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Jessie oía el ligero e irregular batir de la puerta trasera, impulsada por el viento de octubre que envolvía la casa. La jamba se hinchaba siempre al llegar el otoño y había que dar un tirón realmente enérgico para que la puerta quedase bien cerrada. En aquella ocasión, se les había olvidado. Pensó en decirle a Gerald que fuese a encajarla como era debido antes de que se metieran en harina o de que aquel repiqueteo acabase por volverles locos. Luego se le ocurrió que eso resultaría de lo más ridículo, dadas las circunstancias. Destrozaría todo el encanto.

«¿Qué encanto?».

Ésa era una buena pregunta. Y cuando Gerald introdujo la tija del llavín en la segunda cerradura, cuando oyó el leve chasquido metálico por encima de su oreja izquierda, Jessie comprendió que, al menos para ella, el encanto era algo que ya no merecía la pena preservar. Precisamente por eso se había dado cuenta, para empezar, de que la puerta no estaba bien cerrada. El hechizo, la excitación sexual de aquellos juegos de amo y esclava no duró mucho para Jessie.

Sin embargo, no podía decirse lo mismo respecto a Gerald. En aquel momento sólo llevaba encima unos pantalones cortos «Jockey» y Jessie no tuvo más que alzar la vista hasta su rostro para percatarse de que el interés de Gerald se mantenía firme.

«Esto es una estupidez», pensó Jessie, pero todo aquel asunto, no sólo era estúpido. También resultaba un poco pavoroso. No le gustaba reconocerlo, pero era así.

—Gerald, ¿por qué no nos olvidamos de esto?

El hombre titubeó un segundo, ligeramente fruncido el entrecejo, y luego cruzó el dormitorio y se llegó al tocador situado a la izquierda de la puerta del cuarto de baño. Se le iluminó un poco el semblante. Jessie le observó desde la cama, donde estaba echada, con los brazos levantados y extendidos, lo que la confería cierta apariencia de Fay Wray encadenada y a la espera del gran simio de King Kong. Tenía las muñecas sujetas a las columnas de caoba de la cama mediante sendas esposas. La cadena de los grilletes permitirían a cada una de las manos un movimiento de unos quince centímetros. No gran cosa.

Gerald dejó las llaves encima del tocador —dos chasquidos apenas perceptibles, pero el oído de Jessie parecía excepcionalmente agudo para tratarse de un miércoles por la tarde— y regresó junto a Jessie. En la blancura del alto techo de la alcoba, por encima de la cabeza de Gerald, se reflejaba el baile sinuoso de las ondulaciones que el lago dibujaba en su superficie.

—¿Qué te parece? Para mí, esto ha perdido una barbaridad de su encanto.

Prudentemente, Jessie se abstuvo de añadir: «Y lo cierto es que, para empezar, nunca tuvo mucho».

Gerald esbozó una mueca. Tenía un rostro ancho, de piel rosácea, bajo una cabellera negra como el azabache y cuyas entradas laterales hacían que el pelo rematase en punta sobre la frente. Aquella mueca de Gerald, que no llegaba a sonrisa, tenía algo que a Jessie no le gustaba. No podía determinar qué era ese algo, pero…

«Ah, claro que puedes determinarlo. Le da aspecto de estúpido. Una se percata de que su coeficiente intelectual desciende diez puntos por cada dos centímetros y medio que se amplía la sonrisa. En la extensión máxima de la mueca, este precioso abogado de empresas tuyo parece un portero que acaba de salir con permiso del instituto mental del pueblo».

Era cruel, pero no del todo inexacto. Claro que, ¿cómo iba una a decirle al esposo con el que lleva casada cerca de veinte años que cada vez que pone esa mueca en sus labios da la impresión de que sufre un ligero retraso mental? La respuesta a esa pregunta era evidente, desde luego: una no se lo decía y en paz. La sonrisa de Gerald era una cuestión completamente distinta. Su sonrisa resultaba encantadora… Jessie suponía que fue aquella sonrisa, tan afectuosa y alegre, lo que la animó a empezar a salir con él. Le había recordado la sonrisa de su padre cuando, en familia, contaba las anécdotas divertidas de la jornada mientras bebía la tónica con ginebra previa a la cena.

Pero aquello no era la sonrisa. Era la «mueca», una versión de la sonrisa que Gerald parecía guardar exclusivamente para aquellas sesiones. Jessie tenía la idea de que, para Gerald, que estaba dentro de ella, la mueca equivalía a sentirse cruel. Despiadado, quizá. Sin embargo, desde donde ella le miraba, tendida allí, con los brazos alzados por encima de la cabeza y cubierta nada más que por la pieza inferior del bikini, a Jessie le parecía simplemente idiota. No, mejor dicho… retrasado. Después de todo, no era ningún temerario aventurero, como los que aparecían en las revistas masculinas sobre las que había proyectado los desahogos furibundos de su solitaria pubertad de adolescente gordinflón; era un abogado de cara rosácea y demasiado grande, coronada por una cabellera rematada en punta y que decrecía implacablemente hacia la calvicie total. Sólo un abogado cuya erección deformaba la parte delantera de los pantalones cortos. Bueno, la deformaba pero sólo un poco.

Sin embargo, las proporciones de la erección no eran lo importante. Lo importante era la mueca. No se había alterado lo más mínimo, lo cual significaba que Gerald pasó por alto las palabras de Jessie. Se daba por supuesto que la mujer tenía que protestar; al fin y al cabo, eso formaba parte del juego.

—¿Gerald? Hablo en serio.

La mueca se amplió. Aparecieron a la vista unos centímetros más de su pequeña e inofensiva dentadura de jurisconsulto; su coeficiente intelectual descendió veinte o treinta puntos. Y continuó sin hacer caso a Jessie.

«¿Estás segura?».

Lo estaba. No podía leer en él como en un libro abierto —parece que se precisan más de veinte años de matrimonio para alcanzar ese punto—, pero pensaba que, normalmente, solía tener una idea bastante acertada de lo que pasaba por la mente de Gerald. Jessie creía que, de no tener esa idea, estaba expuesta a recibir algún golpe bastante serio.

«Si eso es verdad, querida, ¿a qué se debe el que él no pueda leer en ti? ¿Cómo es que no se da cuenta de que ésta no es simplemente una escena nueva de la misma vieja farsa de sexo?».

Le tocó a Jessie el turno de enarcar las cejas ligeramente. Siempre había oído voces dentro de su cabeza —sospechaba que eso le ocurría a todo el mundo, aunque por regla general la gente no hablaba de ello, como tampoco hablaba de sus funciones intestinales— y la mayoría de esas voces eran viejas amistades, tan confortables como las zapatillas que se usan para saltar de la cama. Ésta, sin embargo, era nueva… y no tenía nada de confortable. Se trataba de una voz fuerte, de sonido joven y vigoroso. Y también parecía cargada de impaciencia. Volvió a oírla, en respuesta a su propia pregunta.

