quellos ajenos a los círculos políticos que se imaginaban el gobierno de Ontario sólo pensaban en Queen’s Park, el enorme edificio de arenisca roja con tejado de cobre que servía de fondo a University Avenue. Aunque era el edificio en el que se encontraba realmente el parlamento provincial, el verdadero trabajo se hacía en los bloques de oficinas situados al este. El 25 de Grosvenor Street, entre Bay y Yonge, la oficina del Subsecretario de Justicia, era todo lo lejos al este que llegaba el gobierno.
Vicki echó una mirada de reojo al edificio con desagrado. No es que no le gustase la torre de cemento rosa, aunque desde este y oeste pareciese plastilina aplastada; lo que pasaba era que los tres bloques que había desde Queen’s Park, que no estaban lo bastante lejos como para coger el autobús, sí lo estaban como para que su pie derecho encontrarse un charco en el que empaparse.
—Toronto en octubre. Dios. Cualquier momia en su sano juicio cogería el primer vuelo de Air Egyptian y se iría a casa. —Suspiró al pasar al lado de la escultura en el exterior de la entrada principal. Parecía un conjunto de barrotes de prisión gigantes de aluminio deformados, y ella nunca había entendido el simbolismo.
Tras saludar con la cabeza al agente especial de servicio en la mesa de información, cruzó el vestíbulo hasta el callejón sin salida que contenía los dos ascensores. De la media docena de focos del techo sólo funcionaban dos, sumergiendo la zona en una penumbra ambarina. Por lo que respectaba a Vicki, podían haber estado apagados igualmente.
A algún niño prodigio rubio se le habrá ocurrido esto como manera de ahorrarse dinero, justo antes de su aumento mensual. Arrastró la mano por el paramento de mármol hasta la puerta de acero inoxidable, y finalmente hasta la lámina de plástico que contenía el botón de llamada. Esperemos que hayan dejado las luces encendidas dentro de las cabinas, o no las veré cuando lleguen.
Lo habían hecho. Aunque sus ojos le lloraban con el repentino destello, esa reacción era preferible a tener que buscar a tientas un ascensor. Además, después de un paseo de diez bloques diluviando, ya estaba mojada.
La suite del Subsecretario de Justicia estaba en el piso once, y, como era habitual en las oficinas del gobierno, rayaba en lo palaciego. Los colores potentes y un diseño conservador y a la vez moderno estaban pensados para ofender al menor número de votantes posible e impresionar al mayor. Vicki reconocía la decoración simbólica cuando la veía, y sabía bien que tras las puertas cerradas de aquel piso, y de otros, el trabajo pesado se hacía en cubículos hacinados.
—¿Puedo ayudarla?
La joven de la mesa cumplía la misma misión que la decoración: impresionar y reconfortar. Vicki, que odiaba ser agradable con extraños, no hubiese aceptado su trabajo aunque le pagasen el doble.
—Eso espero. Me llamo Vicki Nelson, tengo una cita con el Sr. Zottie a la una treinta. —Miró su reloj—. Llego algo pronto.
—No hay ningún problema, Sita. Nelson. Por favor, pase.
Es buena, pensó Vicki, atravesando las puertas dobles indicadas. Incluso fijándome, casi no la he visto mirar la lista.
La mujer de la mesa de dentro, aunque impresionante, no era ni mucho menos reconfortante.
—El Sr. Zottie la verá dentro de un momento, Srta. Nelson. Por favor, siéntese.
La puerta de la oficina del Subsecretario de Justicia tardó bastante más que un momento en abrirse. Vicki intentó no inquietarse mientras esperaba. El fin de semana había pasado como si nada, y sus únicas pistas no estaban a su alcance. Había arropado a Henry todas las mañanas (sin saber si preocuparse porque continuase el sueño o agradecer que sólo fuese un sueño y que él no mostrase señales de buscar el sol) antes de irse a casa y hacer la colada, la compra, llamar a su madre y llevar el tiempo. Lo primero que había hecho aquella mañana había sido mover algunos hilos para conseguir aquella cita.
—¿Srta. Nelson? —El Subsecretario de Justicia George Zottie era un hombre de mediana edad, no muy alto ni delgado, con una cabellera oscura, cejas de color castaño oscuro y largas pestañas oscuras—. Siento haberla hecho esperar.
Su apretón de manos era firme, el de alguien que había pasado su tiempo libre detrás de un escritorio; y Vicki, que despreciaba a los políticos, pensaba que aquel era uno de los mejores. Lo que lo mantenía en su posición era una combinación de integridad personal y un respeto sincero de todos los cuerpos de policía de los que era responsable. Si el gobierno ganaba las próximas elecciones, lo cual parecía seguro, su tercera legislatura estaba prácticamente asegurada.
