El impulso de vomitar fue desvaneciéndose poco a poco, hasta desaparecer del todo. Jessie continuó tendida boca arriba, con los párpados cerrados, apretados con fuerza, y entonces empezó a sentir de verdad las dolorosas punzadas de los hombros. Se producían en lentas oleadas peristálticas y tuvo la descorazonadora idea de que no habían hecho más que empezar.
«Quiero irme a dormir», se dijo. Era de nuevo la voz infantil. Ahora sonaba perpleja y asustada. No le interesaba la lógica, ni tenía paciencia para entender lo de poder y no poder. «Siempre estaba casi dormida cuando llegaba el perro malo, y eso es lo que quiero ahora… irme a dormir».
Simpatizó sinceramente con esa idea. El problema estribaba en que ya no tenía sueño. Había visto a un perro arrancar un trozo de carne del cuerpo de su marido y eso le había quitado totalmente el sueño.
Lo que tenía era sed.
Jessie alzó los párpados y lo primero que vio fue a Gerald, tendido sobre su propio reflejo, como un atolón, en el súper pulimentado suelo del dormitorio. Aún tenía los ojos abiertos, aún miraba furiosamente al techo, pero las gafas le colgaban ahora torcidas, con una patilla introducida en la oreja, en vez de apoyarse en ella. Tenía ladeada la cabeza, en un ángulo tan agudo que el grueso moflete izquierdo casi le tocaba el hombro. Entre el hombro y el codo derechos no había nada, salvo una oscura sonrisa encarnada con mellados bordes blancos.
—¡Jesús mío! —murmuró Jessie.
Desvió rápidamente la vista hacia la ventana del oeste. Una claridad dorada —casi se ponía ya el sol— la deslumbró y volvió a cerrar los ojos para ver el flujo y reflujo de rojo y negro, mientras el corazón empujaba membranas de sangre a través de los apretados párpados. Al cabo de un momento de contemplar aquello, se dio cuenta de que las pavitas que iban y venían eran siempre las mismas, en una repetición continua. Era casi como estar observando protozoos a través de un microscopio, protozoos colocados sobre un portaobjetos teñido con una mancha roja. Aquellas formas que se repetían le parecieron interesantes y tranquilizadoras. Supuso que, dadas las circunstancias, una no tenía que ser un genio para comprender el gancho que encerraban aquellas simples formas repetidas. Cuando se desmoronan todas las pautas y rutinas normales de la vida de una persona —y de una manera tan repentina—, una tiene que encontrar algo a lo que aferrarse, algo que sea previsible y sensato. Si un bien dispuesto remolino de sangre en las delgadas cortinillas de piel corridas entre los globos del ojo y los rayos de sol de un día de octubre era todo lo que una encontraba, entonces una lo aceptaba y decía que muchas gracias. Porque si una no encontraba algo a qué agarrarse, algo que tuviese cierta lógica, los elementos extraños del nuevo orden del mundo estarían en condiciones de volverla loca a una.
Elementos como, por ejemplo, los sonidos que llegaban ahora del vestíbulo. Y que eran los ruidos de un asqueroso y famélico perro vagabundo que estaba comiéndose parte del hombre que la había llevado a una a ver su primera película de Bergman, el hombre que la había llevado a una a divertirse al parque de atracciones de la playa del Huerto Viejo, que la embaucó para que se decidiera a subir a bordo de aquel gran barco vikingo que se balanceaba en el aire como un péndulo y que lloró de risa cuando una dijo que quería volver a subir. El hombre que una vez le hizo el amor a una en la bañera, hasta que una se puso literalmente a chillar de placer. El hombre que ahora se deslizaba trozo a trozo por la garganta de aquel perro.
Elementos extraños como aquéllos.
—Extraña época, mamá —dijo—. Verdaderamente, extraña época.
Su voz se había convertido en un graznido doloroso y ceniciento. Supuso que le sentaría bien callarse y concederle un descanso, pero cuando el silencio se apoderó del dormitorio, Jessie pudo oír el pánico, que aún seguía allí, que aún se arrastraba en las suaves patas del perro, un animal que buscaba se produjera un fallo, que seguía allí, a la espera de que ella bajase la guardia. Además, aquel silencio no era auténtico silencio. El individuo de la motosierra ya la había guardado por aquella jornada, pero el somorgujo dejaba oír su grito de vez en cuando y el viento aumentaba su fuerza al acercarse la noche, por lo que la puerta batía el marco con más estruendo —y con más frecuencia— que antes.
Además, claro, del ruido que producía el perro al cenarse a Gerald. Mientras éste aguardaba en Amato’s el momento de recoger y pagar los bocadillos, Jessie había franqueado la puerta contigua, la del Mercado de Michaud. En el Michaud, el pescado siempre era estupendo: casi lo bastante fresco como para agitarse, como hubiera dicho su abuela. Había comprado unos magníficos filetes de lenguado, con la idea de freírlos, si decidían quedarse a pasar la noche. El lenguado estaba bien porque Gerald, al que si le dejaban comer por su cuenta viviría a base de una dieta exclusiva de carne asada y pollo frito (con alguna que otra ración de champiñones pasados por la sartén y muy hechos, incorporados con fines nutritivos), decía que le gustaba el lenguado. Jessie lo había comprado sin la más ligera premonición de que se comerían a Gerald antes de que Gerald pudiese comer el pescado.
—Ahí fuera es una selva, nene —dijo Jessie con su voz de graznido polvoriento, y comprendió que estaba haciendo algo más que pensar en voz alta, con la voz de Ruth Neary; la verdad es que hablaba como Ruth, que en sus días universitarios vivía a base exclusivamente de Dewar’s y Marlboro, cuando se alimentaba por su cuenta.
La fuerte voz de la discreción intervino entonces, como si Jessie hubiera frotado una lámpara mágica.
«¿Recuerdas la canción de Nick Lowe que oíste cuando volvías a casa, después de la clase de cerámica, un día del invierno pasado? Aquella que te hizo reír».
Se acordó. No quería recordarla, pero lo hizo. Era una melodía de Nick Lowe titulada Solía ganar siempre (ahora no es más que la cena de Chuchi), una cínica meditación acerca de la soledad, compuesta en un ritmo incongruentemente alegre. Terriblemente divertida el último invierno, sí, Ruth, tenía razón, pero no tan divertida ahora.
—Basta, Ruth —graznó—. Ya que viajas gratis dentro de mi cabeza, al menos ten la decencia de dejar de fastidiarme.
«¿Fastidiarte? Por Dios, cariño, no te estoy fastidiando; ¡trato de despertarte!».
«¡Estoy despierta! —dijo Jessie en tono quejumbroso. En el lago, el somorgujo volvió a chillar, como si respaldase a Jessie—. ¡En parte, gracias a ti!».
«No, no lo estás. Hace un montón de tiempo que no estás despierta, lo que se dice despierta de verdad. Cuando ocurre algo malo, ¿sabes lo que haces, Jess? Te dices a ti misma: “Oh, no hay por qué preocuparse, esto no es más que una pesadilla. Tengo sueños de éstos muy a menudo y, en cuanto me dé la vuelta en la cama, me encontraré estupendamente otra vez”. Y eso es todo lo que haces, pobre tonta. Ni más ni menos que eso».
Jessie abrió la boca para replicar —tales infundios no debían quedar sin respuesta, tuviera o no la boca seca, le doliera a no la garganta—, pero Burlingame había levantado ya las murallas antes de que la propia Jessie apenas hubiese podido hacer algo más que empezar a poner orden en sus pensamientos.
«¿Cómo es posible que ocurran cosas tan aterradoras? ¡Eres horrible! ¡Vete!».
La voz no disparatada de Ruth emitió de nuevo el cínico ladrido de su risotada y Jessie pensó en lo inquietante —lo espantosamente inquietante— que resultaba oír que una parte del cerebro propio se reía con la voz simulada de una vieja amistad de la que llevaba una barbaridad de tiempo sin tener noticias y de la cual Dios sabría dónde estaba.
