… no podemos atender su llamada en este momento. Si puede dejar un mensaje después de oír la señal, nos pondremos en contacto con usted lo antes posible. Por favor, no dé por hecho que puedo recordar dónde he puesto su número de teléfono.
—Henry, soy Vicki. Fui a comprobar ese taller anoche. El departamento de Egiptología está en la quinta planta de la parte sur del museo; quedamos allí lo antes que puedas. —Lo pensó un momento y añadió—: Habrá un solo guardia en la mesa. Supongo que podrás entrar sin problemas. —Con la ceja arqueada, Vicki colgó el receptor. Como todavía quedaban un par de horas antes de la puesta de sol, no esperaba realmente hablar con Henry, pero de repente dudó si sería correcto dejar aquel mensaje.
Estás comportándote como una idiota —se dijo—. Las probabilidades de que la momia de Celluci pinche líneas de teléfono al azar o consiga acceder al contestador de Henry son… —suspiró y volvió a marcar el número—, tantas como de que exista la propia momia.
—Henry, Soy Vicki. Borra esta cinta en cuanto la escuches.
—Probablemente sea sólo paranoia —le dijo más tarde a un trozo de pizza, separando una rodaja de salami del queso congelado. Sin embargo, como ya habían muerto cuatro personas y no tenían ni idea de cuáles serían la fuerza o las capacidades del enemigo, no tenía intención de ser el cadáver número cinco, o de poner a Henry como número seis.
Vicki tardó menos de un cuarto de hora en llegar al Royal Ontario Museum desde su apartamento, pero para cuando atravesaba el callejón entre el planetario Machlaughin y el museo, ya se arrepentía de no haber cogido un taxi. Estaba empapada por donde no cubría el paraguas, y el viento le arrojaba lluvia fría a la cara a la menor oportunidad.
—Odio octubre —murmuró, cobijándose bajo la delgada cornisa del balcón del segundo piso para sacudirse el exceso de agua de la parte inferior de la gabardina. Al levantarse, una gota helada se le desprendió de la barbilla y cayó sobre el cuello de esta, resbalando por debajo hasta secarse en la camisa—. Pensándolo bien, no me importa octubre: lo que odio es la lluvia.
En la entrada de servicio se detuvo y observó las puertas exteriores de cristal. La única forma de acceder a las interiores y entrar en el museo era pasando por un puesto de guardia con un vigilante. Había un gran cartel indicando que era obligatorio llevar acreditaciones en todo momento, y que los visitantes debían registrarse en la mesa.
Vicki sonrió, se quitó los guantes de piel y los guardó en los bolsillos antes de abrir la puerta.
—Hola —dirigió una amplia sonrisa al vigilante, que se la devolvió de buen grado. Por su ropa se notaba que era una persona respetable, y por su actitud que era agradable, precisamente el tipo preferido por los guardias de seguridad—. Me llamo Celluci. Vengo a ver a la Doctora Rachel Shane, de Egiptología. —Se imaginó que era el único nombre que le garantizaría el paso arriba, y si el vigilante lo reconocía, pensaba utilizar la misma historia que tenía preparada para la Dra. Shane.
—¿La espera la Dra. Shane?
—No, en este momento preciso no.
—Tendré que llamarla.
—Claro, por supuesto.
Momentos después ya estaba en el ascensor, con una pequeña acreditación de color rosa en la gabardina con el nombre Celluci y el número cuarenta y dos. Para su sorpresa, había una atractiva mujer de pelo oscuro esperando al ascensor en el quinto piso.
—Mike. Es… —empezó a decir, avanzando al abrirse las puertas. A continuación se detuvo, se sonrojó y retrocedió al entrar Vicki en el pasillo—. Lo siento. Pensé que era otra persona.
—¿El Detective Celluci? —dedujo Vicki. Tenía una idea bastante aproximada de quién debía ser ella por la descripción de Celluci, pero se preguntaba cuánto no le había contado el detective en cuestión sobre la doctora. ¿Por qué lo esperaría ella en el ascensor?
—Sí, pero…
—Usted debe de ser la Dra. Shane.
—Sí, pero… —Entonces ella consiguió leer el nombre en la acreditación y se le oscurecieron las mejillas—. Usted no es su mujer, ¿no?
Vicki sintió como se sonrojaba también.
—No, para nada. —La Dra. Shane parecía aliviada, pero azorada todavía, y Vicki se encontró de nuevo preguntándose qué no le habría contado Mike. Y si realmente quería saberlo—. Soy su prima —continuó—. Creyó que se había dejado unos papeles aquí, y como vivo al lado, en el cruce con Bloor Street, me pidió que me acercase.