«No es que él no pueda leer en ti; es que a veces, querida, no quiere hacerlo».

—Gerald, de verdad… no me apetece. Anda, coge otra vez las llaves y suéltame. Haremos otra cosa. Me pondré encima, si lo deseas. O puedes quedarte tendido, con las manos en la nuca y te dedicaré, ya sabes, el otro numerito.

«¿Estás segura de que quieres hacer eso?», preguntó la nueva voz. «¿Estás segura de que quieres tener relación sexual de algún tipo con este hombre?».

Jessie cerró los ojos como si al apretar los párpados silenciara aquella voz. Cuando volvió a abrirlos, Gerald se encontraba a los pies de la cama, con la parte delantera de los pantalones cortos descollando como la proa de un barco. Bueno… como la de un barquito de juguete infantil. La mueca se había ensanchado más y dejaba a la vista las últimas piezas —las de los empastes de oro— de los lados. Jessie comprendió que no es que le desagradara aquella mueca tonta; es que la despreciaba.

—Te dejaré incorporarte… si eres muy, muy buena. ¿Vas a ser pero que muy muy requetebuena, Jessie?

«Mal asunto», comentó la avisada voz nueva. «Tres malo».

Gerald engarfió los pulgares en la cintura de los calzoncillos como un absurdo pistolero. Los «Jockies» se fueron abajo con bastante rapidez en cuanto dejaron atrás el tampoco insignificante mango carnal. Y allí estaba, al aire. No era la formidable máquina de amor que, de quinceañera, Jessie encontró en las páginas de Fanny Hill, sino un cilindro manso, rosado y circunciso; doce centímetros y medio de erección absolutamente vulgar. Dos o tres años atrás, en uno de sus infrecuentes viajes a Boston, Jessie había visto una película titulada El vientre de un arquitecto. Pensó: «Muy bien. Y ahora estoy mirando “El pene de un abogado”. Tuvo que morderse la parte interior de los carrillos para no echarse a reír. Prorrumpir en carcajadas en aquel punto hubiera sido muy poco diplomático».

Cruzó entonces por su mente una idea que eliminó todo deseo de reír, por apremiante que fuera. Ésta: su marido no sabía que ella hablaba en serio porque, para él, Jessie Mahout Burlingame, esposa de Gerald, hermana de Maddy y Will, hija de Tom y Sally, madre de nadie, realmente no estaba allí… Dejó de estar allí en el preciso instante en que las llaves produjeron su leve chasquido acerado al cerrar las esposas. Gerald había sustituido las publicaciones de aventuras de su adolescencia por el montón de revistas pornográficas que guardaba en el último cajón de su escritorio, revistas en las que mujeres vestidas con un collar de perlas y nada más aparecían arrodilladas sobre alfombras de piel de oso mientras las tomaban por detrás hombres dotados de un equipamiento sexual que, comparado con el de Gerald, situaban a éste bajo mínimos. En las contraportadas de esas revistas, entre anuncios de «cuéntame cochinadas por teléfono» con sus novecientos números, había también imágenes publicitarias de hembras hinchables de anatomía supuestamente perfecta, un concepto extraño de veras, si había visto alguna vez alguno. Con una especie de asombro revelador, pensó en aquellas muñecas llenas de aire, de superficie color rosa, cuerpos caricaturescamente imprecisos y rostros desprovistos de facciones. No fue horror —no del todo— lo que sintió en su interior, sino el centelleo de una intensa claridad que iluminó un paisaje ciertamente mucho más aterrador que aquel estúpido juego o que el detalle de que aquel día lo estaban practicando en su casa de verano, mucho después de que el verano hubiese desaparecido para no volver hasta otro año.

Pero nada de eso había afectado ni tanto así a su oído. Lo que oía en aquel momento era una motosierra, cuyo chirrido sonaba en el bosque, a una distancia considerable, a ocho o diez kilómetros, tal vez. Más cerca, en el cuerpo principal del lago Kashwakamak, un somorgujo que se había retrasado en la partida de su migración anual hacia el sur lanzaba su frenético chillido al azulado aire de octubre. Todavía más cerca, en algún punto de la orilla norte, ladraba un perro. Era un sonido desagradable, descompuesto, pero que a Jessie le parecía extrañamente reconfortante. Significaba que por aquellos pagos había alguien más, estuviesen o no estuviesen a mediados de octubre. Por otra parte, allí seguía el golpeteo de la puerta, suelta como un diente en una encía medio podrida, que no paraba de chocar contra la jamba hinchada. Jessie se dijo que, como tuviese que escuchar aquel ruido durante mucho rato, acabaría volviéndose loca.

Ya completamente desnudo, a excepción de las gafas, Gerald se arrodilló en la cama y procedió a reptar hacia Jessie. Continuaban brillándole los ojos.

Jessie creía que era ese fulgor lo que le había animado a ella a seguir con el juego durante tanto tiempo, después de haber satisfecho su curiosidad inicial. Habían transcurrido muchos años desde la última vez que los ojos de Gerald la miraron con tanto ardor. Jessie no tenía mal aspecto —se las arreglaba para conservar la línea y su figura se mantenía bastante esbelta y sugestiva—, pero a pesar de todo, el interés de Gerald se volatilizó igual. La mujer pensaba que parte de la culpa la tenía el alcohol —Gerald bebía una burrada más que durante la época de recién casados—, pero también comprendía que el licor no era el único culpable. ¿Qué decía el viejo refrán acerca de que la convivencia engendra aburrimiento? Eso no rezaba como verdad incontrovertible para los enamorados, según los poetas románticos que Jessie leyó en su curso de Literatura Inglesa 101, pero en los años que sucedieron a su salida del instituto de enseñanza media descubrió que existían ciertos hechos de la vida sobre los cuales jamás escribieron una sola palabra ni John Keats ni Percy Shelley. Claro que ambos murieron jóvenes, no llegaron a cumplir los años que Gerald y ella tenían ahora.

Además, nada de ello era importante en el momento y en las circunstancias presentes. Lo que sí resultaba significativo era que ella continuó con el juego durante más tiempo de lo que realmente deseaba sólo a causa de aquel pequeño resplandor que brillaba en las pupilas de Gerald. La hacía sentirse joven, guapa y deseable. Pero…

«… pero si de veras creíste que era a ti a quien veía Gerald cuando apareció esa expresión en sus ojos, te equivocaste, querida. O quizá te engañaste a ti misma. Y puede que tengas que decidir —decidir, decidir de veras— si vas a continuar con esta humillación. Porque, ¿no es más bien así como te sientes? Humillada».

