Catorce de agosto de 1965… dos años y unas semanas después del día en que el sol desapareció. Es el cumpleaños de Will; se ha pasado todo el día dando vueltas y diciendo a la gente, en tono solemne, que ha vivido un año por cada entrada conseguida en un partido de béisbol. A Jessie le resulta imposible entender por qué le parece eso tan importante a su hermano, pero resulta evidente que es así, por lo que la muchacha llega a la conclusión de que si Will quiere comparar su vida con un partido de pelota base, santo y bueno.
Durante largo rato, todo lo que sucede en la fiesta de cumpleaños de su hermano pequeño es santo y bueno. Marvin Gaye actúa a través del tocadiscos, cierto, pero no es la mala canción, la peligrosa canción. «Maldito si me fuera», tararea Marvin, burlonamente amenazador. «Estaría lejos mucho tiempo… nena». Desde luego se trata de una canción bastante cuca, y la verdad es que el día ha sido bastante mejor que bueno, al menos hasta entonces; ha sido, en palabras de la tía abuela de Jessie, Katherine, «mejor que la música de violín». Incluso el padre de Jessie opina lo mismo, aunque cuando se sugirió por primera vez, no le entusiasmó demasiado la idea de volver a Falmouth para celebrar el cumpleaños de Will. Luego Jessie le oyó que decía a mamá: «Supongo que, después de todo, es una buena idea», lo que hace que la chica se sienta mejor, porque había sido ella —Jessie Mahout, hija de Tom y Sally, hermana de Will y Maddy, esposa de nadie— quien animó tal idea. Ella es la razón por la cual todos están allí, en vez de en el interior, en Sunset Trails.
Sunset Trails es el campamento de la familia (aunque al cabo de tres generaciones de azarosa expansión de la estirpe es lo bastante grande como para que pueda calificarse de complejo residencial) en el extremo norte del lago Dark Score. Este año se ha quebrantado la acostumbrada norma de las nueve semanas de retiro allí porque Will quiere —sólo esta vez, ha dicho a su madre y a su padre, en el tono cargado de sufriente nobleza del viejo aristócrata que sabe que no puede engañar al segador durante mucho más tiempo— celebrar su fiesta de aniversario en compañía de sus amigos del resto del año y de su propia parentela.
De entrada, Tom Mahout veta la idea. Es un agente de Bolsa que divide su tiempo entre Portland y Boston, y que se ha pasado años asegurando a su familia que no cree en esa propaganda relativa a la manera en que los individuos que acuden al trabajo con corbata y camisa de cuello blanco pierden el tiempo zanganeando todo el día… remoloneando en torno al refrigerador de agua o dictando invitaciones para almorzar a las preciosas rubias que componen el cuadro de taquígrafas. «En todo el condado de Aroostock no hay un solo barbado destripaterrones cultivador de patatas que trabaje más que yo», les decía cada dos por tres. «No es fácil mantenerse en el mercado a la altura de las circunstancias, y tampoco resulta particularmente encantador, por mucho que hayáis oído en sentido contrario». La verdad es que nadie ha oído nada en sentido contrario, todos (incluida, con toda probabilidad, la esposa, aunque Sally no lo hubiera dicho) creen que el trabajo de Tom Mahout es más aburrido que el de un burro de noria y sólo Maddy tiene idea, una idea de lo más ambigua, de lo que el padre hace.
Tom insiste en que necesita esa temporada completa en el lago para recuperarse de las tensiones de su trabajo y en que su hijo dispondrá en adelante de una barbaridad de cumpleaños que celebrar con sus amigos. Al fin y al cabo, Will va a cumplir nueve, no noventa. «Además», añade Tom, «las fiestas de cumpleaños con tus amigotes no serán realmente divertidas hasta que tengas la edad suficiente como para liquidaros un par de barriles».