—¿Papeles? Ah… —La Dra. Shane se giró y se dirigió pasillo abajo—. Bueno, si se los ha dejado, seguro que lo sabrá la Srta. Gilbert, la secretaria del departamento. No creo que se haya ido a casa.
A medida que recorrían el pasillo, Vicki examinaba las entradas, los cierres, las líneas de visión y a la Dra. Shane. Por supuesto, Celluci podía comer con quien quisiese, su relación nunca había sido exclusiva, pero Vicki tenía que admitir cierta curiosidad. Él había usado un tono tan absolutamente neutro para referirse a la directora auxiliar que supo enseguida que estaba interesado. Celluci no usaba un tono tan neutral para nada. Un análisis más detallado reveló que la Dra. Shane era de altura superior a la media, atractiva, segura da sí misma, agradable, educada… Y evidentemente inteligente, o no tendría ese trabajo. Dios, la mujer perfecta de los 90. ¿Qué te apuestas a que cocina, cuida de las plantas y lee novelas de no-ficción? Vicki notó un tirón en un músculo de la mandíbula y, sorprendida, la relajó.
—Entonces, ¿cómo es que no ha venido el Detective Celluci?
—No lo sé. —La pregunta de la Dra. Shane tenía el tono más agresivamente despreocupado que Vicki había oído jamás. Debió de ser toda una comida, Celluci.
Por supuesto, no había ningún papel, aunque la Srta. Gilbert, colocándose un gorro de plástico para la lluvia, prometió estar atenta por si los veía.
—Gracias por mirar. —Al volver apresuradamente la mujer a la oficina, Vicki se fijó en su reloj. También era hora de irse para ella. Esa parte requería una cuidadosa coreografía. Alargó la mano—. Le agradezco que se haya molestado en atenderme, Dra. Shane.
—Siento que no hayamos encontrado los papeles.
La doctora tenía una mano firme y seca. Otros dos puntos a su favor.
—De todas formas ya va siendo hora de que empiece a acordarse de dónde deja las cosas. Pero ¿le importaría llamarle si aparecen?
—Por supuesto, le llamaré.
Seguro que sí. De repente, resultaba difícil mantener un tono agradable.
—¿Tiene su número de casa?
—Sí, me lo dio.
¿Y qué significa esa sonrisa de Mona Lisa?
—Vale, gracias otra vez. Ya vuelvo sola al ascensor. Quiero decir que el pasillo es todo recto, no puedo perderme.
Al volver al primer piso se topó con un nutrido grupo de empleados que se retiraban de la zona de seguridad para irse a casa. Vicki, con un ojo en el reloj, se aseguró de que el vigilante de seguridad le viese firmar para salir y devolver la acreditación. El cambio de turno sería en dos minutos.
—Vaya, me he dejado el paraguas arriba —dirigió una mirada de pánico a las puertas exteriores, donde la lluvia golpeaba fuertemente el cristal, y después miró al vigilante—. ¿Le importa que suba y lo coja?
—No, da igual —este miró también a la lluvia con cara de angustia.
La mejor mentira es decir la verdad, pensó para sí Vicki al recoger su paraguas de detrás de uno de los perros del templo de la entrada del departamento del Lejano Oriente. Se apresuró por el pasillo dirigiéndose a un pequeño armario de suministros, pasando la fotocopiadora. Esa puerta estaba abierta antes, y parecía un lugar perfecto para esconderse. Desgraciadamente, la puerta ahora estaba cerrada con llave, y cualquiera podría verla desde cualquier ángulo si intentaba abrirla.
—Mierda.
Las puertas abiertas de color naranja tenían que ser las del taller. Se oía a la Dra. Shane hablar sobre la restauración de un mural. Las puertas dobles amarillas de enfrente estaban entreabiertas.
Vicki entró sigilosamente, oyendo cada vez más alto las voces que procedían del taller.
—… así que mañana le echaremos otro vistazo al sello de esparadrapo.
Ahora estaban en el pasillo.
Vicki se giró. Evidentemente, estaba en el almacén. El sarcófago de piedra negra del que hablaba Celluci estaba en el suelo a pocos centímetros. También era evidente que podía llegar cualquiera de repente para apagar las luces y cerrar la puerta. Tras echar un vistazo rápido al cerrojo (quedarse atrapada no era precisamente el número uno de su lista de formas de pasar la noche), buscó un buen escondite en la habitación. Desgraciadamente, el volumen de objetos almacenados imposibilitaba el moverse en silencio, y el sarcófago estaba tan cerca de la puerta que sería inútil esconderse detrás.
Pero ¿y dentro?
Se agazapó en el interior segundos antes de que se abriese la puerta del almacén.
—¿Has oído algo, Ray?
—Nada, Dra. Shane.
