Dos fueron los motivos por los que acabó quedándose sola con su padre en Sunset Trails la tarde del 20 de julio de 1963. Uno servía de excusa al otro. La excusa era que a Jessie aún le asustaba un poco la señora Gilette, aunque habían transcurrido por lo menos cinco años (puede que cerca de seis) desde el incidente de la galleta y la mano golpeada. La verdadera razón era sencilla y llana: con quien Jessie quería estar durante aquel acontecimiento, que sólo se daría una vez en la vida, era con su padre.
La madre lo sospechó y no le hizo ninguna gracia que su marido y su hija de diez años la llevasen de un lado para otro como una pieza de ajedrez, pero la cuestión era prácticamente un fait accompli, un hecho consumado. Jessie había acudido a su padre primero. Aún le faltaban cuatro meses para cumplir los once años, pero eso no significaba que fuese tonta. La sospecha de Sally Mahout era cierta: Jessie había desencadenado una campaña consciente y meticulosamente pensada cuyo objetivo era conseguir pasar con su padre el día del eclipse. Mucho tiempo después, Jessie opinaría que ésa era una razón más para mantener cerrada la boca respecto a lo que sucedió aquel día; era posible que no faltara quien dijese —su madre, por ejemplo— que no tenía derecho a quejarse; que, al fin y al cabo, sólo obtuvo lo que merecía.
El día antes del eclipse, Jessie encontró a su padre sentado en el porche, fuera de su estudio, entregado a la lectura de un ejemplar, en edición de bolsillo, de Perfiles del valor, mientras la esposa, el hijo y la hija mayor reían y nadaban en el lago. Para la entrevista, Jessie se dio un toque de color a los labios… con carmín Peppermint Yum-Yum, por supuesto, regalo de cumpleaños de Maddy. No le gustó nada la primera vez que se lo aplicó —pensaba que era un tono infantil y que sabía a Pepsodent—, pero papá dijo que le parecía bonito y eso lo transformó en el más valioso de sus escasos recursos cosméticos, algo digno de atesorarse y que sólo se debía utilizar en ocasiones especiales como aquélla.
Mientras ella hablaba, el padre la escuchó atenta y respetuosamente, pero no hizo ningún esfuerzo para disimular el brillo de divertido escepticismo que animaba sus pupilas.
«¿Pretendes de veras decirme que aún tienes miedo de Adrienne Gilette?», preguntó, cuando Jessie hubo concluido de repetir una vez más la vieja historia de cómo la señora Gilette le había arreado un papirotazo en la mano cuando la alargó para coger la última galleta que quedaba en la bandeja. «Eso debió de ser allá por… No sé, pero creo que aún trabajaba para Dunninger, de modo que debió de ocurrir antes de mil novecientos cincuenta y nueve. ¿Todavía te asusta, después de tantos años? ¡Eso es completamente freudiano, cariño!».
«Bueno, la verdad… ya sabes… sólo un poco», Jessie abrió desmesuradamente los ojos, intentando transmitir la idea de que al decir «un poco» quería dar a entender «una barbaridad». Lo cierto es que ignoraba si aún temía o no a la vieja Fu Fu Soplidos, pero sí sabía que consideraba a la señora Gilette una auténtica chinchorrera de pelo azulado, y no tenía la menor intención de pasar en su compañía el único eclipse total de sol que probablemente tuviera ocasión de ver en toda la vida… si podía tramar las cosas de forma que le fuese posible presenciarlo con su padre, a quien adoraba de una manera tan fabulosa que las palabras carecían de capacidad para expresarlo.
Evaluó el escepticismo paterno y llegó a la conclusión, aliviada, de que era amistoso, incluso quizá conspiratorio. Sonrió, al tiempo que añadía:
«Pero también quiero estar contigo».
Tom Mahout se llevó a los labios la mano de Jessie y le besó los dedos, como un caballero francés. Aquel día no se había afeitado —cosa que a veces no hacía cuando estaba en el campo— y el áspero roce de la barba envió un agradable temblor de cosquillas a lo largo de los brazos y la espalda de la chica.
«Comme tu es douce», dijo. «Ma jolie mademoiselle. Je t’aime.»
Jessie emitió una risita boba, sin entender su torpe francés, pero repentinamente segura de que todo había salido tal como había esperado que saliese.
