Jessie apretó con fuerza los párpados. Seis años antes había asistido durante cuatro frustrantes meses a la consulta de una psicóloga, sin decirle nada a Gerald, puesto que sabía que él iba a mostrarse sarcástico… y probablemente preocupado por las indiscreciones que a ella, a Jessie, se le pudieran escapar. Jessie planteó el problema como una cuestión de fatiga nerviosa, y Nora Callighan, la terapeuta, le enseñó una sencilla técnica de relajación.
«La mayoría de las personas asocian la cuenta de diez con los intentos del Pato Donald para dominar sus nervios», había dicho Nora, «pero en realidad lo que consigues con contar hasta diez es recomponer tus cuadrantes emocionales… y quienquiera que no necesite una recomposición emocional diaria probablemente tiene problemas mucho más graves que los tuyos o los míos».
Esa voz también era clara… lo bastante clara como para provocar en los labios de Jessie una tenue y melancólica sonrisa.
«Me caía bien Nora. Me caía muy simpática».
¿Lo supo Jessie en aquella época? Se sintió mesuradamente sorprendida al percatarse de que no podía recordarlo con exactitud, como tampoco podía acordarse de por qué dejó de acudir los martes por la tarde a la consulta de Nora. Supuso que precisamente por aquellas fechas debieron de surgirle un montón de cosas: el fondo para beneficencia, el asilo para vagabundos de la calle del tribunal, quizá la colecta para la nueva biblioteca. Esas cosas ocurren, lo mismo que la insipidez se pasa por inteligencia. De cualquier modo, abandonar aquellas sesiones probablemente fue lo mejor que pudo hacer. Si una no dice en un momento determinado «de ahí no paso», el tratamiento se prolonga y prolonga, hasta que una y su terapeuta acaban encontrándose en el cielo en una multitudinaria sesión de terapia de grupo.
«No importa, sigue adelante y cuenta, empezando por los dedos de los pies. Haz exactamente lo que te enseñó».
Sí… ¿Por qué no?
«Uno, los pies, diez deditos, diez lindos cerditos en fila».
Salvo que ocho estaban cómicamente engurruñados y las puntas de los dedos gordos parecían las cabezas de un par de martillos de bola.
«Dos, las piernas, largas y adorables».
Bueno, no tan largas —al fin y al cabo, medía metro sesenta y ocho de estatura—, pero Gerald había asegurado que seguían siendo su mejor atributo, al menos en la esfera del atractivo físico. A Jessie siempre le había divertido aquella afirmación, que parecía absolutamente sincera por parte de su marido. De cualquier modo, Gerald pasaba por alto las rodillas, tan feas como nudos de un manzano, así como los gordinflones muslos.
«Tres, mi sexo, que está muy bien, y ahí sí que no hay duda».
Ligeramente cuco —un poco demasiado mono, pudieran decir muchos—, pero no muy revelador. Jessie levantó un poco la cabeza, como si pretendiese mirar el órgano en cuestión, pero sus ojos se mantuvieron cerrados. De todas formas, no necesitaba los ojos para verlo; llevaba mucho tiempo coexistiendo con aquel accesorio particular. Lo que albergaba entre las ingles era un triángulo de pelo rojizo y rizado que rodeaba una humilde hendidura con toda la belleza estética de una cicatriz mal curada. Aquella raja —un órgano que en realidad apenas pasaba de ser un pliegue de carne guarecido entre unas enmarañadas cintas de músculos— le parecía un imposible manantial mítico, aunque, desde luego, tenía condición de mito en la mente colectiva masculina; era un valle mágico, ¿no es cierto? El corral donde se encerraba incluso a los unicornios más bravíos.
—Madre mía, qué estupidez —articuló, al tiempo que sonreía sin abrir los ojos.
Salvo que no era ninguna estupidez, no del todo. Aquel agujero era objeto de la lujuria de todos los hombres —al menos de los heterosexuales—, pero también era frecuentemente objeto de su inexplicable desprecio, suspicacia y odio. Una no captaba esa oscura rabia en todos sus chistes y bromas, pero estaba presente en muchos de ellos y en algunos era protagonista, agudo como un dolor: «¿Qué es una mujer? Un sistema de vida para un coño».
«Ya está bien, Jessie», ordenó Burlingame. Su voz sonó inquieta y disgustada. «Déjalo ahora mismo».
Eso, decidió Jessie, era una idea condenadamente buena y volvió a la cuenta de diez de Nora. El cuatro eran las caderas (demasiado anchas) y el cinco, la barriga (demasiado abultada). El seis eran los pechos, que Jessie tenía por su mejor prenda… Sospechaba que a Gerald le imponían un poco las vagas líneas azules de las venas que se deslizaban por las suaves pendientes de las curvas; los senos de las chicas de las páginas desplegables de las revistas no presentaban en la parte inferior tales indicios de instalaciones de fontanería. Las chicas de las revistas tampoco tenían pelos minúsculos aflorando en las aréolas.