—Me lo habré imaginado…
No parecía convencida, por lo que Vicki contuvo la respiración. Momentos después se oyó un suave clic, y las luces se apagaron, la puerta se cerró y se oyó la llave en la cerradura.
El interior del sarcófago en realidad era bastante espacioso, diseñado para contener todo un ataúd, pero Vicki no tenía intenciones de quedarse dentro. Salió arrastrándose y dejó el bolso y el paraguas sobre la caja de piedra. Por lo que al vigilante respectaba, había firmado y se había ido. Las probabilidades de que el otro vigilante le hubiese dicho que había vuelto dentro eran pocas o ninguna. Si la momia estaba manipulando los cerebros de la gente (y así parecía, ya que nadie la recordaba), no había información en la mente de nadie que pudiese incriminarla.
En realidad estaba bastante orgullosa de cómo había atravesado la barrera de seguridad. Con la paranoia producida por las dos muertes, habría sido totalmente imposible colarse por las buenas. Lo que había hecho y estaba haciendo era ilegal, y no le importaba demasiado, pero como no pensaba dañar ni tocar nada, su conciencia tendría que contentarse. En realidad, se había acostumbrado bastante a eso desde que conociese a Henry.
Sacó del bolso su linterna a tientas y comprobó su reloj. La puesta de sol llegaría en un cuarto de hora. Le daría a Henry media hora para despejarse y llegar al museo, y entonces empezaría a trabajar en el cerrojo.
—Mientras tanto —dirigió el fino haz de luz al sarcófago—, veamos lo que hay aquí.
Henry se quedó quieto un momento, viendo a Vicki trabajar. Aunque las luces de emergencia mantenían el pasillo en penumbra más que en la oscuridad total, sabía que para Vicki ambas eran lo mismo. No veía más el cerrojo, a centímetros de su cara, que a él, aunque su sentido del tacto era firme, ya que se hizo con el mecanismo. En silencio, se acercó un poco más y sonrió al darse cuenta de que ella tenía los ojos firmemente cerrados.
—Bien hecho —le dijo con suavidad al abrirse el cerrojo con un sonido que sólo él podía percibir.
Con el corazón latiendo fuertemente, Vicki se esforzó por reprimir el impulso de levantarse y ponerse a dar vueltas.
—Muchas gracias, Henry —murmuró, sabiendo que daba igual el tono de voz, porque él lo oiría—: me acabas de costar seis años de vida y casi me cago en los pantalones. —Pasando la mano por la puerta para no desorientarse, se puso de pie.
»Bien, ahora, si no te importa, vamos a salir de aquí antes de que llegue alguien…
Él se adelantó, tiró del pomo y entreabrió una de las puertas dobles. Antes de que pudiese guiarla, Vicki se escabulló por el estrecho conducto y pasó a la otra estancia. Henry la siguió confundido, cerrando la puerta a sus espaldas.
—¿Ves? —le preguntó.
—No veo una mierda. —Aunque algo contrariada todavía por su ceguera nocturna, en su voz quedaba un cierto tinte de orgullo—. Pero notaba la diferencia de aire donde la puerta estaba abierta. Ahora, ¿puedes hacer algo útil y encontrar las luces? Las puertas se cierran herméticamente, así que no se verá nada en el pasillo. O no demasiado —añadió al encenderse las pilas de fluorescentes. Con los ojos doloridos por el repentino resplandor, se giró para toparse con Henry, que se estaba poniendo un par de gafas de sol.
Ella sonrió.
—Pareces un espía —la gabardina de cuero negro y las gafas contrastaban exóticamente con el pelo de color cobrizo y la piel pálida.
Henry levantó las cejas.
—¿No es eso lo que estamos haciendo, espiar?
—En realidad no. Si nos cogen, es allanamiento de morada.
Henry suspiró.
—Estupendo. Vicki, ¿dónde estamos? Evidentemente, se han llevado todas las pruebas.
—A lo mejor. A lo mejor no. Quería echar un vistazo a la escena del crimen. —Frotándose los ojos por última vez, Vicki recorrió con la vista la habitación. Tenía por lo menos quince metros cuadrados, tal vez más. Las altas paredes de color beige arrastraban la mirada hacia arriba. Una mitad de la habitación estaba cubierta de armarios bajos y la otra de estanterías metálicas que llegaban del suelo al techo, todas llenas de piedras, cerámica y esculturas. Se encontraban en una zona evidentemente dedicada al papeleo, junto a un escritorio cubierto de documentos y varias estanterías sobrecargadas. A su izquierda había una cámara sobre un trípode delante de un fondo de color neutro, y a su derecha una pequeña cocina, con nevera, barra, armarios y fregadero a lo largo de una pared. Al final de la barra había una puerta de color verde lima que conducía al cuarto oscuro. Entre el escritorio y los dos armarios, el único espacio abierto, había dos caballetes abiertos. Sobre ellos descansaba un ataúd, cuya tapa estaba sobre el armario más cercano—. Además, quería que echases un vistazo a eso.
