Volvió a caer de nuevo en el sopor, pese al recrudecido tormento de la sed y el dolor de los brazos. Se daba cuenta de que dormir era peligroso —que sus fuerzas decaerían mientras estuviera entregada al sueño—, pero en realidad, ¿qué más daba? Había explorado todas las opciones y seguía siendo de América. Además, deseaba aquel preciado olvido… mejor dicho, lo anhelaba como el drogadicto anhela su dosis. Y entonces, a punto ya de dormirse, una idea que era al mismo tiempo sencilla y sorprendentemente directa se encendió como una llamarada en su confuso y extraviado cerebro.
La crema facial. El tarro de crema para la cara que estaba en el estante de encima de la cama.
«No te animes demasiado, Jessie… concebir falsas esperanzas sería un grave error. Si no acaba estrellándose contra el suelo cuando inclines el estante, lo más probable es que se deslice hasta un punto donde no tendrás la más infernalmente remota posibilidad de echarle el guante. Así que no des alas a tu esperanza».
La cuestión era que le resultaba imposible no darle alas, porque si la crema facial seguía allí y continuaba en un punto donde pudiera cogerla, sin duda le proporcionaría lubricante suficiente para liberar una mano. Tal vez las dos, aunque Jessie no creía que fuese necesario. Si lograra desprenderse de una de las esposas, estaría en condiciones de bajar de la cama, y si consiguiera abandonar la cama, consideraba que el resto era cosa hecha.
«Era simplemente uno de esos pequeños tarros de plástico que envían por correo, como muestra, Jessie. Debe de haber ido ya a parar al suelo».
Pero no había ido a parar al suelo. Cuando Jessie volvió la cabeza hacia la izquierda, alargándola todo lo que podía sin que se le descoyuntara el cuello, vislumbró un borrón azul oscuro en el borde más distante de su campo visual.
«No está realmente allí», susurró la parte más odiosa y derrotista de Jessie. «Crees que está allí, cosa perfectamente comprensible, pero lo cierto es que no está. Sólo es una alucinación, Jessie, no haces más que ver lo que la inmensa mayor parte de tu cerebro quiere ver, lo que le ordenas que vea. Pero yo no lo veo; yo soy realista».
Volvió a mirar, estirando el cuello una milésima más hacia la izquierda a pesar del dolor. La mancha azul no sólo no desapareció, sino que se hizo momentáneamente más visible. Era el tarro de muestra, en efecto. En el lado de la cama de Jessie había una lámpara de lectura, que no se había deslizado hasta el suelo cuando inclinó el estante porque su base estaba fija a la madera. Un ejemplar en rústica de El valle de los caballos, abandonado en el anaquel desde mediados de julio, había resbalado hasta tropezar con el pie de la lámpara, y el tarro de crema Nivea se encontraba apoyado contra el libro. Jessie pensó que a lo mejor era posible que salvara la vida gracias a una lámpara de lectura y a un gaipo de personajes imaginarios de la época de las cavernas que atendían por nombres como Ayla, Oda, Uba y Thonolan. Resultaba más que asombroso; era surrealista.
«Aunque esté ahí, nunca podrás alcanzarlo», le dijo la atrabiliaria voz de mal agüero, pero Jessie apenas la oyó. La cuestión era, pensó, que podría coger el tarro. Estaba casi segura de ello.
