Lo que Jessie vio a través de las gafas de sol y del filtro de fabricación casera era tan insólito y tan impresionante que, al principio, su cerebro se negó a captarlo. Una amplia y preciosa curva, como la que decoraba las comisuras de la boca de Anne Francis, pero brillante, parecía suspendida en el cielo del anochecer.
«Si hablo en sueños… es porque no he visto a mi nena en toda la semana…».
En aquel punto notó por primera vez sobre el nudo del seno derecho la mano de su padre. Una mano que lo oprimió suavemente durante unos segundos, se trasladó al izquierdo y luego regresó al derecho, como si estuviese efectuando una comparación de tamaño. El hombre respiraba entonces muy deprisa; en el oído de Jessie el aliento sonaba como una máquina de vapor y la niña sintió otra vez que algo duro se apretaba contra sus nalgas.
«¿Puedo contar con un testigo?», gritaba Marvin Gaye, aquel subastador de almas. «¿Un testigo, un testigo?».
«¿Papá? ¿Estás bien?».
Notó otro delicado hormigueo en los pechos —placer y dolor, pavo asado con glaseado Nehi y salsa de chocolate—, pero esa vez también sintió alarma y una especie de sobresaltada confusión.
«Sí», contestó su padre, pero la voz sonó casi como la de un extraño. «Me encuentro bien, pero no vuelvas la cabeza».
Tom cambió de postura. La mano que acarició los pechos de Jessie se había trasladado a otro sitio; la que estaba sobre los muslos fue subiendo, mientras empujaba el borde de la falda del vestido playero.
«¿Qué haces, papá?».
En la pregunta no había exactamente miedo, sino más bien curiosidad. Con todo, cierto soterrado temor parecía matizarla, algo como una finísima veta roja. Por encima de Jessie, un horno de extraña luminosidad brillaba intensamente alrededor del círculo oscuro suspendido en el cielo de color añil.
«¿Me quieres, Punkin?».
«Sí, claro que sí…».
«Entonces no te preocupes de nada. Nunca te haría daño. Quiero ser bueno y cariñoso contigo. Sigue viendo el eclipse y déjame que sea cariñoso contigo».
«No estoy muy segura de querer seguir viendo el eclipse, papá». La sensación de confusa perplejidad cada vez era más profunda, la veta roja aumentaba de grosor. «Tengo miedo de que me queme los ojos. De que me abrase la comosellame».
«Pero creo», cantaba Marvin, «que la mujer es el mejor amigo del hombre… y le seré fiel… hasta el fin».
«No te preocupes». Tom jadeaba entonces. «Dispones de otros veinte segundos. Por lo menos. Así que no te preocupes. Y no vuelvas la cabeza».
Jessie oyó el chasquido de una goma elástica, pero no era la de Tom, ni la de ella; tenía las bragas en el sitio donde debían estar, y supuso que, si bajaba los ojos, las vería… porque Tom le había subido la falda de vestido hasta ese punto.
«¿Me quieres?», preguntó nuevamente el padre, y aunque Jessie se vio asaltada por el terrible presentimiento de que la respuesta correcta era la equivocada, ella no pasaba de ser una niña de diez años y sólo podía dar una contestación. De forma que dijo que le quería.
«Un testigo, un testigo», imploraba Marvin, y su voz se desvanecía ya.
Tom Mahout se removió y aquella cosa dura se apretó aún con más firmeza contra las posaderas de Jessie. La niña comprendió de pronto qué era —no se trataba de la empuñadura del destornillador ni del mango del martillo de tachuelas de la caja de herramientas que había en la despensa, eso seguro— y la alarma que sintió tuvo el acompañamiento de un rencoroso placer momentáneo, relacionado más con su madre que con su padre.
«Eso es lo que has conseguido por no estar de mi parte», pensó, con la mirada en el oscuro círculo del cielo, visto a través de las capas de cristal ahumado, y después: «Me parece que eso es lo que hemos conseguido los dos». Se le nubló la vista repentinamente y el placer desapareció. Sólo quedó en su ánimo una creciente sensación de alarma. Pensó: «¡Oh, Dios mío! Son mis retinas… sin duda están empezando a quemarse».
La mano del muslo se deslizó entre las piernas hasta llegar al punto donde se juntaban, y allí se ahuecó sobre la carne. Jessie pensó que su padre no debía hacer lo que estaba haciendo. No era un buen sitio para poner la mano. A menos que…
«Te está clavando el dedo…», intervino de golpe una voz interior.