Así que la petición de Will de celebrar su cumpleaños en el domicilio oficial de la familia, en la costa, probablemente hubiera recibido una negativa en redondo, a no ser por el súbito y sorprendente apoyo que Jessie da al proyecto (y que para Will es más sorprendente todavía; Jessie es tres años mayor que él y en infinidad de momentos y ocasiones Will no está seguro de que ella recuerde que tiene un hermano). Tom empieza a considerar la idea con simpatía una vez Jessie sugiere con voz suave que quizá sería divertido volver a casa —durante sólo dos o tres días, naturalmente—, celebrar una fiesta en el jardín, con partidos de croquet y bádminton, barbacoa y farolillos japoneses que se encenderían al anochecer. Tom es la clase de hombre que se tiene por un «hijo de perra con voluntad de hierro» y del que los demás suelen pensar a menudo que es un «obstinado viejo cabrón»; pero, se mire por donde se mire, es un hombre difícil de mover cuando ha plantado los pies… y ha apretado las mandíbulas.
Su hija menor es una excepción a la regla. Jessie encuentra con frecuencia el modo de llegar a la voluntad de su padre, utilizando alguna vía o pasadizo secreto que el resto de la familia ignora. Sally cree —con cierta justificación— que su criatura mediana siempre ha sido la favorita de Tom y que Tom se equivoca al dar por supuesto que las otras no lo saben. Maddy y Will se lo plantean en términos más simples: creen que Jessie da coba a su padre y que éste, a cambio, la malcría. «Si papá sorprende a Jessie fumando», le había dicho Will a su hermana un año antes, cuando Tom pilló a Maddy en el momento en que cometía la misma falta, «lo más seguro es que le comprase un encendedor». Maddy se echó a reír, completamente de acuerdo, y abrazó a su hermano. Pero ni ellos ni su madre tienen la más remota idea del secreto que, como un montón de carne putrefacta, existe entre Tom Mahout y su hija pequeña.
La propia Jessie cree que atiende los deseos de su hermano menor, que está sacando la cara por él. Tampoco tiene idea, al menos en la superficie de su cerebro, de hasta qué punto ha llegado a odiar Sunset Trails y lo enormemente deseosa que está de alejarse de allí. Ha llegado asimismo a odiar aquel lago que tan apasionadamente amó en otro tiempo… aborrece, sobre todo, el tenue y suave olor a mineral. En 1965 apenas soporta nadar en sus aguas, ni siquiera en los días en que el calor aprieta de veras. Sabe que su madre cree que se trata de sus formas —Jessie floreció temprano, lo mismo que Sally, y a los doce años tiene ya figura de mujer casi desarrollada del todo—, pero no se trata de sus formas. Se ha acostumbrado a eso y sabe que, con cualquiera de sus bañadores viejos y deslucidos, dista mucho de ser una modelo de Playboy. No, no es cuestión de sus pechos, ni de sus caderas, ni de su trasero. Es ese olor.
Sean cuales fueren las razones y los motivos que puedan arremolinarse bajo la superficie, el jefe y cabeza de familia accede a la solicitud de Will Mahout. Regresaron ayer a la costa, emprendiendo el viaje temprano a fin de que Sally (con la entusiasta colaboración de sus dos hijas) dispusiera de tiempo suficiente para preparar la fiesta. Y hoy estamos a 14 de agosto y el 14 de agosto es la apoteosis del verano en Maine, un día de cielo azul marino descolorido y gruesas nubes blancas, con el aire refrescado por la brisa del océano impregnada de sal.
Tierra adentro —lo que incluye el distrito de los lagos, donde se encuentra Sunset Trails, a la orilla del lago Dark Score, desde que el abuelo de Tom Mahout construyó la cabaña original, en 1923—, las arboledas, los lagos, los estanques y las ciénagas rezuman bajo temperaturas que superan los treinta y cinco grados centígrados, con humedades que casi alcanzan el punto de saturación, mientras aquí, en la costa, estamos sólo a unos veinticinco grados centígrados. La brisa marina es un plus extraordinario, que reduce la humedad hasta hacerla insignificante y se lleva a los mosquitos y jejenes. El césped está repleto de niños, en su mayoría amigos de Will, pero también hay chicas que alternan con Maddy y con Jessie, y, por una vez, mirabile dictu, todos parecen confraternizar. No se ha producido más que un rifirrafe sin importancia y, hacia las cinco, cuando Tom se lleva a los labios el primer martini de la jornada, mira a Jessie, que se encuentra cerca con el mazo de croquet al hombro como si fuera el fusil de un centinela (y que también está lo bastante cerca de sus padres como para oír lo que parece una conversación despreocupada entre marido y mujer, pero de la que se desprende algo que puede tomarse como un sutil piropo que el padre dirige a la hija). El hombre dice luego a su esposa: «Creo que, después de todo, ha sido una buena idea».
