20

Cuando hubo pasado lo peor de aquel encadenamiento de calambres —al menos esperaba que hubiera sido lo peor—, Jessie se tomó un respiro, apoyada en el tablero de caoba que formaba la cabecera de la cama, con los ojos cerrados y mientras la agitación del resuello iba moderándose: del galope descendió al trote y luego al paso. Con sed o sin ella, se encontraba estupendamente. Supuso que parte de la razón de eso residía en aquel viejo chiste, cuya gracia se encontraba en la frase final: «¡Me encuentro tan bien cuando me paro!». Pero Jessie había sido una joven atleta y una mujer atleta hasta cinco años antes (bueno, de acuerdo, tal vez hasta cosa de diez años atrás) y podía reconocer la afluencia de una endorfina cuando se producía en su cerebro. Absurdo, dadas las circunstancias, pero también muy agradable.

«Puede que no tan absurdo, Jessie. Quizás útil. Estas endorfinas te aclaran la mente, lo cual es uno de los motivos por los que las personas funcionan mejor después de hacer un poco de ejercicio».

Y su cerebro se había aclarado. La parte más nefasta del pánico se había volatilizado como las neblinas febriles desaparecen ante el soplo de los ventarrones, y se sintió más racional; casi completamente cuerda otra vez. No lo hubiera creído posible y aquella prueba de la infatigable adaptabilidad de la mente y su poco menos que insectil determinación a sobrevivir le pareció un tanto mágica.

«Toda esta maravilla y ni siquiera he tomado mi café esta mañana», pensó.

La imagen del café —negro y en su taza favorita, la del círculo de flores azules rodeándola por el centro— la hizo relamerse los labios. También le recordó el programa Today. Si su reloj interior marchara como era debido, Today estaría empezando en aquel momento. Hombres y mujeres de todo el territorio estadounidense —en su inmensa mayoría sin esposas en las muñecas— se encontrarían sentados a la mesa de la cocina, entregados a la tarea de beber tazas de café o vasos de zumo de frutas para acompañar las rosquillas o los huevos revueltos (o quizá tomaran esos cereales que, en teoría, tranquilizan el corazón y excitan los intestinos). Estarían disfrutando del espectáculo de las peloteras de Bryant Gumbel y Katie Couric con Joe Garagiola. Poco después, verían a Willard Scott desear un día feliz a una pareja de centenarios. Habría invitados —uno que hablaría acerca de una cosa llamada proporción primordial y de otra llamada el Nutrido; otro que demostraría a los espectadores y televidentes cómo evitar que sus perritos pekineses les mordiesen las pantuflas; y otro que les endosaría un rollo publicitario poniendo por las nubes su última película— y ninguno de ellos tendría el más remoto palpito de que en la zona occidental de Maine se estaba produciendo un accidente; que una de las más o menos fieles teleespectadoras no podía ver el programa aquella mañana porque se encontraba esposada a los postes de una cama y a menos de seis metros de su difunto marido, desnudo, mordisqueado por un perro y comido por las moscas.

Volvió la cabeza hacia la derecha y su mirada fue al vaso que Gerald había dejado descuidadamente en su lado del estante poco antes de que la fiesta hubiese empezado. Cinco años atrás, reflexionó, lo más probable es que aquel vaso no hubiera estado allí, pero a medida que Gerald fue aumentando su consumo nocturno de whisky, también incrementó la ingestión cotidiana de otros líquidos: principalmente agua, aunque también bebía litros y litros de soda y de té helado. Para Gerald, al menos, la frase «el problema de la bebida» no había sido ningún eufemismo, sino verdad literal.

«Bueno», pensó aburridamente, «si tuvo algún problema con la bebida, desde luego ya se le ha solucionado, ¿no?».

El vaso se encontraba exactamente donde lo dejó, faltaría más; si su visitante de por la noche no había sido un sueño («No seas tonta, claro que fue un sueño», dijo con nerviosismo), no debía de tener sed.