Vicki le había visto tres veces mientras estaba en el cuerpo, la última de ellas ocho meses antes de que su vista deteriorada la obligase a retirarse. Habían hablado un momento tras la ceremonia de presentación, y esa conversación le había dado a Vicki la idea de ir a verle en aquel momento, un plan para mejorar la imagen de la policía en los colegios, tanto elementales como de secundaria. De hecho, era tan buena idea que ella estaba medio convencida de dedicarse a ello una vez que se hubiesen ocupado de la momia. Por supuesto, siempre y cuando ganasen los buenos.
La conversación también le dio una base para juzgar la… estabilidad o realidad del Subsecretario. Para juzgar qué grado de control había establecido ya la momia. O si había establecido alguno. Cualquier cosa que encontrase la ayudaría a armar a Henry para el sábado por la noche.
Al seguir al subsecretario a su oficina, echó un vistazo a los alrededores. Con su falta casi absoluta de visión periférica no podía ser muy sutil, pero se imaginó que él estaría acostumbrado a que los visitantes que entraban por primera vez mirasen por todas partes. Desgraciadamente, si la momia había estado allí, no había dejado señales fáciles de reconocer. No había trozos de vendaje putrefacto, no había montoncitos de arena, ni siquiera una estatua de la esfinge con un reloj en la barriga.
—Bien, —él se sentó tras la mesa y le indicó con la mano que tomara una silla—, sobre esa propuesta suya…
Vicki sacó un par de carpetas de su bolso y le alargó una de ellas. Mientras hablaba, le miraba a los ojos, a las manos, su comportamiento en general, intentando identificar alguna indicación de que estaba siendo influido, cuando no controlado, por un sacerdote hechicero de milenios de antigüedad. No parecía nervioso. En todo caso, estaba más tranquilo que en la recepción de la policía, en la que pasó la noche tironeándose el cuello de la chaqueta.
Supongo que al dejar de ser consciente uno se calmará, pensó al terminar la presentación. Pero también puede que haya reducido el consumo de cafeína.
—Muy interesante. —El subsecretario asintió atentamente e hizo una anotación en la parte superior de la primera página. Los ojos de Vicki no alcanzaban a leer del revés lo que había escrito, aunque lo miró de reojo mientras este continuaba—. ¿Ha hablado de esto con relaciones públicas?
—No, señor. Pensé que sería mejor contar primero con su apoyo.
—Bien —se levantó y rodeó la mesa—, echaré un vistazo a su propuesta escrita y me pondré en contacto para, veamos… ¿la semana que viene?
—Muy bien, señor. —Vicki se levantó también y guardó su propia copia en el bolso. Esperemos solamente que no nos hayan absorbido la vida por la nariz para entonces—. Gracias por molestarse en escucharlo.
—Siempre estoy dispuesto a escuchar una buena idea —se detuvo en la puerta para sonreírle—. Y esa es una buena idea. Un poco de ley y orden visibles a temprana edad puede servir para evitar los crímenes menores. Estoy muy interesado en intensificar la imagen de la policía en los colegios de la provincia.
—Si señor, lo sé —pasó a su lado—; por eso estoy aquí.
Él agrandó su sonrisa.
—Es una pena que tuviese que dejar el cuerpo, Srta. Nelson, usted era una de las mejores. ¿Cuántas menciones tuvo? ¿Dos?
—No, señor. Tres.
—Sí. Buen trabajo. No creo que la vida de civil le pegue tanto.
—No, la verdad es que no. —Se ajustó las gafas y forzó una sonrisa—. Pero ha sido… interesante.
—Me alegro de oírlo.
Vicki dejó que la puerta cortase su sonrisa al cerrarse y, colocándose el bolso al hombro, atravesó la oficina exterior, consciente de la mirada despectiva que se clavaba a su espalda. Cálmese, señora, pensó, al ponerse a cubierto en la zona de recepción, antes de que me olvide de en qué bando estoy y le meta este sombrero blanco por la nariz.
La visita bien podía considerarse un esfuerzo malgastado. Si George Zottie estaba bajo el control de una momia, no había podido verlo. Lo que puede significar simplemente que es un hijoputa sutil. Dios, lo que daría por un buen caso sencillito de divorcio ahora mismo, empezando con una foto del malo…
Sonó la campanilla del ascensor y se apresuró a cogerlo antes de que alguien lo llamase. Primero pensó que el hombre que salió a trompicones estaba borracho, pero un instante después notó que se encontraba realmente mal. Su piel tenía un tinte grisáceo, su labio superior y su frente estaban perlados de sudor. Una delicada mano de dedos largos aplastó su abrigo de cachemir contra el pecho, mientras que la otra tanteaba a ciegas en el aire.