Jessie suspiró. Sí. Más bien se sentía humillada.

—Gerald, te lo digo en serio.

Habló en tono más alto y, por primera vez, el brillo vaciló ligeramente en los ojos de Gerald. Bueno. Al parecer, podía oírla. Así que quizá todo fuese bien. No sería maravilloso, hacía mucho tiempo que las cosas dejaron de ser lo que una podía considerar maravillosas, pero más o menos bien sí que podía salir. Sin embargo, el brillo reapareció en seguida y, al cabo de un momento, la mueca hizo lo propio.

—Te enseñaré, mi soberbia y bella dama —dijo Gerald.

Eso fue lo que dijo, pronunciando «bella dama» como hubiera podido articularlo el posadero de un mal melodrama Victoriano.

«Deja que lo haga, pues. Limítate a dejarle hacer y, luego, ya estará hecho».

Era una voz con la que ya se había familiarizado más, y se dispuso a seguir su consejo. No sabía si Gloria Steinem lo hubiese aprobado, pero no le importaba; y el consejo tenía todo el atractivo de lo rematadamente práctico. Que lo hiciera y ya estaría hecho. Q.E.D. (quod erat demonstrandum: lo que había que demostrar).

La mano de Gerald —suave, de dedos cortos, de carne tan rosada como la que cubría su pene— se alargó entonces para cerrarse en torno a uno de los pechos de Jessie, que tuvo la sensación de que algo estallaba súbitamente en su interior como un tendón sometido a excesiva tensión. Removió las caderas, dio una sacudida brusca hacia arriba y así pudo quitarse de encima la mano de su marido.

—Basta, Gerald. Abre estas estúpidas esposas y deja que me levante. Esto dejó de ser divertido hacia el pasado marzo, cuando aún había nieve en el suelo. No me siento excitante; me siento ridícula.

Lo había oído todo. Jessie lo dedujo al ver la forma instantánea en que se apagó el brillo de sus ojos, como dos llamas de vela extinguidas de golpe por una ráfaga de aire. Jessie supuso que las dos palabras que por fin habían llegado a su cerebro fueron «estúpida» y «ridícula». Gerald fue un adolescente rechoncho, que llevaba unas gafas de cristales gruesos y que no salió con ninguna chica hasta los dieciocho, después de pasarse un año sometido a dieta rigurosa y tras realizar un tremendo esfuerzo para suprimir las grasas que le envolvían, antes de que ellas le estrangulasen a él. Por la época en que estudiaba segundo en la facultad, la vida de Gerald estaba en la fase de «más o menos dominada», según su propia expresión (como si la vida —su vida, al menos— fuese un corveteante potro salvaje que le hubiesen ordenado domar), pero Jessie sabía que los años de instituto fueron para Gerald una representación de horrores diversos que dejó en su ánimo un intenso legado de desprecio hacia su propia persona y de recelo hacia los demás.

Su éxito como abogado de sociedades (y el haberse casado con ella; Jessie creía que el matrimonio también había contribuido, y acaso de manera decisiva) restauró su confianza en sí mismo y su dignidad, aunque la mujer dudaba de que ciertas pesadillas hubiesen terminado definitivamente. En algún punto recóndito y profundo de su cerebro, sensaciones intimidatorias aún jorobaban y ponían trabas a Gerald en la sala de estudios, aún parecían oírse allí burlas por la ineptitud de Gerald para, en las sesiones de educación física, ir más allá de las flexiones propias de chicas, y todavía quedaban palabras —como «estúpido» y «ridículo», sin ir más lejos— que seguían flotando en su cabeza como si el instituto fuese cosa del día anterior… o así lo creía. Los psicólogos podían ser increíblemente necios respecto a algunas cuestiones —necios casi adrede, le parecía con frecuencia a Jessie—, pero en cuanto a la terrible persistencia de algunos recuerdos la mujer creía que daban en el clavo. Algunos recuerdos se cebaban en la mente de una persona como sanguijuelas perversas y determinadas palabras —“estúpido” y “ridículo”, por ejemplo— retrotraían a esa persona a una existencia febril y violentamente incómoda.

Esperó sentir una punzada de avergonzado remordimiento por haber descargado un golpe bajo como aquél y se sintió complacida —o quizá lo que sintió fue alivio— al comprobar que no se producía ningún ramalazo. «Supongo que tal vez me he cansado de fingir», pensó, y esa idea le condujo a otra: podía llevar su propia agenda sexual, en cuyo caso, aquel numerito de las esposas desde luego no iba a figurar en ella. La hacía sentirse envilecida. Toda la cuestión le resultaba degradante. Ah, sí, cierta inquietante excitación acompañó a los primeros experimentos, a unos cuantos, pocos —los de los pañuelos— y en un par de ocasiones tuvo orgasmos múltiples, lo cual era verdaderamente raro en ella. Con todo, hubo efectos secundarios de los que no hizo caso y esa sensación de verse un tanto rebajada en su dignidad sólo fue uno de esos efectos secundarios. Después de cada una de aquellas versiones iniciales del juego de Gerald, Jessie tenía también sus propias pesadillas. Se despertaba jadeante y sudorosa, con las manos hundidas en la entrepierna, apretados los puños con fuerza hasta formar pequeñas pelotitas. No recordaba más que una de tales pesadillas, y, además, el recuerdo era remoto y borroso: estaba jugando al croquet completamente desnuda y, de pronto, el sol desaparecía. Entonces, una mano la tocó y una voz aterradora brotó de la oscuridad: «¿Me amas, Chola?», preguntó la voz, y lo más espantoso de ella fue su familiaridad.

«Nada de eso importa ahora, Jessie; son cosas que puedes considerar otro día. En este preciso momento, lo único importante es conseguir que te suelte».

Sí. Porque aquel juego no era de los dos; aquel juego era sólo de Gerald. Ella empezó a participar simplemente porque Gerald quería que lo hiciese. Y ya había dejado de tener gracia.

El somorgujo volvió a soltar su chillido solitario en el lago. Gerald había sustituido su boba mueca de prometérselas muy felices por una expresión de malhumorado disgusto. «Me has roto mi juguete, so zorra», decía esa expresión.

Jessie se sorprendió a sí misma evocando la última vez que había echado una buena ojeada a tal gesto. En agosto, Gerald se presentó ante ella con un rutilante folleto, indicó lo que quería y Jessie dijo que sí, que naturalmente podía comprarse un Porsche si deseaba un Porsche y que, desde luego, ellos podían permitirse el lujo de tener un Porsche, pero que ella pensaba que tal vez sería mejor pagarse la cuota de ingreso como socio del Club de la avenida del Bosque, tal como Gerald llevaba dos años amenazando.