Henry volvió a suspirar. Quería ayudar, pero sinceramente no veía de qué podría servir aquella… excursión.
—¿Estás segura de que es este ataúd?
Vicki torció el gesto mientras examinaba la reliquia. Lo hubiese reconocido aun sin la descripción de Celluci. Se le erizó el pelo de la nuca y, aunque luchó por combatir aquella sensación, empezaba a darse cuenta de por qué creía él tan firmemente en la momia.
—Estoy segura.
Con las manos en los bolsillos, Henry se acercó al ataúd. Sus gafas oscuras le daban cierta apariencia irreal, y teñían del color de la sangre las serpientes pintadas en él. Era muy siniestro, pero no tenía ni idea de lo que buscaba. Arrugó la nariz al notar el olor todavía abrumador del cedro e inclinó la cabeza hacia la cavidad con el ceño fruncido. Notó el olor de una vida, tan débil que sólo alguien como él podría percibirlo.
Con los ojos cerrados, aspiró el rastro de los siglos. No sólo olía a carne y sangre, sino también a terror, dolor y desesperación…
Sin ninguna piedra encima, sólo áspera madera que lo rodeaba tan estrechamente que su pecho frotaba contra las tablas al elevarse y descender. Por todos lados el olor a tierra. Daba vueltas y se sacudía en el poco espacio que tenía, gritando y rugiendo hasta dolerle la garganta.
Abrió los ojos de golpe al retroceder bruscamente, apartándose del ataúd, del recuerdo de su propio entierro, trazando la señal de la cruz con dedos temblorosos. Se volvió hacia Vicki, que lo observaba, dejando claro con su expresión que había observado la reacción.
—¿Entonces? —le preguntó ella.
—Algo ha pasado mucho tiempo atrapado aquí.
—¿Algo humano?
Él encogió los hombros, más afectado por la experiencia de lo que deseaba admitir.
—Lo era cuando cerraron la tapa. Si ha estado despierto todos estos años, sabe Dios lo que será ahora.
Vicki asintió pensativa, y Henry se dio cuenta de que no solo había visto su reacción, sino que la había esperado.
—Por eso querías que viniese. —Le había contado lo de su entierro la noche que le narró su transformación.
Ella volvió a asentir, sin darse cuenta de que aumentaba su enfado.
—Estás siempre diciendo lo agudos que son tus sentidos, así que me imaginé que, si ahí había algo o alguien durante tres mil años, serías capaz de notarlo.
—Me has utilizado.
El tono furioso con que lo dijo hizo caer la mandíbula de Vicki, que retrocedió involuntariamente un paso.
—¿De qué hablas? —Soltó las palabras a la fuerza, tras sentir la tensión producida por el miedo en su garganta—. Sólo pensé que serías capaz de notar…
Entonces se dio cuenta.
«¿Sabes que hay una buena razón para que la mayoría de los vampiros procedan de la nobleza? Es mucho más fácil salir de una cripta. A mí me habían enterrado bien profundo, y Christina tardó tres días en encontrarme y desenterrarme».
Ella se humedeció los labios, y, a pesar de que sus instintos la impulsaban a correr a medida que él avanzaba, mantuvo su posición.
—Henry, ni siquiera pensé en que estuvieses enterrado. No quería que tuvieses una reacción emocional, sólo física. ¡Por Dios, Henry! —Alzó las manos y las apretó contra el pecho de él, empezando a enfadarse ella también—. ¡No se me ocurriría manipular así la mente de mi peor enemigo, conque menos la de un amigo!
Las palabras penetraron la niebla roja, y él se dio cuenta de que tenía que creerla. Estaba temblando, lo que demostraba lo cerca que se había encontrado de la bestia.
—Vicki… lo siento.
—No pasa nada. —Acarició con la palma de la mano la mejilla de él, suave y fresca. Parecía que estaba tan asustado como ella—. Todos tenemos cosas que nos hacen reaccionar sin pensar.
—¿Y cuales son las que te hacen reaccionar a ti? —preguntó Henry, volviendo a adoptar firmemente una máscara civilizada y un aspecto de control.
—Ahora no tenemos tiempo de hablar sobre eso —bufó Vicki—. Dentro de doce horas volverá todo el mundo.
Giró con brusquedad la cabeza hacia la puerta, recordando la tensión que había soportado últimamente, deseando olvidar todo aquel incidente y continuar con lo que estaban haciendo.
—Mejor vamos a registrar las oficinas. De este sitio ya hemos sacado toda la información posible.