Vicki lo sujetó por el brazo levantado y lo llevó hasta una silla. Afortunadamente no era mucho más grande que ella, ya que en el tiempo entre que se levantaba y se sentaba, todo su peso reposaba sobre los hombros de ella. Murmuró algo en un idioma que no entendía, pero por su aspecto parecía proceder del norte de África, así que dio por hecho que era árabe.
Reconociendo que por su estado podría considerarle mayor de lo que era, juzgó que tendría entre treinta y cuarenta años. Sus rasgos faciales eran poco inspiradores: dos ojos, una nariz y una boca de labios bastante gruesos del modo habitual, pero, aun mareado y confuso, tenía una fuerza de personalidad perceptible.
Intentando mantenerlo firme, Vicki se giró de golpe al notar un sonido extraño a sus espaldas, y vio que la recepcionista acababa de descorrer las gruesas cortinas de color castaño oscuro que cubrían una ventanal. Con un sobresalto convulso, el extranjero se fijó en la vista: cielos azules, el edificio Coroners, hecho de más cemento rosa moldeado, y algo más adelante las oficinas centrales de la policía; pareció relajarse.
Frunciendo el ceño, Vicki dejó a la recepcionista adoptar grácilmente su puesto de ángel de la guarda. Por lo que ella podía ver, no había nada especialmente reconfortante que ver por la… Entonces lo comprendió.
—Sufre claustrofobia, ¿no?
—Mucha —la joven le había desabrochado los dos botones superiores del abrigo—. El ascensor es un puro terror para él.
—Pero lo usa…
—Es muy valiente. —Adoptó una expresión algo brumosa.
—Con esto basta, Srta. Evans. —La otra mujer de la oficina interior avanzó con calma por la larga alfombra gris, con las cejas bajas en señal de querer saber qué hacía Vicki con un visitante tan importante—. Por favor. Sr. Tawfik, permítame.
Vicki se fue antes de vomitar. Aunque, pensó al bajar en un ascensor que de repente parecía mucho más pequeño que antes, si esto provoca una reacción tan violenta y sigue usándolo, es muy valiente. O moderadamente masoquista. Aunque no tenía ni idea de qué clase de posición diplomática ostentaba el extranjero, no le sorprendían las reacciones que había demostrado. Había algo en él, a pesar de su estado, que le recordaba a Henry.
—Si hay algo que pueda hacer por usted, Mr. Tawfik.
—No. Gracias. —Mirando fijamente a la ventana y más allá de ella, se esforzó por normalizar su respiración. Poco a poco, su pulso empezó a ralentizarse y los espasmos que le retorcían por dentro al fin se detuvieron. Sacó un pañuelo de lino del bolsillo del traje, con los dedos aún algo temblorosos, y se limpió el sudor de la cara.
Entonces miró ceñudo a las dos mujeres que revoloteaban a pocos metros.
—Había otra…
—Era sólo una visitante, Sr. Tawfik. No tiene que preocuparse por ella.
—Eso es asunto mío. —A pesar de su zozobra, el ka de ella le había resultado vagamente familiar. Era un sabor que no había sido capaz de identificar—. ¿Cómo se llamaba?
—Nelson —dijo la más joven—. Victoria Nelson. El Sr. Zottie la conocía de cuando estaba en el cuerpo de policía.
No. Su nombre no le decía nada. Pero no podía ignorar la sensación de que había tocado antes su ka.
—¿Puedo avisar al Sr. Zottie de que está aquí?
—Sí. —Había dejado claro desde el principio que el Subsecretario no debía saber que había llegado hasta que estuviese recuperado totalmente. El control debía surgir de la fuerza, y una debilidad personal podía debilitarlo todo. Las mujeres de aquella cultura estaban entrenadas para alimentar la debilidad, no para despreciarla, y aunque teóricamente él lo desaprobaba, en la práctica aprovechaba aquella actitud. Para cuando George Zottie se apresuró a la zona de recepción, ansioso de escoltar a su nuevo consejero hasta el sancta sanctorum, no se había recuperado del todo de los efectos del ascensor. Pero las ligeras nauseas que quedaban no se veían, así que no importaba.
Dirigiéndose delante del otro hacia las puertas dobles, sentía el ka de la mirada de la mujer más joven. Ella había creado su deseo de un mero roce que sólo debía asegurar su lealtad. Él no lo había puesto allí ni lo deseaba. A decir verdad, toda la idea le resultaba vagamente desagradable, y así había sido también durante siglos antes de que lo enterrasen. La mujer mayor había respondido a una demostración de poder: eso lo comprendía.
Sus planes para el subsecretario requerían una remodelación exhaustiva.