En años posteriores, aquella voz, que Jessie acabó atribuyendo a la llenaba frecuentemente de indignación; a veces era la voz de la cautela, a menudo la de la culpabilidad y casi siempre la de la negativa. Cosas desagradables, cosas indignas, cosas que hacen daño… Si una se empeñaba en pasarlas por alto y lo hacía con bastante entusiasmo, llegaba un momento en que se alejaban, ése era el punto de vista. Era una voz perfectamente capacitada para insistir con tenacidad en la idea de que las maldades más manifiestas eran bondades, partes de un plan benévolo demasiado amplio y complejo para que los simples mortales pudiesen entenderlo. Muchas veces (sobre todo durante los doce y trece años de edad, cuando llamaba señorita Petrie a la voz, por su profesora de segundo grado) se cubría las orejas con las manos e intentaba bloquear el paso de aquella voz locuaz y razonable —gesto inútil, naturalmente, dado que se originaba en la parte del oído a la que las manos de Jessie no podían llegar— pero en aquel momento en que alboreaba la consternación, mientras el eclipse oscurecía la zona occidental de Maine y el reflejo de las estrellas ardía sobre la superficie del lago Dark Score, el momento en que se dio cuenta (o algo así) de que la mano que antes estaba en las piernas había subido hasta donde había subido, oyó sólo amabilidad y sentido práctico, lo que la indujo a aferrarse con asustado alivio a lo que la voz decía.
«Es sólo una broma, Jessie, nada más».
«¿Estás segura?», repuso.
«Sí», replicó la voz con energía. Con el transcurrir de los años, Jessie descubriría que aquella voz casi siempre se manifestaba firme y segura, tanto si tenía razón como si no. «Lo único que pretende es gastarte una broma, ni más ni menos. No sabe que te está asustando, de modo que no abras la boca y no estropees una tarde maravillosa. Esto no es ningún acontecimiento del siglo».
«¡No lo creas, bonita!», contradijo la otra voz, la voz dura. «A veces se comporta como si tú fueses su amiguita y no su hija, ¡y eso es lo que está haciendo ahora! ¡No está bromeando contigo! ¡Te está jodiendo!».
Tenía la certeza poco menos que absoluta de que aquello era mentira, estaba casi completamente segura de que aquel verbo tabú del patio del colegio no podía llevarse a la práctica con una mano, pero las dudas persistieron. Con súbita desolación recordó que Karen Aucoin le había dicho que ni siquiera permitiría a un chico que le introdujese la lengua en la boca, porque eso podría engendrarle un niño en la garganta. Karen dijo que a veces sucedía eso y que la mujer que tuviera que vomitar para sacar a la criatura de allí casi siempre se moría y lo normal era que el niño también muriese.
«Ni por asomo voy a permitir que un chico me dé un beso francés», afirmó Karen. «Puede que, si le quiero de verdad, le permita rozarme por encima, pero malditas las ganas que tengo de llevar un niño en la garganta. ¿Cómo COMERÍA?».
En aquel momento, tal concepto del embarazo le pareció a Jessie disparatado y casi encantador… ¿y quién, salvo Karen Aucoin, que se preocupaba de si se quedaba o no encendida la luz del refrigerador cuando una cerraba la puerta, podía sacar a relucir semejante tema? Ahora, sin embargo, la idea rielaba con su propia lógica misteriosa. Supongamos —sólo supongamos— que fuese verdad. Si una podía concebir un hijo transmitido por la lengua de un chico, si eso era posible, entonces…
Y allí estaba aquella cosa dura apretándose contra sus nalgas. Aquella cosa que no era el mango del destornillador ni del martillo de tachuelas de su madre.
Jessie probó a juntar las piernas, un gesto que era ambivalente para ella, pero que al parecer no lo era para él. Su padre jadeó —un rumor dolorido, temeroso— y los dedos masculinos oprimieron con más fuerza la sensible protuberancia carnosa que resaltaba en la entrepierna, bajo las bragas. Le hizo un poco de daño. Jessie se puso rígida contra Tom y gimió.