—Precisamente ahora no tienes cuerpo de Porsche —había dicho Jessie, aun a sabiendas de que no era una observación muy diplomática, pero con el convencimiento de que tampoco era momento para andarse con diplomacias.

Por otra parte, Gerald la había irritado hasta el punto de que a ella le importaba un comino herir los sentimientos de su esposo. Era algo que últimamente les sucedía cada vez con más frecuencia y Jessie se sentía consternada, pero tampoco sabía qué hacer respecto a ello.

—¿Qué se supone que significa eso? —le preguntó Gerald, de uñas.

Jessie no se molestó en contestar; la experiencia le había demostrado que, cuando Gerald formulaba semejantes preguntas, casi siempre eran retóricas. El mensaje importante subyacía en el contexto y era: «Me estás poniendo los nervios de punta, Jessie. No te atienes a las reglas del juego».

Pero en aquella ocasión —tal vez en una sintonización desconocida, para variar— prefirió pasar por alto el contexto y responder a la pregunta.

—Significa que avanzas a toda velocidad hacia los cuarenta y seis años que vas a cumplir este invierno, tanto si eres dueño de un Porsche como si no, Gerald… y significa que aún te van a sobrar catorce kilos.

Cruel, sí, pero podía haber llegado al fondo de la arbitrariedad; podía haber seguido con la imagen que centelleó ante sus ojos al ver la fotografía del automóvil deportivo que ilustraba la tapa del glaseado folleto que Gerald le presentaba. En aquel fugaz parpadeo, Jessie había vislumbrado a un chaval gordinflón, de semblante rosáceo y pelambrera en punta, metido en la cámara de rueda de coche que había llevado a la vieja alberca para utilizarla a guisa de flotador.

Gerald le arrebató el folleto de la mano y se alejó sin pronunciar palabra. El tema del Porsche no salió a relucir más… pero Jessie había visto reaparecer con frecuencia en el rostro de Gerald aquella mirada resentida de «no la gozamos».

Y volvía a ver ahora una versión incluso más intensa de aquella mirada.

—Tú dijiste que parecía divertido. Ésas fueron exactamente tus palabras: «Parece divertido».

¿Había dicho ella tal cosa? Supuso que sí. Pero fue un error. Una pequeña pifia, eso mismo, el resbalón que se da al pisar una cáscara de plátano. Claro. Pero ¿cómo decirle al marido que cuando echa hacia adelante el labio inferior parece el nene Huey a punto de iniciar una de sus vibrantes rabietas?

Jessie no lo sabía, de modo que bajó la mirada… y vio algo que no le gustó absolutamente nada. La versión de señor Felicidad adoptada por Gerald no se había marchitado ni un ápice. Todo indicaba que el señor Felicidad no se había enterado del cambio de planes propuesto en principio.

—Gerald, es que no…

—… ¿que no te apetece? Bueno, pues sí que la hemos fastidiado, ¿no? Me tomé el día libre. Y si pasamos aquí la noche, eso significa que mañana por la mañana tampoco iré a trabajar. —Reflexionó un momento, para repetir luego—: Dijiste que parecía divertido.

Jessie empezó a desplegar mentalmente su abanico de excusas, como un viejo jugador de póquer hace con sus cartas («Sí, pero ahora me duele la cabeza. Sí, pero empiezo a sufrir esos molestos calambres que me sacuden cada vez que se acerca la regla. Sí, pero soy mujer y por lo tanto tengo derecho a cambiar de opinión. Sí, pero ahora que estamos en, me aterrorizas, tú, hermosa bestia de hombre malo.»), las mentiras susceptibles de satisfacer sus conceptos erróneos o su ego (ambos solían ser a menudo intercambiables), pero antes de que se decidiese por una carta, una carta cualquiera, la voz nueva volvió a intervenir. Era la primera vez que se expresaba sonoramente y Jessie descubrió, fascinada, que en el aire tenía el mismo timbre, las mismas características que en el interior de su cabeza: enérgica, seca, tajante, dueña de la situación.

También sonaba curiosamente familiar.

—Tienes razón… supongo que lo dije, pero lo que realmente parecía divertido era largarnos los dos tal como solíamos hacer antes de que rotularan tu nombre en la puerta, con el resto de los personajes de primera. Pensé que podríamos retozar un poco en la cama, planchar el colchón y luego sentarnos en el suelo y disfrutar del silencio y la tranquilidad. Tal vez enzarzarnos en una partida de «Scrabble», cuando se pusiera el sol. ¿Es eso un delito digno de proceso, Gerald? ¿Qué piensas? Anda, dímelo, quiero saberlo, de veras.

—Pero, tú dijiste…

Jessie llevaba cinco minutos diciéndole, en varios tonos, que deseaba que la liberase de aquellas malditas esposas, pero él seguía sin quitárselas. De súbito, la impaciencia de Jessie hirvió hasta convertirse en furor.

—Dios mío, Gerald, esto dejó de resultar divertido casi en el momento en que empezó, ¡y si tú no fueras tan duro de mollera como un ladrillo te habrías dado cuenta ya!

—Tu boca. Tu boca ingeniosa y sarcástica. A veces, me harta tanto que…

—Gerald, cuando se te mete una idea en la cabeza no hay forma de acercarse a ti, ni por las buenas ni por las otras. ¿Y de quién es la culpa en este caso?

—Cuando te pones en ese plan, no me gustas, Jessie. Cuando te comportas de ese modo, no me gustas ni pizca.

Aquello iba de mal en peor, de peor en horrible y lo más espantoso del asunto era la rapidez con que degeneraba. De pronto, se sintió muy cansada y a su mente acudió cierta frase de una antigua canción de Paul Simon: «Ya no quiero ese loco amor». Muy bueno lo tuyo, Paul. Puede que seas bajito, pero no tonto.

—Sé que no te gusta. Y está bien que no te guste, porque, ahora mismo, de lo que se trata es de estas esposas, no de cuánto te gusta o no te gusta el que te diga que he cambiado de idea acerca de algo. Quiero librarme de estos grilletes. ¿Me oyes?

«No», comprendió Jessie, con un asomo de desaliento. «Desde luego, no. Gerald seguía en sus trece».

—Es que eres tan condenadamente voluble, tan endemoniadamente cáustica… Te quiero, Jess, pero detesto esa maldita desfachatez tuya, siempre la he detestado.

Se pasó la palma de la mano izquierda por el pimpollo que formaron sus labios al hacer un puchero y luego la miró con aire triste… Pobre y embaucado Gerald, que carga con una esposa que le ha conducido al fondo de una selva virgen para luego negarse a cumplir sus obligaciones sexuales de esposa. Pobre y engañado Gerald, que no manifiesta la menor intención de recoger de encima del tocador contiguo a la puerta del cuarto de baño las llaves de los grilletes.