El siete eran los demasiado anchos hombros; el ocho, el cuello (que antes solía ser bastante atractivo, pero que en el curso de los últimos años había crecido hasta asemejarse al de una gallina desplumada); el nueve era el mentón, cada vez menos pronunciado, y el diez…
«¡Un momento! ¡Quieta ahí un maldito segundo!», interrumpió, irritadísima, la voz sensata. «¿Qué clase de juego imbécil es éste?».
Jessie volvió a cerrar los ojos, apretados los párpados, sorprendida por la intensidad de la indignación de la voz y asustada por su distanciamiento. Dada su cólera, en absoluto parecía que la voz procediera de la raíz central del cerebro, sino que sonaba más bien como si la originase alguien que se entrometiera… un espíritu que deseara poseerla, a ella, a Jessie, como el espíritu de Panzuzu poseyó a la niña de El exorcista.
«¿No quieres contestar a eso?», preguntó Ruth Neary, alias Panzuzu. «Está bien, tal vez sea una pregunta demasiado complicada. Deja que te la simplifique, Jess: ¿quién convirtió la simple letanía de relajación de Nora Callighan en un mantra de odio hacia sí misma?».
«Nadie», respondió débilmente el pensamiento, y comprendió automáticamente que la voz juiciosa jamás aceptaría tal cosa, de modo que añadió: «Ella fue».
«No, no lo fue», volvió inmediatamente a la carga la voz de Ruth. Su tono era de contrariedad ante aquel medio intento de echar las culpas a otro, «es un poco estúpida y en este preciso momento está que no le llega la camisa al cuerpo, pero en el fondo es una persona dulce y sus intenciones siempre han sido buenas. Las intenciones de quienquiera que haya reeditado la lista de Nora son vivamente perversas, Jessie. ¿No lo viste? ¿No…?».
—No veo nada, porque tengo los ojos cerrados —repuso con temblorosa voz infantil. Estuvo a punto de alzar los párpados, pero algo le advirtió que ello empeoraría la situación, en vez de mejorarla.
«¿Quién fue, Jessie? ¿Quién te convenció de que eras fea e inútil? ¿Quién eligió a Gerald Burlingame como tu alma gemela y tu Príncipe Encantador, probablemente años antes de que le conocieses en aquella batidora del Partido Republicano? ¿Quién decidió que ese hombre era no sólo lo que necesitabas sino exactamente lo que merecías?».
Mediante un tremendo esfuerzo, Jessie barrió esa voz —todas las voces, anheló fervientemente— de su cerebro. Inició de nuevo su mantra, esta vez en voz alta.
—Uno, los dedos de los pies, todos en fila; dos, mis piernas, largas y adorables; tres, mi sexo, que está bien y no puede estar mal; cuatro, las caderas, suaves y redondeadas; cinco, el estómago, donde almaceno lo que como. —No pudo recordar las rimas (lo que probablemente era una suerte; tenía la fuerte sospecha de que se las había inventado la propia Nora, acaso con la idea de publicarlas en alguna de aquellas tiernas y delicadas revistas de autoayuda que descansaban encima de la mesita de su sala de espera), de modo que continuó sin preocuparse de ellas—; seis, mis pechos; siete, los hombros; ocho, el cuello…
Hizo una pausa para recobrar el aliento y comprobó con alivio que el corazón ya no le latía a galope tendido, sino a un trote largo.
—… nueve, la barbilla, y diez, los ojos. ¡Mis ojos bien abiertos!
Unió la acción a la palabra y la alcoba cobró una lúcida existencia a su alrededor, algo nuevo y —de momento, al menos— casi tan estupendo como lo fue cuando Gerald y ella pasaron su primer verano en aquella casa. Allá por 1979, un año que tuvo la aureola tintineante de la ciencia ficción y que ahora parecía imposible, remotamente antiguo.
Jessie contempló las tablas grises que cubrían las paredes, el alto techo blanco en el que rielaban los trémulos reflejos del lago y las dos amplias ventanas, una a cada lado de la cama. La de la izquierda miraba al oeste y ofrecía una vista de la explanada delantera, de la pendiente que descendía más allá y de la preciosa luminosidad azul del lago. La de la derecha brindaba una panorámica menos romántica: el camino de acceso y el señorío gris de un Mercedes que ya había cumplido nueve años y empezaba a mostrar en la carrocería las primeras manchas de óxido.