«Mejor que buena», piensa Jessie. «Absolutamente formidable y totalmente magnífica, si quieres que te diga la verdad». Eso no es lo que en realidad quiere decir, lo que en realidad piensa, pero sería demasiado peligroso manifestar el resto en voz alta; sería tentar a los dioses. Lo que en realidad piensa es que el día es perfecto… una perita en dulce de día. Es estupenda hasta la canción que difunde sonoramente el tocadiscos portátil de Maddy (que la hermana mayor de Jessie ha sacado alegremente al patio para la ocasión, aunque normalmente es el Gran Icono Intocable). La verdad es que a Jessie nunca le ha gustado Marvin Gaye —no más de lo que vaya a gustarle nunca el suave olor mineral que surge del lago en las tardes calurosas de verano—, pero esta canción está bien. Maldito sea si no eres una preciosidad… nena tonta, pero no peligrosa.
Estamos a 14 de agosto de 1965, un día que estaba, un día que aún está en la mente de una mujer soñadora esposada a los postes de la cama en una casa a orillas del lago, a sesenta y cinco kilómetros de Dark Score (pero con el mismo tufo mineral, aquel evocador y antipático efluvio de los calurosos y tranquilos días estivales), y aunque la niña de doce años que era no ve que Will se le acerca sigilosamente cuando ella se inclina para golpear la bola de croquet, convirtiendo sus nalgas en un objetivo demasiado tentador para que lo pase por alto un chico que sólo ha vivido un año por cada entrada de béisbol que ha conseguido, una parte del cerebro de la adolescente sabe que Will está allí y ésa es la costura por la que el sueño se hilvana y pasa a ser pesadilla.
Jessie prepara su tiro, concentrándose en la puerta, situada a cosa de metro ochenta. Un tiro difícil, pero no imposible, y si consigue hacer pasar la bola por la puerta, puede alcanzar a Caroline, al fin y al cabo. Eso sería estupendo, porque Caroline casi siempre la gana al croquet. Entonces, en el preciso momento en que echa hacia atrás el mazo, cambia la música que llega desde el tocadiscos.
«Ouuuwuuu, escuchad todos», entona Marvin Gaye, y esa vez a Jessie le parece algo más que burlonamente ominosa, «especialmente vosotras, las chicas…».
Una serie de escalofríos recorre la carne de gallina de los bronceados brazos de Jessie.
«… ¿ha de quedarse uno solo cuando la chica a la que ama no está nunca en casa…? Mis amigos dicen a veces que la quiero demasiado…».
Se le entumecen los dedos y deja de sentir en la mano el tacto del mazo. Las muñecas le hormiguean como si las tuviese sujetas por
«(el cepo está en el cepo venid a ver a dita en el cepo venid a reíros de cogida en el cepo)»
abrazaderas invisibles, y el alma se le cae a los pies súbita y desmayadamente. Es la otra canción, la canción equivocada, la mala canción.
«… pero creo… creo… que a una mujer hay que amarla así…».
Levanta la vista hacia el grupito de chicas que esperan a que efectúe su tiro y observa que Caroline se ha ido. De pie allí, en su lugar, está Nora Callaghan. Lleva trenzas, tiene un toque de cinc blanco en la punta de la nariz, calza las zapatillas de lona amarilla que usa Caroline y luce también su relicario —el que guarda en su interior la diminuta fotografía de Paul McCartney—, pero sus ojos son los ojos verdes de Nora y la miran con la profunda compasión de los adultos. Jessie recuerda de pronto que Will —incitado indudablemente por sus compinches, que parlotean mientras beben coca cola y comen pastel alemán de chocolate, como el propio Will— se le está acercando subrepticiamente, que se dispone a hacerle alguna jugarreta. Cuando lo haga, ella reaccionará fulminantemente, girará en redondo y le sacudirá en la boca, lo que tal vez no eche a perder por completo la fiesta, pero desde luego le asestará un buen golpe a su placentera perfección. Trata de soltar el mazo, desea enderezar el cuerpo y dar media vuelta antes de que todo eso ocurra. Quiere cambiar el pasado, pero el pasado es un peso muerto… Jessie comprueba que intentar alterarlo es como pretender levantar una casa por una de sus esquinas para ver si debajo del edificio están las cosas que se han perdido, que se han olvidado o que se han escondido.
