o has vuelto a soñar?
Henry asintió, con expresión desolada.
—Un sol amarillo que resplandecía en un cielo azul claro. Igual. —Se reclinó sobre la ventana, con las manos en los bolsillos de los vaqueros.
—¿Todavía no hay voz de fondo?
—¿Cómo?
—Voz de fondo. —Vicki soltó en el suelo su bolso y una bolsa de la compra abarrotada y después se dejó caer sobre el sofá—. Ya sabes, alguna voz de fondo que explique lo que pasa.
—No creo que funcione así.
Vicki resopló.
—No veo por qué no —notaba por su tono de voz que no le había hecho gracia. Él suspiró. Vicki decidió abandonar el plan de relajar la tensión con humor—. Bueno, todavía parece inofensivo. Es decir, que todavía no te impulsa a hacer nada.
Ella no lo vio moverse. En un momento estaba en la ventana y al siguiente estaba apoyado en el brazo del sofá, con la cara a centímetros de la suya.
—Llevo cuatrocientos cincuenta años sin ver el sol. Ahora lo veo mentalmente cada noche al despertarme.
Sus ojos no llegaron a cruzarse exactamente. Ella sabía que era mejor no otorgarle tanto poder cuando estaba en un estado de ánimo adecuado para usarlo.
—Mira, yo te comprendo. Es como un alcohólico reformado que se levantase cada mañana sabiendo que se iba a encontrar una botella abierta de alcohol en la puerta por la noche y tuviese que vivir todo el día preguntándose si es lo bastante fuerte como para no acabar el día tomándose una copa. Yo creo que tú eres lo bastante fuerte.
—¿Y si no lo soy?
—Bueno, puedes empezar dejando ya esa puta actitud derrotista. —Oyó el brazo del sofá crujir bajo el peso de Henry y siguió antes de que él pudiese empezar a hablar—. Me dijiste que no querías morir. Vale, pues no vas a morir.
Él se levantó lentamente.
—No estuve aquí esta mañana para echarte una mano y lo siento, pero he pasado casi todo el día pensando sobre todo este asunto. —La llamada de Celluci le había proporcionado una reserva de confianza cuando más la necesitaba. Siempre se las había apañado para llevar adelante su parte de aquella relación, y no iba a permitir que esta la derrotase. A cambio de tu confianza, Henry, voy a darte tu vida. Se colocó el bolso en el regazo y sacó de las profundidades de este un martillo y un puñado de clavos cuervos—. Llevo aquí un telón negro —tocó la bolsa con la punta del zapato—. Lo compré esta mañana en una tienda de accesorios de teatro. Lo colgaremos de la puerta del dormitorio. Cuando salgas, me iré. La cortina evitará que entre la luz desde la luz desde el salón. Desde ahora, hasta que se ponga tu solecito personal, te arroparé todas las mañanas, y si llega el momento en el que no puedas evitar lanzarte a la hoguera, te detendré.
—¿Cómo?
Vicki alcanzó la bolsa de la compra.
—Si sales por la ventana —dijo—, calculo que tengo como un minuto o dos antes de que atravieses la barrera. El verano pasado se demostró de forma bastante definitiva que, aunque te curas rápidamente, se te puede herir.
—¿Y si intento salir por la puerta?
Vicki golpeó contra la palma de la mano el bate de béisbol metálico que acababa de sacar de la bolsa.
—Entonces me temo que se tratará de un ataque frontal.
Henry se fijó en el bate un momento, con las cejas trazando una gran uve, después levantó la cabeza y observó intensamente el rostro de Vicki.
—Esto va en serio —dijo al fin.
Ella cruzó la mirada con la suya.
—Más que nunca.
Sacudió un músculo de la mandíbula y desfrunció el ceño. Después empezaron a temblarle las comisuras del aboca.
—Creo —dijo—, que la solución es tan peligrosa como el problema.
—De eso se trata.
Henry sonrió, con una sonrisa más suave de lo que ella le había visto usar nunca. Le hacía parecer increíblemente joven y a ella le hacía sentir fuerte, protectora, necesaria.
—Gracias.
Vicki notó cómo sus labios trazaban otra sonrisa y sus hombros se libraban de la tensión.
—De nada.
Henry colocó el último clavo sobre el telón y lo clavó en la pared sin molestarse en usar el martillo. A su espalda, oyó a Vicki murmurar:
—Presumido…
Lo del telón fue una buena idea. No estaba tan seguro sobre lo del bate de béisbol, aunque dejarlo inconsciente de un golpe era una idea de una sencillez tan brutal que la apreciaba en lo abstracto. Todavía creía que, cuando llegase el momento, la presencia de Vicki bastaría para recordarle que no quería morir.
Se bajó de la silla y colocó el borde del telón. Este sobresalía casi un metro de la puerta, algo parecido a los tapices que solían colgar de sus dormitorios en Sheriffhutton para evitar las corrientes de aire. Esperaba que fuese algo más efectivo.