«Tengo que hacerme con ese vaso», pensó Jessie ceñudamente. «Tendré que extremar el cuidado, no sea caso que los calambres musculares me la jueguen. ¿Alguna pregunta?».

No hubo ninguna, y esta vez coger el vaso sería pan comido, ya que estaba realmente al alcance de la mano; no había necesidad de hacer equilibrios. Descubrió una ventaja, una prima adicional, cuando recogió la paja improvisada. Al secarse, la cartulina se había curvado a lo largo de los dobleces que Jessie había hecho. Aquella extraña geometría parecía una forma libre de origami y resultaba mucho más funcional que la noche anterior. Beber el agua que quedaba iba a ser todavía más fácil que coger el vaso, y al oír el chasquido tipo Malt Shoppe que se produjo en el fondo del vaso cuando la insólita paja trató de absorber las últimas gotas, a Jessie se le ocurrió que hubiera derrochado menos líquido sobre el cobertor de saber que podía «vulcanizar» la paja. «Demasiado tarde», se dijo, «y es inútil llorar por el agua derramada».

Los escasos sorbitos apenas hicieron otra cosa que despertar su sed, pero comprendió que no le quedaba más remedio que soportarla. Volvió a dejar el vaso en el estante y rió para sus adentros. La costumbre era una dura bestezuela. Incluso en circunstancias tan anormales como aquélla, era una dura bestezuela. Jessie se había arriesgado a sufrir un nuevo calambre por depositar otra vez el vaso en el estante, en lugar de dejarlo caer por la parte lateral de la cama y que se estrellase contra el suelo. ¿Y por qué? Pues, porque el orden cuenta, por eso. Era una de las cosas que Sally había enseñado a su tesoro, a la ruedecita chirriante que nunca tenía suficiente grasa y que nunca se conformaba con dejar las cosas como estaban… su tesoro, siempre dispuesta a llegar hasta donde hiciera falta, incluso a seducir a su padre, para asegurarse de que todo continuaría yendo como ella deseaba que fuese.

Con los ojos del recuerdo, Jessie vio a Sally Mahout tal como la había visto tantas veces en aquella época: rojas de indignación las mejillas, apretados con fuerza los labios, cerrados enérgicamente los puños y colocados los brazos en jarras.

—Y tú lo hubieras creído también —articuló Jessie en tono suave—. ¿No es así, zorra?

«No es justo», respondió, inquieta, una parte de su cerebro. «No está bien, Jessie».

Salvo que sí estaba bien y ella lo sabía. Sally se había alejado mucho de la condición de madre ideal, sobre todo durante aquellos años en los que el matrimonio con Tom iba tirando como un coche viejo con arenilla en la transmisión. La conducta de Sally en el curso de aquellos años había entrado con frecuencia en el terreno de la paranoia y a veces en el de lo irracional. Por alguna razón, Will se había librado casi por completo de las filípicas y de los recelos maternos, pero la mujer había llegado en ocasiones a aterrorizar de mala manera a sus dos hijas.

Aquel lado oscuro había desaparecido ya. Las cartas que Jessie recibía de Arizona eran las notas triviales y aburridas de una anciana señora que vivía para sus noches de bingo de los jueves y que consideraba los años que dedicó a criar a sus hijos una época apacible y feliz. Al parecer se había olvidado por completo de los berridos a pleno pulmón que volcaba sobre Maddy, afirmando que la mataría la próxima vez que dejase de envolver en papel higiénico la compresa usada, antes de tirarla al cubo de la basura, o de aquel domingo por la mañana en que —sin que Jessie llegara a comprender el motivo— irrumpió hecha una furia en el dormitorio de la chica, le arrojó un par de zapatos de tacón alto y luego volvió a marcharse dando un portazo.