«¿Que me vaya? Te gustaría, ¿verdad? Muñequita bonita, Guinda de Pastel, Hijita de Papá. En cuanto la verdad se te acerca demasiada, en cuanto empiezas a sospechar que tal vez el sueño sea algo más que un sueño, entonces sales huyendo».
«Eso es ridículo».
«¿Ah, sí? ¿Qué pasó con Nora Calligham, pues?».
Durante un momento, eso obligó a guardar silencio a la estupefacta voz de —y a la de Jessie, la que se dejaba oír y que en su cerebro identificaba como «la mía»—, pero en aquel silencio se fue formando una imagen extraña y familiar: un círculo de personas —principalmente mujeres— que se reían, rodeaban y señalaban con el dedo a una muchacha con la cabeza y las manos en un cepo. Era difícil distinguir a la chica, porque estaba muy oscuro —sin duda, aquella escena se desarrollaba a plena luz del día pero, por alguna razón, estaba oscuro—, sin embargo, aunque la claridad diurna lo iluminara todo, tampoco habría sido posible ver la cara de la joven. Le caía la cabellera como un velo de penitente, si bien resultaba muy difícil creer que la chica hubiese hecho algo verdaderamente terrible; saltaba a la vista que no tendría más de doce años o así. Fuera cual fuese el Motivo por el que la castigasen, no podría ser por perjudicar a su esposo. Aquella particular hija de Eva era demasiado joven para que le hubiese llegado la regla y mucho menos para tener marido.
«No, eso no es cierto», intervino repentinamente una voz que procedía de las más profundas regiones de su cerebro. La voz era al mismo tiempo musical y horripilantemente poderosa, como el grito de una ballena. «La regla le vino cuando sólo contaba diez años y medio. Quizás ése fue el problema. Acaso él olió sangre, lo mismo que el perro que ahora está en el recibidor. Tal vez eso le puso frenético».
«¡Cállate!», chilló Jessie. También ella se sintió repentinamente frenética. «¡Cállate, no hablemos de eso!».
«Y, a propósito de olores, ¿qué es ese otro?», preguntó Ruth. La voz se había tornado áspera y anhelante… la voz de un prospector que por fin ha tropezado con la veta cuya existencia llevaba años sospechando pero que nunca había logrado encontrar. «Ese mineral huele, como sal y calderilla sobada…».
«¡He dicho que no hablemos de eso!».
Yacía sobre la colcha, tensos los músculos bajo la piel fría, olvidados su cautiverio y la muerte de su marido —al menos de momento— ante aquella nueva amenaza. Adivinaba que Ruth, o la parte desgajada de ella que hablaba en nombre de Ruth, debatía la conveniencia de continuar o no con el tema. Cuando decidió no hacerlo (o al menos no hacerlo directamente), tanto Jessie como Burlingame dejaron escapar un suspiro de alivio.
«Está bien… hablemos entonces de Nora», propuso Ruth. «Nora, ¿tu terapeuta? Nora, ¿tu consejera? La que empezaste a visitar allá por la época en que dejaste la pintura porque te asustaban algunos de tus cuadros, ¿eh? Que, casualmente o no, fue también la época en que el interés sexual de Gerald por ti pareció evaporarse y tú comenzaste a olfatear los cuellos de su camisa a ver si descubrías algún perfume. Te acuerdas de Nora, ¿verdad?».
«¡Nora Calligham era una bruja entrometida!», gruñó la Santa Esposa.
—No —murmuró Jessie—. Sus intenciones eran buenas, de eso no me cabe la menor duda, lo que ocurría era que siempre deseaba dar un paso de más. Formular una pregunta más de la cuenta.
«Afirmaste que te caía muy bien. ¿No es eso lo que te he oído decir?».
—Quiero dejar de pensar —declaró Jessie. Su voz sonó vacilante e irresoluta—. Sobre todo quiero dejar de oír voces y de tener que contestarlas. Es de locos.
«Bueno, de todas formas vale más que las escuches», dijo Ruth, inflexible, «porque no puedes huir de esto como huiste de Nora… y como huiste de mí, ya que viene al caso».
«¡Nunca huí de ti, Ruth!».
Una negativa escandalizada y no muy convincente. Huir fue exactamente lo que hizo, claro. Se limitó a hacer las maletas y abandonar el vulgar pero alegre dormitorio doble que compartía con Ruth. No lo hizo porque Ruth hubiese empezado a hacer demasiadas preguntas sobre cosas que no debía preguntar: preguntas acerca de la infancia de Jessie, preguntas acerca del lago Dark Score, preguntas acerca de lo que podía haber ocurrido durante el verano inmediatamente después de que Jessie empezara a menstruar. No, sólo una mala amiga se hubiese cambiado de cuarto por semejantes motivos. Jessie no se había mudado porque Ruth empezara a formular preguntas; se cambió de habitación porque Ruth no hubiese dejado nunca de formularlas cuando Jessie se lo pidiera. Lo cual, en opinión de Jessie, convertía a Ruth en una mala amiga. Ruth había visto las líneas que Jessie trazó en la arena… y las pisoteó deliberadamente. Como hizo Nora Callighan, años después.
Además, en las circunstancias en que se encontraba ahora, la idea de huir era bastante absurda, ¿no? Al fin y al cabo, unas esposas la mantenían aherrojada a la cama.
«No insultes a mi inteligencia, muñequita linda», advirtió Ruth. «Tu cerebro no está esposado a la cama y las dos lo sabemos. Todavía puedes escabullirte, si lo deseas, pero mi consejo —un buen consejo— es que no lo hagas, porque represento la única oportunidad que tienes. Si continúas tendida ahí, aparentando que esto es una pesadilla consecuencia de haberte quedado dormida sobre el costado izquierdo, acabarás muriendo esposada. ¿Eso es lo que quieres? Ése es el premio por haberte pasado toda la vida esposada, desde…».
—¡No quiero pensar en ello! —gritó Jessie en el desierto cuarto.
Ruth permaneció silenciosa durante unos minutos, pero apenas había empezado Jessie a alimentar la esperanza de que se hubiera ido, Ruth estaba de vuelta… y volvía para emprenderla con ella, como un terrier la emprende con un trapo.
«Vamos, Jess… es probable que prefirieras estar loca a andar excavando en esa vieja tumba, pero lo cierto es que no es así, ¿sabes? Yo soy tú, la santa Esposa también es tú… todas somos tú, si vamos a eso. Tengo una idea bastante aproximada de lo que pasó aquel día en el lago Dark Score, cuando el resto de la familia se marchó, y lo que realmente despierta mi curiosidad no tiene nada que ver con los acontecimientos en sí. Por lo que de veras siento curiosidad es por lo siguiente: ¿no hay una parte de ti —de la que no sé nada— que desearía compartir con Gerald una parte del espacio que tu marido ocupará mañana en los intestinos del perro? Te lo pregunto sólo porque a mí eso no me parece lealtad; me parece locura».
Las lágrimas volvían a descender por sus mejillas, pero Jessie no sabía si estaba llorando a causa de la posibilidad —articulada por fin— de que realmente podía morir o debido a que, por primera vez en cuatro años, había llegado a pensar en la otra casa de verano, la del lago Dark Score, y en lo que había ocurrido allí aquel día, cuando el sol se ocultó.
Una vez estuvo en un tris de confesar aquel secreto en una reunión femenina de grupo de toma de conciencia… eso fue a principios de los setenta y, naturalmente, la idea de asistir a aquella reunión había sido de su compañera de cuarto, aunque Jessie acudió voluntariamente, al menos de entrada: le pareció bastante inofensiva, una función más de aquel asombroso carnaval de ropas con estampados increíbles que era la facultad por aquel entonces. Para Jessie, aquellos dos primeros años de colegio mayor —sobre todo en compañía de alguien como Ruth Neary, que la llevaba a todos los partidos, salidas y excursiones— fueron fantásticos en su mayor parte, una temporada en la que la audacia parecía normal y el éxito inevitable. Aquélla era una época en la que ningún dormitorio estaba completo sin su correspondiente cartel de Peter Max y, si una se cansaba de los Beatles —no es que ninguna se cansara— siempre se le podía dar un poco a MC5. Todo resultaba un poco demasiado formidable para que fuese real, como cosas vistas a través de una fiebre que no es lo bastante alta como para poner en peligro la vida. A decir verdad, aquellos dos primeros años habían sido un bombazo.