Vicki había dejado el bate en la oficina, donde brillaba sin vivacidad, en contraste con la madera oscura, como una maza moderna esperando la mano de un guerrero del siglo veintiuno. Había un caballero en la corte de su padre, un escocés, si su memoria funcionaba bien, cuya arma preferida era la maza. Justo después de su investidura como Duque de Richmond, observó con la boca abierta cómo ese hombre, que sin duda debía ser escocés, hacía trizas una puerta de madera y a los tres hombres apostados detrás de ella con los mismos golpes. Incluso su majestad quedó impresionado, y, palmeando con su gruesa mano el hombro esbelto de su hijo bastardo, le dijo: «¡Eso no se puede hacer con una espada, muchacho!».
Su padre real y ese caballero, al que recordaba de forma vaga, habían vuelto al polvo hacía bastante. Aunque la maza probablemente colgase todavía sobre la repisa de alguna chimenea en las tierras bajas, no había duda de que habían pasado siglos desde que alguien la alzase en la batalla. Henry acarició con un dedo la suave y fría superficie de aluminio.
—¿Qué piensas?
Notaba la inquietud de Vicki, a pesar de su tono de normalidad. Casi la oía pensar, ¿Qué hago si decide librarse del bate? O, conociendo mejor a Vicki, ¿Bastaría con un puñetazo en los riñones para hacer que lo soltase si decide hacerse con él?
—Estaba pensando, nada más —le dijo él, volviéndose lentamente—, en cómo se ha convertido el combate en un ritual estilizado que cambia para adaptarse a las estaciones.
Las cejas de Vicki se elevaron por encima de sus gafas.
—Bueno, todavía se libran muchos combates —contestó con voz cansina.
—Ya lo sé. —Henry abrió las manos, buscando palabras que sirvieran para explicarle la diferencia—. Pero parece que el honor y la gloria han desaparecido de la realidad y se han trasladado a los juegos.
—Bueno, es verdad que hay muy poco honor y menos gloria en que te aplaste la cabeza un motorista con una cadena o que un yonqui vaya a por ti en un callejón con una navaja, o incluso en tener que sacar una porra para defenderte de algún borracho antes de que él te ataque a ti, pero vas a tener que esforzarte mucho para convencerme de que el honor y la gloria hayan tenido que ver alguna vez con la violencia.
—No era la violencia —protestó él—; era la…
—¿Victoria?
—No exactamente, pero al menos sabías cuándo habías ganado.
—A lo mejor, por eso el honor y la gloria han quedado para los juegos. Puedes luchar por la victoria sin tener que dejar detrás un montón de enorme de cadáveres.
Él frunció el ceño.
—Bueno, no lo había pensado así.
—Ya —ella atravesó el telón y pasó al salón—. Al que pierde se la sudan el honor y la gloria. Príncipe, vampiro; siempre has estado del lado de los vencedores.
—¿Y de qué lado estás tú? —preguntó él siguiéndola, ligeramente irritado. No es que ella no le hubiese comprendido, sino que había cambiado totalmente la dirección de la conversación.
—De parte de la verdad, la justicia y la tradición de Canadá.
—Que consiste en…
—En comprometerse, principalmente.
—Tiene gracia. Nunca he creído que fueses una persona que se comprometiese demasiado.
—Es que no lo hago.
Henry alargó el brazo y la cogió por la muñeca, haciéndola detenerse y mirarlo.
—Vicki, si dijese que estoy cansado, que he vivido seis veces más que un humano normal y que ya he tenido suficiente, ¿me dejarías salir a la luz del sol?
Ni por asomo. Se retractó de su respuesta, inmediatamente emocional. Él le había hecho la pregunta en serio, se notaba por su voz y por su rostro, y merecía algo más que una reacción visceral. Siempre había pensado que la vida de una persona era exclusivamente suya, y que lo que esa persona hiciese con ella era asunto suyo y no de los demás. Eso funcionaba en general, pero ¿dejaría que Henry decidiese salir a la luz del sol? La amistad acarreaba consigo responsabilidad o no sería amistad, y, pensándolo bien, ya habían dejado eso claro aquella noche.
—Si quieres que te deje matarte, más te vale convencerme de que morir te conviene más que vivir.
Se había enfadado sólo de pensarlo. Él oyó cómo a ella se le aceleraba el corazón, y vio los músculos tensarse bajo la ropa y la piel.
—¿Podría convencerte?
—Lo dudo.
Henry levantó la mano de Vicki y la besó suavemente en la palma.
—¿Te ha dicho alguien alguna vez que eres una persona muy insistente? —murmuró con los labios sobre la suave piel de la base del pulgar, inhalando el aroma de su carne, rica en sangre.