Henry se quedó junto a la ventana de la oficina y observó el tráfico que pasaba por debajo. Debería haberse dado cuenta de que Vicki nunca lo utilizaría de aquella manera; sus habilidades sí, pero no sus miedos. Después de caminar todas las mañanas hacia una imagen del sol estaba al límite de su resistencia, y parecía que el recuerdo de su entierro le había dado el empujón. Se preguntaba cuántos otros recuerdos habría. En unos cuatrocientos cincuenta años de vida había muchas cosas que recordar.
Tal vez la imagen fuese una indicación de que se le había acabado el tiempo, una invitación a una pérdida de su ser más limpia y gradual. Si tenía que elegir, se quedaría con el fuego.
—¡Ah! ¡Hijo de puta!
Henry ocultó su sonrisa al rodear Vicki una esquina del escritorio del Dr. Rax, al ser desplazados los pensamientos de muerte temporalmente por el estado actual de su vida. Al encender Vicki la lámpara de mesa, él se apartó de la ventana.
—¿Estás segura de que puedes hacer eso?
—Claro que estoy segura —le dijo Vicki, frotándose la pantorrilla y parpadeando como un búho—. Si alguien ve la luz pensará que es alguien trabajando hasta tarde, pero si ven la luz de la linterna —y la apagó, dejándola caer en las profundidades cavernosas de su bolso mientras hablaba—, supondrán que son intrusos.
—¿Os enseñan eso en la academia de policía?
—Para nada. Cuando llevaba uniforme, un delincuente habitual llamado Comadreja se encomendó la tarea de completar mi formación.
—¿No era eso contraproducente para él? —preguntó Henry, caminando hacia el escritorio—. ¿Dejar que los policías conociesen sus secretos?
—Ah, Comadreja no era mal tío. Lo único es que su idea de la propiedad personal era algo particular. —Se sentó y examinó la superficie del escritorio—. Pero bueno, lo que tenemos aquí…
—¿Qué buscas?
—Te lo diré cuando… bingo. —El enorme libro que sobresalía del borde tenía varias hojas arrugadas y dobladas, como si lo hubiesen dejado caer sin demasiada consideración.
—Dioses y diosas egipcios, tercera edición.
Lo abrió de par en par y lo arrastró directamente bajo el foco de luz, contemplando con expresión ceñuda los nombres impronunciables.
—Me pregunto si el Dr. Rax estuvo buscando algo la noche en que murió.
—¿Hay alguna ilustración que se parezca a esto? —Henry le pasó el calendario de mesa. En la página superior todavía se leía «Lunes, 19 de octubre». El Dr. Rax no vivió para ver el 20 de octubre. Vicki observó el boceto que había bajo la fecha. Parecía una extraña combinación del cuerpo de un alce y la cabeza de un pájaro. Entonces volvió al libro.
—Aquí está. Muy preciso, si es que lo estaba dibujando de memoria. ¿Akhekh? Este tío necesita otra vocal… —Se frotó la nuca con una mano y se descubrió mirando a Henry en busca de apoyo. Se sintió tonta al darse cuenta de que él estaba más allá del alcance limitadísimo de su vista e inclinó la cabeza para seguir leyendo—. Akhekh, un dios predinástico del alto Egipto, absorbido por la religión del emperador para convertirse en una forma del dios malvado Se… ¡Joder! —Cerró el libro de golpe y se sentó jadeando, con los ojos abiertos de par en par, contemplando algo que Henry no veía.
—¿Vicki? —La agarró de los hombros y la zarandeó lo suficiente como para que ella abandonase su expresión ausente—. ¿Qué ha pasado?
Vicki parpadeó, frunció el ceño y se aseguró de que todavía podía mover la cabeza.
—Creo que ha sido un ataque.
—¡Vicki! —La zarandeó de nuevo, sin tanta fuerza pero con algo más de énfasis.
Ella, humedeciéndose los labios, dirigió una mirada perdida al libro.
—Los ojos del diagrama eran rojos. Brillaban. Me estaban mirando directamente.
Movió los hombros cubiertos bajo la camisa de seda y sonrió a su reflejo. Esta sensación le gustaba. Aquel siglo tenía mucho que ofrecer a aquellos capaces de apreciarlo. Cuando terminase de reestructurarlo, sería un verdadero paraíso.
Aún sin recurrir a la institución de la esclavitud y a la simplicidad de servicio de esta, había conseguido esclavizar con éxito al director del hotel y a dos de sus ayudantes. El ka de estos se había rendido de una forma tan absoluta al suyo que les quedaba muy poca independencia. Era sólo un pequeño comienzo, pero tenía tiempo de sobra.