Su desasosiego se transformó en otra cosa… mientras se encontraba de espaldas. Se había convertido en una mezcla de miedo e indignación como sólo una vez recordaba haber experimentado. Cuando contaba unos doce años, su hermano Will la pinchó en el trasero en una fiesta de cumpleaños. Todos sus amigos y amigas lo vieron y todos se echaron a reír. «Ja, ja, muy gracioso, señora, me parece». Pero a ella no se lo pareció.

Will era el que más se reía de todos, con tantas ganas que se doblaba sobre sí mismo, con las manos apoyadas en las rodillas y el pelo caído sobre la cara. Aquello ocurrió cosa de un año después del advenimiento de los Beatles, los Rolling Stones, los Searchers y todos los demás, así que Will tenía una barbaridad de pelo que dejar caer delante de la cara. Al parecer, formaba una cortina que le impedía ver a Jessie, ya que el muchacho ignoraba por completo lo furiosa que estaba… y, en circunstancias normales, Will se adaptaba casi de un modo extraño a los cambios de humor y de genio de la niña. Jessie era, con mucha ventaja, la hermana favorita de Will. El chico siguió riendo hasta el punto de que la espuma de la rabia llenó a Jessie de tal forma que comprendió que tendría que hacer algo o reventaría. Así que la niña cerró el puñito y, cuando su queridísimo hermano alzó por fin la cabeza para mirarla, le sacudió un tremendo puñetazo en mitad de la boca. A consecuencia del golpe, Will cayó como un bolo y soltó un grito escalofriante.

Posteriormente, Jessie trató de convencerse de que Will gritó más por la sorpresa que por el dolor, pero, incluso a sus doce años, la niña comprendía que no era cierto. Le había hecho daño, daño de verdad. Le partió el labio inferior en un punto y el superior en dos y, desde luego, le hizo polvo a base de bien. Y todo eso, ¿por qué? ¿Porque Will cometió una estupidez? Pero el chico sólo tenía nueve años —cumplidos ese mismo día— y a esa edad todos los niños son estúpidos. Prácticamente, era una ley nacional. No, no fue por la estupidez de Will. Fue por el miedo de ella, el temor a que, de no hacer algo al respecto, la repulsiva espuma verde de la indignación y la vergüenza, habría

(apagado el sol)

hecho reventar a Jessie. La verdad, descubierta aquel día, era ésta: dentro de Jessie había un pozo, un pozo de agua ponzoñosa, y al pincharla por detrás, William bajó un cubo hasta ese pozo y lo subió lleno de espuma y de sabandijas que se retorcían. Odiaba a Will por lo que le había hecho y suponía que ése fue el motivo por el que le golpeó. La profunda intensidad de aquel sentimiento la asustó. Ahora, al cabo de tantos años, se daba cuenta de que continuaba asustándola… pero es que sentía idéntica furia.

«No apagarás el sol», pensó Jessie, sin tener la más remota idea de lo que eso significaba. «Pero maldito si quieres hacerlo».

—No quiero ponerme a discutir sutilezas, Gerald. Limítate a coger las llaves de estos puñeteros artilugios ¡y suéltame!

Y entonces Gerald dijo algo que la dejó tan pasmada que, al principio, no pudo captarlo:

—¿Y si no quiero?

Lo primero que Jessie percibió fue el cambio de tono. Normalmente, hablaba con voz más bien enérgica, un tanto brusca y jactanciosa —«Soy aquí el responsable, lo cual constituye una suerte para todos nosotros, ¿verdad?», proclamaba ese tono—, pero el nuevo timbre era bajo, arrastraba un poco las sílabas y no tenía nada de familiar. El brillo acababa de volver a sus pupilas, aquel fulgor vivo que años atrás se había proyectado sobre ella como una batería de focos. Jessie no lo veía muy bien —los párpados de Gerald estaban entornados y no eran más que unas estrechas ranuras en la carne, detrás de las gafas de montura dorada—, pero se encontraba allí. Sí, en efecto.

Luego estaba el extraño caso del señor Felicidad. El señor Felicidad no se había debilitado lo más mínimo. A decir verdad, parecía más alto que en cualquier otro momento que Jessie recordara… aunque probablemente fuera sólo su imaginación.

«¿Lo crees así, querida? Yo no».

Jessie procesó toda esa información antes de enfocar su atención de nuevo sobre las últimas palabras de Gerald, aquella asombrosa pregunta de: «¿Y si no quiero?». Esta vez pasó del tono al sentido de las palabras, y cuando por fin las asimiló por completo, notó que su indignación y su cólera ascendían un punto en la escala. En alguna parte de su interior, el cubo volvió a bajar por la polea del pozo en busca de una nueva carga de agua fangosa repleta de microbios casi tan venenosos como crótalos de pantano.

La puerta de la cocina reanudó otra vez su repicar contra el marco y, en el bosque, el perro la emprendió con otra serie de ladridos, que ahora parecieron sonar más cerca que antes. Un ruido intermitente, astilloso, desesperado. Escuchar algo así durante mucho tiempo sin duda le produciría a una dolor de cabeza.

—Atiende, Gerald —oyó Jessie que decía su nueva voz. Tuvo plena conciencia de que podía haber elegido un momento mejor para surgir, para romper su silencio (al fin y al cabo, se encontraba en la desierta orilla norte del lago Kashwakamak, esposada a las columnas de una cama y vestida sólo con unas braguitas de nailon), pero ello no fue óbice para que la admirase. Casi contra su voluntad, se sorprendió a sí misma admirando aquella voz—. ¿Me escuchas aún? Ya sé que últimamente me haces poco caso cuando hablo, pero esta vez es realmente importante que prestes atención a lo que voy a decir. De modo que… ¿me escuchas por fin?

Gerald estaba arrodillado encima de la cama; la miraba como si Jessie fuera un insecto de una especie desconocida hasta entonces. Las mejillas del hombre aparecían sonrojadas hasta presentar un color casi púrpura y en ellas se entrecruzaban redes de delgadísimas vetas escarlata (Jessie pensaba que esas hebras venían a reflejar las marcas de licor propias de Gerald). Una línea semejante le surcaba la frente. Su color era tan oscuro, su forma tan definida que parecía una marca de nacimiento.

—Sí —articuló Gerald, y como su nueva voz arrastraba las sílabas, la palabra sonó «Siiiiii»—. Te escucho, Jessie. Claro que te escucho, faltaría más.