Una vez estuvieron solos en la oficina con las puertas bien cerradas a sus espaldas, alargó la mano. Zottie, con gran gracilidad para un hombre de su tamaño, hizo una genuflexión y acercó sus labios a los nudillos. Cuando se levantó, su expresión era de una calma casi beatífica.
El escriba (el secretario de prensa) le había dado la llave para llegar a Zottie, y su experiencia de quinientos años tratando con la burocracia le había permitido usarla. Había ido a su primera reunión con un hechizo de confusión preparado en la palma de la mano. Lo había pasado mediante el toque ceremonial, lo había activado y con él había accedido al ka. En el pasado, un hombre de tal poder hubiera tenido fuertes protecciones, hubiera tenido a un hechicero a su servicio únicamente para prevenir ese tipo de manipulación. A veces, todavía le costaba creer que fuese tan fácil.
No quedaba mucho de George Zottie.
Sin Zottie podría ir uno por uno a por los otros que necesitaba para su base de poder, pero con él eso ya no era necesario, pues ellos irían a él.
—¿Se ha hecho?
—Como ordenasteis —el subsecretario recogió de su mesa una lista manuscrita y se la ofreció con una ligera reverencia—. Estos son los que acudirán. A pesar de ser apresurado, la mayoría de los invitados han accedido a ir. ¿Debo volver a invitar al resto?
—No, puedo hacerme con ellos más adelante. —Examinó la lista. Sólo le sonaban algunos de los nombres. No bastaría con aquello.
—Necesito un hombre, un hombre mayor, uno que haya pasado la vida en el gobierno, pero no como político. Uno que conozca no sólo las leyes y las normas, sino que sepa… —el primer ka que había tomado le proporcionó una frase, y sonrió al usarla—, dónde están enterrados los cuerpos.
—Entonces necesitáis a Brian Morton. No hay nada ni nadie en Queen’s Park que él no conozca.
—Llévame hasta él.
—… un desgraciado accidente en Queen’s Park cuando el alto funcionario Brian Morton fue encontrado muerto sobre su mesa de un ataque cardíaco. Morton llevaba cuarenta y dos años trabajando para el gobierno de Ontario. El Subsecretario de Justicia, George Zottie, en cuyo ministerio trabajaba Morton en el momento de su muerte, declaró que había sido una inspiración para los jóvenes y que sus conocimientos y su experiencia se echarán de menos. La viuda de Morton declaró que su marido no tenía intención de jubilarse al menos en un año, y que, en caso de elección, hubiese preferido morir, como hizo, con las bostas puestas. El funeral tendrá lugar el lunes en la Iglesia de Nuestra Señora del Redentor en Scarborough. Y, a continuación, Elaine con la previsión meteorológica.
Vicki frunció el ceño y apagó la televisión. Reíd Ellis y el Dr. Rax habían muerto de ataques al corazón en el museo. La momia había salido del museo. Brian Morton había muerto de un ataque al corazón mientras trabajaba para el Subsecretario de Justicia. Creía que la momia estaba usando al Subsecretario para obtener el control de la policía y construir su propio ejército privado. Morton era un hombre mayor, su muerte podía ser una coincidencia.
Ella no lo creía.
Henry pensaba que la momia podría estar alimentándose. Ya llevaba libre una semana; ¿con qué frecuencia debería alimentarse?
Sacó los periódicos de la semana anterior de la pila de papeles para reciclar, a la izquierda de su escritorio, y se sentó en el banco de pesas a leerlos. Muertes repentinas en lugares públicos… tiene más sentido empezar por la prensa amarilla.
Tardó menos de diez minutos en encontrar el primer artículo. Unos centímetros cuadrados en la esquina inferior derecha de la página veintidós; hubiese sido fácil pasarlo por alto de no ser por el titular.
«CHICO MUERE MISTERIOSAMENTE EN EL METRO».
El cuerpo había sido retirado de la línea de metro de la universidad en la estación de Osgoode, en Queen Street, y se le había declarado muerto al ingresar en el Sick Children’s Hospital. La causa de la muerte: fallo cardiaco. Osgoode estaba a tres paradas al sur del museo. La fecha era el veinte de octubre. La hora, nueve cuarenta y cinco. Sólo horas después de que el Dr. Rax muriese y todo el mundo empezase a declarar que el ataúd estaba vacío y que siempre lo había estado.
Las manos de Vicki se convirtieron en puños, y descargó un golpe a través del periódico. El chico tenía doce años. Con los dientes apretados, recortó el artículo y después rompió el papel lenta y metódicamente en mil pedacitos.