El Subsecretario de Justicia, con el que había pasado otra productiva mañana, estaba bajo un grado de control similar. Como era necesario, al menos temporalmente, que ese hombre fuese capaz de funcionar con independencia sin levantar sospechas, lo controlaba a niveles muy sutiles, respondiendo a toda clase de impulsos exteriores.
Él debía proporcionar a los hombres y mujeres que jurarían lealtad a Akhekh, y cuyo ka serviría para crear poder en las alturas al mismo tiempo que en la tierra.
Un segundo antes de que desapareciese su reflejo, vio el brillo rojo en el cristal, y a continuación la imagen de su dios.
Sumo sacerdote de mi nueva orden, le dijo este.
Se inclinó con los brazos cruzados sobre el pecho, ocultando su descontento como llevaba años haciendo.
—¿Mi señor?
Abre tu ka a mí. He marcado al primero de los que me proporcionarán sustento.
Vicki esquivó la cortina negra y tiró del pomo para cerrar la puerta del dormitorio, ahogando un escalofrío al pensar en Henry, tumbado inmóvil sobre la cama. Aunque no solía recrearse en el pasado, la tarde que había pasado esperando a que se despertase había dejado una impresión que no parecía desaparecer. Henry no mostraba deseos de inmolarse aquella mañana, pero ella reconoció (la aventura de la noche anterior la había obligado a ello) que sus nervios estaban tensos en extremo.
—Los vampiros no deberían tener nervios —murmuró, entrando en el cuarto de estar y levantando la cara hacia el amanecer. Le enfurecía no poder hacer nada por él más que observar y esperar.
Con un bostezo, se quitó las gafas y se frotó los ojos. Salir del museo había resultado mucho menos complicado que entrar. Henry se había limitado a cruzar una mirada con el vigilante, y los dos habían salido tranquilamente. Vicki no pudo evitar murmurar «Estos no son los androides que estáis buscando». Desgraciadamente, no había sido capaz de dormir demasiado después de volver al apartamento de Henry. Los sueños sobre antiguos dioses egipcios y sacrificios humanos no paraban de despertarla con sobresaltos. Tras prometerse una buena siesta más tarde, se dejó caer sobre un sofá de terciopelo rojo y alargó la mano hacia el teléfono. Si Celluci no estaba despierto todavía, debería.
Contestó al segundo tono.
—Celluci.
—Buenos días, detective. ¿Estás lo bastante despierto como para oír unas noticias?
Lo oyó tragar y mentalmente lo imaginó de pie, encorvado y sin afeitar, en la pequeña cocina de su casa, en Downsview.
—¿Noticias buenas o malas?
—De las dos. ¿Cuáles quieres oír primero?
—Dame las buenas. No me vendrán mal.
—No estás loco. Es cierto que había una momia en ese ataúd y parece que anda rondando por Toronto.
—Genial —tragó saliva—. ¿Y las malas?
—Es cierto que había una momia en ese ataúd y parece que anda rondando por Toronto.
—Muy graciosa. Cuando quiera saber primero quién es, lo preguntaré. ¿Cómo vas a encontrarla?
Vicki suspiró.
—No lo sé —admitió—. Pero pensaré algo. Tal vez pueda encontrar una razón para que Trembley y su compañero fuesen asesinados cuando los empleados del museo sólo sufrieron… mmm… lavado de cerebro.
—Igual debería volver a hablar con la Dra. Shane.
—Bueno, por qué no. Ya parece estar erróneamente impresionada.
¡Idiota! No me puedo creer que haya dicho eso. Vicki se golpeó en la cabeza con la mano libre. ¡Primero el cerebro, después la boca!
Pudo oír a Mike levantar las cejas.
—¿Cuándo has conocido tú a la Dra. Shane?
—Ayer en el museo. —Si no se lo dijese, sólo conseguiría que llegase a la estúpida conclusión de que le había estado espiando—. Mientras investigaba tu momia.
—Aja.
La sonrisa que se adivinaba por su voz le hizo mostrar los colmillos.
—Vete a tomar por culo, Celluci. Es demasiado temprano para estas mierdas. Llámame si tiene algo útil. —Colgó antes de que él pudiese responder.
—Cree que estoy celosa —le dijo a su reflejo en el lado brillante del mueble de la cadena musical de Henry—. ¿Por qué iba a estar celosa de Rachel Shane, si no he estado celosa de todas las petardas tetonas que se ha ligado en todos estos años?
—¿Porque la Dra. Shane se parece mucho a ti? —le sugirió su reflejo.
Ella contestó enseñándole el dedo corazón y se levantó de la silla. De verdad que es demasiado temprano para esto.
Había dejado de llover, pero el cielo parecía tan bajo que se podría tocar, y un viento frío del oeste había perseguido a Vicki todo el camino desde College Street hasta el cuartel de la policía. Después de un largo sueño y un pausado desayuno de ravioli de lata, se dio cuenta de que todavía le molestaba lo de que Cantree le hablase al jefe de un asunto rutinario del departamento.