Frente a sus ojos, Jessie vio colgado de la pared, sobre el tocador, el marco con la mariposa estampada por el procedimiento batik, y recordó con supersticiosa falta de sorpresa que fue el regalo que le hizo Ruth cuando ella, Jessie, cumplió trece años. No podía distinguir la firma bordada con hilo rojo, pero sabía que estaba allí: «Neary». Otro año de ciencia ficción.
No muy lejos de la mariposa (y desentonando como una loca, aunque Jessie nunca consiguió reunir valor suficiente para señalárselo a su marido) la jarra de cerveza Alfa Gamma Rho de Gerald colgaba de un clavo cromado. Rho no era una estrella muy brillante en el universo del club estudiantil —los otros clubes o fraternidades solían llamarla Alfa Agarra— pero Gerald lucía la insignia con una especie de depravado orgullo, conservaba la jarra en la pared y todos los años bebía en ella la primera cerveza del verano cuando llegaban allí en el mes de junio. Era una suerte de ceremonia y a veces, mucho tiempo antes de las festividades del día de la fecha, Jessie había llegado a preguntarse si estaba en sus cabales cuando se casó con Gerald.
«Alguien debió de poner fin a eso», pensó tristemente. «Desde luego, alguien debe de haberlo hecho, porque parece como si se hubiera apagado».
En la silla del otro lado de la puerta del cuarto de baño podía ver la atrevida faldita y la blusa sin mangas que llevaba aquel día, tan impropiamente cálido para la estación; el sostén colgaba del pomo de la puerta. Y extendido sobre la colcha y las piernas de Jessie, convirtiendo en alambres dorados el vello suave de la entrepierna, reposaba un brillante rayo de sol de la tarde. No era el cuadro de luz que cae casi a plomo sobre el centro del cobertor a la una de la tarde, ni el rectángulo que desciende a las dos; era una amplia franja que luego se estrechaba hasta quedar reducida a una cinta, y aunque un corte en el suministro eléctrico había parado el radio despertador digital de encima del tocador (centelleaba sus 12.00 del mediodía una y otra vez, como el intermitente anuncio de neón de un bar), aquella franja ancha indicó a Jessie que serían las cuatro de la tarde. Dentro de poco, la cinta empezaría a deslizarse fuera de la cama, se desplazaría después por el suelo y, finalmente, subiría por la pared del fondo, desvaneciéndose a medida que lo hiciera, y las sombras se aprestarían a abandonar sus rincones, para atravesar el cuarto como manchas de tinta y devorar la luz mientras aumentaban de tamaño. El sol se alejaría por el oeste; en cuestión de una hora, de hora y media como máximo, se habría ocultado; al cabo de cuarenta minutos, o de un poco más, todo estaría a oscuras.
Esa idea no le provocó pánico —aún no, al menos—, pero tendió una membrana de pesimismo sobre su cerebro y envolvió su corazón en una atmósfera de húmedo temor. Se vio allí tendida, esposada a las columnas de la cama, con Gerald muerto en el suelo, a su lado; vio a los dos allí en la oscuridad, mucho tiempo después de que el hombre de la motosierra hubiese vuelto a su iluminado hogar, junto a su esposa e hijos, de que el perro perdido se hubiese alejado y de que sólo quedase en el lago aquel maldito somorgujo en busca de compañera… sólo eso y nada más que eso.
Los señores Burlingame pasan su última y larga noche juntos.
Al contemplar la jarra de cerveza y la mariposa estampada por el procedimiento batik, vecinos imposibles que sólo podían tolerarse en una casa de verano como aquélla, en la que se pasaba una temporada al año, Jessie pensó que era fácil reflexionar sobre el pasado e igualmente fácil (aunque mucho menos agradable) aventurarse a través de algunas posibles versiones del futuro. La tarea realmente dura parecía ser la de quedarse en el presente, si bien se dijo que valía más que lo intentara con toda su alma. Aquella desagradable situación sería aún mucho más desagradable si no lo intentaba. No podía confiar en que surgiese algún deus ex machina que la sacase del aprieto en que estaba, lo que tampoco dejaba de ser una pejiguera, pero si conseguía hacerlo por sí misma, iba a tener una prima extra: se ahorraría la vergonzosa incomodidad de estar allí tendida, casi totalmente en pelotas, mientras un comisario de sheriff abría las esposas, le preguntaba qué diablos había ocurrido y se regodeaba contemplando larga y concienzudamente el bonito cuerpo blanco de la nueva viuda.
Había también otras cosas en marcha. A ella le hubiese gustado suprimirlas de allí, aunque fuera provisionalmente, pero no podía. Necesitaba ir al servicio y, además, tenía sed. En aquel momento, la precisión de soltar era más fuerte que la de recibir, pero lo que más le preocupaba era el deseo de echar un trago de agua. No era muy grave aún, pero la cosa cambiaría si no lograba desembarazarse de los grilletes y llegarse hasta un grifo. Cambiaría de un modo que ella no quería ni pensar.