Eran casi las tres de la madrugada antes de que encontrase la segunda muerte enterrada en una historia sobre guarderías que estaban siendo investigadas. El jueves 22, un niño de tres años se había caído de un columpio en la guardería Sunnyview y, según la autopsia, ya estaba muerto antes de llegar al suelo. La guardería Sunnyview estaba a una manzana del museo.
El martes por la tarde, después de comprobar que Henry se acostaba sin peligro y de recuperar unas horas de sueño, Vicki se encontraba de pie con la mano apoyada en la verja de cadena que rodeaba la guardería donde había muerto el segundo niño. No es una barrera muy sofisticada, pensó, frotando un eslabón oxidado. No servirá de mucho cuando un mal reanimado se una a los demás peligros de la ciudad. Aunque el cielo estaba gris y lleno de nubes, no cayó agua sobre el patio de recreo, repleto de pequeños. En un lugar, media docena asaltaban una torre hecha de madera, ruedas y cuerda mientras que sus cuatro defensores chillaban desafíos. En otro, dos utilizaban la pequeña piscina de cemento como pista de carreras perfecta. En un lugar, uno se sentaba contemplando fascinado un charco. En otro, tres discutían por el derecho a usar el tobogán. En medio de todos, en los espacios entre las escenas a las que no alcanzaba la vista limitada de Vicki, los niños corrían, saltaban y jugaban.
Debería haber uno más. Siguió la valla hasta la calzada y, con los labios apretados, entró en el edificio.
—… vale, la muerte de un niño bajo su cuidado podría trastornarlo el resto del día. Acepto eso, lo he visto suceder antes, pero es la forma de no recordar las cosas, Henry. No sonaba a verdad.
Henry apartó la vista de los recortes, con rostro inexpresivo.
—Entonces, ¿qué crees que pasó?
—Ella estaba en el patio, a menos de treinta metros de donde cayó el niño. Creo que lo vio. Creo que lo vio y que él le borró el recuerdo de la mente. Igual que hizo en el museo.
—Cuando dices él, te refieres a…
—A la momia, Henry. —Vicki terminó de recorrer a pisotones una parte del cuarto de estar, y se giró para empezar de nuevo—. ¡Me refiero a la puta momia!
—¿No crees que estás apresurando tus conclusiones? —Hizo la pregunta con toda la naturalidad con que pudo, pero incluso así, le hizo levantar los hombros y bajar las cejas.
—¿Qué coño quieres decir?
—Quiero decir que hay niños que mueren. Por toda clase de razones. Es triste y es horrible, pero pasa. Yo fui el único de los hijos de mi madre que sobrevivió a la infancia.
—¡Eso era en el siglo XV!
—¿Y han dejado de morir niños en este siglo?
Ella suspiró y relajó los hombros.
—No. Por supuesto que no. Pero Henry… —En media docena de pasos ligeros atravesó la habitación hacia la silla donde estaba él, se arrodilló y colocó las manos sobre las suyas—: a estos dos se los llevó la momia. Lo sé. No sé cómo, pero lo sé. Mira, los policías están entrenados para observar. Nosotros, ellos, lo hacen todo el tiempo, en todas partes. Puede que no reconozcan de forma consciente todo lo que ven u oyen como algo importante, pero el subconsciente está filtrando constantemente información, hasta que todas las piezas se añaden en conjunto. —Lo agarró con más fuerza y levantó los ojos para mirar a los de él—. Sé que la momia se llevó a los dos niños.
Henry mantuvo la mirada de Vicki hasta que a esta empezaron a humedecérsele los ojos. Se sintió desnuda, vulnerable, pero el precio valía la pena si la creía.
—Tal vez —dijo Henry al final, pensativo, dejándola apartar la mirada—, son los que van un paso adelante en la observación los que encuentran la verdad…
—Dios, Henry —recogió los recortes de periódico y se puso de pie—. No me vengas con esas mierdas metafísicas New Age. Es entrenamiento y práctica, y nada más.
—Si lo prefieres. —A lo largo de los siglos, había visto varias cosas que no se podían justificar por «el entrenamiento y la práctica», pero como dudaba que Vicki fuese a reaccionar bien si le explicaba esas experiencias, lo dejó—. Pero, aunque tengas razón con lo de la momia y los niños —alargó las manos—, ¿qué más da? No nos va a ayudar a encontrarla.
—Error —ella lanzó la palabra al aire gesticulando con un dedo—. Sabemos que está cerca del museo y Queen’s Park. De esta forma, tenemos una zona en la que concentrarnos para buscar. Sabemos que sigue matando, no sólo para evitar que lo descubran, sino por otras razones. Alimentándose, si lo prefieres. Sabemos que está matando niños. Y eso —gruñó—, nos da un incentivo para encontrarlo y detenerlo. Rápidamente.
—¿Le vas a contar todo esto al detective?