«Y no es que no tenga más pistas», se recordó, esperando la luz verde en Bay. El cuartel surgió como una construcción de lego art-deco. Había gente que lo odiaba, pero a Vicki le parecía alegre, y siempre apreciaba el contraste entre imagen y realidad.
Se detuvo un momento en la escalera. Aunque había vuelto un par de veces en los catorce meses que siguieron a su salida del cuerpo, siempre había ido a alguna de las zonas seguras, como la morgue o el departamento forense, nunca a homicidios. Para llegar a la oficina del Inspector Cantree, tendría que recorrer todo el laberinto del departamento de homicidios. Donde puede que hubiese alguien usando su mesa. Donde sus viejos amigos y colegas seguirían luchando por evitar que la ciudad se hundiese por el desagüe.
Donde ninguno de ellos podría hacer el trabajo que tú estás haciendo contra un peligro igual de real. Eso era un alivio. Miró su reloj, eran las doce veintisiete.
—Mierda. —Enderezó los hombros y se dirigió a la puerta—. Igual han salido a comer.
No habían salido, pero la enorme oficina estaba lo suficientemente vacía como para que Vicki, con su pase prendido de la solapa como una letra escarlata, sólo se topase con dos personas a las que conociese. Uno de ellos sólo tuvo tiempo de efectuar un saludo antes de volver a atender al teléfono. Desgraciadamente, la persona número dos tenía el tiempo en sus manos.
—Bueno, bueno, bueno. ¿No es esa Victoria Nelson volviendo al redil?
—Hola, Sid. —Aunque varias de las otras mujeres del cuerpo se habían quejado de que era algo mujeriego, Vicki nunca había tenido nada personal en contra del Detective Sydney Austen. Profesionalmente, pensaba que no se tomaba el trabajo lo bastante en serio, y le sorprendía un poco ver que todavía seguía en homicidios—. ¿Qué tal te va?
Él se sentó de lado al borde de la mesa y sonrió.
—Ya sabes como es esto, demasiado trabajo y muy poca paga. —Ella notó que se fijaba en el grosor de sus gafas, preguntándose cuánto sería capaz de ver—. ¿Y qué has hecho con tu perro guía?
—Un estofado.
Sid dejó escapar una risotada tan fuerte que tapó el rechinar de dientes de Vicki.
—En serio, Victoria, ¿qué tal como investigadora privada?
—No me va demasiado mal.
—¿Sí? Celluci dice que te va bastante bien.
Se podía confiar en Celluci como informador.
—Me las arreglo.
—He oído que un par de los otros también te han pasado algunos casos. —Reconoció la expresión de Vicki inmediatamente y se apresuró a levantar las manos—. Ey, no quería decir eso.
—Estoy segura de que no —su sonrisa era algo tensa.
Sid sacudió la cabeza.
—Dios. No parece que hayas estado fuera más de un año. Podrías volver ahora mismo y sería como si no te hubieses ido nunca. Por cierto —arqueó las cejas de forma exagerada—, ¿cómo es que no has venido más a menudo? Ya sabes, pasarte por aquí y saludar.
Porque es como clavarme un cuchillo en el corazón y retorcerlo, gilipollas. Pero no podía decirle eso, sino que se encogió de hombros.
—Si salieses de este puto agujero, ¿volverías? —preguntó, sabiendo que malinterpretaría su tono—. Tengo que irme. El inspector me está esperando.
Entrar en la oficina del Inspector Cantree era como entrar en el pasado. ¿Cuántas veces había cruzado aquella puerta? ¿Cien? ¿Mil? ¿Cien mil? La última vez, justo antes de irse, ambos habían sido dolorosamente educados. El recuerdo no dolía tanto como ella se temía. Ahora tenía una nueva vida, y el lugar de donde se había amputado la antigua parecía haber cicatrizado.
—Bienvenida a casa, Nelson. —Cantree cubrió el auricular del teléfono y señaló con la cabeza la máquina de café que había sobre el archivador—. Hazte uno, enseguida estoy contigo.
El café tenía el aspecto espeso, negro e iridiscente de una mancha de aceite. Vicki se llenó medio vaso de papel y añadió dos cucharadas de blanqueador en polvo, sabiendo por experiencia que, tras los dos primeros sorbos, sus papilas gustativas se rendirían y podría tragarse el resto sin que le diese arcadas. Alguien había sugerido una vez que ofreciendo el café del Inspector Cantree a los sospechosos podrían hacerlos confesar, pero tuvieron que abandonar esa idea, ya que constituiría una violación en potencia de los derechos humanos.