«Sería divertido», manifestó el hombre en tono dichoso. «Sólo nosotros dos. Prepararía una merienda-cena y podríamos despacharla aquí, en el porche».
Sonrió.
«¿Hamburguesas Eclipse à deux?».
Jessie soltó una carcajada, al tiempo que inclinaba la cabeza y batía palmas, encantada.
Entonces, el padre dijo algo que a la chica le extrañó un poco, incluso en aquella época, porque no era hombre que se preocupase mucho de la ropa y de la moda:
«Podrías ponerte tu precioso traje de playa nuevo».
«Claro, si tú quieres», repuso Jessie, aunque ya había tomado nota mental para pedir a su madre que intentase cambiar aquel vestido playero. Era bastante bonito —si a una no le molestaban las franjas rojas y amarillas, claro, casi lo bastante chillonas como para que una se pusiera a soltar berridos—, pero también era demasiado pequeño y demasiado estrecho. Su madre lo había pedido a Sears, calculando las medidas a ojo y considerando que bastaba con una talla mayor de la que necesitaba Jessie el año antes. Ocurrió que la chica se había desarrollado un poco más de lo que se esperaba, en bastantes sentidos. A pesar de todo, si a papá le gustaba… y si eso servía para que se pusiera de su parte en la cuestión del eclipse y la echara una mano…
Se puso de su parte y la echó una mano, con la energía del mismísimo Hércules. Inició la tarea aquella noche, sugiriendo a su esposa después de la cena (y después de dos o tres vasos de añejo vin rouge) que se podía excusar a Jessie de trasladarse al monte Washington para la «contemplación del eclipse» del día siguiente. La mayor parte de sus vecinos estivales iban a ir; inmediatamente después del Día de los Caídos empezaron a celebrar reuniones a la pata la llana para tratar el tema de cómo y dónde presenciar el inminente fenómeno solar (aquellas reuniones le parecían vulgares fiestas corrientes y molientes) e incluso había bautizado a los asistentes con el nombre de Adoradores del Sol del Dark Score. Los Adoradores del Sol habían alquilado para la ocasión un minibús escolar del colegio del distrito y proyectaban trasladarse en él hasta la cima de la montaña más alta de Nueva Hampshire, pertrechados con cestas de almuerzo, gafas de sol Polaroid, cajas reflectoras especiales, cámaras fotográficas con filtros también especiales… y champán, naturalmente. Cajas y cajas de botellas de champán. A la madre y a la hermana mayor de Jessie todo aquello les parecía la propia definición de esparcimiento vacío, de guateque excursionista artificioso. A Jessie le parecía la mismísima esencia del aburrimiento… y eso antes de añadir la vieja Fu Fu Soplidos a la ecuación.
La noche del diecinueve salió al porche después de la cena, en teoría para leer veinte o treinta páginas de Más allá del planeta silencioso, del señor C. S. Lewis, antes de que se pusiera el sol. A decir verdad, su objetivo era infinitamente menos intelectual: quería escuchar el modo en que su padre lanzaba su tiro —el tiro de ambos— y animarle silenciosamente. Maddy y ella habían comprobado muchos años atrás que la combinación sala de estar/comedor de la casa de verano tenía unas muy peculiares características acústicas, originadas probablemente por la altura del techo, que formaba un empinado ángulo agudo; Jessie suponía que hasta Will estaba enterado de la forma en que los sonidos llegaban desde allí hasta el porche. Sólo los padres parecían ignorar que lo que hablaban en aquella estancia podía oírse fuera y que la mayor parte de las decisiones que se adoptaban en la sala de estar/comedor, mientras se tomaban el café y la copa de coñac de sobremesa, se solían conocer (al menos por parte de sus hijas) mucho antes de que el estado mayor del cuartel general transmitiera las órdenes oportunas.
Jessie se dio cuenta de que sostenía la novela al revés y se apresuró a rectificar esa situación antes de que Maddy apareciese por allí y soltase una enorme y muda risotada. Le remordía un poco la conciencia por lo que estaba haciendo —bien pensado, su actitud estaba más cerca de la escucha a escondidas que del apoyo moral en silencio—, pero tampoco experimentaba la suficiente sensación de culpa como para dejarlo. Y, en realidad, aún consideraba encontrarse en la parte honesta de una delgada frontera moral. Al fin y al cabo, no era como si se hubiese escondido en el armario, o algo así; estaba tranquilamente sentada, a la vista de todo el mundo, bañada por el brillante sol que se disponía a hundirse por el oeste. Estaba sentada allí fuera con su libro y se preguntaba si en Marte habría eclipses y marcianos que los contemplasen. Y si sus padres pensaban que nadie podía oír su conversación porque estaban sentados a la mesa, allí dentro, ¿era culpa suya? ¿Se suponía que estaba obligada a entrar y avisarles?