—¿A Celluci? No. —Vicki apoyó la frente contra el cristal y contempló la ciudad. No veía nada más que oscuridad. Desde que entrase en el edificio de Henry, era como si la ciudad hubiese desaparecido—. Ahora es mi caso. Esto solo servirá para que se enfade.
—Muy considerado —dijo Henry secamente. Vio moverse los músculos de su cara, y el borde de la boca durante una fracción de segundo. Su incapacidad para mentirse a sí misma era uno de los rasgos que más le gustaban de ella—. ¿Qué quieres que haga?
—Encontrarlo.
—¿Cómo?
Vicki se apartó de la ventana y alargó los brazos.
—Sabemos en qué zona buscar. Tú eres el cazador. Creía que reconocerías su olor del ataúd.
—No podría usarlo. —El hedor del terror y la desesperación no había hecho más que oscurecer toda señal física. Henry se apresuró a apartar el recuerdo y las sombras que se acumulaban tras él—. Soy un vampiro, Vicki, no un sabueso.
—Bueno, es un mago. ¿No puedes detectar las oleadas de poder, y eso?
—Si estoy cerca cuando suceda, lo sentiré, sí, igual que sentí las invocaciones demoníacas de la primavera pasada. Pero —levantó una mano en señal de advertencia—, si te acuerdas, tampoco pude seguirlas hacia la fuente.
Vicki frunció el ceño y comenzó a pasearse de nuevo.
—Mira —le dijo después de un momento—, ¿lo reconocerías si lo vieses?
—¿Reconocer a una criatura del antiguo Egipto reanimada después de pasar milenios enterrada viva? Creo que sí —suspiró—. Quieres que vigile la zona de alrededor del museo, ¿no? Por si se acerca por allí.
Ella se detuvo y se giró para mirarlo.
—Sí.
—Si estás tan segura de que va a ir a esa fiesta el sábado por la noche, ¿por qué no podemos esperar hasta entonces?
—Porque hoy es martes, y en cuatro días sabe Dios cuántos niños más morirán.
Henry hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero y se sentó en uno de los bancos de cemento y madera esparcidos a la entrada del museo. Un viento frío y húmedo rodeaba el edificio, levantando hojas muertas y ejecutando una danza macabra de ráfagas y remolinos. De vez en cuando algún coche parecía apresurarse en busca de refugio, y su frágil contenido se atrincheraba contra la noche.
Aquello no iba a funcionar. Las posibilidades de encontrarse con la momia, incluso en la zona de búsqueda limitada de Vicki, sólo porque diese la casualidad de que lanzase un hechizo cuando él pasase por allí, eran mínimas. Sacó una mano y comprobó la hora. Las tres y doce. Si se iba a casa ya, todavía podría aprovechar tres horas para escribir.
En ese momento, una brisa le trajo un olor familiar. Se levantó y, si hubiera habido alguien mirándolo, habría parecido que desapareció.
Una figura solitaria se dirigió hacia el este en Bloor, con el cuello de la chaqueta levantado, la barbilla y las hombros apretados y los ojos entornados. Ignorando la luz roja, empezó a cruzar la intersección, siguiendo la pluma plateada de su aliento.
—Buenos días, Tony.
—Dios, tío. —Tony trató de recuperar el equilibrio, ya que el tirón del brazo de Henry contrarrestó su respingo instintivo—. ¡No hagas eso!
—Lo siento. Estás por ahí bastante tarde.
—No, es temprano, tú estás por ahí tarde —llegaron a la acera y Tony se giró para mirar la cara de Henry—. ¿Estás cazando?
—No, he salido temprano. Estoy esperando que tenga lugar una serie de coincidencias increíbles para poder ser un héroe.
—¿Ha sido idea de Victoria?
Henry sonrió al joven.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Estás de broma? —Tony soltó una risita—. Huele a Victoria por todos lados. Tienes que vigilarla, Henry. Dale una oportunidad, dale a cualquier poli una oportunidad… o a cualquier expoli —corrigió—, e intentarán dirigir tu vida.
—¿Mi vida? —preguntó Henry, permitiendo que se levantase un poco su máscara civilizada.
Tony se humedeció los labios, pero no se echó atrás.
—Sí —le dijo con tono duro—, tu vida también.
Henry jugó con el Hambre un rato, permitiendo que aumentase a medida que trazaba la línea de la mandíbula, y forzándola a retroceder de nuevo admitiendo que no tenía un deseo real de alimentarse.
—Deberías dormir un poco —sugirió, al oír los latidos del corazón de Tony—. Creo que ya has tenido suficientes emociones por esta noche.
—¿Qué…?