A su espalda, alguien ha aumentado el volumen del pequeño tocadiscos de Maddy y la espantosa canción resuena más alta que nunca, brillante, triunfal y sádica: «Me duele tanto y tan dentro… Se me trata tan cruelmente… Alguien, en alguna parte… Ha de decirle que no es justo…».
Intenta de nuevo desembarazarse del mazo —arrojarlo lejos—, pero no puede hacerlo; es como si alguien se lo hubiera sujetado con unas esposas.
«¡Nora!», grita. «¡Tienes que ayudarme, Nora! ¡Deténle!».
(Fue en ese punto del sueño cuando Jessie gimió por primera vez, provocando el sobresalto del perro e impulsándole a apartarse del cadáver de Gerald).
Nora sacude la cabeza, lenta y gravemente.
«No puedo ayudarte, Jessie. Dependes de ti misma… todos dependemos de nosotros mismos. Por norma, a mis pacientes no les digo eso, pero creo que en tu caso es mejor ser sincera».
«¡Es que no lo entiendes! ¡No puedo pasar otra vez por esto! ¡No PUEDO!».
«Vamos, no seas tonta», dice Nora, de súbito impaciente. Se dispone a marchar, como si no pudiera resistir más la vista del levantado y furioso rostro de Jessie. «No vas a morirte; no es veneno».
Jessie mira frenéticamente a su alrededor (aunque sigue sin poder enderezarse, sin poder evitar que su culo constituya un objetivo tentador para su hermano, que sin duda llega ya) y observa que su amiga Tammy Hough se ha marchado; allí, vestida con la blusa amarilla y los blancos pantalones cortos de Tammy está Ruth Neary. Sostiene en una mano el mazo de croquet de Tammy, decorado con una banda roja, y un Marlboro en la otra. Su boca se curva hacia arriba por las comisuras, para dibujar su acostumbrada sonrisa sardónica, pero sus ojos despiden seriedad y están saturados de tristeza.
«¡Ayúdame, Ruth!», grita Jessie. «¡Tienes que ayudarme!».
Ruth da una profunda chupada al cigarrillo y luego lo apaga, aplastándolo contra la hierba con una de las sandalias de suela de corcho de Tammy Hough.
«¡Jesús, cariño…! Va a darte un tiento de nada, no va a clavarte en el culo un pincho como el que se emplea para arrear al ganado. Lo sabes tan bien como yo; ya te ha ocurrido antes. Entonces, ¿dónde está el problema?».
«¡No es un tiento de nada! ¡No lo es y tú lo sabes!».
«Es el viejo susto del grito de la lechuza».
«¿Cómo? ¿Qué signifi…?».
«Significa que ¿cómo puedo saber algo sobre ALGO?», responde Ruth a gritos. Hay rabia en la superficie de su voz y ofensa profunda bajo esa superficie. «No quisiste contármelo… no querías contárselo a nadie. Huiste. Saliste corriendo como un conejo asustado al oír el grito de una vieja lechuza y ver su sombra proyectada sobre la hierba».
«¡NO PODÍA contarlo!», chilla Jessie. Ahora ve una sombra sobre la hierba, junto a ella, como si las palabras de Ruth la hubiesen hecho aparecer. Sin embargo, no es la sombra de una lechuza; es la sombra de su hermano. Oye sus risitas ahogadas, comprende que se le está acercando para pincharla, pero ella continúa sin poder ponerse derecha y mucho menos alejarse. No puede de ninguna manera alterar lo que va a ocurrir, y se da cuenta de que todo ello es la mera esencia tanto de la pesadilla como de la tragedia. No es miedo, sino impotencia.