—A menudo. —Vicki liberó su mano y se la frotó contra el suéter. Fantástico, justo lo que necesitaba, más estímulos—. No tiene sentido empezar algo que no vas a terminar —murmuró, algo temblorosa—. Te alimentaste de Tony anoche.
—Cierto.
—No necesitas alimentarte esta noche.
—Cierto.
A Vicki siempre le molestaba que él pudiese leer sus reacciones físicas con tanta facilidad, que siempre supiese lo que ella sólo pudiese figurarse. Sin embargo, a veces la cuestión era discutible.
—Soy demasiado mayor para hacerlo a lo bestia en el pasillo —le informó a continuación—. Para. —Retrocediendo, lo condujo hacia el dormitorio.
Henry abrió los ojos.
—Vicki, ten cuidado…
Ella lo agarró con más fuerza y sonrió.
—Después de cuatrocientos cincuenta años, deberías saber que eso no te va a funcionar.
—Anoche cené con Mike Celluci.
Henry suspiró y recorrió suavemente la sombra de una vena en el hueco tras la oreja de Vicki. Aunque sólo había tomado unos tragos de sangre, se sentía repleto y perezoso.
—¿Tenemos que hablar sobre él ahora?
—Cree que hay una momia rondando por Toronto.
—Claro, y zombis… —murmuró Henry con los labios sobre el cuello de ella—, y hasta vampiros…
—¡Henry! —le dio un codazo justo debajo del plexo solar. Él decidió prestar atención—. Celluci cree en serio que un antiguo egipcio se ha levantado de su ataúd y ha matado a dos personas en el museo.
—¿Los dos que murieron de ataques cardíacos?
—Esos.
—¿Y le crees?
—Mira, si Mike Celluci me llamase y me dijese que unos marcianos lo tienen atrapado en su casa, no le creería, pero iría para allá con un lanzallamas por si acaso. Y como tú eres lo más parecido que conozco a un experto en resurrecciones de entre los muertos, te pregunto a ti. ¿Es posible?
—A ver, que me aclare. —Henry se giro, poniéndose boca arriba y entrelazando los dedos detrás de la cabeza—: el Detective Michael Celluci fue y te dijo: Hay una momia suelta en Toronto, asesinando a limpiadores y egiptólogos. Y, a ver, déjame que lo adivine, no se lo puede contar a nadie más porque nadie más le creería.
—Más o menos.
—¿Estás segura de que esto no es una broma de santos inocentes?
—Es demasiado complicado. Celluci es un tío muy serio, y además no es la época.
—Cierto. Supongo que te dio algún tipo de teoría para explicar esta chorr… esta idea tan peculiar.
—Pues sí. —Vicki repitió todo lo que Celluci le había contado, señalando punto por punto con los dedos sobre el pecho de Henry.
—Y si la agente Trembley confirma que había una momia, ¿entonces qué?
Ella se enroscó en el dedo un corto rizo cobrizo.
—Esperaba que tú pudieses decírmelo.
—¿Le ayudamos a detenerla?
—¿Cómo?
—No tengo la más remota idea. —Henry la oyó suspirar, sintió su aliento contra su pecho y la besó suavemente en la cabeza—. ¿Te ha pedido él que me lo cuentes?
—No, pero dijo que no le importaba que lo hiciese. —En realidad, él había dicho, ¿Usar a un monstruo para cazar a otro monstruo?, ¿por qué no? Sin embargo, detrás de su mirada se ocultaba una señal de alivio, y Vicki tenía la sensación de que había estado esperando a que se lo preguntase, negándose a sacar a colación el tema él mismo—. Tenía que ir a un entrenamiento de hockey; si no, le hubiese sugerido que te lo contase él en persona.
Vicki sonrió. La reacción de Celluci hubiese sido mucho más ruidosa y menos educada, pero básicamente parecida.
Henry se sentó en su escritorio y encendió el ordenador. Por encima del zumbido del ventilador del mismo, oía la respiración profunda y lenta que venía del cuarto de estar, y, bajo esta, el latido uniforme de un corazón en reposo.
«No esperes que me quede todas las noches», le había advertido Vicki, bostezando. «Supongo que la mayoría de las veces podré venir a arroparte antes de amanecer, pero, mientras esté aquí, puedes escribir, y yo puedo dormir un poco». Ella salió de la habitación, con una almohada bajo un brazo y una manta bajo el otro. «Me quedo en el sofá. El salón está mejor ventilado y así no tienes que dormir oliendo a sangre».
Era una razón verosímil e incluso considerada, pero Henry no la aceptó. Había visto las líneas de tensión trazadas en la espalda de Vicki al salir de la habitación. La escuchó dormir un poco más, sacudió la cabeza y se concentró en el monitor. Tenía que entregar el libro el uno de diciembre, y calculaba que le quedaba un capítulo para el final feliz.