—Hueles a él por todas partes. —Henry oyó la sangre precipitarse hacia la cara de Tony, y vio la suave curva de la mejilla ruborizarse con un color oscuro—. No pasa nada. —Tony sonrió—. Nadie más puede olerlo.
—Él no era como tú…
—Realmente espero que no.
—Es decir, no era… no ha sido… bueno, sí ha sido, pero… quiero decir…
—Sé lo que quieres decir —sonrió, haciendo una promesa, y mantuvo la sonrisa hasta ver que Tony lo había comprendido—. Te acompañaría a casa, pero tengo un recado que hacer.
—Sí. —Tony suspiró, tirándose de los vaqueros, y empezó a alejarse. Unos pasos más abajo, se dio la vuelta—. Ey, Henry. ¿Sabes esas ideas absurdas que se le ocurren a Victoria? Bueno, la mayoría de las veces resultan no ser tan absurdas después de todo.
Ahora era el turno de Henry de suspirar al alargar los brazos.
—Todavía sigo aquí fuera.
—… deje un mensaje después de la señal.
—¿Vicki? Celluci. Son las cuatro, miércoles por la tarde. Uno de los agentes me ha dicho que te han visto merodeando por los desagües de detrás del museo esta mañana. ¿Qué coño te crees que haces? Estás buscando una momia, no una puta tortuga ninja. Por cierto, si encuentras cualquier cosa, y quiero decir cualquier cosa, y no me lo dices inmediatamente, voy a estar pateándote el culo hasta Navidad.
La casa y el jardín parecían vagamente familiares, como un recuerdo de la infancia demasiado lejano como para asociarlo a un nombre o un lugar. Permaneció a una distancia cautelosa mientras se acercaba a la parte de atrás, sabiendo antes de verlas que habría malvas junto a la puerta de la cocina, que el patio estaría compuesto de losas grises irregulares, que las rosas estarían en flor. Hacía sol y calor, y el césped olía a recién cortado. De hecho, contra la pared del garaje se encontraba la vieja cortadora de césped que había usado cada lunes por la noche en su césped de Kingston, del tamaño de un pañuelo.
El guante de béisbol que había heredado de un primo mayor se encontraba junto a la escalera de atrás, con el cordón que había reparado sobresaliendo del cuero maltratado de una forma que no recordaba. Su chaqueta vaquera con flecos, lo último que le trajera su padre antes de irse, colgaba de la cuerda de tender.
El jardín parecía no acabarse nunca. Empezó a explorar, moviéndose despacio al principio, y después más y más deprisa, para descubrir de repente que algo la seguía de cerca. Rodeó la casa, se apresuró por el sendero de entrada, saltó al porche y se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.
—No.
Aquello quería que entrase.
El pomo empezó a girar, y su mano con él. Veía su reflejo en la ventana de la puerta. Tenía que ser su reflejo, aunque por un momento pensó que se veía a sí misma dentro de la casa, mirando hacia fuera.
Fuese lo que fuese lo que la había estado siguiendo en el jardín, se acercó al porche. Ella sentía moverse las viejas tablas a su paso, y en la ventana vio el reflejo de unos ojos rojos que brillaban.
—¡No!
Apartó los dedos del pomo y, casi incapacitada por el miedo, se obligó a dar la vuelta.
Vicki se acercó las gafas a la cara y echó un vistazo al reloj. Las dos cuarenta y seis.
—No tengo tiempo para esto —murmuró, reclinándose contra las almohadas, con el corazón golpeando todavía contra las costillas. En dos horas escasas se dirigiría a casa de Henry, por lo que dormir era la prioridad del momento. Aunque el incidente del museo la había asustado más de lo que pensaba, el análisis de sus sueños tendría que esperar. Dejó las gafas en su sitio, estiró un brazo y apagó la luz—. Voy a apagar el siguiente par de ojos rojos que me despierte —prometió a su subconsciente.
Momentos después, tumbada en la oscuridad, frunció el ceño. Hacía años que no pensaba en esa chaqueta.
Jueves por la noche, la casa se alzaba solitaria en una colina gris y el sueño comenzaba en la puerta principal. El impulso de entrar era demasiado fuerte como para resistirse, así que lo hizo, seguida de cerca. Echó un simple vistazo al contenido de la primera habitación cuando la luz se atenuó y tuvo que luchar por mantener la imagen.
Aquello quería ver qué había en la casa. Bueno, pues ni de coña.
Aunque sentía como si le hubiesen machacado la cabeza una y otra vez con dos rocas enormes, Vicki se levantó satisfecha de sí misma.
Le estaba dando más guerra de lo que se esperaba. Su señor no estaría contento. Como ella no tenía dioses protectores, sólo un sentido muy desarrollado de su propia personalidad, el fracaso quedaría como de él.