El bombazo terminó con aquella primera reunión de grupo de toma de conciencia. Jessie descubrió allí un mundo cadavéricamente gris que parecía prever el futuro de adulta que la esperaba en los años ochenta y, al mismo tiempo, cuchichear los deprimentes secretos infantiles que había enterrado vivos en los sesenta… pero que no se estaban quietos en la tumba. Había veinte mujeres en el salón de la casita de campo de la capilla interconfesional de Neuworth, unas posadas en el viejo sofá, otras escudriñando desde las sombras que proyectaban las cabeceras de las enormes y apelmazadas sillas rectorales y la mayoría sentadas en el suelo, con las piernas cruzadas, formando un círculo irregular: veinte mujeres de edades comprendidas entre los dieciocho y los cuarenta y tantos años. Tenían las manos unidas y compartieron un momento de silencio al principio de la sesión. Cuando concluyó ese preámbulo mudo, Jessie se vio asaltada por una serie de espantosas historias de violación, de incesto, de tortura física. Aunque viviese cien años, jamás olvidaría a aquella preciosa y tranquila muchacha rubia que se quitó el chándal para enseñar las viejas señales que la lumbre de los cigarrillos dejó en la carne de la parte inferior de los senos.
Entonces fue cuando acabó la verbena para Jessie Mahout. ¿Acabó? No, eso no era cierto. Sólo fue como si se le hubiera permitido lanzar una rápida ojeada a lo que había detrás del carnaval; se le concedió ver los plomizos y vacíos campos de otoño que constituían la auténtica verdad: nada, salvo paquetes vacíos de cigarrillos, condones usados y unos cuantos premios baratos de la feria, rotos y caídos entre la hierba, a la espera de que el viento se los llevase o la nieve los cubriera. Observó aquel silencioso mundo estéril que aguardaba más allá de la exigua capa de lona remendada que era lo único que lo separaba de la brillante jarana del ecuador del camino, la charlatanería de los buhoneros y el rutilante encanto de los paseos, lo cual la horrorizó. Resultaba horrible pensar que sólo tenía aquello frente a sí, aquello y nada más que aquello; resultaba insoportable pensar en lo que quedaba a su espalda, imperfectamente oculto tras el relumbrón de la remendada lona de sus recuerdos de doctorado.
Tras enseñarles los bajos de sus pechos, la joven belleza rubia volvió a ponerse el chándal y explicó que no podía contar a sus padres lo que le habían hecho los amigos de su hermano, durante el fin de semana en que dichos padres fueron a Montreal, porque eso podía significar que saliera a relucir lo que su hermano le había estado haciendo durante todo el pasado año, y sus padres nunca lo creerían.
La voz de la rubita era tan tranquila como su rostro, el tono perfectamente racional. Cuando la muchacha terminó su relato, hubo un instante de atónito silencio… en el curso del cual Jessie sintió desgarrarse algo dentro de sí y oyó cien horrorosas voces interiores que chillaban con una mezcla de esperanza y espanto… Y entonces habló Ruth:
«¿Por qué no iban a creerte?», preguntó. «¡Jesús, Liv… te quemaron con cigarrillos encendidos! ¿Por qué no iban a creerte? ¿Es que no te querían?»
«Sí», pensó Jessie. «Sí, la querían, pero…»
—Sí —confirmó la joven rubia—. Me querían. Aún me quieren. Pero idolatraban a mi hermano Barry.
Sentada junto a Ruth, con el canto de una mano no del todo firme apoyado en la frente, Jessie recordó que había susurrado:
—Además, eso la hubiera matado.
Vuelta hacia ella, Ruth empezó:
—¿Qué…?
Y la rubia, sin llorar todavía, con su extraña calma anterior, dijo:
—Además, enterarse de algo como aquello hubiera matado a mi madre.
Y Jessie se dio cuenta entonces de que, si no salía inmediatamente de allí, iba a estallar. De modo que se puso en pie, con tan colérica brusquedad que a punto estuvo de tirar el voluminoso y antiestético objeto que coronaba la silla. Cruzó el salón a toda velocidad, consciente de que todas la miraban, pero sin que eso la importara un bledo. Carecía de importancia lo que pensaran. Lo que sí importaba era que el sol había desaparecido, el mismísimo sol, y, si ella hablase, se negarían a creer su historia sólo si Dios fuese bueno. Si Dios estuviese en mala disposición, a Jessie le creerían… e incluso aunque el asunto no matara a su madre, destrozaría a la familia como un cartucho de dinamita que explotara dentro de una calabaza podrida.
Así que salió corriendo de la habitación, atravesó la cocina y hubiera franqueado la puerta trasera, de no ser porque estaba cerrada con llave. Ruth fue tras ella y le pidió que se detuviera. Jessie se detuvo. Pero sólo porque aquella maldita puerta cerrada con llave la obligó. Recordaba que apoyó el rostro en el cristal tintado y consideró —sí, durante unos segundos— la idea de sacudir un cabezazo a la hoja de vidrio y cortarse el cuello, hacer algo que borrase aquella horrible visión de futuro y de pasado grisáceos, pero, al final, lo único que hizo fue dar media vuelta, deslizarse hasta el suelo, cogerse la piernas desnudas por debajo del borde de la falda que se había puesto, apoyar la frente contra las alzadas rodillas y cerrar los ojos. Ruth se sentó a su lado, le pasó un brazo por los hombros, la balanceó de atrás adelante, le tarareó algo, la acarició el pelo y la animó a contarlo todo, a desembarazarse de ello, a vomitarlo, a soltarlo.
Ahora, acostada allí, en la casa de la orilla del lago Kashwakamak, Jessie se preguntó qué habría sido de aquella joven rubia, incapaz de llorar y extrañamente tranquila, que les había hablado de su hermano Barry y de los amigos de su hermano Barry, muchachos que, evidentemente, consideraban que una mujer era un sistema de vida para un coño y que marcarla a fuego era un castigo perfectamente justo para una mujercita que creía que estaba más o menos bien follar con su hermano, pero no con los buenazos de los amigotes de su hermano. Profundizando más, Jessie se preguntó qué le había dicho a Ruth mientras permanecían sentadas, con las espaldas contra la puerta cerrada de la cocina y abrazadas recíprocamente. Lo único que conseguía recordar con certeza era algo así como: «Él nunca me quemó, nunca me quemó, nunca me hizo el menor daño». Pero sin duda debió de decir algo más, porque las preguntas que Ruth se negó a dejar de formular señalaban todas claramente hacia una dirección: la del lago Dark Score y el día en que el sol se puso.
Jessie acabó por dejar a Ruth, antes que contarle… lo mismo por lo que había dejado a Nora antes que confesarle… Se largó a toda la velocidad que pudieron desarrollar sus piernas: Jessie Mahout Burlingame, también conocida como la última maravilla de una era incierta, superviviente del día en que se ocultó el sol, esposada ahora a la cama y sin posibilidad alguna de huir.
—¡Socorro! —pidió en el vacío dormitorio.
Ahora que había recordado a aquella chica rubia de rostro y voz tan insólitamente tranquilos, con el punteado de las viejas cicatrices circulares en los otrora estupendos pechos, Jessie no podía quitársela de la cabeza, ni a la joven ni el convencimiento de que lo de la chica no era tranquilidad, en absoluto, sino una desconexión fundamental de las barbaridades que le habían ocurrido. De una manera o de otra, la cara de la muchacha rubia se había convertido en su propia cara, y cuando Jessie habló, lo hizo con la voz temblorosa y humilde de una persona atea a la que han privado de todo, excepto de una oración final con escasas esperanzas de verse atendida.