—No lo creeeo, queerida —susurró Jessie con su más relamida voz tipo Elizabeth Taylor en La gata sobre el tejado de zinc y luego se cubrió la boca con las manos para ocultar una sonrisa amplia y majadera. Y supuso que también estaba a salvo de la interferencia de su hermana, al menos de momento; oía a Maddy y a Will en el cuarto de juegos pelearse en broma mientras jugaban una partida de «cootie», parchís o algo por el estilo.
«No creo que le haga ningún daño quedarse aquí conmigo hasta mañana, ¿tú sí?», preguntaba el padre de Jessie con su tono más alegre y simpático.
«No, claro que no», respondió la madre, «pero tampoco sería precisamente mortal para ella ir durante el verano a alguna parte con todos los demás. Va acabar convertida en una completa niña mimada de papá».
«Ya fue la semana pasada con Will y contigo a esa función de títeres de Bethel. En realidad, ¿no me dijiste que se quedó con Will —y que incluso le compró un helado, pagándolo de su propia asignación— mientras tú asistías a esa subasta del granero?».
«Eso no fue ningún sacrificio para nuestra Jessie» replicó Sally. Su voz sonó casi malhumorada.
«¿Qué quieres decir?».
«Quiero decir que fue a la función de títeres porque quiso y se cuidó de Will también porque quiso». El tono malhumorado cambió a otro más familiar: irritación. ¿Cómo puedes entender lo que quiero decir?, interrogaba ese tono. ¿Cómo es posible, si eres un hombre?
Aquél era el tono que, durante los últimos años, Jessie había oído cada vez con más frecuencia en la voz de su madre. Se daba cuenta de que en parte eso era así porque, a medida que crecía, su capacidad de escucha y de comprensión era mayor, pero también porque su madre empleaba aquel tono más a menudo que antes. A Jessie no se le alcanzaba por qué la lógica de su padre siempre sacaba de quicio a su madre.
«De pronto, el hecho de que ella haga algo porque quiere hacerlo es motivo de preocupación, ¿no?», preguntaba Tom en aquel momento. «¿Tal vez es incluso un borrón en su conducta? ¿Qué haremos con ella si se le despierta la conciencia social así como la solidaridad familiar, Sal? ¿La ingresamos en un reformatorio para jóvenes rebeldes?».
«No saques a relucir conmigo el paternalista aire protector. Sabes perfectamente lo que quiero decir».
«No, esta vez has hecho que me extravíe entre el polvo, dulzura. Se supone que estamos disfrutando de nuestras vacaciones de verano, ¿recuerdas? Y siempre he tenido la idea de que cuando se está de vacaciones, uno hace lo que le da la gana y pasa el tiempo con quien quiere pasarlo. En realidad, pensaba que ésa era la idea general».
Jessie sonrió, sabedora de que todo había acabado, salvo los gritos. Cuando a la tarde siguiente se produjera el eclipse, ella seguiría allí con su padre, en vez de estar en la cumbre del monte Washington con Fu Fu Soplidos y los demás Adoradores del Sol del Dark Score. Su padre era como uno de esos campeones de ajedrez que hacen pasar un mal rato al aficionado de talento antes de rematarlo.
«Podrías venir tú también, Tom… Jessie nos acompañaría si vinieses».
Era una jugada astuta. Jessie contuvo el aliento.
«No puedo, amor… Estoy esperando una llamada de David Adams sobre la cartera de Farmacopea Brooking. Es un asunto muy importante… y muy comprometido también. Está en una fase en que manejar Brookings es como manipular explosivos. De todas formas, si me permites ser sincero contigo, aunque pudiese ir, no estoy muy seguro de que me apeteciera, no me cae lo que se dice bien. Y en cuanto a ese majadero de Sleefort…».
«¡Calla, Tom!».
«No te preocupes… Maddy y Will están abajo y Jessie ha salido al porche delantero… ¿la ves?».
