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No lo había ahuyentado.

El animal tenía miedo de las personas y de las casas, en eso no se había equivocado Jessie, pero la mujer subestimó la desesperación del perro. Su antiguo nombre —Príncipe— resultaba ahora espantosamente irónico. En las largas y famélicas rondas efectuadas durante aquel otoño alrededor del lago Kashwakamak había tropezado ya con muchos grandes contenedores de basura como el de los Burlingame, lo que le indujo a desdeñar en seguida el olor a queso, salami y aceite de oliva que despedía aquél. El aroma era toda una tentación, pero las amargas experiencias anteriores habían enseñado al antiguo príncipe que el origen que lo producía no se encontraba a su alcance.

Sin embargo, había otros olores; llegaban al olfato del perro cada vez que el viento dejaba abierta la puerta trasera. Aquellas emanaciones eran más débiles que las procedentes del contenedor y su origen estaba dentro de la casa, pero resultaban demasiado buenas para pasarlas por alto. El perro sabía que lo más probable era que apareciesen unos amos vociferantes que le perseguirían y le propinarían patada tras patada con aquellos extraños y duros pies, pero los olores eran más intensos que su miedo. Una cosa hubiera contenido su hambre terrible, pero el animal aún no sabía nada de las armas de fuego. Las cosas cambiarían si viviese hasta la temporada del ciervo, pero aún faltaban quince días para eso y los amos gritadores, con sus pies que harían tanto daño era lo peor que, de momento, podía imaginar el perro.

Cruzó el umbral cuando el viento volvió a abrir la puerta y trotó por la entrada… pero sin aventurarse mucho. Estaba listo para emprender una rápida retirada en el instante en que surgiese la amenaza de un peligro.

Los oídos le informaron de que el habitante de aquella casa era un amo hembra, la cual conocía perfectamente la presencia del perro, puesto que le había gritado. Pero lo que el chucho extraviado percibió en la voz del amo hembra no fue cólera, sino miedo. Tras su primer respingo hacia atrás, impulsado por el susto, el perro se mantuvo firme. Permaneció a la espera de que otro amo uniese su voz a los gritos del amo hembra o llegase corriendo hacia él, pero en vista de que no ocurría así, el antiguo príncipe alargó el cuello y olfateó el aire ligeramente viciado de la casa.

Primero se desvió hacia la derecha, en dirección a la cocina. De esa dirección le habían llegado los soplos de efluvios que el batir de la puerta dispersaba luego. Eran olores secos, pero agradables: mantequilla de cacahuete, galletas Ry-Krisp, pasas, cereales (este último olor procedía de una caja de K Especial que estaba en uno de los armarios: un ratón de campo había roído un agujero en el fondo de la caja).

El perro avanzó un paso en esa dirección, pero luego volvió la cabeza hacia el otro lado, para asegurarse de que ningún amo se deslizaba sigilosamente por allí… con frecuencia, los amos chillaban, pero a veces también se movían con astucia. No había nadie en el pasillo que conducía a la izquierda, pero el perro captó un olor mucho más fuerte procedente de esa dirección, un olor que provocó terribles retortijones anhelantes en su estómago.

La mirada del animal recorrió el pasillo y en sus ojos apareció un fulgor, mezcla demencial de deseo y temor. El hocico retrocedió como una estera que se enrollase hacia atrás y el labio superior subió y bajó en un gruñido nervioso y espasmódico que reveló el centelleo de sus pequeños dientes blancos. Soltó un chorro de impaciente orina, que regó el suelo y marcó el vestíbulo —y toda la casa— convirtiéndolo en su territorio. El ruido fue tan tenue y duró tan poco tiempo que ni siquiera los azuzados oídos de Jessie pudieron captarlo.

Lo que el perro había olido era sangre. Un efluvio fuerte y peligroso. Al final, el hambre desesperada del perro inclinó el fiel de la balanza; era cuestión de comer pronto o morir. El antiguo príncipe echó a andar despacio pasillo adelante, hacia el dormitorio. A medida que avanzaba, el olor se hacía más intenso. Era sangre, desde luego, pero sangre prohibida. Era la sangre de un amo. A pesar de todo, aquel olor, un olor demasiado exquisito e irresistible para rechazarlo, se había metido en el pequeño y agobiado cerebro del perro. Continuó avanzando y, al acercarse a la puerta del dormitorio, empezó a gruñir.