—¡Socorro, por favor!
No le respondió Dios, sino la parte de la propia Jessie que al parecer sólo podía hablar simulando ser Ruth Neary. La voz sonaba ahora bastante amable… pero no muy esperanzada.
«Lo intentaré, pero tienes que ayudarme. Ya sé que quieres hacer cosas que te causarán dolor, pero puede que también tengas que concebir pensamientos dolorosos. ¿Estás preparada para ello?».
—Esto no es cuestión de pensar —manifestó Jessie en tono estremecido, y se dijo: «Así que parece que estoy hablando como Burlingame»—. Es cuestión de… bueno… de escapar.
«Puede que tengas que amordazarla», aventuró Ruth. «Ella es una parte válida de ti, Jessie —de nosotras— y en realidad no es mala persona, pero la han dejado dirigir el espectáculo demasiado tiempo y, en una situación como ésta, su modo de entendérselas con el mundo no es muy adecuada que digamos. ¿Quieres debatir ese punto?».
Jessie no quería debatir ni aquel ni ningún otro punto. Demasiado cansada para eso. La declinante luz que entraba por la ventana occidental era cada vez más sólidamente cálida y roja a medida que llegaba el ocaso. El viento soplaba y remitía ramalazos de hojas secas para que repiquetearan sobre el porche de la parte que daba al lago, vacío ya; los muebles estaban amontonados en el salón. Los pinos susurraban; la puerta trasera seguía golpeando el marco; el perro hizo una pausa, y luego reanudó su repulsivo chasquear, desgarrar y masticar.
—¡Tengo tanta sed! —se quejó Jessie tristemente.
«Está bien, por ahí tenemos que empezar, pues».
Volvió la cabeza hacia el otro lado hasta que sintió el último calor del sol en la parte izquierda del cuello y el pelo húmedo se le pegó en la mejilla. Entonces abrió los ojos de nuevo. Se encontró con la vista clavada en el vaso de agua de Gerald y, automáticamente, un grito reseco e imperioso nació en su garganta.
«Hay que empezar esta fase de las operaciones olvidándose por completo del perro», dijo Ruth. «Ese chucho está haciendo exactamente lo que tiene que hacer, y tú debes obrar de la misma manera».
—No sé si puedo olvidarme del perro —articuló Jessie.
«Creo que sí puedes, cariño… de verdad que lo creo. Si pudiste empuñar la escoba y meter bajo la alfombra lo sucedido el día en que el sol se ocultó, supongo que también puedes barrer bajo la alfombra todo lo que se tercie».
Durante un momento, casi lo tuvo todo allí, y comprendió que podía conseguirlo si se lo proponía de verdad. El secreto de aquel día nunca estuvo hundido por completo en el fondo de su subconsciente, y tales secretos se encontraban en los culebrones de la televisión y en los melodramas cinematográficos; en todo caso, estuvo enterrado en una superficial tumba de gravilla. Bajo una capa de amnesia selectiva, de amnesia completamente voluntaria. Creía que, si deseaba recordar lo ocurrido aquel día en que el sol se ocultó, lo más probable es que pudiera hacerlo.
Como si esa idea fuese una invitación, el ojo de su mente vio de pronto una imagen que aparecía con demoledora claridad: un cristal sostenido por unas tenacillas de barbacoa. Una mano cubierta por unas manoplas de horno lo movía en un sentido y en otro, entre el humo de una pequeña fogata.
Jessie se puso rígida en la cama y deseó que la imagen desapareciera.
«Dejemos clara una cosa», pensó. Supuso que hablaba en representación de Ruth, pero no estaba segura a carta cabal; lo cierto es que ya no estaba realmente segura de nada. «No quiero recordar. ¿Entendido? Los acontecimientos de aquel día no tienen nada que ver con los sucesos de hoy. Se parecen como un huevo a una castaña. Es bastante fácil comprender la relación: dos lagos, dos casas de veraneo, dos casos de
(el silencio de los secretos hace daño)
inconfesables juegos sexuales, pero recordar lo sucedido en 1963 no puede hacer nada por mí, salvo aumentar la desgracia de mi situación. Así que vamos a dejar ese asunto a un lado, ¿de acuerdo? Olvidemos el lago Dark Score».
—¿Qué dices, Ruth? —preguntó en voz baja, y dirigió la vista hacia la mariposa estampada en batik del otro lado de la estancia. Durante unos segundos hubo allí otra imagen: una niña, una dulce pequeñuela que olfateaba el perfume suave de una loción para después del afeitado y miraba el cielo a través de un trozo de cristal oscuro. Misericordiosamente, la imagen desapareció en seguida.
Contempló la mariposa durante unos segundos más, ya que deseaba asegurarse de que los viejos recuerdos se habían ido definitivamente, y luego volvió a mirar el vaso de agua de Gerald. Era increíble, pero en la superficie del líquido quedaban unos cuantos pedacitos de hielo, aunque el dormitorio en penumbra seguía conservando el calor de la tarde y lo conservaría durante cierto tiempo más.
Jessie dejó que su mirada descendiera a lo largo del vaso, que sus ojos acariciasen las frescas burbujas de condensación adheridas al cristal. No llegaba a ver el posavasos —el estante se lo impedía—, pero tampoco necesitaba verlo para imaginarse en la oscuridad el círculo húmedo que se estaría formando, cada vez más amplio a medida que las gotas de condensación continuaran resbalando por la pared del vaso y llegasen al pie del mismo.
Jessie sacó la lengua y se la pasó por el labio superior, no lo humedeció gran cosa.
«¡Quiero beber!», chilló la voz asustada y perentoria de la niña, de alguien dulce como una chiquilla mimada. «¡Quiero agua y la quiero ahora… YA!».
Pero no podía alcanzar el vaso. Era el típico caso de tan cerca y, sin embargo, tan lejos.
Ruth: «No te des por vencida tan fácilmente… si pudiste sacudir con el cenicero a ese maldito perro, encanto, quizá puedas también conseguir el vaso. Quizá lo logres».
Jessie levantó de nuevo la mano derecha, estirándose todo lo que le permitieron los ramalazos de dolor del hombro, pero aún le faltaban por lo menos seis centímetros. Tragó saliva y dio un respingo ante el roce de papel de lija que pareció frotarle la garganta.
—¿Ves? —preguntó—. ¿Ya estás contenta?
Ruth no contestó, pero sí que lo hizo. Habló suave, casi como excusándose, dentro de la cabeza de Jessie.
«Dije conseguirlo, no alcanzarlo. Puede… puede que no sea lo mismo».
La Bendita se echó a reír en plan de embarazoso «¿quién soy yo para meter aquí la cuchara?» y Jessie dedicó unos segundos a pensar en lo extraordinariamente extraño que resultaba sentirse la parte de una misma que se reía así, como si de veras fuese una entidad disociada por completo.
«Si tuviese unas cuantas voces más», pensó Jessie, «podríamos celebrar aquí un maldito campeonato de bridge».
Miró el vaso un poco más y luego se dejó caer sobre la almohada para examinar la parte inferior del estante. Observó que no estaba fijo en la pared, sino que descansaba sobre cuatro soportes de acero en forma de L mayúscula invertida. Y el estante tampoco estaba sujeto a los soportes… de eso tuvo la certeza absoluta. Se acordaba de que una vez, mientras hablaba por teléfono, Gerald apoyó inconscientemente la mano en un extremo del estante. Éste se levantó por el lado contrario como la punta de un columpio y, de no haber quitado Gerald la mano de inmediato, hubiera hecho saltar el estante como un disco del juego de la pulga.