—Bueno. Entonces, acércate al tocador y coge las llaves. Acto seguido, abres primero ésta… —Hizo resonar la muñeca derecha contra el cabecero de la cama— y después sueltas esta otra. —Repitió la operación, de modo análogo, con la muñeca izquierda—. Si lo haces en seguida, podemos regalarnos con un pequeño orgasmo mutuo, normal y cómodo, antes de volver a nuestra vida normal y cómoda de Portland.

«Insustancial», pensó. «Te has dejado un adjetivo. A nuestra vida normal, cómoda e insustancial de Portland».

Tal vez era así, o acaso estaba cargando la nota dramática (descubría que verse esposada a las columnas de la cama impulsaba a una persona a dramatizar), pero lo más probable era que, en efecto, se hubiera dejado ese adjetivo. Lo que sugería que, después de todo, la avispada nueva voz no era tan indiscreta. Luego, como si tratase de desmentir esa idea, Jessie oyó que la voz —su voz, al fin y al cabo— alzaba el tono y se subrayaba con inequívocos latidos y pulsaciones de cólera.

—Pero si continúas jeringando y fastidiándome, me iré de aquí derechita a ver a mi hermana, le preguntaré quién se encargó de llevar su divorcio y le telefonearé de inmediato. Te lo digo en serio. ¡No quiero seguir con este juego!

Estaba ocurriendo algo verdaderamente increíble, algo que Jessie no hubiera sospechado ni en un millón de años: la mueca afloraba de nuevo en el rostro de Gerald. Emergía como un submarino que llegase por fin a la seguridad de aguas amigas después de una travesía larga y azarosa. Aunque lo verdaderamente increíble no era eso. Lo verdaderamente increíble era que la mueca ya no le daba aire de hombre inofensivo y como retrasado. Le daba aspecto de lunático peligroso.

Alargó la mano como quien no quiere la cosa, acarició el pecho izquierdo de Jessie y luego lo apretó hasta hacerle daño. Remató aquel acto desagradable con un pellizco en el pezón, algo que nunca había hecho antes.

—¡Uf, Gerald! ¡Eso duele!

El hombre la dedicó una inclinación de cabeza solemne y apreciativa, que desentonaba de un modo extraño con la horrible mueca del semblante.

—Eso está bien, Jessie. El conjunto, me refiero. Podías ser actriz. O prostituta de esas a las que se avisa por teléfono. Una respetuosa de las caras. —Titubeó, para añadir a continuación—: Se supone que esto es un piropo.

—En el nombre de Dios, ¿qué estás diciendo?

Lo malo era que estaba bastante segura de saber lo que Gerald quería decir. De golpe, Jessie comprendió que estaba realmente asustada. Algo perverso andaba suelto por el dormitorio; algo que giraba y giraba como una negra peonza.

Pero también estaba indignada… tan furiosa como el día en que Will la pinchó en el culo.

Gerald soltó una carcajada.

—¿Que qué estoy diciendo? Por un momento, conseguiste que llegara a creérmelo. A eso es a lo que me refiero. —Posó una mano en el muslo derecho de Jessie. Cuando volvió a hablar, su voz sonó enérgica e incomprensiblemente formal—. Ahora… quiero que separes las piernas para mí, ¿o tengo que hacerlo yo mismo? ¿Eso también forma parte del juego?

—¡Suéltame!

—Sí… cuando llegue el momento. —Disparó la otra mano. Lo que pellizcó en esa ocasión fue el seno derecho, y lo hizo con tanta fuerza que los nervios despidieron un ramalazo de chispazos blancos a lo largo del costado y por toda la cadera—. Vamos, ya, ¡separa esas adorables piernas, mi soberbia bella dama!

Jessie le lanzó una atenta mirada y observó algo terrible: Gerald lo sabía. Sabía que ella no bromeaba al decir que no quería continuar con aquel número. Gerald lo sabía, pero optaba por ignorar que lo sabía. ¿Puede una persona hacer tal cosa?

«Apuesta a que sí», dijo la voz juiciosa y cabal. «Si eres un brillante jurisconsulto de la firma legal corporativa más importante que existe al norte de Boston y al sur de Montreal, supongo que puedes saber todo lo que quieres saber y no saber todo lo que no quieres saber. Me parece que te encuentras en un buen brete, dulzura. La clase de apuro que da al traste con los matrimonios. Será mejor que aprietes los dientes y entornes los ojos, porque me temo que se te viene encima una putada de vacuna».

Aquella mueca. Aquella mueca repugnante, saturada de maldad.

Fingir ignorancia. Y hacerlo tan a fondo como para poder engañar incluso al detector de mentiras, caso de que más adelante le sometieran a él. «Creía que todo eso era parte del juego», diría Gerald, con expresión dolida y ojos como platos. «De verdad que lo creía». Y si ella insistía, acosándole, lanzando sobre él toda su rabia, Gerald retrocedería a la más antigua línea defensiva que todos utilizaban… y se refugiaría en ella, como un lagarto se introduce en la grieta de una roca: «A ti te gustaba. Sabes que te gustaba. ¿Por qué no lo reconoces?».

Simular que se está hundido en la ignorancia. Estar al cabo de la calle y tener intención de seguir adelante. La había esposado a los postes de la cama, lo hizo con la propia colaboración de ella, y ahora, oh, mierda, a rizar el rizo, ahora pretendía violarla, cierto, violarla mientras la puerta repiqueteaba, el perro ladraba, la motosierra rezongaba y el somorgujo cantaba allá fuera, en el lago. Realmente iba a violarla. Sí, señor, chicos, jiu, jiu, jiu, uno no ha gozado verdaderamente de un coño hasta que lo ha tenido dando botes debajo de uno como una gallina saltando sobre una plancha al rojo. Y si ella, Jessie, corría a casa de Maddy cuando hubiese terminado aquel ejercicio de humillación, Gerald continuaría manteniendo que nada más lejos de su cerebro que violar a Jessie.

Apoyó sus manos rosadas en los muslos de la mujer y procedió a separarle las piernas. Ella no opuso mucha resistencia; en aquel momento, al menos, se sentía tan horrorizada y sorprendida por lo que estaba ocurriendo que fue incapaz de resistirse gran cosa.

«Y ésa es precisamente la actitud adecuada», manifestó la voz interior más familiar. «Limítate a seguir tendida ahí, tranquilamente, y deja que te ponga su pequeña inyección. Después de todo, ¿qué importancia tiene? Lo ha hecho por lo menos mil veces antes y nunca te pusiste colorada. Por si se te ha olvidado, permite que te diga que hace un montón de años que dejaste de ser una ruborosa virgen».

¿Qué pasaría si no escuchaba ni obedecía el consejo que le daba aquella voz? ¿Qué otra alternativa había?