«¡NO PODÍA!», chilla de nuevo, dirigiéndose a Ruth. «¡No podía, ni hablar! ¡Hubiera matado a mamá… o destruido la familia… o las dos cosas! ¡Lo dijo él! ¡Papá lo dijo!».
«Odio tener que ser yo la que te adelante esta noticia particular, tesoro, pero el próximo mes de diciembre hará doce años que falleció tu querido papaíto. Entonces, ¿no podemos ahorrarnos aunque sólo sea un poco de este melodrama? No es como si te hubieran colgado en el tendedero por los pezones y después se aprestasen a prender fuego a los pelos de la vagina, ¿sabes?».
Pero Jessie no quiere oír hablar de ello, no tiene malditas las ganas de considerar —ni siquiera en un sueño— la posibilidad de evaluar de nuevo su enterrado pretérito; una vez empiezan a caer las fichas de dominó, ¿quién sabe dónde acabará la cosa? De modo que se tapa los oídos, negándose a escuchar las palabras de Ruth, y sigue contemplando a su antigua compañera de habitación en la facultad con aquella mirada profunda e implorante que a menudo provocaba en Ruth (cuya cobertura de baño de azúcar nunca rebasaba el espesor de la escarcha) un estallido de risa, antes de rendirse y decir que sí a lo que Jessie deseara que hiciese.
«¡Ruth, tienes que ayudarme! ¡Tienes que hacerlo!».
Pero en esta ocasión la mirada implorante no surte ningún efecto.
«No lo creo, cariño. Los pimpollos del club femenino de estudiantes se han largado, ha sonado ya hace rato la hora de cerrar, huir es imposible y despertar tampoco es una opción. Éste es el tren del misterio, Jessie. Tú eres el conejito; yo soy la lechuza. Allí vamos… todo el mundo a bordo. Apriétense los cinturones, bien apretados. Éste es un viaje con billete de clase E.»
«¡No!».
Pero ahora, ante el horror de Jessie, el día empieza a oscurecerse. Pudiera tratarse de que el sol se ha ocultado detrás de una nube, pero Jessie sabe que no es así. El Sol se ha ido. Las estrellas no tardarán en brillar en un cielo vespertino de verano y la vieja lechuza ahuyentará a la paloma. Ha sonado la hora del eclipse.
«¡No!», repite Jessie su chillido. «¡Eso fue hace dos años!».
«En eso te equivocas, bonita», dice Ruth Neary. «Porque nunca terminó. Para ti, el Sol no ha vuelto».
Jessie abre la boca para negarlo, para decirle a Ruth que es tan culpable de exageración dramática como Nora, que no cesa de empujarla hacia una puerta que ella no quiere abrir, que no para de asegurarle que se puede mejorar el presente mediante el examen del pasado, como si una pudiera darle un sabor más suculento a la cena de hoy sazonándola con los restos agusanados de la comida de ayer. Quiere decirle a Nora, como le dijo aquel día en que salió de su despacho para siempre, que hay una gran diferencia entre vivir con algo y estar prisionero de ese algo. ¿No comprendéis, pareja de mentecatas, que el Culto Ególatra no es más que otra clase de culto?», quiere decirles, pero antes de que pueda hacer algo más que abrir la boca, se produce la invasión: una mano entre sus muslos ligeramente separados, el índice que se introduce y presiona en la grieta de las nalgas, los dedos que se pegan a la tela del pantalón y aprietan justo encima de la vagina, y esta vez no es la manita inocente de su hermano; la que tiene entre las piernas es una mano mucho mayor que la de Will y nada inocente. La mala canción suena en la radio, las estrellas han aparecido a las tres de la tarde, y así
(«no morirás no es veneno»)
es como los adultos se pinchan unos a otros.
Gira rápidamente y espera ver a su padre. Papá le hizo algo parecido durante el eclipse, algo que Jessie supone que los quejicas beatos del Culto Ególatra, las encasilladoras como Ruth y Nora, llamarían abusos deshonestos contra menores. De cualquier modo, será él —está muy segura— y Jessie teme que le apliquen un castigo terrible por lo que él hizo, al margen de lo grave o trivial que fuera: Jessie levantará el mazo de croquet, se lo estampará en la cara, le romperá la nariz y le partirá los dientes, y cuando él se desplome sobre la hierba, aparecerán los perros y lo devorarán.