La idea del teléfono la distrajo unos segundos, pero sólo unos segundos. El aparato estaba encima de la mesita baja situada delante de la ventana oriental, la de la vista panorámica sobre la avenida y el Mercedes, pero lo mismo podía encontrarse en otro planeta, en lo que se refería a mejorar las situación de Jessie. Los ojos de la mujer volvieron a la parte inferior del estante, para estudiar de nuevo la tabla de madera, en primer lugar, y después los soportes de acero en forma de L.
Cuando Gerald se apoyó en su extremo, el de Jessie se inclinó. Si ella ejerciera suficiente presión sobre la punta de su lado, el vaso de agua…
—Puede que se deslice —musitó su voz en tono ronco—. Puede que se deslice hasta mi extremo.
Desde luego, también podía deslizarse más de la cuenta, dejar atrás el borde de la madera y estrellarse contra el suelo; y también podía tropezar con algún obstáculo que ella no veía y volcarse antes de que tuviese tiempo de hacerse con él. Pero merecía la pena intentarlo, ¿verdad?
«Claro, supongo que sí», pensó. «Quiero decir que precisamente proyectaba volar a Nueva York en mi reactor Lear, cenar en el Four Seasons y bailar toda la noche… pero como Gerald está muerto, sería un poco incorrecto, de mal gusto. Y con todos los libros buenos fuera de mi alcance —y los malos también, ya que viene al caso—, supongo que puedo intentar buscarme un premio de consolación».
Está bien; ¿y, en teoría, cómo iba a intentarlo?
—Con todo el cuidado del mundo —dijo Jessie—. Así voy a intentarlo.
Se valió de las esposas para incorporarse otra vez y examinó el vaso un poco más. No estar en condiciones de ver la superficie del estante le pareció un serio inconveniente. Tenía una idea bastante concreta de lo que ocupaba su lado del estante, pero estaba mucho menos segura de lo que había en el extremo perteneciente a Gerald y en la tierra de nadie del centro. No era sorprendente, claro; ¿quién, a no ser que tuviese una memoria fotográfica, podía hacer un inventario completo y recitar de carrerilla los objetos del estante de su dormitorio? ¿A quién se le hubiera ocurrido pensar que tales cosas tuvieran importancia?
«Bueno, pues ahora sí la tienen. Vivo en un mundo en el que han cambiado todas las perspectivas».
Sí, verdaderamente. En este mundo, un perro perdido podía ser más aterrador que Freddy Krueger, el teléfono estaba en la zona muerta y la búsqueda de un oasis en el desierto, objetivo de un millar de quejicosos miembros de en cien románticas novelas del desierto, era un vaso de agua con unas cuantas migas de hielo flotando en su superficie. En aquel nuevo orden mundial, el estante de la alcoba se había convertido en una vía de comunicación tan importante como el canal de Panamá, y la edición de bolsillo de una novela criminal o del oeste situada en un punto negro podía convertirse en mortal barricada.
«¿No crees que exageras un poco?», se preguntó, intranquila, pero la verdad es que no exageraba. En el mejor de los casos, sería una operación con muchas probabilidades de fracaso, pues de interponerse la fruslería más tonta, adiós, muy buenas. Un delgado relato de Hércules Poirot —o cualquiera de esas novelas de Star Trek que Gerald leía y después tiraba como si fueran servilletas usadas— no asomaría por el borde del estante, pero sería suficiente para detener o volcar el vaso de agua. No, no exageraba. Realmente habían cambiado las perspectivas de aquel mundo, y lo suficiente como para que acudiera a su memoria aquella película de ciencia ficción cuyo protagonista, el hombre menguante, se encogía cada vez más hasta el punto de que vivía en una casa de muñecas y se asustaba del gato de la familia. Se apresuraría a imponerse las nuevas reglas… a aprendérselas y a vivir de acuerdo con ellas.
«No te acobardes, Jessie», susurró la voz de Ruth.
—Tranquila —dijo Jessie—. Voy a intentarlo… de veras. Pero a veces es bueno saber contra qué vas a luchar. A veces creo que eso marca la diferencia.
Llevó la muñeca derecha todo lo que pudo hacia afuera y después levantó el brazo. En aquella postura parecía la figura de una de esas mujeres del antiguo Egipto dibujadas en los jeroglíficos. Empezó a, otra vez, palpar con los dedos la superficie del estante, en busca de cualquier posible obstrucción que hubiese a lo largo del recorrido que esperaba efectuase el vaso hasta el término de su trayecto.
Tocó un trozo de papel bastante grueso y lo palpó con la yema de los dedos, al tiempo que trataba de determinar qué podría ser. Su primera idea fue que se trataba de una hoja del cuaderno de notas generalmente oculto entre el desorden de la mesita del teléfono, pero no era lo bastante delgada para eso. Sus ojos fueron hacia la revista —Time o Newsweek, que Gerald había llevado consigo— que se encontraba boca abajo junto al teléfono. Jessie recordaba que Gerald había hojeado apresuradamente una de aquellas revistas mientras se quitaba los calcetines y se desabrochaba la camisa. El trozo de papel de encima del estante sería probablemente alguna de esas tarjetas de suscripción de las que rebosan los semanarios de los puestos de prensa. Gerald solía dejar a un lado tales tarjetas para usarlas luego como puntos de lectura. Podía ser cualquier otra cosa, pero Jessie llegó a la conclusión de que, en cualquier caso, tampoco iba a estropear sus planes. No era lo bastante sólida y gruesa como para volcar el vaso. Comprobó que allí no había nada más, al menos al alcance de sus estirados y coleantes dedos.
—Vale —determinó Jessie. El corazón había empezado a latirle con fuerza. En su cerebro, algún sádico locutor pirata había empezado a transmitir las imágenes del vaso cayendo por el borde del estante y Jessie se apresuró a bloquear la secuencia—. Calma; con tranquilidad salen mejor las cosas. El sosiego y la serenidad ganan la carrera. Espero.
Sin retirar la diestra del sitio en que estaba, aunque separarla tanto del cuerpo en esa dirección le costaba un mundo y le producía un dolor de mil demonios, Jessie levantó la mano izquierda («La lanzadora de ceniceros», pensó con un destello de torvo humor) y agarró el estante un poco más allá del soporte de su lado de la cama.
«Allá vamos», pensó, a la vez que procedía a tirar hacia abajo con la mano izquierda. No sucedió nada.
«Probablemente esté tirando demasiado cerca de ese soporte y no hay suficiente espacio para hacer palanca. La dificultad estriba en esta condenada cadena de las esposas. No es lo bastante larga para permitirme estirar la mano todo lo que hace falta».
Seguramente era cierto, pero comprenderlo no cambiaba el hecho de que, en el sitio del estante donde tenía la mano izquierda, no conseguiría nada. Tendría que extender los dedos un poco más, como si fueran patas de araña —es decir, si pudiera hacerlo— y confiar en que resultara suficiente. Era física de tebeo, sencilla y fatalmente. Lo irónico del asunto consistía en que le era posible extender los dedos por debajo del estante y empujar hacia arriba en el momento en que quisiera. Sin embargo, eso originaba un pequeño problema: el vaso se deslizaría en el sentido erróneo, llegaría al extremo del lado de Gerald, caería por el borde y se estrellaría contra el suelo. Al reflexionar detenidamente en ello, una se daba cuenta de que la situación tenía realmente su lado gracioso: venía a ser como una emisión, llegada del infierno, del programa Los vídeos caseros más divertidos de Norteamérica.
Repentinamente, el viento dejó de soplar y los ruidos del vestíbulo se hicieron más audibles.
«¿Lo estás pasando en grande, cabronazo de mierda?», chilló Jessie. El dolor le desgarró la garganta, pero no se interrumpió, no pudo interrumpirse. «¡Así lo espero, porque en cuanto consiga librarme de estas esposas te voy a volar la cabeza!».
«Fanfarronadas», pensó. «Faroles que se tira una mujer que ni siquiera recuerda si la vieja escopeta de Gerald —aquella que perteneció a su padre— está aquí o en el desván de la casa de Portland».