Mucho después se le ocurrió que probablemente su padre confundió aquel sonido, tomándolo por pasión, y era muy probable que así sucediese. Sea cual fuere la interpretación del hombre, señaló el clímax de aquel extraño intervalo. Tom se arqueó súbitamente bajo la niña, impulsándola suavemente hacia arriba. El movimiento fue a la vez aterradora e inusitadamente placentero… él debía de ser tan fuerte y ella debía de sentirse tan conmovida. Durante un momento, Jessie casi llegó a comprender la naturaleza de la química que actuaba allí, peligrosa y sin embargo imperativa, y que dominarla estaba a su alcance… es decir, si quería dominarla.
«No», pensó. «No quiero tener nada que ver con eso. Sea lo que fuere, es asqueroso, horrible y espeluznante».
Entonces, la cosa dura que se apretaba contra sus nalgas, aquella cosa que no era el mango del destornillador ni del martillo de chinchetas de su madre, se agitó espasmódicamente y proyectó un líquido que produjo una cálida mancha de humedad a través de la tela de los pantalones.
«Es sudor», se apresuró a decir la voz que un día iba a pertenecer a «Eso es lo que es. Ha adivinado que le tenías miedo, que te asustaba estar en su regazo y se ha puesto nervioso. Debes sentirte triste».
«¿Sudor? ¡Un cuerno!», replicó la otra voz, la que posteriormente pertenecería a Ruth. Su tono era tranquilo, enérgico, terrible. «Sabes lo que es, Jessie… es eso de lo que hablaban Maddy y aquellas otras chicas el día de la fiesta nocturna de Maddy, cuando creyeron que por fin tú te habías dormido. Cindy Lessard lo llamó semen. Dijo que era blanco y que salía como pasta dentífrica de la cosa que tienen los chicos. De esa sustancia se fabrican los niños y no de los besos con la lengua».
Durante unos instantes, Jessie permaneció en equilibrio encima de la ola rígida de aquel impulso, confusa, temerosa y un tanto excitada, sin dejar de oír los ásperos y entrecortados resoplidos de su padre, que se sucedían en el aire húmedo. Luego, las caderas y los muslos de Tom se relajaron y volvieron a bajar a la niña.
«Deja ya de mirar el eclipse, Punkin», dijo, y aunque todavía jadeaba, su tono de voz era casi normal. Aquella terrible excitación había desaparecido, lo mismo que la ambivalencia de las sensaciones de Jessie: la chica sólo experimentaba un profundo alivio. Fuera lo que fuese lo sucedido —si es que sucedió algo— había terminado ya».
«Papá…».
«No, no discutas. Se te acabó el tiempo».
Le quitó sosegadamente de las manos los trozos de cristal ahumado. Al mismo tiempo, la besó, en la nuca, aún con más suavidad. Mientras recibía el beso, Jessie dirigió la mirada hacia el misterioso manto de oscuridad que cubría el lago. Tuvo sutil conciencia de que el búho continuaba ululando y de que los grillos se dejaron engañar y habían iniciado su canto dos o tres horas antes de lo habitual. Una imagen pertinaz flotaba frente a sus ojos como un tatuaje esférico rodeado por un aura irregular de color verde. Pensó: «Si miro demasiado tiempo, si me quemo las retinas, probablemente me pasaré el resto de mi vida contemplando eso, que es como el resplandor que una ve cuando alguien dispara un flash delante de los ojos».
«¿Por qué no entras en casa y te pones unos vaqueros, Punkin? Me parece que, después de todo, lo del vestido de playa no fue una buena idea».
Lo dijo con voz opaca, carente de emoción, como si sugiriese que la idea de ponerse el vestido playero había sido cosa de ella («Incluso aunque no lo hubiera sido, debiste tener más sentido común», dijo al instante la voz de la señorita Petrie), y un nuevo temor brotó de súbito en la cabeza de Jessie: ¿y si él decide contar a mamá lo sucedido? Tal posibilidad era tan pavorosa que la niña estalló en lágrimas.
«¡Lo siento, papá!», lloró, al tiempo que le echaba los brazos al cuello y hundía la cara en el hueco de su nuca. Percibió el ambiguo y fantasmal aroma de la loción para después del afeitado, colonia o lo que fuese. «Si hice algo malo, lo siento mucho, mucho, mucho».
«¡Por Dios, no!», dijo Tom Mahout, pero aún con aquella voz opaca y preocupada, como si tratase de decidir si debía contarle a Sally lo que Jessie había hecho o si cabía la opción de ocultarlo metiéndolo debajo de la alfombra. «No has hecho nada malo, Punkin».