Revolvió la mano izquierda dentro del grillete y fue alargando el brazo hacia el estante, con infinito cuidado. No podía cometer ahora un error, empujar el tarro de Nivea y dejarlo fuera de su alcance o volcarlo contra la pared. Que supiese, había un resquicio entre el estante y la pared, un hueco por el que fácilmente podía colarse un pequeño tarro de muestra. Y si ocurriera tal cosa, Jessie tenía la absoluta certeza de que todo su ánimo se vendría abajo. Sí. Oiría el ruido del tarro al chocar contra el piso y entonces se le caería… bueno, se le caería el alma a los pies. De modo que tenía que ser cuidadosa. Y si lo era, puede que todo saliese bien. Porque…
«Porque quizá Dios existe», pensó, «y Él no quiere que muera aquí, en esta cama, como un animal cogido en el cepo de una trampa. Es razonable, cuando una se detiene a pensarlo. Cogí ese tarro de encima del anaquel cuando el perro le tiró las primeras dentelladas a Gerald y luego vi que era demasiado pequeño y demasiado ligero para que le causara daño alguno, incluso aunque el tiro fuese certero. En tales circunstancias —asqueada, confusa y empavorecida—, lo más natural del mundo hubiera sido dejarlo caer y tantear por el estante, en busca de algo más pesado. Pero, no lo solté, sino que volví a posarlo en el anaquel. ¿Por qué iba a hacer yo o cualquier otra persona una cosa tan ilógica? Dios, ahí está el por qué. Es la única respuesta que se me ocurre, la única que encaja. Dios evitó que desechara el tarro, porque Él sabía que yo iba a necesitarlo».
Deslizó suavemente la mano esposada por la madera, intentando transformar sus dedos extendidos en una antena parabólica de radar. No cabían los descuidos. Comprendía que, dejando aparte cuestiones como Dios, el destino o la providencia, aquélla sería casi con toda certeza la mejor oportunidad para todos, la mejor y la última. Y cuando sus dedos rozaban la lisa y curvada superficie del tarro, un fragmento de blues acudió a su mente, una cancioncilla compuesta probablemente por Woody Guthrie. La primera vez que la oyó, en su época de instituto, la interpretaba Tom Rush:
Si quieres ir al cielo
te diré cómo puedes hacerlo,
has de engrasarte los pies
con el sebo de un cordero.
Escúrrete de entre las manos del diablo
y rezúmate en la Tierra Prometida;
tranquilo,
untuoso.
Cerró los dedos alrededor del tarro, sin hacer caso del enmohecido tirón de los músculos del hombro y realizando todos los movimientos despacio, con cuidado mimoso, para ir atrayendo hacia sí el recipiente, poco a poco. Comprendió entonces lo que sentían los ladrones de cajas de caudales cuando empleaban nitroglicerina. «Tranquila», pensó, «untuosa». ¿Se habían pronunciado alguna vez palabras más verídicas en toda la historia del mundo?
—«No lo creeeo, querida», articuló con su voz más gangosa tipo Elizabeth Taylor en La gata sobre el tejado de zinc. No se oyó a sí misma, ni siquiera se dio cuenta de que había hablado.
Sentía el bendito bálsamo del alivio infiltrándose en ella; era tan estupendo como el primer trago de agua fresca que iba a derramar sobre aquel alambre afilado que tenía embutido en la garganta. Iba a escurrirse de entre las manos del diablo y a rezumarse en; de ello no cabía absolutamente la menor duda. Es decir, siempre y cuando se rezumara con sumo cuidado. La habían sometido a prueba; la habían templado al fuego; ahora iba a recoger el premio. Fue una estúpida al dudar.
«Me parece que sería mejor que dejases de pensar así», aconsejó en tono preocupado. «Propiciará tu negligencia y tengo la impresión de que son escasas las personas negligentes que alguna vez consiguieron escurrirse de entre las manos del diablo».
Seguramente eso era verdad, pero Jessie no tenía la más ligera intención de ser negligente. Se había pasado las últimas veinticuatro horas en el infierno y nadie sabía mejor que ella cuánto costaba recorrerlo. Nadie podría saberlo, nunca jamás.
—Tendré cuidado —canturreó Jessie—. Creo que tantearé el terreno paso a paso. Prometo que lo haré. Y luego… seré…
¿Qué sería?
Pues sería untuosa, claro. No sólo hasta que se liberase de las esposas, sino en adelante. De súbito, Jessie se encontró dirigiéndose nuevamente a Dios, y esta vez le habló con fluida soltura.