—Bueno. —Cantree colgó el teléfono después de que Vicki acercase una silla a la mesa y se sentara—. Me alegro de verte otra vez, Nelson —parecía que iba en serio—. He estado siguiendo tu nueva carrera todo lo que he podido. Has conseguido un par de buenas sentencias con perros perdidos y maridos infieles. Siento que tuviésemos que perderte.
—No tanto como yo siento que me perdieran. —Al decirlo logró esbozar una sonrisa sardónica.
El inspector asintió, reconociendo tanto la frase como el modo de decirla.
—¿Y tus ojos?
—Pues todavía los llevo en la cabeza. —Sin embargo, como él era una de las cuatro personas en el mundo que ella creía que merecían una respuesta sincera, continuó—. No valen para nada por la noche, pero funcionan perfectamente a la luz del día, siempre que esté dispuesta a enfrentarme al mundo de frente. La visión periférica se ha cerrado otro veinticinco por ciento en el último año.
—Podría ser peor.
—¡Sí, podría llover! —contestó ella abruptamente, engullendo un trago de café; pero después de que este recorriese un tramo del largo de su esófago, la presión de la mirada del inspector la obligó a añadir—: Vale, podría ser peor.
Cantree sonrió.
—Sabes que estoy encantado de verte en cualquier momento, pero esta es la primera vez que pasas por aquí desde que devolviste la placa, así que supongo que habrá un motivo para la visita.
—Me han contratado para investigar las muertes del Royal Ontario Museum, y me preguntaba qué podría decirme al respecto.
—¿Quién te ha contratado?
Vicki contestó con una sonrisa.
—No puedo decírselo.
—Vale, dime esto: ¿cómo es que no estás exprimiéndole el seso a Celluci?
—Ya se lo he exprimido del todo y, como me ha contado que le ha retirado del caso, me preguntaba por qué.
—Nelson, tú nunca te has preguntado nada simplemente en tu vida, pero, teniendo en cuenta los servicios prestados y porque soy un tío simpático, te voy a decir lo que le dije a él…
A medida que hablaba, Vicki iba frunciendo el ceño. Le estaba contando exactamente lo que Celluci le había contado, palabra por palabra, como si lo hubiese memorizado y lo repitiese ahora de carrerilla. Por mucho que lo intentase, no conseguía que se extendiese más. Finalmente, se rindió y se levantó.
—Bien, gracias por el tiempo y por el café, pero tengo que… —Un grueso sobre de color crema, con el remitente en tinta dorada, llamó su atención—. ¿Va a una boda? —le preguntó ella, cogiéndolo de la mesa.
—Voy a una fiesta de Halloween en casa del Subsecretario de Justicia.
Cantree se lo arrebató y Vicki se quedó mirándolo.
—¿Está de coña?
—Ni se me ocurriría —contestó él, dando un golpe con el sobre en su cuaderno—. Parece ser que Su Señoría tiene un nuevo consejero y quiere que todos los encargados de departamentos vayan a conocerlo.
—¿Quién?
—¿Y yo que sé? Todavía no lo conozco. Algún tipo nuevo en la ciudad con un montón de grandes ideas, seguro.
Vicki se inclinó y extrajo la invitación.
—El día treinta y uno. El próximo sábado. Halloween. Qué gracioso, es una fiesta de disfraces. —Se imaginaba al Inspector Cantree, que se parecía mucho a James Earl Jones, vestido como Thulsa Doom, el villano de la primera película de Conan, y tuvo que ocultar una sonrisa.
—Seguro. Tienes suerte de no estar invitada a esto. —El inspector hizo una mueca de disgusto y Vicki salvó por poco los dedos al guardar él tanto el sobre como la invitación en el cajón superior del escritorio—. El jefe dice que vamos a ir, sin excusas, y he oído que los de la Policía Provincial también van. Por no mencionar todo el puñetero departamento del Subsecretario. —La mueca se convirtió en un semblante ceñudo—. Mi forma preferida de pasar un sábado por la noche, hablando del trabajo con un montón de políticos y policías políticos.
—Y gente muy poderosa… —Vicki notó la expresión del inspector y sonrió, ocultando una repentina aprensión—. Veo que por fin le toman lo bastante en serio como para hacerle ponerse la faja.
—Deja en paz mi faja. Y la mierda esta llegó esta mañana por mensajero especial.
—¿Por mensajero? ¿No le parece algo extraño?
Él contestó con un bufido.
—No es nuestro el deber de preguntarnos por qué… —El resto de la cita se perdió con el chirrido del teléfono y ella murmuró Me voy, retrocediendo hacia la puerta.
Una vez en la calle, Vicki volvió a mirar el cuartel y sacudió la cabeza. Esto no me huele bien.
A veces, un cliché era lo único apropiado.