«Entonces, ¿todavía me quieres?», insistió ella.
Se le ocurrió que era una barbaridad hacer aquella pregunta, una locura correr el riesgo de recibir una contestación que acaso la devastara, pero tenía que hacerla. Tenía que preguntárselo.
«Claro que sí», respondió Tom al instante. Su voz sonó un poco más animada, lo suficiente como para que Jessie comprendiera que decía la verdad (y ¡oh!, qué alivio representaba), pero eso no la impidió barruntar que las cosas habían cambiado, y todo a causa de algo que ella era incapaz de entender del todo. Sabía que
(pincharla con el dedo sólo era una especie de broma)
había tenido algo que ver con el sexo, pero ni por lo más remoto imaginaba lo grave que pudiera ser. Probablemente era lo que las chicas de la fiesta nocturna de Maddy habían considerado «llegar hasta el final» (salvo aquella extrañamente enterada Cindy Lessard; ella dijo «zambullirse en aguas profundas con la verga blanca», término que impresionó a Jessie por horrible y, al mismo tiempo, gracioso), pero el hecho de que él no hubiese puesto su «cosa» en la de ella no quería decir que estuviese a salvo de lo que las chicas, incluso las del colegio, llamaban «el chorreo». Recordó lo que Karen Aucoin le contó el año pasado, cuando volvían a casa, a la salida de clase, pero Jessie trató de apartarlo de la imaginación. Sería mentira, casi seguro, y, de todas formas, incluso aunque no fuese mentira, Tom tampoco le había metido la lengua en la boca.
Oyó mentalmente la voz de su madre, alta e indignada: «¿No dicen que la rueda que chirría es la que siempre se lleva la grasa?».
Sintió contra las nalgas la cálida humedad. Al parecer, aún se estaba ampliando. «Sí», pensó. «Supongo que es cierto. Supongo que la rueda que chirría se lleva la grasa».
«Papá…».
Tom alzó una mano, gesto que solía hacer a menudo cuando estaban sentados a la mesa y la madre o Maddy (la madre, por regla general) daban muestras de empezar a irritarse por algo. Jessie no recordaba que su padre le hubiese dirigido nunca aquel ademán y la circunstancia de que lo hiciese ahora consolidó su presentimiento de que algo se había torcido de mala manera y de que, como consecuencia de algún espantoso error que ella cometió (acceder a ponerse el vestido playero, probablemente) iban a producirse cambios fundamentales e inapelables. Esa idea la inundó de una tristeza tan profunda que tuvo la sensación de que unos dedos invisibles irrumpían brutalmente en su interior, para remover y aventar sus intestinos.
Observó por el rabillo del ojo que los pantalones cortos de gimnasia de su padre estaban torcidos. Algo asomaba, algo de color rosado, y, desde luego, no era el mango de un destornillador.
Antes de que pudiese apartar la cabeza, Tom Mahout se dio cuenta de la dirección de su mirada y se ajustó rápidamente los pantalones, con lo que la cosa rosada quedó fuera de la vista. El rostro del hombre se contrajo en una moué de desagrado y Jessie se volvió a encoger interiormente. Tom había sorprendido a Jessie mirando y cometió el error de creer que aquella ojeada fortuita era curiosidad indecorosa.
«Lo que acaba de pasar…», empezó, y luego carraspeó. «Tenemos que hablar de lo que acaba de suceder, Punkin, pero no en este preciso momento. Entra en seguida en casa, cámbiate de ropa y, de paso, puedes tomar una ducha rápida. Si te apresuras puede que no te pierdas el final del eclipse».
Jessie había perdido todo interés por el eclipse, aunque ni en un millón de años lo reconocería. Asintió con la cabeza y dio media vuelta.
«Papá, ¿me ocurre algo?».
Pareció sorprendido, inseguro, cauto… una mezcla que acentuó en Jessie la sensación de que unas manos furiosas actuaban en sus interioridades manoseando los intestinos… y comprendió de pronto que su padre se sentía tan mal como ella. Quizá peor. Un instante de claridad no afectada por ninguna voz que hablase en lugar de la suya le permitió decirse: «¡Ya debes sentirte mal! ¡Caray, tú lo provocaste!».