Verónica recorrió tranquilamente su habitación en la mansión del gobernador, con la falda de seda arremolinándose sobre sus hermosos tobillos. El Capitán Roxborough se quedaría toda la mañana a no ser que encontrase alguna forma de impedirlo. Sabía que no era un pirata, pero, a pesar de que el gobernador hubiese sido más que generoso, ¿serviría de algo su palabra cuando se supiese que había llegado a las islas disfrazada de grumete? Que el capitán Roxborough lo había descubierto y que…
Se detuvo y se cubrió las mejillas acaloradas con sus esbeltos dedos. Aquello no importaba ya.
—No debe morir —juró.
—Parece que no puedo evitar el tema de morir al amanecer —murmuró Henry, apartándose de la mesa.
La primavera anterior, el amanecer lo había sorprendido al descubierto y había tenido que correr por su vida. Todavía conservaba en el reverso de la mano la cicatriz hinchada donde el día lo había marcado. ¿Sería tan rápido como aquella vez, o más lento? ¿Se prendería instantáneamente su piel y se convertiría en ceniza, o ardería en una lenta agonía, gritando hasta llegar a la muerte definitiva?
Se obligó a dejar de pensar en aquello, escuchando el ritmo contenido de la respiración de Vicki hasta calmarse. Debería haber algo más en qué pensar.
Celluci cree en serio que un antiguo egipcio se ha levantado de su ataúd y ha matado a dos personas en el museo.
Había estado una vez en Egipto, justo después del cambio de siglo, justo después de la muerte del Dr. O’Mara, cuando Inglaterra parecía corrupta y tuvo que alejarse de ella. No se quedó allí mucho tiempo.
Había conocido a Lady Wallington en la terraza del Shepheard’s. Ella estaba sentada sola, bebiendo té y contemplando las multitudes de egipcios que llegaban a la calle de Ibrahim Pasha, cuando sintió su mirada y lo llamó. Lady Wallington, una viuda reciente que había cumplido los cuarenta hacía poco, no tenía objeción en gozar de la compañía de un joven atractivo y cortés. A Henry, por su parte, la ingenuidad de ella le resultaba refrescante. «No seas ridículo», le había dicho ella, cuando este la acompañó en el sentimiento, «lo mejor que hizo por mí su señoría jamás fue caerse muerto antes de que fuese demasiado vieja para disfrutar de mi libertad», frotándole a continuación él la pierna por debajo del tapete de damasco.
Públicamente, eran tan discretos como exigía la sociedad de 1903. En privado, ella era justo lo que Henry necesitaba tras el incidente con el grimorio. Él nunca le contó lo que era, y ella aceptaba el tiempo que pasaba lejos con el mismo aplomo que cuando estaba con ella. Henry prefería sospechar que tenía otro amante para el día, por lo cual terminó admirando su resistencia.
En las noches en las que tenía que alimentarse de otros, se alejaba de los turistas ingleses y americanos y se deslizaba por las calles oscuras y retorcidas de la vieja El Cairo, donde los jóvenes de ojos endrinos nunca sabían que pagaban su placer con sangre.
Entonces fue cuando comenzó a sentirse observado. Aunque no era capaz de identificar una amenaza concreta (ojos oscuros observaban a todos los visitantes, y sin duda no parecían vigilarlo a él más que al resto), notó escalofríos entre los omóplatos. Empezó a tener más cuidado en las idas y venidas de su santuario.
Se puso de moda subir a la cima de la Gran Pirámide a la luz de la luna, y no hizo falta insistir para que acompañase a Lady Wallington en la expedición. Empezaba a parecer que la ciudad se cerraba en torno a él, como si se tratase de una trampa grande y complicada. Tal vez unas horas alejado de ella le aclararían la mente.
Salieron del carruaje a la arena plateada por la luna que se amontonaba contra la base de los monumentos como nieve recién caída, pisada sólo en los lugares que indicaban tumbas profanadas o santuarios hundidos. La luz había borrado la señal de la edad de las pirámides, y en lugar de esta había dejado grades líneas de sombra que cruzaban los rasgos de la esfinge, de manera que parecía más y menos humana, contemplando enigmáticamente la noche. Por desgracia, había antorchas llameantes y cuerpos que se arrastraban a los lados de la pálida pirámide, y el sonido que producían se oía con claridad en el aire del desierto.
—Dios, que calor. ¿Todavía no hemos llegado?
—Aunque admiro a los americanos como raza —suspiró Lady Wallington, colocando la mano bajo el brazo de Henry—, hay ciertos ejemplares de los que podría prescindir.
A medida que se acercaban a la pirámide, se prepararon mentalmente para la andanada de guías sospechosos, traficantes de antigüedades y mendigos de todo tipo que se arracimaban alrededor de la base del edificio, esperando su oportunidad de compartir el dinero de los extranjeros.
—Qué raro —murmuró Lady Wallington, al ver que estos permanecían en su sitio, observándolos desde debajo de sus turbantes y murmurando entre sí en árabe—. Aunque supongo que nos las apañaremos bien sin ellos.