En aquel momento, Jessie tuvo de pronto la absoluta certeza de que su padre conocía exactamente las excelencias de las condiciones acústicas de la sala de estar/comedor; sabía que su hija estaba oyendo hasta la última palabra de aquella conversación. Y deseaba que Jessie oyera hasta esa última palabra. Un leve estremecimiento cálido recorrió la espalda y las piernas de la chica.
«¡Ya me imaginaba que saldría a relucir Dick Sleefort!».
La voz de la madre sonaba furiosamente divertida, una combinación que hizo que a Jessie le diese vueltas la cabeza. Parecía que mezclar emociones de manera tan majareta era una prerrogativa especial de los adultos… si los sentimientos fuesen comida, los sentimientos de los adultos serían platos como filetes recubiertos con una capa de chocolate, puré de patatas con trozos de piña o K Especial espolvoreada con pimentón picante en vez de azúcar. Jessie pensó, y no por primera vez, que ser adulto parecía más un castigo que un premio.
«Esto es realmente exasperante, Tom… Ese hombre se me insinuó hace seis años. Estaba borracho. Por aquellas fechas siempre estaba borracho, pero purgó su acción. Polly Bergeron me dijo que va a Alcohólicos Anónimos y…».
«¡Bravo!», dijo su padre secamente. «¿Le enviamos una tarjeta de felicitación o una medalla al mérito, Sally?».
«Déjate de impertinencias. Casi le rompiste la nariz…».
«Sí, eso es cierto. Cuando uno entra en la cocina para echar unos cubitos de hielo a su copa y se encuentra con que el cernícalo de la esquina tiene una mano en el trasero de la esposa de uno mientras la otra se trabaja la delantera…».
«Dejémoslo», propuso la mujer en tono santurrón, pero Jessie pensó que, por algún motivo, su madre parecía casi complacida. Curioso, más que curioso. «La cuestión es que ya va siendo hora de que te enteres de que Dick Sleefort no es ningún diablo salido de la profundidad del Averno, como también es hora de que Jessie descubra que Adrienne Gilette no es más que una pobre vieja solitaria que una vez, durante una fiesta, le dio un manotazo en plan de broma. Y ahora, por favor, no trates de hacerme un lavado de cerebro, Tom; no pretendo afirmar que fuese una buena broma; no lo era. Sólo digo que Adrienne no lo sabía. No lo hizo con mala intención».
Jessie bajó la mirada y vio que su mano derecha casi había doblado por la mitad la novela. ¿Cómo era posible que su madre, una mujer que se había graduado cum laude (que vaya una a saber qué significa eso) en Vassar, fuese tan estúpida? A Jessie, la respuesta le parecía bastante clara: no era estúpida. O se hacía la tonta o se negaba a ver la verdad, y una llegaba a la misma conclusión, al margen de la alternativa que considerase correcta: obligada a elegir entre creer a la horrible vieja que vivía un poco más arriba de la calle donde ellos tenían su casa de veraneo o a su propia hija, Sally Mahout había optado por Fu Fu Soplidos. Buena elección, ¿eh?
«Porque soy una hija de papá, por eso. Por eso y por la forma en que ve las cosas. Por eso, pero yo no pienso abrirle los ojos y ella no lo comprenderá nunca por sí misma. Ni en mil millones de años».
Jessie se obligó a aflojar la presión con que sujetaba el libro en rústica. La señora Gilette quiso escarmentarla, en su manotazo había mala intención, pero, de todas maneras, la conjetura de su padre de que a Jessie ya no le asustaba aquel viejo loro probablemente tenía más de acertada que de errónea. Por otra parte, Jessie llevaba camino de salirse con la suya y se quedaría con él, así que lo mismo daba que la madre dijese ocho que ochenta, ¿verdad? Ella iba a quedarse con papá y no tendría que aguantar a la vieja Fu Fu Soplidos, y ello iba a ser así porque…
—Porque papá se ha puesto de mi parte —murmuró.
Sí; ese era el quid del asunto. Su padre la había apoyado, en contra de la opinión de su madre.
Jessie se percató de que la estrella del atardecer fulguraba suavemente en el oscurecido cielo y comprendió que llevaba allí fuera, en el porche, toda oídos mientras le daban vueltas al tema del eclipse —y el tema de ella, Jessie—, cerca de tres cuartos de hora. Aquel anochecer descubrió una circunstancia menor pero interesante de la vida: el tiempo pasa mucho más deprisa cuando se esta escuchando a escondidas una conversación acerca de una misma.
