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El antiguo Príncipe, en otro tiempo orgullo y alegría de Catherine Sutlin, permaneció sentado cosa de diez minutos en la entrada de la cocina, tras su última incursión a la alcoba. Tiene la cabeza levantada, los ojos muy abiertos y no pestañea. Durante los dos últimos meses ha subsistido con un mínimo de alimentos y esta tarde se ha despachado a gusto —se ha dado un atracón, la verdad—, por lo que debería sentirse torpe y soñoliento. Así fue durante un rato, pero el sopor ha desaparecido ya. Lo ha reemplazado una sensación de nerviosismo que aumenta de modo uniforme. Algo ha hecho saltar algunos de los alambres finos como cabellos tendidos en esa zona mística donde se superponen los sentidos y la intuición del perro. El amo hembra seguía gimiendo en la otra habitación y, de vez en cuando, dejaba oír sonidos de palabras, pero esos rumores no eran la causa de los temores del can; no fueron lo que le impulsó a erguir el cuerpo, cuando estaba a punto de caer en un sueño plácido, ni el motivo por el que su oreja buena estaba ahora alerta, inclinada hacia adelante, y su hocico se había arrugado hacia atrás para enseñar las puntas de los dientes.

Era otra cosa… algo que no estaba bien… algo que posiblemente representase un peligro.

Cuando el sueño de Jessie alcanzó la cima e inició el descenso para hundirse en la oscuridad, el perro se puso en pie repentinamente, incapaz de resistir por más tiempo el chisporroteo de sus nervios al rojo. Dio media vuelta, abrió con el hocico la puerta posterior de la casa y salió a la ventosa lobreguez de la noche. Mientras lo hacía, un olor extraño e inidentificable llegó a su olfato. Aquel olor denotaba peligro… un peligro casi seguro.

El perro corrió hacia el bosque con toda la rapidez que le permitía su estómago hinchado y sobrecargado. Cuando llegó a la seguridad de la maleza, dio media vuelta y desanduvo unos metros en dirección a la casa. Se había retirado, desde luego, pero tendrían que sonar muchas más alarmas en su interior para que considerase la posibilidad de abandonar por completo aquella maravillosa provisión de comida que había encontrado.

Oculto y a salvo, mientras sobre su rostro fino, cansado e inteligente se entrecruzaban los superpuestos ideogramas de las sombras de el perro vagabundo empezó a ladrar. Y ese ruido fue el que, al cabo de cierto tiempo, devolvió la consciencia a Jessie.