A veces, cuando recibía alguna de las notas o postales de su madre —«Aquí, todo bien, cielo, he tenido noticias de Maddy, me escribe muy a menudo, desde que se ha calmado, mi apetito va un poco mejor»— a Jessie le entraban ganas de agarrar el teléfono, marcar el número de su madre y gritarle: «¿Te has olvidado de todo, mamá? ¿Ya no te acuerdas del día en que me tiraste los zapatos, rompiste mi jarrón favorito y lloré porque creí que debías saberlo, que debías saber que se había roto y te lo dije, incluso aunque habían pasado tres años desde el día del eclipse? ¿Has olvidado la cantidad de veces que nos metiste el miedo en el cuerpo con tus voces y tus lágrimas?».

«Eso es injusto, Jessie. Injusto y desleal».

Puede que fuera injusto, pero eso no significaba que no fuese verdad.

«Si se hubiera enterado de lo que ocurrió aquel día…».

La imagen de la mujer en el cepo acudió de nuevo a la mente de Jessie, pero de modo tan fugaz que casi no pudo reconocerla, casi fue como un anuncio subliminal: las manos aprisionadas, la cabellera caída sobre la cara como un velo de penitente, el pequeño grupo de personas que la insultaban y la señalaban con el dedo. Mujeres en su mayoría.

Es posible que su madre no lo hubiera dicho sin más ni más, pero sí… habría creído que la culpa fue de Jessie y con toda seguridad habría pensado que hubo seducción consciente por parte de la niña. Tampoco había mucho trecho de la rueda chirriante a Lolita, ¿verdad? Y enterarse de que entre su marido y su hija ocurrió algo de tipo sexual probablemente la hubiera inducido a abandonar la idea de marcharse y lo cierto es que la abandonó.

«¿Creerlo? Puedes apostar a que lo hubiera creído».

Esta vez, la voz de la corrección no se molestó en apuntar siquiera la más tímida protesta y Jessie tuvo una súbita y clarividente intuición: su padre había captado al instante lo que ella tardó casi treinta años en comprender. Tom Mahout supo la verdad de los hechos del mismo modo que había sabido las extrañas condiciones acústicas del salón comedor de la casa del lago.

Su padre la utilizó aquel día en más de un sentido.

Jessie esperó que una riada de emociones negativas acompañase como secuela aquella triste percepción; al fin y al cabo, ella había sido un señuelo para el hombre cuya obligación primordial era amarla y protegerla. Tal riada negativa no se produjo. Tal vez ello se debiera en parte a que aún estaba en alas de las endorfinas, pero Jessie supuso que el alivio era la causa fundamental: al margen de lo sórdido que pudiera haber sido aquel asunto, al final había logrado zafarse de él. La maravillaba, sobre todo, haber sido capaz de mantenerlo en secreto durante tanto tiempo, maravilla a la que se unía cierta incómoda perplejidad. De las decisiones que adoptó a partir de aquel día, ¿cuántas se vieron directa o indirectamente influidas por lo sucedido durante el último minuto que estuvo encima de las rodillas de su padre, mientras contemplaba a través de dos o tres trozos de cristal ahumado aquel inmenso lunar del cielo? Y su situación actual, ¿era consecuencia de lo que había ocurrido durante el eclipse?

«Oh, eso es demasiado», pensó. «Si me hubiese violado, quizá sería distinto. Pero, en realidad, lo que pasó aquel día en el porche no fue más que otro accidente, y no muy grave, desde luego. Si quieres saber lo que es un accidente grave, Jess, no tienes más que echarle una ojeada a la situación en que te encuentras ahora. También podría culpar a la señora Gilette por haberme arreado un cachete en la mano en aquella fiesta al aire libre, el verano en que yo tenía cuatro años. O a una idea que había llegado por el canalillo natal. O a los pecados cometidos en una vida anterior y que estaban aún por expiar. Además, lo que me hizo en el porche no fue nada comparado con lo que me hizo en la alcoba».

Y no era preciso soñar aquella parte de la cuestión; estaba allí, perfectamente clara y perfectamente accesible.