Sin apenas pensar en lo que hacía, levantó la mano y curvó los dedos para formar un tubo, por el que miró la estrella y simultáneamente concretó la vieja fórmula: deseo y puedo, deseo y puedo conseguirlo. Su deseo, que ya iba camino de serle concedido, era que le permitiesen quedarse al día siguiente con su padre. Quedarse con él, fuera como fuese. Sólo dos personas que sabían cómo apoyarse la una a la otra, sentadas en el porche mientras comían hamburguesas Eclipse à deux…, más como un viejo matrimonio que como padre e hija.
«En cuanto a Dick Sleefort, después me pidió disculpas, Tom. No recuerdo si te lo dije o no…».
«Me lo dijiste, pero no recuerdo que él me pidiera disculpas a mí».
«Es probable que temiese que le machacaras la cabeza, o, por lo menos, que lo intentases», repuso Sally, de nuevo con aquel tono de voz que tan peculiar le parecía a Jessie… parecía una desconcertante mezcla de felicidad, buen humor y enojo. Durante unos segundos, Jessie se preguntó si era posible expresarse así y estar en su sano juicio, pero en seguida sofocó completamente esa idea. «También quiero decir una cosa respecto a Adrienne Gilette, antes de que dejemos totalmente el tema…».
«Estás en tu casa».
«Me dijo —en mil novecientos cincuenta y nueve, o sea, dos años después—, que por aquellas fechas estaba saliendo de la regla. No citó a Jessie ni aludió al incidente de la galleta, pero creo que trataba de excusarse».
«Ah». Fue el «Ah» más gélido y oficialista del mundo. «¿Y se le ocurrió a alguna de vosotras dos transmitir esa información a Jessie… y explicarle lo que significaba?».
Silencio por parte de su madre. Jessie, que aún tenía sólo una idea vaga de lo que significaba «salir de la regla», bajó la vista y observó que, una vez más, tenía el libro cogido con tanta fuerza que estaba a punto de doblarlo. De nuevo hizo un esfuerzo para relajar las manos.
«¿Tampoco se os pasó por la cabeza pedirle disculpas?». El tono del hombre era suave… acariciador… mortífero.
«¡Deja ya de someterme al tercer grado!», estalló Sally, tras una larga pausa de silencio y meditación. «¡Ésta es tu casa, no del Tribunal Superior, por si no te has dado cuenta!».
«Fuiste tú quien sacó el tema a colación, no yo», dijo el padre. «Yo no hice más que preguntar…».
«Ah, vamos, estoy hasta las narices del modo en que le das la vuelta a todo», dijo Sally.
Por el tono de voz que empleó, Jessie supo que su madre estaba llorando o a punto de llorar. Por primera vez, que recordase, las lágrimas de su madre no despertaron ninguna simpatía en su corazón, ningún deseo apremiante de correr a consolarla (mientras, probablemente, también ella estallaba en lágrimas). Lo que experimentó, en cambio, fue una curiosa y glacial satisfacción.
«Estás nerviosa, Sally. ¿Por qué no…?».
«Tienes razón, estoy nerviosa. Discutir con mi marido me pone así, ¿no es extraño? ¿No es la cosa más sorprendente que jamás oíste? ¿Y sabes por qué discutimos? Te daré una pista, Tom… No se trata de Adrienne Gilette, ni de Dick Sleefort, ni tampoco del eclipse de mañana. Discutimos a causa de Jessie, de nuestra hija, ¿y qué otra novedad hay?».
Se echó a reír a través de las lágrimas. Un seco siseo indicó que la mujer frotaba un fósforo para encender un cigarrillo.
«¿No dicen que la rueda que chirría es la que siempre se lleva la grasa? Pues ésa es nuestra Jessie, ¿verdad? La rueda chirriante. Nunca se siente satisfecha con lo que se acuerda hasta haber tenido ocasión de dar ella los toquecitos finales. Los planes de los demás nunca le gustan. Nunca puede dejar las cosas como están».
A Jessie le impresionó captar en la voz de su madre algo muy próximo al odio.
«Sally…».
«No tiene importancia, Tom. ¿Quiere quedarse contigo? Estupendo. De todas formas, no sería muy agradable llevarla; lo único que iba a hacer es armar camorra con su hermana y quejarse por tener que vigilar a Will. En otras palabras, no haría más que chirriar».