Akhekh no toleraba el fracaso, y sus castigos eran tales que cualquier cosa era preferible a enfrentarse a ellos.
Necesitaba más poder.
A pesar del frío y la humedad, un viernes por la tarde en el parque era mucho mejor que un viernes por la tarde con la rebelión Riel y la química de décimo grado. Brian abrazó con más fuerza a Louise alrededor de los hombros y le hizo volver la cara hacia la suya.
¡Eso es lo que yo llamo estudiar!, pensó al separarse sus labios y tocar la lengua de ella con la suya. Me pregunto si me dejará ponerle la mano en… ay. Creo que no.
Abrió los ojos, solo para ver el aspecto que tendría otra persona desde aquel ángulo, y frunció el ceño al ver a un hombre bien vestido observándolos a no más de quince metros. Estupendo. Un pervertido. O un poli. Igual debería… debería…
—¿Brian? —Louise se apartó al desplomarse—. Déjalo ya. —La cabeza de él cayó sobre su hombro—. En serio, Brian. Me estás asustando. ¿Brian? Dios mío…
Se incorporó sobre la cama, tirando las bolsas de plumas al suelo. Algún día haría que le fabricaran un reposacabezas adecuado.
Eran las once cuarenta y tres. La obsesión de aquella cultura con dividir el tiempo en fracciones ridículamente pequeñas siempre le resultaba divertido. A aquella hora ella estaría dormida, y su ka estaría en su momento más vulnerable. Aquella noche no sería capaz de enfrentarse a él. Utilizaría contra sus defensas todo el poder obtenido esa misma tarde.
Cerró los ojos y envió por delante a su ka, siguiendo el camino que su señor había trazado, penetrando la imagen de los ojos de su amo.
Fue como si algo la agarrase del hombro y la llevase hasta la casa, desechando, buscando. No podía escapar. No podía apagar las luces.
No podía encontrar lo que él necesitaba.
Salvo por el hecho de que no tenía ni idea de lo que era.
Subieron por una escalera y recorrieron un pasillo con una multitud de puertas a cada lado. Cuando alcanzaron el pomo de la segunda puerta, vio las líneas de lápiz y las fechas, se dio cuenta de quién esperaba dentro, y pensó (o dijo, no estaba segura) «La tercera puerta no. Lo que sea menos la tercera puerta», e intentó ir hacia delante.
Él la detuvo, le hizo girarse, caminar por el pasillo y entrar por la tercera puerta. Cuando salieron, la hizo continuar. No llegó a entrar en la segunda habitación.
Evidentemente, nunca había leído las fábulas de Esopo.
Consiguió proteger a su madre, a Celluci y a Henry. Encontró todo lo demás. Todo.
Él sabía que ella sufriría. Tardaría cierto tiempo en prepararlo, aunque las influencias necesarias ya estuviesen en su lugar, pero su señor no podría más que estar contento con el resultado.
—No tienes buena pinta. ¿Estás bien?
Vicki se pasó el bate de béisbol de aluminio de una mano a otra y consiguió sonreír.
—Estoy bien. Sólo un poco cansada.
—Siento no haber descubierto ninguna pista estas dos noches pasadas, pero, para ser sincero, no esperaba hacerlo.
—No pasa nada. Era difícil. Henry… —se sentó en el borde de la cama y con un dedo acarició el vello rojo dorado del pecho de él—. ¿Sigues soñando?
Henry apartó la sábana, descubriendo una colección de agujeros.
—Clavé los dedos aquí esta mañana —dijo secamente. Volvió a colocar la sábana, y puso la mano sobre la de ella—. Si no hubiese notado un poco de tu aroma en la almohada, no sé cuánto más podría haber roto. —Vicki apartó la mirada y él decidió no decir lo demás, no decirle que ella le daba motivos para aferrarse a la cordura. En vez de eso, le preguntó—: ¿Por qué?
—Sólo me preguntaba si estarías empeorando.
—No han cambiado. ¿Te cansas de vigilar?
—No, es sólo que… —No podía decírselo. El sueño parecía tan importante mientras sucedía, pero ahora, al enfrentarse con el terror básico de Henry, parecía estúpidamente abstracto y sin sentido.
—¿Sólo que qué? —preguntó él con avidez, sabiendo bien por su expresión que no se lo iba a contar.
—Nada.
—Míralo por el lado bueno —acercó la mano de ella a su boca y le besó las cicatrices de la muñeca—. Esta es la noche de la fiesta. De una forma o de otra, es seguro que va a pasar…
—… algo. —Vicki apartó la mano y estiró el brazo de Henry. Colocándose las gafas sobre la nariz, apoyó el bate contra el lado de la cama—. De una forma o de otra.