«No, estás bien», manifestó Tom Mahout…, pero el tono de su voz no dejó convencida a Jessie. «Estupendamente estás. Anda, entra y arréglate».
«Bueno».
Intentó sonreír —se esforzó— y lo consiguió en cierta medida. Su padre pareció extrañarse y luego le devolvió la sonrisa. Lo cual tranquilizó algo a la niña, y las manos que habían estado trabajando en sus entrañas aflojaron la presa. Sin embargo, cuando subió al dormitorio que compartía con Maddy, aquellas sensaciones empezaban a acosarla otra vez. Con mucho, lo peor era el miedo de que el hombre contara a su esposa lo ocurrido. ¿Qué pensaría mamá?
«Ésa es nuestra Jessie. La rueda chirriante».
Habían dividido la alcoba en dos partes, al estilo de los campamentos femeninos. Maddy y ella colgaron en el centro del cuarto unas sábanas viejas que les dio su madre y luego pintaron alegres dibujos con los crayolas de Will. Colorear las sábanas y dividir el dormitorio fue realmente divertido en la época en que lo hicieron, pero a Jessie le parecía ahora estúpido e infantil, y el modo pomposo en que bailoteaba aquella sombra del centro de la sábana llegaba incluso a asustarla; parecía la silueta de un monstruo. Hasta la fragancia de la resina de pino, que habitualmente le complacía mucho, ahora le resultaba empalagosa y cargante, como un ambientador de esos con que se rocía el aire a discreción para disimular los malos olores.
«Esa es nuestra Jessie, nunca se siente satisfecha con lo que se acuerda hasta haber tenido ocasión de dar ella los toquecitos finales. Los planes de los demás nunca le gustan. Nunca puede dejar las cosas como están».
Entró corriendo en el cuarto de baño, deseosa de dejar atrás aquella voz y suponiendo, acertadamente, que no iba a conseguirlo. Encendió la luz y se quitó el vestido playero pasándoselo por la cabeza de un rápido tirón. Lo arrojó al cesto de la ropa sucia, contenta de desembarazarse de él. Se contempló en el espejo, muy abiertos los ojos, y vio la cara de una niña enmarcada por un peinado infantil… un peinado libre ahora de horquillas, suelto el pelo, sin moños ni bucles. Vio también el cuerpo de una niña —liso el pecho, escurridas las caderas—, pero que no seguiría así, sin curvas ni protuberancias acentuadas, por mucho tiempo. Ya estaba empezando a cambiar, y eso había afectado a su padre y ya no podía evitarse.
«No quiero tener nunca tetas ni caderas redondeadas» pensó Jessie tontamente. «Si provocan cosas como ésta, ¿quién va a desear tenerlas?».
Ese pensamiento le recordó la humedad del fondillo de sus bragas. Se las quitó —bragas de algodón, adquiridas en Sears, que fueron verdes en sus buenos tiempos y que ahora tenían un tono descolorido muy próximo al gris— y las estuvo observando con curiosidad, hundidas las manos por debajo de la cintura. Había algo en la parte trasera, naturalmente, y no era sudor. Ni se parecía a ninguna pasta dentífrica que ella hubiese visto en su vida. Era como detergente, color gris perla, del que se usa para la vajilla. Jessie inclinó la cabeza y lo olfateó cautelosamente. Despedía un olor suave y tenue, que asoció con el lago después de un período de tiempo caluroso y con el agua del pozo, en cualquier temporada. Una vez llevó a su padre un vaso de agua cuyo olor a ella le pareció particularmente fuerte y le preguntó si lo percibía.
Su padre meneó la cabeza.
«No», dijo alegremente, «pero eso no significa que no esté ahí. Sólo significa que fumo demasiado. Supongo que se trata del olor del acuífero, Punkin. Vestigios minerales, eso es todo. Huelen un poco y eso quiere decir que tu madre tiene que gastarse una fortuna en suavizante para la ropa, pero a ti no te perjudicará en absoluto. Lo juro ante Dios».
Habló entonces la voz más positiva y enérgica. En la tarde del eclipse sonó un poco más semejante a la voz de su madre (por ejemplo, la llamó cariño, como Sally hacía siempre que se enfadaba con Jessie cuando ésta eludía alguna tarea o se olvidaba de cumplir alguna obligación), pero Jessie tuvo la idea de que en realidad era su propia voz, en adulto. Si el roznido beligerante resultó un poco angustioso, fue sólo porque era demasiado pronto para aquella voz, estrictamente hablando. A pesar de todo, allí estaba. Allí estaba y lo hacía lo mejor posible para recuperarse. Su descarada sonoridad le pareció extrañamente reconfortante.