Salvo que no es Tom Mahout quien está allí; es Gerald. Está desnudo. Desde la parte inferior del rosado bulto del vientre, el pene de un abogado se yergue apuntando hacia ella. Gerald lleva en cada mano un juego de esposas Kreig de la policía. Las alarga hacia Jessie en la penumbra del anochecer. El resplandor de las estrellas arranca reflejos anormales en la boca de las esposas, que tiene grabado un M-17, porque el proveedor no pudo suministrarle unas F-23.
«Vamos, Jess», le sonríe. «No es como si no supieras de qué va. Además, te gusta. La primera vez le diste con tanto entusiasmo al asunto que poco faltó para que estallaras. No tengo inconveniente en reconocer que fue el pedazo de polvo más portentoso que he echado en la vida, tan impresionante que a veces sueño con él. ¿Y sabes por qué fue tan estupendo? Porque tú no tuviste que responsabilizarte de nada. Casi todas las mujeres disfrutan más cuando el hombre se hace cargo de todo: es una circunstancia de la psicología femenina científicamente demostrada. ¿Te comportaste así cuando tu padre te molestó, Jessie? Apuesto a que sí. Apuesto a que te entregaste tan a fondo que estuviste a punto de explotar. El Culto Ególatra puede tener muchas ganas de discutir estos puntos, pero nosotros conocemos la verdad, ¿a que sí? Hay mujeres que saben lo que quieren, pero hay otras que necesitan que el hombre les diga lo que quieren. Tú eres de estas últimas. Lo cual está muy bien, Jessie; por eso están aquí las esposas. Sólo que en realidad no son esposas. Son pulseras del amor. Así que póntelas, cariño. Póntelas…».
Jessie retrocede, menea la cabeza, no sabe si reír o llorar. El tema es nuevo, pero la retórica le resulta demasiado familiar.
«Los trucos de leguleyo no funcionan conmigo, Gerald… Llevo mucho tiempo casada con uno. Los dos sabemos que ese asunto de las esposas nunca tuvo nada que ver conmigo. Era contigo con quien tenía algo que ver… y un poco con tu viejo John Thomas y sus aturdimientos etílicos. De forma que ahórrate el rollo de tu jodida versión de la psicología femenina, ¿vale?».
Gerald sonríe con suficiencia, de un modo desconcertante.
«Buen disparo, nena. No te sirve de nada, pero eso no impide que haya sido un intento condenadamente bueno. La mejor defensa es un buen ataque, ¿verdad? Me parece que fui yo quien te lo enseñó. Pero no importa. Ahora tienes que tomar una decisión. O te pones las pulseras o me sacudes con el mazo y me matas otra vez».
Jessie mira en torno y el pánico y la desolación irrumpen en su ánimo al darse cuenta de que todos los asistentes a la fiesta de Will están presenciando el enfrentamiento que mantiene con aquel hombre desnudo (a excepción de las gafas), con unos kilos de más y sexualmente empalmado… y no sólo su familia, sino también los amigos de la infancia. La señora Henderson, que será su tutora en el primer curso de la facultad, está junto a la tina de ponche; Bobby Hagen, que será su pareja en el baile de fin de curso —y que se la follará en el asiento posterior del Oldsmobile 88 del padre del chico— se encuentra en el patio, junto a la rubia de la casa parroquial de Neuworth, la joven cuyos padres la querían, pero idolatraban a su hermano.
«Barry», piensa Jessie. «Ella se llama Olivia y su hermano, Barry».
La rubia escucha a Bobby Hagen, pero está mirando a Jessie; su rostro aparece tranquilo, aunque ojeroso y macilento. Lleva un chándal con el dibujo de Mr. Natural, el personaje de Robert Crumb, apresurándose por una calle urbana. Las palabras del bocadillo que sale de los labios de Mr. Natural son: «El vicio es estupendo, pero el incesto es mejor». Detrás de Olivia, Kendall Wilson, que contrató a Jessie en su primer empleo en la enseñanza, corta un trozo del pastel de chocolate para la señora Paige, su profesora de piano en la infancia. La señora Paige tiene un aspecto notablemente vivaz para una mujer que falleció de un fulminante ataque de apoplejía hace un año, mientras cogía manzanas en el Pomar de Corrit, en Alfred.