Sin embargo, contempló bastante dubitativa el monumento mientras hablaba, ya que, con un traje de noche, los grandes escalones no serían fáciles de subir sin ayuda. La mayoría de las mujeres que ya estaban ascendiendo tenía a dos hombres tirando desde arriba y a uno empujando desde abajo.
Henry frunció el ceño. Bajo el olor de suciedad y sudor y especias, percibía miedo. Al encaramarse al primer bloque y alcanzar la mano de Lady Wallington, uno de ellos hizo la señal contra el mal de ojo.
Lady Wallington siguió su mirada y se rio.
—No te molestes por eso —le dijo ella al elevarla Henry con facilidad al siguiente nivel—; es sólo que, con la luz de la antorcha, tu pelo parece más rojo de lo normal, y el pelo rojo es la marca de Set, la versión egipcia del diablo.
—Entonces no importa —la reconfortó él con una sonrisa. Sin embargo, esa sonrisa hubiese sido más significativa si él no hubiese visto al manojo de hombres desaparecer en el mismo momento en que escaló por encima del alcance de su vista.
Con los años, había desaparecido la cima de la pirámide, dejando una superficie plana de cerca de un kilómetro cuadrado en la parte más alta. Respirando con cierta pesadez, Lady Wallington se dejó caer sobre uno de los bloques esparcidos, rodeada al momento de nativos que intentaban venderle de todo, desde reproducciones de papiros, jurando que eran auténticos, hasta un dedo de momia, sin duda genuino. A Henry no le hacían caso. La dejó con sus compras y se acercó al borde oriental, desde donde podía ver las luces titilantes de El Cairo, más allá de la banda de obsidiana del Nilo.
Llegaban desde el sentido contrario al viento, moviéndose tan suavemente que los oídos de un mortal no podrían percibirlos. Henry notó el sonido de corazones latiendo dentro de media docena de pechos y se dio la vuelta antes de que estuviesen preparados.
Un hombre gimió, levantando un puño mugriento para cubrirse la boca. Otro retrocedió, con los ojos en blanco. Los otros cuatro se limitaron a quedarse inmóviles y, por encima del poderoso olor del miedo, Henry notó el del acero y vio el brillo de la luna en las afiladas armas.
—Un lugar abierto a los ladrones —comentó en tono de conversación, con la esperanza de no tener que matarlos.
—No vamos a robarte, ifrit —dijo suavemente su líder, en un tono tan bajo que ninguno de los demás extranjeros que había en la pirámide lo oyese—, sino a hacerte una advertencia. Sabemos lo que eres. Sabemos lo que haces por la noche.
—No sé de qué habláis. —La respuesta era puramente instintiva; Henry no esperaba que le creyesen. Se daba cuenta por su compostura de que sabían lo que era, y de que la única opción que quedaba era la de averiguar lo que pensaban hacer al respecto.
—Por favor, ifrit… —el líder alargó las manos, dejando claro lo que quería decir.
Henry asintió una vez y dejó que la insípida imagen de inglés desapareciese.
—¿Qué queréis? —preguntó, transmitiendo en su voz el peso de siglos.
El líder se acarició la barba con dedos ligeramente temblorosos y los seis se guardaron de cruzar la mirada con Henry.
—Sólo queremos avisarte. Vete. Ahora.
—¿Y si no quiero? —el tono sobrenatural se acentuó.
—Entonces encontraremos el lugar donde te escondes durante el día y te mataremos.
Lo decía en serio. A pesar de su miedo, y del miedo mayor de los hombres que lo seguían, Henry no dudaba de que harían exactamente lo que decía.
—¿Por qué queréis advertirme?
—Has demostrado ser un ifrit neutral —dijo uno de los hombres en voz alta—. No queremos enfadarte, así que buscamos una forma neutral de librarnos de ti.
—Además —añadió el líder secamente—, nuestros jóvenes insistieron.
Henry frunció el ceño.
—Les he dado sueños…
—Nuestra gente ya tenía una civilización cuando estos eran aún salvajes. —Con un movimiento de la mano señaló a los turistas, entre ellos Lady Wallington, que seguía regateando por los souvenirs—. Hemos tenido tiempo de olvidar más cosas de las que ellos han tenido tiempo de aprender. Los sueños no ocultarán tu naturaleza, ifrit. ¿Aceptarás nuestro aviso y te irás?
Henry estudió sus rostros un momento y vio, bajo la suciedad y la desnutrición, un vestigio de la raza que había construido las pirámides y gobernado un imperio que incluía la mayor parte del norte de África. Respetaba ese vestigio, como un príncipe que recibe a un embajador de un pueblo lejano y poderoso.
—Me iré.
Hemos tenido tiempo de olvidar más cosas de las que ellos han tenido tiempo de aprender.