«Es la sustancia de la que hablaba Cindy Lessard, o sea que es… es semen, cariño. Supongo que debes estar agradecida de que haya ido a parar al fondillo de las bragas, en vez de caer en otro sitio, pero no te vayas a ti misma con cuentos de hadas acerca de cómo huele el lago, o los vestigios minerales del fondo del acuífero ni ninguna otra cosa por el estilo. Karen Aucoin es una mema integral, en toda la historia de la humanidad, nunca hubo una mujer que gestase un niño en la garganta y tú lo sabes muy bien, pero Cindy Lessard no es ninguna tonta. Creo que ya vio esta sustancia, y tú también la has visto ahora. Jugo de hombre. Semen».
Súbitamente asqueada —no tanto por lo que era aquello como por quién lo había producido—, Jessie arrojó las bragas al cesto de la ropa sucia, encima del vestido playero. Pero entonces recordó que su madre vaciaba los cestos de ropa sucia en el húmedo lavadero del sótano y, con los ojos de la imaginación, la vio en el momento de rescatar de aquel preciso cesto aquel preciso par de bragas con aquella precisa mancha. ¿Y qué pensaría? Pues que la fastidiosa rueda chirriante de la familia había conseguido la grasa, naturalmente… ¿qué otra cosa iba a pensar?
Su repulsión se convirtió en horror culpable y Jessie se apresuró a rescatar las bragas. Al instante, aquel olor mate, espeso, blando y nauseabundo pareció llenarle el olfato. «Ostras y cobre», pensó y no pudo aguantar más. Con las bragas apretadas en un puño, cayó de rodillas delante del lavabo y devolvió. Limpió la vomitona rápidamente, antes de que el olor de la hamburguesa digerida a medias se difundiera por el aire, y luego abrió el grifo del agua y se enjuagó la boca. Disminuyó su temor a pasarse una hora o más arrodillada allí, sin hacer otra cosa que vomitar. El estómago empezó a asentársele. Si le fuera posible evitarse la prueba de sufrir otra vaharada de aquel suave olor a crema de cobre…
Contuvo el aliento mientras ponía las bragas bajo el agua fría del grifo, las lavaba y las escurría, para luego depositarlas otra vez en el cesto. Después respiró hondo y, al mismo tiempo, se apartó el pelo de las sienes, con el dorso de las manos mojadas. Si su madre preguntase qué hacían aquellas bragas húmedas entre la ropa sucia…
«Ya estás pensando como una delincuente», gimió la voz que más adelante pertenecería a «Ya ves a dónde te conduce el ser una niña mala, Jessie. ¿Te das cuenta? Desde luego, espero que tú…».
«Cállate, pelotillera», replicó la otra voz. «Más adelante me puedes abroncar todo lo que te plazca, pero en este preciso momento estoy ocupada tratando de solucionar un asuntito, si no te importa. ¿Vale?».
No hubo respuesta. Buena cosa. Jessie volvió a apartarse el pelo nerviosamente, aunque eran escasas las hebras que le habían caído otra vez contra las sienes. Si su madre preguntase qué hacían aquellas bragas húmedas en el cesto de la ropa sucia, Jessie le diría simplemente que tenía tanto calor que se dio un chapuzón sin quitarse siquiera los pantalones cortos. Las tres lo habían hecho más de una vez durante aquel verano.
«En ese caso, no te olvides de pasar también los pantalones y la blusa por el chorro del grifo. ¿De acuerdo, cariño?».
«De acuerdo», convino, «buen punto».
Se puso la bata que estaba colgada detrás de la puerta del cuarto de aseo y volvió al dormitorio para coger los pantalones y la camiseta de manga corta que llevaba cuando su madre, su hermano y su hermana mayor se marcharon aquella mañana… de lo que hacía ya un millón de años. Ésa era su impresión. Al principio, no vio las prendas que buscaba y se puso de rodillas para mirar debajo de la cama.
«La otra mujer también está de rodillas», advirtió una voz, «y también percibe el mismo olor. Ese olor que parece cobre y crema».