«Tendría su gracia que muriese de sed a menos de doscientos metros del noveno lago mayor de Maine», pensó. Luego meneó la cabeza. Aquél no era el noveno lago mayor de Maine; ¿en qué había estado pensando? Ese título correspondía al lago Dark Score, al que fueron durante tantos años sus padres, sus hermanos y ella. Mucho antes de las voces. Mucho antes…
Cortó por lo sano. Duro. Había pasado mucho tiempo desde que pensó por última vez en el lago Dark Score, y no tenía intención de empezar otra vez, con esposas o sin esposas. Sería mejor pensar en que estaba sedienta.
«¿En qué vas a pensar, cariño? Es psicosomático y nada más. Tienes sed porque sabes que no puedes levantarte e ir a beber. Así de sencillo».
Pero no lo era. Había forcejeado con su marido y las dos patadas que le arreó promovieron una reacción en cadena cuya consecuencia final fue la muerte del hombre. Ella también sufría las secuelas de una segregación hormonal importante. El término técnico era shock y uno de los síntomas más comunes del shock era la sed. Probablemente debería considerarse afortunada por no tener la boca más seca de lo que la tenía, al menos hasta aquel momento, y…
«Y quizás hay una cosa que puedo hacer…».
Como persona, Gerald era la quintaesencia de la costumbre, y una de sus costumbres consistía en dejar siempre un vaso de agua en el estante contiguo a la cabecera de la cama. Jessie estiró la cabeza y volvió la mirada a la derecha y, sí, allí estaba, un vaso largo lleno de agua en cuya superficie flotaba un pequeño racimo de cubitos de hielo casi derretidos del todo. Sin duda, el recipiente de cristal descansaba sobre un posavasos, para no dejar en el estante el círculo correspondiente… Muy propio de Gerald, tan considerado respecto a tales menudencias. En el cristal del vaso se veían gotas de condensación, como perlas de sudor.
Al verlas, Jessie sufrió el primer ramalazo de auténtica sed. La obligó a pasarse la lengua por los labios. Se deslizó hacia la derecha todo lo que le permitía la cadena de las esposas. Sólo fueron quince centímetros, pero la llevó al lado de la cama correspondiente a Gerald. El movimiento también dejó a la vista varias manchas oscuras en la parte izquierda de la colcha. Las observó con la mirada perdida durante un momento, antes de recordar que Gerald había vaciado la vejiga en su último y agónico instante. Luego, rápidamente, dirigió la vista hacia el vaso de agua, colocado encima de un círculo de cartón que seguramente llevaría el anuncio de alguna marca de cerveza típica de ejecutivos agresivos, Beck’s o Heineken lo más probable.
Alargó el brazo y alzó la mano, despacio, deseando poder alcanzar el vaso. No pudo. Las yemas de los dedos quedaron a siete centímetros. La punzada de la sed —una ligera contracción en la garganta, un leve hormigueo en la lengua— se repitió un par de veces.
«Si antes de mañana por la mañana no se ha presentado aquí nadie y no he conseguido escabullirme, ni siquiera podré mirar ese vaso».
La idea llevaba en sí misma una sensatez tan fría que resultaba aterradora. Claro que ella no estaría allí a la mañana siguiente, esa era la cuestión. La idea no podía ser más absolutamente ridícula. Demencial. Desatinada. No merecía la pena pensar en ella. Era…
«Basta», dijo la voz juiciosa. «Déjalo ya». Así que lo dejó.
La cuestión era que tenía que afrontar el hecho de que la idea no era absolutamente ridícula. Se negaba a aceptar e incluso a considerar la posibilidad de que pudiese morir allí —eso era delirante, naturalmente—, pero sí cabía la posibilidad de que tuviese que pasarse tendida en aquella cama largas e incómodas horas, como no limpiase las telarañas de su vieja máquina de pensar para que se mantuviera en funcionamiento.
«Largas, incómodas… y tal vez dolorosas», manifestó nerviosamente. «Pero el dolor sería un acto de expiación, ¿verdad? Al fin y al cabo, esto te lo buscaste tú misma. No pretendo ser una pesada, pero si te hubieses limitado a dejar que te echase ese polvo que quería echarte…».
—Estás siendo una pesada, Bendita —dijo Jessie. No recordaba si antes había hablado en voz alta o si esa voz era interior. Se preguntó si no estaría volviéndose loca. Llegó a la conclusión de que, fuera como fuese, le importaba un comino, al menos en aquel momento.
Jessie volvió a cerrar los ojos.