A pesar de todo, en el lúgubre mundo existente al otro lado de la puerta del dormitorio se produjo un momento de gratificante silencio. Era casi como si el perro concediese a aquella retahíla de palabras su consideración más seria y reflexiva.
Luego se reanudaron los chasquidos y masticaciones.
La muñeca derecha de Jessie lanzó una advertencia vibrante, amenazó con sufrir un calambre y avisó a Jessie de que lo mejor que podía hacer era seguir con lo que llevaba entre manos… si es que verdaderamente llevaba algo entre manos, claro.
Se inclinó hacia la izquierda y alargó la diestra todo lo que la cadena le permitía. Después empezó a presionar de nuevo. Al principio, no consiguió nada. Tiró con más fuerza, entornados, casi cerrados del todo los párpados, vueltas hacia abajo las comisuras de la boca. Era la expresión facial de una niña que aguarda la dosis de una medicina que sabía a rayos. Y, en el preciso instante en que llegaba a la máxima tensión que los músculos de su brazo doliente le permitían, notó un movimiento del estante poco menos que imperceptible, una alteración en la uniforme fuerza de gravedad, tan minúsculo que, más que notarlo, lo intuyó.
«Ilusión, Jess… eso es todo. Notas lo que anhelas notar, ni más ni menos».
No. Quizás era la energía impulsora de los sentidos, que el propio terror había lanzado hacia la estratosfera, pero no se trataba de ninguna ilusión.
Dejó de tirar del estante y permaneció inmóvil un momento, tendida en la cama, mientras aspiraba largas bocanadas de aire y dejaba que los músculos se recuperasen. No quería que en el momento crítico apareciesen calambres o espasmos; ya tenía bastantes problemas sin ellos, gracias. Cuando creyó que estaba a punto de nuevo, cerró el puño izquierdo alrededor de la columna de la cama y lo deslizó arriba y abajo hasta que tuvo la palma de la mano completamente seca y la caoba crujió. A continuación alargó el brazo y agarró de nuevo el borde del estante. Había llegado el momento.
«Pero tengo que hacerlo con mucho cuidado. El estante se movió, de eso no cabe la menor duda, y se moverá todavía más, pero necesitaré todas mis fuerzas para que el vaso se deslice… si logro que lo haga, claro. Y cuando una persona está casi al límite de sus energías, controlar las cosas resulta un poco peliagudo».
Eso era cierto, pero no era lo peor. Lo peor era esto: ella no se encontraba en situación de alcanzar el borde del extremo del estante. No tenía absolutamente ninguna posibilidad.
Jessie recordó que iba a columpiarse con su hermana Maddy al patio de recreo de detrás de la escuela primaria Falmouth —aquel verano habían vuelto pronto de la casa del lago y tenía la impresión de que se pasó todo el mes de agosto subiendo y bajando en aquellos columpios de pintura desconchada, en compañía de Maddy— y que disfrutaron a sus anchas balanceándose a gusto siempre que les apetecía. Maddy, que pesaba un poco más, tenía que sentarse a cierta distancia del extremo, hacia el centro del columpio. Largas tardes calurosas de ejercicio, entonando canciones mientras subían y bajaban, las dotaron de una destreza extraordinaria, que las permitía encontrar casi con precisión científica el punto exacto de equilibrio de cada uno de aquellos columpios; aquella media docena de travesaños pintados de verde, colocados en fila y con la superficie abrasando les parecían poco menos que artilugios vivos. Jessie no experimentaba ahora en los dedos ni el menor asomo de aquella vitalidad. Lo único que iba a hacer era intentarlo como Dios le diera a entender y confiar en que bastara con eso.
«Y por mucho que recomienda lo contrario, no dejes que tu mano izquierda olvide lo que se supone que está haciendo la derecha. Tu mano izquierda puede ser la certera lanzadora de ceniceros, pero la derecha tiene que ser la que coja mejor los vasos, Jessie. Sólo hay unos pocos centímetros de estante en los que se te ofrece la oportunidad de cogerlo. Si rebasa esa zona, incluso aunque no se vuelque… estará tan fuera de tu alcance como lo está ahora».
Jessie no creía que le fuera posible olvidar lo que estaba haciendo su mano derecha: le dolía demasiado. Aunque el que pudiese o no pudiese conseguir lo que pretendía era harina de otro costal. Fue aumentando la presión sobre el lado izquierdo del estante todo lo uniforme y gradualmente que pudo. Una gota de sudor le entró por el extremo del ojo y parpadeó para eliminarla. La puerta de atrás había empezado otra vez a batir contra el marco, pero, en lo que afectaba a Jessie, aquella puerta había ido a reunirse con el teléfono en otro universo. En aquél sólo estaban el vaso de agua, el estante y Jessie. Parte de Jessie temía que el estante saliese disparado bruscamente hacia arriba, como un muñeco de caja sorpresa, e intentó endurecer el ánimo frente a la posible desilusión.
«Preocúpate de ello si llega a ocurrir, cariño. Mientras tanto, no pierdas la concentración. Creo que está pasando algo».
Algo estaba pasando. Volvió a captar el imperceptible movimiento… La sensación de que el estante se había desprendido de su anclaje en algún punto del lado de Gerald. Esta vez, Jessie aumentó la presión, en lugar de disminuirla, y los músculos del brazo resaltaron al formar pequeños arcos duros que vibraban, tensos. Emitió una serie de leves refunfuños explosivos. Aquella sensación de que el estante se soltaba de su anclaje fue haciéndose cada vez más fuerte.
Y, de pronto, la lisa superficie circular del agua que contenía el vaso de Gerald constituyó un plano inclinado y Jessie oyó el leve entrechocar de los últimos trocitos de hielo, cuando el extremo derecho de la tabla ascendió un poco. El vaso no se movió, sin embargo, y en la mente de Jessie brotó una idea espantosa: ¿y si el agua que resbalaba por las paredes exteriores del recipiente se había filtrado y atravesado la cartulina del posavasos? ¿Y si había formado allí una especie de sello que dejaba el culo del vaso pegado al estante?
—Eso no puede ocurrir. —Las palabras salieron en un susurro brusco y rápido, como la oración que un niño reza rutinariamente. Tiró hacia abajo con más fuerza del lado izquierdo del estante, recurriendo a todas sus energías. Todos los caballos trabajaban ya, enganchados al carro, la cuadra estaba vacía—. Por favor, no permitas que ocurra. Por favor.
Continuó elevándose el extremo del estante correspondiente a Gerald, la punta oscilaba. Una polvera de colorete Max Factor cayó por el borde del extremo de Jessie y fue a parar al suelo, cerca del punto donde estuvo la cabeza de Gerald antes de que se presentara el perro y lo apartase de la cama. Y ahora se le ocurría una nueva posibilidad, ciertamente, más que una probabilidad. Si acentuaba mucho más el ángulo del estante, éste se deslizaría sobre la horizontal de los soportes en forma de L, con vaso y todo, como si resbalase por el tobogán de una colina nevada. Considerar el estante una especie de columpio podía ponerla en apuros. No era ningún columpio; no estaba unido en el centro a un pivote que lo sujetara.
«¡Deslízate, cabrón!», gritó al vaso, en voz alta y jadeante. Se había olvidado de Gerald; se había olvidado de que tenía sed; se había olvidado de todo, excepto del vaso, inclinado ahora en un ángulo tan agudo que el agua casi rebosaba por el borde y Jessie no llegaba a comprender por qué no se volcaba. Pero no se volcó; simplemente continuó sin caerse, inmóvil como si estuviese pegado a la superficie del estante. «¡Deslízate!».
Lo hizo, de pronto. Su movimiento resultó tan opuesto a los negros temores de Jessie que la mujer casi fue incapaz de entender lo que pasaba. Posteriormente se le ocurriría que la aventura del vaso deslizante sugería cosas nada encomiables para su propia actitud mental: de una manera o de otra, lo cierto es que el éxito la dejó desconcertada y boquiabierta.