«Quiero hacerte una promesa», le dijo a Dios. «Te prometo que voy a rezumar de verdad. Empezaré con una limpieza general del interior de mi cabeza y tiraré todas las cosas rotas y todos los juguetes que se me quedaron pequeños a lo largo de mi vida… todo lo que no hace más que ocupar espacio y contribuir a aumentar el peligro de incendio, en otras palabras. Puedo llamar a Nora Callighan y preguntarle si desea ayudarme. Creo que también podría llamar a Carol Symonds… Carol Rittenhouse, hoy en día, naturalmente. Si hay alguien de nuestra antigua panda que sabe dónde esta Ruth Neary, ese alguien es Carol. Escúchame, Señor…, ignoro si alguien ha llegado a o si no lo ha conseguido nadie, pero te prometo seguir engrasada y continuar intentándolo. ¿Vale?».
Y Jessie vio (casi como si recibiera una respuesta aprobatoria a su oración) exactamente cómo se suponía que iba a desarrollarse la maniobra. Llegar a la parte superior del tarro sería lo más difícil; requeriría paciencia y esmero, pero el extraordinariamente reducido tamaño del envase facilitaría las cosas. Se trataba de asentar la base del tarro en la palma de la mano izquierda; sujetar la parte superior con los dedos; valerse del pulgar para desenroscar la tapa. Ayudaría el que la tapadera no estuviese apretada, pero, en cualquier caso, Jessie estaba segura de que conseguiría abrir el tarro.
«Tienes toda la maldita razón del mundo, tesoro, quitarás la tapa», pensó Jessie torvamente.
El instante más peligroso llegaría probablemente cuando la tapadera empezase a girar. Si eso ocurría bruscamente y ella no estaba preparada, el tarro podría escapársele de la mano. Jessie dejó escapar una ronca risita.
—Ni soñarlo —dijo al aire de vacío dormitorio—. Es que ni por lo más remoto, querida.
Jessie sostuvo el tarro y lo contempló con fijeza. Era difícil atravesar con la vista el traslúcido plástico azul, pero el recipiente parecía estar medio lleno, tal vez un poco más. Cuando quitara la tapa, sólo tendría que inclinar el tarro en la mano y dejar que la viscosa sustancia fuese cayéndole en la palma. Una vez tuviese allí toda la que pudiera retener, volvería a poner el tarro en vertical y dejaría que la crema se le derramara por la muñeca. Gran parte del cosmético se quedaría entre la carne y el acero del grillete. La esparciría girando la mano en un sentido y en otro. De todas formas, conocía ya la localización de los puntos vitales: la zona situada debajo del pulgar. Y cuando estuviera todo lo untuosa que le fuera posible ponerla, entonces daría un último tirón, firme y sostenido. Cortaría el paso al dolor y seguiría tirando hasta lograr que la mano se encontrara libre por fin, por fin libre, Gran Dios Todopoderoso, por fin libre. Podría conseguirlo.
Sabía que iba a poder lograrlo.
—Pero con cuidado —murmuró, al tiempo que apoyaba la base del tarro en la palma de la mano y aplicaba, espaciadamente, las yemas de los dedos y el pulgar en torno a la tapadera.
Y…
—¡Está floja! —gritó con voz ronca y temblorosa—. ¡Oh, Dios mío, está verdaderamente suelta!
Le costaba trabajo creerlo —y la agorera sepultada en las profundidades de su interior se negaba a hacerlo—, pero era cierto. Al apretar con la punta de los dedos suavemente, tanteándola de arriba abajo, notó que la tapadera tenía un poco de juego sobre su ranura en espiral.
«Con tiento, Jess… ah, ten mucho cuidado. Hazlo tal como lo viste».
Sí. Mentalmente, ahora veía algo más: se veía a sí misma en su escritorio de Portland, luciendo su mejor vestido negro, aquel de falda corta, a la última moda, que se regaló la primavera pasada como premio por haberse ceñido estrictamente a la dieta y perder cuatro kilos y medio. Se acababa de lavar la cabeza y le olía el cabello a un agradable champú a la hierba, en vez de apestar a sudor agrio, y lo llevaba sujeto con un simple broche de oro. Los placenteros rayos del sol de la tarde que irrumpían por los miradores inundaban la superficie de la mesa. Jessie se vio a sí misma en el acto de escribir una carta a The Nivea Corporation of America, o a quienquiera que fabricase la crema facial Nivea.
«Estimados señores:», empezaría, «Me complace informarles de que su producto es un salvavidas realmente…».