Henry tamborileaba con los dedos sobre el borde del escritorio. De algún modo dudaba que se hubiese aprendido demasiado en los siguientes noventa años. Si Celluci tenía razón y había una momia caminando por las calles de Toronto, una momia que portase consigo el poder del antiguo Egipto, todos estaban en gran peligro.
—¿Visitando los barrios bajos, detective?
—Sólo viendo como vive la otra mitad. —Celluci se inclinó sobre el mostrador de la 52 División y contempló a la mujer que se encontraba al otro lado—. ¿Están todavía Trembley y su compañero? Necesito hablar con ellos.
—Vaya por Dios, no me digas que uno de tus chicos de homicidios realmente trabaja a las seis de la mañana. Déjame que señale la fecha…
—Bruton… —No era una advertencia en toda regla—. ¿Trembley?
—Dios, le quitas a un hombre el uniforme y pierde el sentido del humor. Aunque no es que hayas tenido mucho nunca… Y por la mañana siempre has sido un hijoputa. Pensándolo bien, por la tarde también eras un hijoputa. —La Sargento Heather Bruton había compartido un coche con Celluci durante unos memorables seis meses, cuando ambos eran simples agentes, pero el departamento los había separado hábilmente antes de que se hiciese ningún daño irreversible—. Trembley todavía no ha llegado. ¿Quieres esperar o le digo que te pegue un grito?
—Esperaré.
—Se me sale el corazón de la emoción. —Bruton le envió un beso con sorna y volvió al papeleo.
Celluci suspiró y se preguntó si Vicki sabría quién estaba de guardia cuando sugirió hablar con Trembley. Era un tipo de broma muy suyo…
—… entonces ella va y dice «¿No vas a detenerlo, mamá?».
El compañero de Trembley se rio.
—¿Cuántos años tiene ya Kate?
—Casi tres. Su cumpleaños es en noviembre. —Pasó de Harbord Street al Queen’s Park Circle—. Y, ¿te lo puedes creer? Para Halloween quiere… ¡joder!
—¿Qué?
—El acelerador, ¡está atascado!
El coche patrulla aceleró, atravesó el puente y se dirigió a la curva, sin dejar de subir de velocidad. Trembley rodeó un pequeño vehículo extranjero, luchando por mantener el control. Pisó los frenos una vez, luego dos, y luego ya no hubo presión.
—¡Mierda!
Aplastó el freno de emergencia contra el suelo. El metal sobrecargado chirriaba bajo el coche.
El compañero de Trembley, con los dedos de una mano hundidos en el salpicadero, agarró la radio.
—¡Aquí el 5239! El coche… ¡Dios, Trembley!
—¡Lo veo, lo veo!
Ella tiró bruscamente del volante hacia la izquierda. Las ruedas chirriaron contra el asfalto. Pasaron por detrás del tranvía de College a unos pocos centímetros de distancia.
—¡Da marcha atrás!
—¡Y me cargo el motor!
—¿Y qué?
El mundo empezó a moverse más despacio al darse cuenta de repente la agente Trembley de que el coche no iba por donde ella quería. Las ruedas giraban, pero el vehículo, dejando grandes líneas de goma a su paso, seguía dirigiéndose al monumento de cemento del Hospital General.
El mundo volvió a su velocidad normal justo antes del impacto. Lo último que sintió Trembley fue alivio. No pensaba que pudiera soportar morir a cámara lenta.
En dirección contraria a las nubes de grasiento humo negro, Celluci contempló el desastre del coche patrulla, sintiendo el calor del fuego acariciarle la cara. Si algún agente hubiese sobrevivido milagrosamente al impacto, la explosión provocada por el motor al prenderse los habría rematado. La llamarada era tan intensa, que los bomberos no pudieron hacer más que dejarla consumirse, concentrándose en contenerla.
A pesar de lo temprano de la hora se había reunido una pequeña multitud, y la vendedora de flores, que justo iba a colocarse en aquella esquina, sufría un fuerte ataque de histeria atendida por dos auxiliares médicos.
—Tiene gracia —dijo una voz áspera junto al hombro de Celluci.
Este se volvió y observó al hombre sucio que se balanceaba a su lado. Apestaba incluso con el olor del accidente.
—Lo he visto —continuó—. Se lo conté a los polis. No me creían.
—¿Qué les contaste?
—¡No estoy borracho! —Se tambaleó, agarrándose a la chaqueta de Celluci—. Pero si tienes algo suelto de sobra…
—¿Qué les contaste? —repitió Celluci con un tono perfeccionado durante años para imponerse sobre cualquier parloteo alcohólico.
—Lo que he visto. —Agarrando aún la chaqueta, se volvió y señaló el coche con un dedo mugriento—. Las ruedas iban para un lado, y el coche para otro.
—Casi no hay luz todavía, ¿cómo has podido ver eso?
—Estaba tirado en el parque. A la altura de las ruedas.