«Sally, Jessie casi nunca se queja ni lloriquea, y es muy buena a la hora de…».
«¡Vamos! ¡No sé con qué ojos la miras!», chilló Sally Mahout, y el rencor que impregnaba su voz hizo que Jessie se encogiera hacia atrás en la silla. «¡Juro ante Dios que a veces te comportas con ella como si fuese tu novia en vez de tu hija!».
En esa ocasión la larga pausa correspondió al padre que, cuando habló, lo hizo en tono suave y frío.
«Decir eso es un golpe bajo, sucio e injusto», replicó por último.
Sentada en el porche, Jessie miró la estrella vespertina y una oleada de desaliento la hundió hacia un pozo de algo parecido al horror. Experimentó la súbita y apremiante necesidad de enfocar de nuevo la estrella con el tubo formado por la mano… para desear entonces que todo quedase anulado, empezando por la petición a su padre de que arreglara las cosas para que ella pudiera quedarse con él en Sunset Trails al día siguiente.
Le llegó en aquel instante el ruido de la silla, cuando su madre la retiró para levantarse.
«Lo siento», se excusó Sally, y aunque el tono seguía siendo furioso, Jessie pensó que ahora también sonaba un poco como asustada. «¡Quédatela mañana, si eso es lo que quieres! ¡Estupendo! ¡Muy bien! ¡Te recibirá con los brazos abiertos!».
Resonó entonces el taconeo de los zapatos de la mujer, que se retiró rápidamente y, al cabo de un momento, el chasquido del mechero de Tom Mahout, que encendía su cigarrillo.
En el porche, Jessie notó que las lágrimas acudían a sus ojos… cálidas lágrimas de vergüenza, de dolor y de alivio por la circunstancia de que la discusión hubiese terminado antes de pasar a mayores y que la cosa empeorase… porque ¿no se habían dado cuenta Maddy y ella que últimamente las controversias de sus padres eran cada vez más ruidosas y acaloradas? Que el período de frialdad en sus relaciones tardaba cada vez más en caldearse de nuevo. ¿Era o no posible que…?
«No», se interrumpió, antes de que la idea se completara. «No, no es posible. No es posible, en absoluto, así que chitón».
Tal vez un cambio de escenario propiciase un cambio de pensamientos. Jessie se puso en pie, bajó al trote los escalones del porche y luego anduvo por el camino que llevaba al borde del lago. Se sentó allí y se entretuvo arrojando guijarros al agua, hasta que su padre fue a buscarla, cosa de media hora después.
—Hamburguesas Eclipse para dos mañana en el porche —anunció, un segundo antes de besarla en la parte lateral del cuello. Se había afeitado y el mentón era todo suavidad, pero el pequeño estremecimiento de placer recorrió igualmente la espalda de Jessie—. Todo está arreglado.
—¿Se enfadó mucho mamá?
—Nooo —repuso el padre alegremente—. Dijo que estaba muy bien, tanto si ibas con los demás como si te quedabas aquí, puesto que ya has hecho todos los deberes de la semana y…
Jessie había olvidado su anterior presentimiento de que Tom Mahout estaba más enterado de lo que daba a entender respecto a las condiciones acústicas de salón comedor, y la generosidad de su mentira la conmovió tan profundamente que poco faltó para que se le saltasen las lágrimas. Se volvió hacia él, le echó los brazos al cuello y le cubrió las mejillas y los labios de pequeños pero intensos besos. La reacción inicial del hombre fue de sorpresa. Sus manos retrocedieron y, durante unos segundos, las palmas se ahuecaron sobre los incipientes limones de los pechos de Jessie. El estremecimiento recorrió de nuevo a la chica, pero esta vez mucho más fuerte —casi lo bastante fuerte como para resultar doloroso, igual que una conmoción— y acompañado, como un extraño déjà vu, por la idea recurrente de las insólitas contradicciones de la adultez: un mundo en el que una podía pedir cada vez que le viniese en gana guiso de carne con zarzamoras o huevos fritos con zumo de limón… y donde la gente solía pedirlo. Después, las manos de su padre la rodearon, se posaron en sus omóplatos, la apretaron calurosamente contra él, y si hubiesen estado donde no debían estar un momento más de lo que debían, Jessie apenas se hubiese dado cuenta.
«Te quiero, papá».
«También yo te quiero, Punkin. A puñados».