El corto y suave desplazamiento del vaso hacia su mano derecha dejó a Jessie tan sorprendida que a punto estuvo de dar un tirón la izquierda, lo que casi con toda certeza habría desequilibrado el estante, que tan precariamente se inclinaba, enviándolo a estrellarse contra el suelo. En seguida, los dedos de Jessie estuvieron ya tocando el vaso y la mujer volvió a gritar. En esa ocasión, sin palabras, el chillido de júbilo de una mujer que acaba de ganar un premio importante de la lotería.
El estante osciló, empezó a resbalar y luego hizo una pausa, como si estuviese dotado de un cerebro rudimentario y meditase acerca de si quería o no hacer aquello.
«No dispones de mucho tiempo, cielo», advirtió Ruth. «Cógelo antes de que deje de estar a tu alcance».
Jessie trató de hacerlo, pero las yemas de los dedos resbalaron por la escurridizamente húmeda superficie del vaso. No llegaba. No había nada que agarrar, al parecer, y Jessie tampoco disponía de superficie digital para coger aquel vaso tres veces maldito. El agua le salpicó la mano y Jessie comprendió que, aunque el estante se mantuviera en los soportes, el vaso no tardaría en volcarse.
«Imaginación, cariño… sólo se trata de la vieja idea de que una niña tonta y mimada como tú nunca puede hacer nada a derechas».
No estaba muy lejos de la marca —desde luego, estaba demasiado cerca para que Jessie se sintiera a gusto—, pero tampoco estaba encima de la marca, esta vez no. El vaso parecía dispuesto a caer por el borde del estante, realmente así, y Jessie no tenía la más remota idea acerca de cómo impedirlo. ¿Por qué tenía aquellos dedos tan cortos, tan rechonchos y tan feos? ¿Por qué? Si pudiera extenderlos un poco más y cerrarlos alrededor del vaso…
Acudió a su mente la imagen de un antiguo anuncio de la televisión: una mujer sonriente, con un peinado de los años cincuenta y un par de guantes de goma azules en las manos. «¡Tan flexibles que puedes coger una moneda de diez centavos!», gritaba la mujer con la sonrisa puesta. «¡Mal asunto que no tengas un par de esos guantes, muñequita boba, Santa Esposa o lo que seas! ¡Tal vez podrías agarrar bien ese dichoso vaso antes de que el maldito estante coja el ascensor expreso!».
Jessie se dio cuenta repentinamente de que la gritona y sonriente señora de los guantes de goma Playtex era su madre, y se le escapó un sollozo seco. Era como un terrible presagio que no sólo sugería muerte, sino que la garantizaba.
«¡No te des por vencida!», gritó Ruth. «¡Todavía no! Estás a punto de lograrlo. ¡Te lo juro!».
Jessie aplicó a la parte izquierda del estante la última y microscópica pizca de energía que le quedaba, al tiempo que rezaba incoherentemente pidiendo que no se deslizara… aún no. «Oh, por favor, Dios, o Quienquiera que seas, por favor, que no resbale, que no caiga al suelo, ahora no, todavía no».
El estante se deslizó… pero sólo un poquito. Luego volvió a quedar inmóvil, acaso retenido momentáneamente por alguna protuberancia o astilla u obstaculizado por algún alabeo de la madera. El vaso resbaló un poco más al interior de la mano de Jessie y ahora —de locura, de auténtica locura— parecía hablar, aquel condenado vaso. Parecía uno de esos gigantescos y protestones taxistas de gran ciudad que parecen tener un perpetuo contencioso con el mundo: «Jesús, señora, ¿qué más quiere que haga? ¿Que me las arregle como sea para que me crezca una maldita asa y me convierta en una jodida jarra?». Un hilillo de agua cayó sobre la tensa diestra de Jessie. El vaso se volcaría; ahora era ya inevitable. Mentalmente, Jessie se quedó tan helada como el agua fresca que acababa de salpicarle el dorso de la mano.
«¡No!».
Contorsionó y alargó un poco el hombro derecho, abrió la mano ligeramente y dejó que el vaso entrase algo más en el hueco de la mano. El grillete se le clavaba cruelmente en el dorso de la mano y enviaba ramalazos de dolor por el antebrazo, hasta el codo, pero Jessie los pasó por alto. Los músculos del brazo izquierdo vibraban frenéticamente, y las sacudidas se transmitían al inclinado e inestable estante. Otro tarro de maquillaje fue a parar al piso. Tintinearon débilmente las últimas astillas de hielo. Jessie pudo ver, por encima del estante, la sombra del vaso, proyectada sobre la pared. A la alargada claridad del ocaso parecía un silo de cereales, inclinado a causa del fuerte viento de la pradera.
«Más… sólo un poquito más…».
«¡Se acabó!».
«No puede acabarse. Hay que llegar un poco más allá».
Estiró la mano derecha, tensándola hasta que el crujido de los tendones le indicó que había alcanzado el límite. Notó que el vaso se desplazaba un poco más estante abajo. Luego volvió a cerrar los dedos y rezó para que bastase, porque ahora sí que realmente se había acabado… Había agotado todos sus recursos hasta el límite absoluto. Pero no era suficiente; comprobó que el vaso húmedo aún no se dejaba coger. Empezó a tener la impresión de que era algo vivo, un ser sensible con una veta de maldad tan ancha como el carril de una autopista. Su objetivo consistía en mariposear con ella, tentarla y esquivarla hasta que acabara perdiendo el juicio y quedara tendida allí, en la penumbra del crepúsculo, esposada y delirante.
«No permitas que se aleje, Jessie, no seas tan temeraria, NO TE ATREVAS A PERMITIR QUE ESE JODIDO VASO SE ALEJE…».
Y aunque no quedaba nada más, ni un gramo de energía para ejercer presión, ni un centímetro de elasticidad para alargar la mano, se las arregló para llegar un poco más allá, retorciendo la muñeca derecha en una final prolongación hacia la tabla. Y esa vez, cuando los dedos se cerraron en torno al vaso, Jessie permaneció inmóvil.
«Creo que es posible que lo haya conseguido. No es seguro, pero tal vez sí. Tal vez».
O tal vez era que por fin cumplimentaba la parte correspondiente a su deseo ilusionado. Le daba igual. Quizás esto, quizás aquello y ninguno de tales quizá tenía ya importancia, lo cual resultaba verdaderamente un alivio. Una cosa era cierta: no podía seguir aguantando el estante. Sólo lo había inclinado ocho o diez centímetros, doce como máximo, pero Jessie tenía la sensación de haber levantado la casa entera, por una de sus esquinas. Ésa era la certeza.
Pensó: «Todo es perspectiva… y también las voces que te describen el mundo, supongo. Tienen su importancia. Las voces interiores, digo».
Jessie abrió la mano izquierda y soltó el estante, a la vez que murmuraba una incoherente oración en la que pedía que el vaso continuara en su mano cuando el estante cayese. El estante cayó sobre los soportes, para quedar sólo un poco torcido y sólo desviado cuatro o cinco centímetros por la izquierda. El vaso continuó en su mano y ahora podía ver el posavasos. Estaba pegado al fondo del vaso y parecía un platillo volante.
«Dios mío, por favor, no permitas que se me caiga ahora. No dejes que lo suel…».
Un calambre frunció su brazo izquierdo y la obligó a dar un respingo hacia atrás, contra la cabecera. Su rostro también se contrajo para comprimirse hasta que los labios no fueron más que una cicatriz blanca y los ojos unas leves grietas atormentadas.
«Aguanta, pasará… pasará…».
Sí, claro que pasaría. Había sufrido suficientes calambres en la vida como para saberlo, pero antes de que pasaran, ¡Dios, cómo dolían! Sabía que, de estar en disposición de tocarse los bíceps del brazo izquierdo con la mano derecha, el tacto sería como si hubiesen estirado la piel sobre cierta cantidad de pequeñas piedras lisas y después la hubiese vuelto a coser con un bonito hilo invisible. La sensación no parecía de calambre, parecía de puñetero rigor mortis.