No era un parque muy grande, más bien un jardín plantado en la mediana, pero el rastro de goma negra trazado en el suelo pasaba justo al lado. Celluci siguió la línea hasta el lugar del impacto, y siguió el humo hasta que este se convirtió en parte del cielo nublado, extendiéndose sobre toda la ciudad.
Las ruedas iban en una dirección.
El coche iba en otra.
Como si una mano fría le agarrase el corazón, Celluci corrió hacia su coche. De repente resultaba muy importante ver los informes circunstanciales del lunes por la mañana de Trembley.
—Por Dios, Celluci —contestó con brusquedad la Sargento Bruton, con el receptor del teléfono sujeto bajo la barbilla y tres personas intentando que las atendiera—, este no es el momento para molestar con un puto informe circunstancial… ¿qué? —volvió a mirar el teléfono—. ¡No, no quiero volver a llamar, quiero que lo encontréis! No me pongáis… ¡joder! —Garabateó su firma sobre un papel de importancia preferente, observó furiosa el caos y gritó—: ¡Takahashi! ¡Coge la otra línea! Bien, entonces —señaló en dirección a Celluci—; si necesitas ese informe para un caso, llamas más tarde, ¿me oyes? Más tarde.
—¿Sargento? —el agente Takahashi cogió el teléfono, con la mano tapando fuertemente la boquilla—. Es el marido de Trembley.
Los jeroglíficos que había grabados en la pintura del coche patrulla de juguete habían quedado totalmente destruidos, y el pedacito de papel doblado tres veces hacia dentro y colocado en el asiento delantero ya no era más que ceniza. Colocó una revista bajo los restos calcinados y la levantó con mano temblorosa. Había pasado mucho tiempo desde que realizara ese hechizo, y, como no tenía intención de quemar el hotel, lo había hecho cuidadosamente de forma que cualquier energía fortuita pudiese contenerse. Como había olvidado que el combustible del que dependían aquellos coches era altamente inflamable, su previsión resultó afortunada. Tal como estaba, la cortina del baño parecía algo chamuscada. Tendría que hacer que la cambiaran.
Tras tirar el trozo de metal, casi imposible de identificar, en un cenicero de cristal del cuarto de estar de su suite, cayó rendido sobre una silla. Aunque había formas más fáciles y menos agotadoras de cumplir el mismo objetivo, el trabajo de aquella mañana había demostrado, al acabar con los dos últimos recuerdos de su forma momificada, que sus antiguas habilidades seguían intactas. Un pequeño viaje a la comisaría y una charla con el joven de la mesa habían bastado para ocuparse de los informes escritos de la noche anterior.
En los viejos tiempos no hubiese tenido el valor de llevar su poder a aquellos extremos. Pero en los viejos tiempos, con los dioses acumulando almas casi al nacer, no habría sido posible alimentarse con la misma facilidad. Más adelante, tal vez a la hora del almuerzo, iría a dar un paseo. Según el ka del Dr. Rax, había cierto tipo de escuela para niños muy pequeños no muy lejos.
—Llegas tarde.
—Estaba en la 52 cuando llegó la llamada del accidente.
Celluci se deshizo de la chaqueta y se dejó caer sobre su silla. El accidente había tenido lugar en la esquina de College y University, a tres manzanas cortas de la comisaría central; en la comisaría, todo el mundo lo sabía; la mitad del turno de día había estado allí.
—¿Ha sido tan fuerte como decían?
—Peor.
—Dios. ¿Qué crees que puede haber pasado?
Celluci observó toscamente a su compañero al otro lado del escritorio.
—El equipo que murió en ese accidente era el que estaba de servicio en el museo el lunes.
—¡Joder, Mike! —Dave se inclinó y bajo la voz—. ¡Esto parece una película de monstruos barata! No había ninguna momia, pero si la hubiese no se levantaría y mataría a gente, y, desde luego, ni de coña iría provocando accidentes de coche. No sé qué coño estarás haciendo con esto, pero ¿podrías informarnos ya para que podamos seguir con nuestro trabajo?
—Mira, no sabes…
—¿No sé qué? ¿Que están pasando muchas cosas raras en esta ciudad? Claro que lo sé, he detenido a algunas de ellas. Pero hay mucha escoria humana perfectamente normal ahí fuera, así que no te busques problemas adicionales. —Estudió la expresión de Celluci y sacudió la cabeza—. Como el dinero en el escote de una puta… No has escuchado ni una palabra.
—Te he oído —gruñó Celluci. Se dio cuenta de que nada de lo que dijera podría convencer a aquel hombre de que existía otro mundo fuera (o peor aún, dentro) de los límites en los que había vivido toda su vida.
—Eh, vosotros dos, Cantree quiere veros en su oficina.
—¿Por qué? —Celluci frunció el ceño a la mensajera mientras Dave se levantaba.
Ella se encogió de hombros.
