas moscas otoñales.
—Déjalo, Jess. Vuelve al eclipse.
Abrió mucho los ojos. Las palabras sonaron verdaderamente reales… era una voz real que no procedía del cuarto de baño ni del pasillo ni del interior de su propio cerebro, sino que parecía destilar del mismo aire.
—¿Punkin? —Su voz resultaba un graznido. Intentó incorporarse un poco más, pero otro bárbaro calambre amenazó la región del diafragma y Jessie volvió a recostarse en la cabecera a la espera de que pasara—. Punkin, ¿eres tú? ¿Eres tú, querida?
Durante unos segundos creyó haber oído algo, le pareció que la voz había dicho algo más, pero, de haber ocurrido así, Jessie no pudo distinguir las palabras. Y luego el contacto se cortó del todo.
«Vuelve al eclipse, Jessie».
—Allí no hay soluciones —murmuró—. No haya nada más que dolor, estupidez y…
¿Y qué? ¿Qué otra cosa?
«El viejo Adán».
La frase brotó en su mente con absoluta naturalidad, sin duda reminiscencia de algún sermón escuchado de niña, cuando, aburrida, sentada entre sus padres, subía y bajaba las piernas para ver cómo se reflejaban en sus bien lustrados zapatos blancos de charol los rayos de sol que se filtraban por las multicolores vidrieras de la iglesia. Era sólo una frase que había captado y que quedó adherida a su subconsciente como si éste fuera papel matamoscas. «El viejo Adán»… Y tal vez eso era todo, así de sencillo. Un padre que, medio conscientemente, había arreglado las cosas para quedarse a solas con su guapa y vivaracha hijita, convencido durante todo el proceso de preparación de que «no tenía nada de malo, no se hacía ningún daño, ningún daño en absoluto». Después empezó el eclipse, y ella, con su vestido playero demasiado corto y demasiado justo —el vestido de playa que el propio padre le pidió que se pusiera— se sentó sobre las rodillas del hombre, y sucedió lo que había sucedido. Nada más que un breve intervalo salaz, que avergonzó y violentó a ambos. Él había proyectado su chorro —eso fue lo largo y lo corto del asunto (y si se escondía ahí un juego de palabras, a ella le importaba un cuerno)—; a decir verdad, lo disparó sobre la parte posterior de una prenda íntima de la niña… Decididamente, no era una conducta ejemplar para papás y decididamente tampoco era un situación que ella hubiera visto expuesta y explorada en La panda de Brady, pero…
«Pero hay que afrontarlo», pensó Jessie. «Salí bien librada, apenas un arañazo, en comparación con lo que podía haberme ocurrido… con lo que ocurre a diario. Tampoco es lo que sucede en sitios como Peyton Place o en La ruta del tabaco. Mi padre no fue el primer hombre de clase media alta, con formación universitaria, al que se le empalmaba con su hija, y yo tampoco he sido la primera hija que se ha encontrado una mancha húmeda detrás de las bragas. Eso no quiere decir que estuviera bien, ni siquiera que fuese disculpable, sólo es decir que se ha acabado y que pudo haber sido muchísimo peor».
Sí. Y olvidarlo todo en aquel preciso momento parecía una idea bastante mejor que volver a recordarlo, cualquiera que fuese la opinión de Punkin sobre el asunto. Valía más dejar que se disolviera en la oscuridad general que revivir otra vez el eclipse.
Aunque quedaba mucha agonía que sufrir en aquella fétida alcoba plagada de moscas.
Cerró los ojos y automáticamente el perfume de la colonia de su padre pareció ondular por el aire hacia la nariz de Jessie. Acompañado del ligero efluvio que despedía su nervioso sudor. Y del roce de aquella cosa dura contra las nalgas. El leve jadeo del hombre cuando ella se removió encima de sus rodillas, en busca de mayor comodidad. El contacto de la mano masculina cuando se le posó levemente sobre el pecho. La duda de si aquello estaría bien. La respiración de su padre se había acelerado de un modo… Marvin Gaye por la radio: «Mis amigos dicen a veces que la quiero demasiado, pero creo… creo… que a una mujer hay que amarla así…».
«¿Me quieres, Punkin?».
«Sí, claro que sí…».
«Entonces no te preocupes de nada. Nunca te haría daño».
Ahora era la otra mano la que se deslizaba pierna arriba, empujando por delante la falda del vestido playero, que recogía sobre el regazo.
«Quiero…».
—«Quiero ser bueno contigo» —murmuró Jessie, al tiempo que cambiaba ligeramente de postura contra la cabecera. Su rostro estaba cetrino y tenso—. Eso fue lo que dijo. Cristo bendito, la verdad es que dijo eso.
«Todo el mundo sabe… en especial vosotras, las chicas… que hay amores amargos… pero es que el mío es doblemente aciago…».
«No estoy segura de querer seguir viendo el eclipse, papá. Tengo miedo de que me queme los ojos».
«Dispones de otros veinte segundos. Por lo menos. Así que no te preocupes. Y no vuelvas la cabeza».
Luego se produjo el chasquido de una goma elástica —la de su padre, no la de ella—, cuando él soltó su viejo Adán.
Desafiando la posibilidad de adelantar la deshidratación, una lágrima solitaria brotó del ojo izquierdo de Jessie y descendió lentamente por la mejilla.
—Estoy en ello —dijo con voz ronca y sofocada—. Estoy recordando. Espero que esto te haga feliz.
«Sí», respondió Punkin, y aunque Jessie no podía verla, sí notó la extraña y dulce mirada de Punkin sobre ella. «Pero has ido demasiado lejos. Ven un poco más acá. Sólo un poco».
Una enorme sensación de alivio anegó a Jessie al comprender que lo que Punkin quería que recordase era algo que no había ocurrido ni durante ni después de las insinuaciones sexuales de su padre, sino antes de que éstas se produjeran… si bien no mucho antes.
«Entonces, ¿por qué tengo que rememorar el resto de ese espantoso viejo asunto?».
Supuso que la respuesta era bastante evidente. Tanto si tenía una sardina como si tenía veinte, no había más remedio que abrir la lata y mirarlas; una tenía que oler aquel nauseabundo hedor a pescado. Y, además, una historia tan antigua no iba a matarla. Las esposas que la ligaban a la cama sí que podían acabar con su vida, pero no aquellos viejos recuerdos, por penosos que fueran. Ya era hora de dejar las quejas y los gemidos. Ya era hora de buscar lo que Punkin dijo que debía encontrar.
«Vuelve al momento en que empezó a tocarte de aquella otra manera… de la mala manera. Para empezar, vuelve a la razón por la que estabais allí. Vuelve al eclipse».
Jessie cerró los ojos con más fuerza y retrocedió mentalmente.