Como respuesta, una horrenda imagen apareció en su mente. Se vio a sí misma, en el momento de prestar declaración en el tribunal de divorcios. Ignoraba si en Maine existía el tribunal de divorcios, pero eso no empalideció la viveza e intensidad de la visión. Llevaba su discreto traje sastre rosa Donna Karan, con la blusa de seda color melocotón debajo de la chaqueta. Las rodillas y los tobillos, recatadamente juntos. El pequeño bolso de mano, el blanco, descansaba en su regazo. Se vio a sí misma ante un juez que parecía Harry Razonador, al que decía que sí, que había acompañado voluntariamente a Gerald a la casa de verano, que sí, que había permitido que la maniatara a las columnas de la cama con dos juegos de esposas Kreig, también por propia voluntad, y que sí, realmente habían practicado antes tales juegos, aunque nunca en la casa del lago.

Sí, señor juez. Sí.

Sí, sí, sí.

Mientras Gerald le separaba las piernas, Jessie se oía a sí misma contarle al juez con aspecto de Harry Razonador que habían empezado con pañuelos, que después ella permitió que los juegos pasaran de los pañuelos a las cuerdas y, finalmente, a las esposas, aunque ella estaba ya cansada de todo el asunto. A decir verdad, más que cansada, asqueada. Tan absolutamente asqueada que dejó que Gerald la llevase en el coche a lo largo de los ciento un kilómetros que separan Portland del lago Kashwakamak, para pasar juntos un día completo de octubre; tan colmada de repugnancia que, una vez más, permitió que Gerald la encadenase como a un perro; tan fastidiada por toda aquella cosa que lo único que se dejó puesto fue unas braguitas de nailon tan finísimas que a través de ellas podía leerse sin dificultad la sección de anuncios por palabras del New York Times. El juez la creería a pies juntillas, la comprendería y volcaría sobre ella la más profunda de las compasiones. Claro que sí. ¿Por qué no iba a hacerlo? Podía contemplarse a sí misma, sentada en el estrado de los testigos, al tiempo que declaraba: «De modo que allí me encontraba yo, esposada a las columnas de la cama, vestida únicamente con una prenda interior de Victoria’s Secret y una sonrisa. Pero cambié de idea en el último momento, y Gerald lo sabía, de forma que cometió una violación».

Sí, señor, así sería, desde luego. Apueste sus botas.

Salió de aquella espantosa fantasía, para encontrarse con que Gerald dedicaba todo su entusiasmo a la tarea de arrancarle las bragas a base de tirones. Estaba de rodillas entre sus piernas, y la expresión de su rostro era tan reconcentrada que uno llegaba a sentir la tentación de creer que se disponía a afrontar el examen del tribunal y no a beneficiarse de su reacia esposa. Desde el centro de su gordezuelo labio inferior descendía por el mentón un hilillo de saliva blanca.

«Déjalo, Jessie. Déjale que dispare su chorrito. Lo que le vuelve tarumba es esa sustancia de sus pelotas, y tú lo sabes. Los pone frenéticos a todos. Cuando se desembarace de ella, de esa mala leche, podrás hablar de nuevo con él. Estarás en condiciones de tratar con él. Así que no la armes… quédate aquí tendidita y espera a que descargue la pluma y su sistema genital esté desocupado».

Un buen consejo, y Jessie supuso que lo hubiera seguido de no ser por la nueva presencia asentada en su interior. Aquella anónima recién llegada creía que la acostumbrada consejera de Jessie —la voz de la que había llegado a considerar una especie de Santa Esposa Burlingame— era una sosainas de primerísima clase. Jessie aún podía haber dejado que los acontecimientos siguieran su curso más o menos normal, pero entonces ocurrieron simultáneamente dos cosas. La primera fue que se dio cuenta de que, si bien tenía las muñecas esposadas a los postes de la cama, los pies y las piernas estaban libres. En el preciso instante en que se percataba de ello, cayó la baba de la barbilla de Gerald. Quedó colgando unos segundos, se balanceó, se alargó y luego fue a parar al diafragma de Jessie, justo encima del ombligo. En la impresión que le produjo había algo familiar y por el ánimo de Jessie pasó la terriblemente intensa sensación de lo déjà vu. El cuarto parecía haberse oscurecido a su alrededor como si hubiesen sustituido los cristales de las ventanas y de la claraboya por vidrios ahumados.

«Es su semen», pensó Jessie, aunque sabía muy bien que no lo era. «Es su maldito semen».

Más que a Gerald, la respuesta de Jessie se dirigía a la odiosa sensación que ascendía desde el fondo de su mente. En realidad, no actuó impelida por el pensamiento, sino por la repulsión instintiva y empavorecedora de una mujer que ha comprendido que lo que mueve las alas, atrapado entre sus cabellos, es un murciélago.

Jessie echó hacia atrás las piernas, alzó la rodilla derecha, que a punto estuvo de tropezar con la península del mentón de Gerald, y luego impulsó como pistones los descalzos pies. La planta y el empeine se clavaron en la boca del estómago de Gerald. El talón izquierdo alcanzó violentamente la raíz del pene y los testículos que colgaban un poco más abajo como amarillenta fruta madura.

El hombre se balanceó hacia atrás y las nalgas cayeron sobre las gruesas pantorrillas desprovistas de pelo. Inclinó la cabeza hacia la claraboya y el techo blanco en el que se reflejaban los rizos de las ondulaciones del lago y soltó a todo volumen un prolongadísimo alarido asmático. El somorgujo del lago emitió en aquel preciso instante el contrapunto diabólico de su propio grito; a Jessie le sonó a compasión de un macho por otro.

Los ojos de Gerald ya no tenían los párpados entornados; tampoco brillaban. Estaban totalmente abiertos, aparecían tan azules como el inmaculado cielo de aquel día (la idea de contemplar ese cielo sobre el lago otoñal, medio vacío, fue el factor determinante a la hora de aceptar la propuesta de Gerald, cuando le telefoneó desde el despacho, le dijo que tenía un aplazamiento y le preguntó si le gustaría ir a la casa de verano y pasar allí una jornada completa y tal vez una noche), y la expresión de las pupilas era un agónico destello furioso que Jessie apenas se atrevía a mirar. A ambos lados del cuello resaltaban los tendones. Jessie pensó: «No le había visto ponerse así desde aquel verano en que llovió tanto que tuvo que renunciar a la jardinería y cambiar su pasatiempo favorito por el de J.W. Dant».

El alarido empezó a apagarse. Fue como si alguien con un control remoto especial para Gerald bajase el volumen. No era así, claro; Gerald había sostenido su grito durante un espacio de tiempo extraordinariamente largo, quizá treinta segundos, y se estaba quedando sin aliento. «Sin duda le he hecho bastante daño», pensó Jessie. Los puntos rojos de sus mejillas y la raya que cruzaba su frente adquirían un tono púrpura.