—¿Y yo qué coño sé? Él es el inspector, yo sólo soy detective. —Volvió a apartarse de en medio al levantarse Celluci—. Igual le ha echado un vistazo a tu último informe de gastos. Te dije que guardaras los recibos.
El Inspector Cantree levantó la mirada al entrar los dos detectives, y les indicó con un movimiento de la cabeza que cerrasen la puerta.
—Es por lo de las muertes del museo —dijo sin más preámbulo—. He mirado los informes y he hablado con el jefe. Dejadlo.
—¿Que lo dejemos? —Celluci dio un paso al frente.
—Ya lo habéis oído. Un ataque cardíaco no es un homicidio. Dejadlo al grupo de allanamientos. Quiero que ayudéis a Lackley y Dixon con el caso Griffin.
Celluci notó cómo sus manos se apretaban convirtiéndose en puños, pero tratándose de Cantree, el único policía de la ciudad al que respetaba sin reservas (lo que tenía más peso que la posición de este como superior directo), mantuvo a raya su temperamento irascible.
—Tengo una corazonada con esto… —comenzó, pero el inspector lo interrumpió.
—Me da igual. No es un homicidio; por lo tanto, no es asunto vuestro. Ni de vuestras corazonadas.
—Pero yo creo que es un homicidio.
Cantree suspiró.
—Vale, ¿por qué? Dame hechos.
Celluci apretó los labios.
—No tengo hechos —murmuró, mientras Dave miraba hacia el techo, con una expresión de cuidadosa neutralidad.
—Es sólo una sensación.
—Vale. —Cantree recogió un montón de carpetas de encima de su mesa—. Te voy a dar unos cuantos hechos. Llevamos setenta y siete homicidios en la ciudad en lo que va de año. Una adolescente desmembrada en un lago. Un hombre acuchillado detrás de la barra de un bar. Un médico asesinado en el descansillo de la escalera del edificio donde vivía. ¡Dos mujeres muertas a palos en un aparcamiento por la tarde, joder! —Su voz subió de tono y se levantó de su asiento, dando un golpe sobre las carpetas con la mano—. No me hace falta que inventéis asesinatos donde no los hay. Por lo que a mí respecta, el caso está cerrado. ¿Ha quedado claro?
—Perfectamente —le contestó Celluci apretando los dientes.
—Clarísimo —añadió Dave, tirando de su compañero hacia la puerta y agarrando firmemente su hombro hasta que salieron a la oficina exterior—. Bueno, supongo que se acabó —dijo; entonces echó un vistazo al rostro de Celluci y giró los ojos—. O puede que no…
—Nelson, investigaciones.
—Cantree me ha quitado el caso.
Vicki dejó la bolsa y, balanceando el receptor bajo su barbilla, se deshizo de la chaqueta. Casi acababa de entrar cuando sonó el teléfono.
—¿Te ha dicho por qué?
—Me dijo, y cito textualmente, «He mirado los informes y he hablado con el jefe. Un ataque al corazón no es un homicidio».
—¿Y tú qué le has dicho?
—¿Qué coño le voy a decir? Si le dijese que creo que hay implicada una momia, creería que estoy loco. Mi compañero ya cree que estoy loco.
Mentalmente, ella lo veía recogerse el mechón rizado de la frente y pasarse los dedos por el pelo enmarañado.
—¿Todavía crees que hay implicada una momia?
—El informe circunstancial de Trembley del lunes se ha perdido.
—¿Y Trembley?
—Ha muerto.
Vicki se sentó.
—¿Cómo?
—En un accidente de coche volviendo a la comisaría esta mañana.
—Pasé por allí yendo a casa, pero no sabía que era… Trembley. —Los equipos de emergencia sólo habían conseguido acercarse a la chatarra. Los cuerpos se habían quemado hasta el punto de no poder recuperarse—. Hablé con un par de agentes. Dijeron que el coche estaba fuera de control.
—Tengo un testigo que vio las ruedas apuntar hacia un sentido mientras el coche seguía yendo en otro. —Celluci respiró profundamente, y ella pudo oír la tensión zumbando por los hilos—. Quiero contratarte.
—¿Qué?
—Cantree me ha atado de manos. Ya no trabajas para él. Encuentra a esa momia.
Ella reconoció la obsesión que denotaba la voz. La había oído antes, y a menudo en la suya propia. La obsesión era buena para un policía. También podía acabar con él.
—La encontraré.
—Mantenme informado en todo momento.
—Lo haré.
—Ten cuidado.
Vicki se imaginó de nuevo los restos fundidos del coche de Trembley.
—Tú también.
A colgar el teléfono, frunció el ceño, recordando: He leído los informes y he hablado con el jefe.
—Pero ¿por qué? —preguntó Vicki al apartamento vacío—. ¿Por qué hablaría el Inspector Cantree con el jefe por un asunto del departamento?