Jessie oía pero no oía. Su mente estaba en los pantalones y en la camiseta de manga corta… la tapadera, la coartada. Como había supuesto, estaban debajo de la cama. Estiró el brazo para cogerlos.
«Sale del pozo», añadió la voz. «Es el olor del pozo».
«Sí, sí», pensó Jessie mientras cogía las prendas de ropa y regresaba al cuarto de baño. «Es el olor del pozo, bueno, eres poeta y no lo sabes».
«Ella le hizo caer por el pozo», dijo la voz y eso entró y llegó por fin a su destino. Jessie se detuvo en seco ante el umbral del cuarto de aseo, desorbitados los ojos. Le asaltó de pronto un miedo nuevo y mortal. Ahora que la escuchaba, comprendió que aquella voz no era como las otras; era una voz como las que se cogen en la radio de madrugada, cuando las condiciones son propicias al máximo… era una voz que llegaba de muy lejos, de un punto remoto.
«No tan lejos, Jessie; está también en el camino del eclipse».
Por un momento, el pasillo del piso superior de la casa del lago Dark Score dio la impresión de que desaparecía. Lo reemplazaba una maraña de arbustos de zarzamora, carentes de sombra bajo el cielo oscurecido por el eclipse y el límpido olor a sal marina. Jessie vio una mujer enjuta vestida con bata de estar por casa y cabellera entrecana recogida en moño. Estaba de rodillas junto a un astillado rectángulo de tablas. Tenía a su lado un rebujo de tela blanca. Jessie estuvo segura de que eran las enaguas de la mujer delgada. «¿Quién es usted?», preguntó Jessie a la mujer, pero ya se había ido… es decir, si es que estuvo allí alguna vez.
Jessie miró por encima del hombro para ver si la flaca señora se encontraba a su espalda. Pero la escalera que llevaba al piso aparecía desierta; Jessie estaba sola.
Al mirarse los brazos, observó que se le había puesto carne da gallina.
«Estás perdiendo la cabeza», lamentó la voz que un día iba a ser la de Burlingame. «Oh, Jessie, has sido mala, has sido muy mala y ahora vas a purgarlo perdiendo el juicio».
«No», dijo Jessie. Miró su semblante pálido y tenso, reflejado en el espejo. «¡No!».
Aguardó un momento, en una especie de suspensión horrorizada, para comprobar si alguna de las voces —o la imagen de la mujer de rodillas junto a las tablas astilladas con la enagua en el suelo, a su lado— volvía a sonar, pero no oyó ni vio nada. Al parecer, había desaparecido ya aquella espeluznante «otra» que dijo a Jessie algo sobre que habían empujado a alguien por algún pozo.
«Vamos, cielo», aconsejó la voz que más adelante sería la voz de Ruth, y Jessie tuvo la clara idea de que, aunque esa voz no lo creía exactamente, había decidido que lo mejor que podía hacer Jessie era ponerse otra vez en movimiento… al instante. «Piensas en una mujer con una combinación al lado porque esta noche se te ha metido en la cabeza la obsesión de la ropa interior, ni más ni menos. Yo que tú, olvidaría todo el asunto».
Era un consejo estupendo. Jessie empapó rápidamente los pantalones cortos y la blusa poniéndolos bajo el agua del grifo, los retorció y luego se metió en la ducha. Se enjabonó, se aclaró, se secó y volvió a toda prisa al dormitorio. Normalmente no se hubiera molestado en ponerse un albornoz para cruzar el pasillo, pero esa vez lo hizo, aunque limitándose a mantenerlo cerrado con las manos, en lugar de abrocharse el cinturón.
De nuevo en la alcoba, hizo una pausa y, mientras se mordía el labio inferior, rezó para que no volviesen aquellas voces, para que no se repitiera ninguna de aquellas locas alucinaciones, ilusiones o lo que fuesen. Nada se produjo. Dejó caer el albornoz encima de la cama, se llegó apresuradamente a la cómoda y sacó unas bragas y unos pantalones limpios.
«Huele a aquel mismo olor», pensó. «Quienquiera que sea esa mujer, huele al mismo olor que sale del pozo en el que hizo caer al hombre y eso está ocurriendo ahora, durante el eclipse. Estoy segura…».
Se volvió, con una blusa limpia en la mano, y entonces se quedó de piedra. Su padre la estaba contemplando desde el umbral de la puerta.