«No, ni más ni menos que un calambre, Jessie. Como el que ya tuviste antes. Lo único que has de hacer es esperar, sólo eso. Espera y, por el dulce amor de Cristo, que no se te escape ese vaso de agua».
Aguardó y, al cabo de una eternidad, los músculos del brazo empezaron a relajarse y el dolor empezó a mitigarse. Jessie aspiró profundamente, dejó escapar un prolongado suspiro de alivio y se dispuso a beber la recompensa.
«Bebe, sí», pensó, «pero creo que te mereces algo más que un simple trago de agua fresca, querida. Disfruta de tu premio… pero disfrútalo con dignidad. ¡Nada de engullir como un cerdo!».
«Bendita, no cambias nunca», pensó. Pero cuando levantó el vaso, lo hizo con la majestuosa elegancia de un invitado a una cena de gala en palacio, prescindiendo de la sequedad alcalina del cielo de la boca y del amargo latir que la sed ponía en su garganta. Porque una podía hacer de calladita siempre que lo deseara —prácticamente lo pedía a gritos muchas veces—, pero comportarse con un poco de dignidad en aquellas circunstancias (sobre todo en aquellas circunstancias) no era ninguna mala idea. Había trabajado lo suyo para conseguir el agua; ¿por qué no iba a tomarse el tiempo necesario para hacerse los honores y disfrutarla? El primer sorbo fresco se deslizó entre los labios y se onduló a través de la abrasada alfombra de la lengua, sería el sabor de la victoria… y después de aquel infierno de negra suerte que acababa de cruzar, iba a ser verdaderamente un sabor digno de paladearse.
Al llevarse el vaso a los labios, Jessie se concentró en la dulzura húmeda que tenía ante sí, en el trago que empaparía su boca. Las papilas gustativas se contrajeron con anticipada satisfacción, las punteras se le curvaron y notó un frenético latir bajo el ángulo de la barbilla. Se percató de que se le habían endurecido los pezones, como cuando se excitaba.
«Secretos de la sexualidad femenina que nunca soñaste, Gerald», pensó. «Me esposas a los postes de la cama y no ocurre absolutamente nada. Sin embargo, me enseñas un vaso de agua y me transformo en una ninfómana alucinante».
La idea hizo que a su boca aflorase una sonrisa y, cuando el vaso se detuvo bruscamente a un palmo de la cara y unas gotas de agua rebosaron el borde, salpicaron el muslo desnudo y le pusieron carne de gallina, la sonrisa se quedó petrificada en sus labios. Durante aquellos primeros segundos, Jessie no pensó nada, no sintió nada, salvo una especie de estúpido asombro y
(«¿eh?»)
desconcierto. ¿Qué iba mal? ¿Qué podía haberse torcido?
«Lo sabes perfectamente», repuso una de las voces extraterrestres. Pronunció las palabras con una seguridad tan absoluta y tranquila que a Jessie le pareció espantosa. Sí, supuso que lo sabía, en alguna parte del fondo de su espíritu, pero tampoco deseaba permitir que ese conocimiento avanzara hasta colocarse bajo los focos de lo que era su cerebro consciente. Hay verdades que, sencillamente, son demasiado desagradables para salir a la luz y que se comprendan. Demasiado injustas.
Por desgracia, hay verdades que son también manifiestas por sí mismas. Mientras contemplaba el vaso, los ojos de Jessie, hinchados y sanguinolentos fueron saturándose de horrorizada comprensión. El motivo que impedía que el vaso de agua llegara a sus labios era la cadena. La cadena de las esposas resultaba jodidamente corta. Era un hecho tan obvio que se le había pasado por alto completamente.
Jessie recordó de pronto la noche en que George Bush salió elegido presidente. A Gerald y a ella les invitaron a una fiesta de gala que, para celebrarlo, se ofrecía en el restaurante de la azotea del hotel Sonesta. El senador William Cohen era el invitado de honor y estaba previsto que el presidente electo, el propio George el Solitario, efectuase una «aparición televisada», en circuito cerrado, poco antes de la medianoche. Para la ocasión, Gerald había alquilado una limusina color niebla y el vehículo se detuvo en la calzada, ante la puerta, a las siete en punto, pero diez minutos después de esa hora, que era la convenida, Jessie aún seguía sentada en el borde de la cama, con su mejor vestido negro, dedicada a revolver el joyero y a soltar maldiciones mientras buscaba un par de pendientes de oro especiales. Impaciente, Gerald había asomado la cabeza para comprobar qué la retenía en la alcoba, escuchó el motivo, con aquella expresión de «¿Por qué las mujeres tenéis que ser siempre tan condenadamente bobas?», una de las que Jessie más odiaba, y luego dijo que no estaba muy seguro, pero que le parecía que los pendientes que buscaba eran los que ya llevaba puestos. Y, en efecto, aquéllos eran. Lo que la hizo sentirse empequeñecida y estúpida, la perfecta justificación para la actitud protectora de Gerald. También le entraron unos tremendos deseos de abalanzarse sobre él y partirle la espléndidamente empastada dentadura aporreándosela con uno de los atractivos pero incómodos zapatos de tacón alto que calzaba. Sin embargo, lo que sintió entonces era auténtica dulzura comparado con lo que experimentaba ahora, y si alguien merecía que le partiesen los dientes, ese alguien era ella.
Alargó la cabeza todo lo que pudo y adelantó los labios, entreabiertos, como la heroína de alguna de aquellas viejas películas románticas en blanco y negro. Consiguió acercarse tanto al vaso como para ver el minúsculo rocío de burbujas que retenían los últimos trocitos de hielo, como para percibir, incluso, el olor de los minerales de aquella agua de manantial (o imaginar que lo percibía), pero no lo bastante cerca como para beberla. Cuando llegó al punto en que ya no pudo estirar más la cabeza, sus labios fruncidos en gesto de «bésame» estaban aún a unos buenos diez centímetros del vaso. Casi llegaba, pero sólo casi y, como Gerald (y también como el propio padre de Jessie, ahora que pensaba en ello) solía repetir, lo único importante era dar en el clavo.
—No lo creo —se oyó decir, en su nueva voz ronca de whisky y Marlboro—. Sencillamente, no lo creo.
Una rabia súbita estalló en su interior y, con la voz de Ruth Neary, se gritó a sí misma que debía arrojar el vaso al otro lado de la alcoba; si no podía beber, proclamó Ruth ásperamente, había que castigar al vaso; si no podía aplacar la sed con el contenido del vaso, al menos se daría la satisfacción de oír cómo estallaba en mil pedazos cuando se estrellase contra la pared.
La mano se apretó con más fuerza alrededor del vaso y la cadena de las esposas descendió en suelto arco al retroceder el brazo para arrojar el vaso. ¡No había derecho! ¡Era sencillamente injusto!
Interrumpió su gesto la voz suave y como sugerente de Burlingame.
«Quizás haya algún medio, Jessie. No abandones todavía… quizás haya un modo de conseguirlo».
Ruth no formuló ninguna réplica verbal, pero su burlona sonrisa de incredulidad lo dijo todo; era tan dura como el acero y tan agria como un chorro de zumo de limón. Ruth seguía deseando arrojar el vaso. Indudablemente, Nora Callighan habría afirmado que Ruth estaba investida a fondo del concepto de desquite.
«No le hagas caso», dijo su voz, había perdido el desacostumbrado carácter indeciso; sonaba casi exaltada. «Vuelve a dejarlo en el estante, Jessie».
«¿Y que más?», preguntó Ruth. «Y luego, ¿qué? ¡Oh Gran Gurú Blanca! ¡Oh, diosa del Tupperware y santa Patrona de la compra por correo!».
La Bendita se lo dijo, y la voz de Ruth guardó silencio mientras Jessie y todas las demás voces interiores escuchaban.