Cuando el pulgar se aplicó a la tarea de darle vueltas a la tapadera, ésta giró con suave uniformidad, sin la más leve sacudida. Todo de acuerdo con el plan. «Como en un sueño», pensó. «Gracias, Dios mío. Gracias. Muchas, muchas, muchas gra…».
Un inesperado movimiento captó la atención del rabillo del ojo de Jessie, cuya primera idea no fue que alguien se presentaba allí para salvarla, sino que el vaquero del espacio llegaba anticipadamente para llevársela antes de que pudiera soltarse de las esposas. Jessie profirió un chillido agudo y sobresaltado. Su mirada abandonó de golpe el tarro sobre el que proyectaba toda su intensa atención. Sus dedos apretaron el envase de crema en un involuntario espasmo de miedo y sorpresa.
Era el perro. Había vuelto para tomar un tentempié de última hora de la mañana y estaba quieto en el umbral, sin atreverse a entrar hasta haber revisado la alcoba. En el mismo instante en que Jessie comprendió todo eso, se dio cuenta también de que había apretado con excesiva fuerza el pequeño tarro azul. Resbalaba entre sus dedos como una uva recién pelada.
«¡No!».
Trató de retenerlo y a punto estuvo de volver a sujetarlo. Pero, al final, el tarro se le escapó de la mano, chocó contra su cadera y fue a rebotar en el suelo. Se oyó un estúpido y blando chasquido cuando el envase de plástico topó contra la madera del piso. Era el mismo ruido que, menos de tres minutos antes, Jessie creía que la hubiera vuelto loca. Pero no fue así, y ahora descubrió un terror más flamante y profundo: a pesar de todo lo que le había ocurrido, estaba aún muy lejos de la demencia. Le pareció que, fueran cuales fuesen los horrores que pudieran estar aguardándola después de que se hubiese cerrado a cal y canto aquella última puerta de escape, debía afrontarlos completamente cuerda.
—¿Por qué tienes que venir ahora, hijoputa? —preguntó al antiguo Príncipe, y algo en el mortífero tono de aquella voz chirriante indujo al perro a hacer una pausa y a mirar a la mujer con una cautela que los gritos y amenazas anteriores no lograron inspirarle—. ¿Por qué precisamente ahora, maldito de Dios? ¿Por qué ahora?
El perro vagabundo dedujo que el amo hembra era probablemente tan inofensivo como antes, a pesar de los filos cortantes que centelleaban ahora en su voz, pero no le quitó ojo mientras trotaba rumbo a su provisión de carne. Valía más mantenerse a salvo. Le había costado muchos sufrimientos aprender aquella simple lección y no iba a olvidarla así como así, y mucho menos tan pronto… siempre era mejor tomar las precauciones debidas para sentirse seguro.
Sus brillantes ojos desesperados dirigieron una última mirada a la mujer, antes de agachar la cabeza, hincar el diente a uno de los michelines de Gerald y desgarrar un buen trozo de carne y grasa. Presenciar aquello era espantoso, pero para Jessie no fue lo peor. Lo peor fue la nube de moscas que remontó el vuelo desde aquel punto que era nido y centro de abastecimiento para ellas, cuando el perro vagabundo apretó las mandíbulas y dio su tirón. El zumbido soñoliento culminó la tarea de demolición de cierta parte vital, orientada hacia la supervivencia, cierta parte relacionada directamente con la esperanza y el valor.
El perro retrocedió con la primorosa delicadeza de una bailarina de película musical, erizada su oreja buena, colgando de sus mandíbulas la carne que acababa de arrancar. Luego dio media vuelta y salió velozmente del dormitorio. Las moscas volvieron a sus operaciones de reasentamiento incluso antes de que el chucho se perdiera de vista. Jessie apoyó de nuevo la cabeza en las tablas de caoba y cerró los ojos. Empezó otra vez a rezar, pero en esa ocasión no pidió que se le permitiera escapar. En esa ocasión rogó a Dios que se la llevara rápida y misericordiosamente, antes de que se pusiera el sol y volviese el extraño de la cara blanca.