Jessie piensa: «Esto no es como un sueño; es como ahogarse. Todas las personas que he conocido en mi vida se encuentran ahí, bajo el extraño resplandor de las estrellas que tachonan un cielo vespertino, y todo el mundo contempla a mi marido que, en pelotas, intenta ponerme las esposas mientras Marvin Gaye canta Puedo presentar un testigo. Si hay algo que pueda servirme de consuelo, ese algo es: no hay posibilidad alguna de que las cosas empeoren para mí».
Y entonces reaccionan. La señora Wertz, su profesora de primer curso, rompe a reír. El anciano señor Cobb, jardinero de la familia hasta que se jubiló en 1964, le hace coro. Maddy se une a las carcajadas, lo mismo que Ruth y que Olivia, la muchacha de las cicatrices en los pechos. Kendall Wilson y Bobby Hagen casi se doblan sobre sí mismos y se palmean la espalda mutuamente como clientes de la barbería local que acaban de oír el mejor de todos los chistes verdes que se han contado jamás. Tal vez uno cuya gracia reside en «un sistema de vida para un coño».
Jessie baja la mirada sobre sí y observa que también está completamente desnuda. Sobre los senos, escritas con carmín de ese lápiz labial conocido por la denominación de «Peppermint Yum-Yum», hay tres palabras malditas: HIJITA DE PAPÁ.
«Tengo que despertarme», piensa. «Me moriré de vergüenza si no me despierto».
Pero no se despierta, al menos en seguida. Alza los ojos y ve que la desconcertante y plena de suficiencia sonrisa de Gerald se ha convertido en una amplia herida. De súbito, el hocico empapado de sangre del perro vagabundo asoma entre los dientes de Gerald. El chucho también sonríe y la cabeza que aparece entre los incisivos del animal, como el principio de una criatura obscena que se dispone a nacer, es la del padre de Jessie. Sus ojos, siempre de un tono azul brillante, son ahora grises y pálidos por encima de la sonrisa. Jessie comprende que son los ojos de Olivia, y luego se percata también de otra cosa: el olor a mineral de las aguas del lago, tan suave y sin embargo tan terrible, está en todas partes.
«Amo con demasiada intensidad, dicen a veces mis amigos», canta el padre de Jessie dentro de la boca del perro que está dentro de la boca de Gerald. «Pero creo, creo que a una mujer hay que amarla así…».
Jessie estalla en alaridos, arroja el mazo y echa a correr. Al pasar junto a la monstruosa criatura con su cadena de cabezas anidadas en la boca, Gerald cierra una de las esposas en torno a la muñeca de la mujer.
«¡Te cogí!», grita Gerald triunfalmente. «¡Te cogí, mi bella y soberbia señora!».
Al principio, Jessie cree que el eclipse no debía de ser total, pese a todo, ya que el día ha empezado a oscurecerse aún más. Después se le ocurre que probablemente se está desmayando. Idea acompañada de una sensación de alivio y gratitud profundos.
«No seas tonta, Jess… una no puede desmayarse en un sueño».
Pero cree que puede estar haciendo precisamente eso y, en definitiva, tampoco importa mucho si es un desmayo o una caverna de sueño más profunda lo que le permite huir como el superviviente de un cataclismo. Lo que verdaderamente importa es que al final consiga escapar del sueño que la ha atacado de un modo mucho más poderoso que el acto de su padre aquel día en el porche. Por fin se está escapando y el agradecimiento parece una respuesta a las circunstancias agradablemente normal.
Casi ha logrado entrar en aquella reconfortante caverna de oscuridad cuando se inmiscuye un ruido: un ruido áspero y desagradable, como un fragoso acceso de tos. Intenta eludir ese ruido, pero comprueba que no le es posible. La ha agarrado como un gancho y como un gancho tira de ella hacia el vasto pero frágil cielo de plata que constituye la frontera entre el sueño y la consciencia.