«¡Lo has hecho!», chilló la voz de la consternada Santa Esposa. «¡Realmente lo hiciste!».

«Sí; un disparo condenadamente certero, ¿verdad?», musitó la nueva voz.

«¡Arreaste a tu marido un patadón en los cataplines!», gritó «¿Qué derecho tienes, por Dios, para hacer una cosa así? ¿Quién te ha dado permiso para bromear siquiera sobre eso?».

Conocía la respuesta a tales preguntas, o creía conocerla: lo hizo porque su marido había intentado violarla, dispuesto a excusarse después alegando que ni por un momento captó señal alguna que le indicase que no era un acto realizado entre dos miembros de un matrimonio fundamentalmente armonioso que se entregaban a la práctica de un juego sexual inofensivo.

«Fue culpa del juego», diría, con un encogimiento de hombros. «No fue culpa mía, sino del propio juego. No debimos seguir con él, Jess, si tú no querías».

Gerald sabría, naturalmente, que, por nada del mundo, le ofreciera lo que le ofreciese, Jessie jamás volvería a dejarse poner las esposas en las muñecas. No, aquél era un caso de «ésta es la última vez» y había que aprovecharlo. Gerald no lo ignoraba y por eso pretendió sacarle el máximo partido.

La negrura cuya presencia percibió Jessie en el cuarto se había desmandado, tal como ella temió que ocurriese. Gerald parecía seguir chillando, aunque no brotaba absolutamente ningún sonido (al menos, que ella pudiese oír) de su fruncida y acongojada boca. Tenía el rostro tan congestionado por la sangre que afluyó a él que presentaba varias zonas negras. Jessie observó que la vena yugular —o tal vez era la arteria carótida, si es que en semejantes circunstancias eso importaba algo— latía furiosamente bajo la cuidadosamente afeitada piel del cuello. Fuera cual fuese, parecía a punto de reventar y una repelente sacudida de terror acuchilló a Jessie.

—¿Gerald? —la voz de Jessie sonó vacilante, era la voz de una chica que en la fiesta de cumpleaños de una amiga ha roto un objeto de gran valor—. ¿Te encuentras bien, Gerald?

Era un pregunta estúpida, desde luego, increíblemente estúpida, pero resultaba mucho más sencillo plantear esas preguntas tontas que las que le daban vueltas en la cabeza: «¿Es realmente grave, Gerald? ¿Crees que puedes morir, Gerald?».

«Claro que no va a morirse», dijo, anegada por el nerviosismo. «Le has hecho daño, verdaderamente le has destrozado a modo, y debes sentirlo mucho, pero no se va a morir. Nadie va a morir aquí».

Los labios de Gerald, contraídos y arrugados, se movieron silenciosa, temblorosamente, sin responder a la pregunta de Jessie. El hombre se había llevado una mano al estómago, mientras se cubría los testículos con la otra. En aquel momento las empezó a levantar despacio y las posó justo encima de la tetilla izquierda. Allí permanecieron, como un par de pájaros rosáceos y regordetes, excesivamente cansados para emprender el vuelo. Jessie distinguió la forma de un pie descalzo —su propio pie descalzo— marcada en el redondeado estómago de su marido. Era una mancha roja, acusadora, que destacaba en medio de la carne color rosa.

Gerald exhalaba aire, o trataba de hacerlo, un aliento agrio que olía a cebollas podridas. «La marejada, el mar de fondo de su respiración», pensó Jessie. «Un diez por ciento del aire de nuestros pulmones se queda en el fondo como reserva para la marejada de la respiración, ¿no es eso lo que nos enseñaron en las clases de biología del instituto? Sí, me parece que sí. La marejada de la respiración, el legendario último suspiro de los que se ahogan y se asfixian. Una vez se ha exhalado ese hálito final, uno pierde el sentido o…».

—¡Gerald! —chilló Jessie en tono agudo y regañón—. ¡Respira, Gerald!

Los ojos de Gerald se desorbitaron, saltones, como un par de canicas azules plantadas en un desagradable trozo de plastilina, y se las arregló para aspirar una ínfima bocanada de aire. El hombre que parecía hecho de palabras utilizó aquel sorbo de aire para dirigir la última a Jessie.

—… corazón…

Y eso fue todo.

—¡Gerald! —además de reprobadora, la voz de Jessie sonó escandalizada, como la de una maestra solterona que pilla a la calientabraguetas de segundo en el momento en que se levanta las faldas para enseñar a los chicos lo bonitas que son sus bragas—. ¡Gerald, deja de hacer el tonto y respira, maldita sea!

Gerald se abstuvo. En lugar de obedecer, los ojos giraren en las órbitas y dejaron al descubierto unas córneas pajizas que parecían la parte blanca, la clara de unos huevos sanguinolentos. Sacó la lengua y, al hacerlo, produjo un ruido de ventosidad fétida. El mustio pene dejó escapar un chorrito de orines anaranjados, cuyas gotas febrilmente cálidas le salpicaron las rodillas y los muslos. Jessie lanzó un chillido dilatado y penetrante. En esa ocasión no tuvo conciencia de que tiraba de las esposas, de que las utilizaba para retirarse, para apartarse lo más lejos posible de Gerald, mientras doblaba las piernas por debajo del cuerpo.

—¡Basta, Gerald! Déjalo antes de que te caigas de la c…

Demasiado tarde. Incluso aunque la estuviese escuchando, cosa que dudaba el racional cerebro de Jessie, ya era demasiado tarde. La mitad superior del cuerpo de Gerald se arqueó por encima del borde de la cama y la fuerza de gravedad impuso su ley. Gerald Burlingame, con quien una vez Jessie había comido pasteles de nata en la cama, cayó hacia atrás, de cabeza, alzadas las rodillas, como un adolescente torpón que trata de impresionar a sus amigos en la piscina de Jóvenes Cristianos. El ruido que produjo el cráneo al estrellarse contra la madera del piso del dormitorio arrancó otro alarido a Jessie. Sonó como un huevo enorme al que se rompe la cáscara contra el borde de un tazón de piedra. Hubiera dado cualquier cosa por no tener que oírlo.

Después, el silencio lo cubrió todo, un silencio que sólo interrumpía el lejano rechinar de la sierra de cadena. Una inmensa rosa gris empezó a abrirse en el aire, ante los desorbitados ojos de Jessie. Los pétalos se extendían y extendían, y cuando volvieron a cerrarse en torno a ella, como alas polvorientas de colosales polillas incoloras, bloqueándolo todo momentáneamente, lo único que Jessie experimentó con claridad fue una sensación de gratitud.