ontempló la mesa del desayuno, que consistía en un tazón de tiesas y melón, tres huevos fritos por ambos lados, seis rodajas de rosbif a medio cocer, panecillos de maíz, un vaso helado de néctar de albaricoque y una jarra de café recién hecho, y asintió con satisfacción a la joven que se lo había servido, antes de abrir el periódico nacional. Aunque había recibido las ediciones matutinas de los tres periódicos de Toronto, había sido fácil averiguar cuál leer primero. Sólo uno de ellos contenía más texto que fotos.
Tras devorar el ka del niño, había pasado el resto del día adquiriendo prendas adecuadas y un lugar en el que quedarse. Los tenderos de las pequeñas y exquisitas tiendas de ropa de caballero de Bloor Street West se preocupaban tanto del status que habían sido casi vergonzosamente fáciles de encantar; más tarde, el director del Hotel Park Plaza había respondido tan bien a su apariencia y arrogancia que casi no había necesitado usar su poder.
Se había registrado como Anwar Tawfik, nombre que había obtenido del ka de Elias Rax. Llevaba desde tiempos de Meri-nar, el primer faraón, sin usar su nombre verdadero, y para cuando los sacerdotes lo atraparon y aprisionaron, le habían llamado por tantos nombres que sólo habían podido poner en el hechizo lo que era, y no quién era. Si hubiesen tenido su nombre verdadero, no habría escapado tan fácilmente.
Había escogido el Hotel Park Plaza porque se elevaba sobre el museo y, un poco más al sur, sobre la oficina del gobierno provincial. De hecho, se veían ambos por las ventanas de su habitación de esquina. El museo sólo poseía cierto grado de importancia sentimental. Por otra parte, Queen’s Park sería suyo.
En los viejos tiempos, cuando los que poseían poderes laicos también contaban con los religiosos, cuando no había división entre los dos y el faraón era Horus vivo, no habría necesitado construir su estructura de poder desde los cimientos, desde los faltos de privilegios y los descontentos. En aquella edad, la Iglesia y el Estado estaban separados a la fuerza, y aquello hacía que el Estado estuviese maduro y listo para recogerse, como una fruta.
En aquellos días a menudo encontraba sólo el ka libre imprescindible para extender su propia vida, y había reservado el poder que tenía para evitar que él y su dios pereciesen. Ahora, al haber tan poco ka comprometido, no necesitaba conservar el poder. Podía usar todo lo que desease, hacer a los poderosos inclinarse ante su voluntad, sabiendo que tenía una multitud de la que alimentarse.
Sabía que Akhekh no apreciaría adecuadamente la situación. Su señor tenía gustos… sencillos. Un templo, unos pocos acólitos y un poco de desesperación generada bastaban para hacerlo feliz.
Dobló el periódico por la mitad dos veces, se sirvió una taza de café y se reclinó, dejando que el sol de octubre derramase su calor por su rostro. Había despertado en una tierra fría y gris, donde el suelo estaba cubierto de húmedas hojas del color de la sangre. Echaba de menos las límpidas líneas doradas del desierto, la presencia del Nilo, el olor de las especias y el sudor, pero, como aquel mundo que echaba de menos ya no existía, se apoderaría de aquel otro.
Sinceramente, no veía quién iba a impedírselo.
—Homicidios. Detective Celluci. ¿Está seguro? ¿Causado por qué?
Dave Graham contempló a su compañero fruncir el ceño e hizo apuestas consigo mismo para adivinar quién estaría al otro lado de la línea telefónica. Había varios informes que aún se salían de lo normal, aunque ya habían recibido las fotos y un análisis del laboratorio con los contenidos del grifo.
—¿Seguro que no hay nada más? —Celluci tamborileaba en la mesa con las puntas de los dedos—. Sí. Sí, gracias. —Aunque estaba evidentemente molesto, colgó con un cuidado extremo. El departamento se había negado a pagar más teléfonos—. El Dr. Rax murió de una parada cardiaca.
Ah, el coronel. Se debía a sí mismo un cuarto.
—¿Y qué hizo pararse el corazón del buen doctor?
Celluci contestó con un bufido.
—No lo saben. —Cogió el café, lo removió para ver la espuma que se había formado en las dos últimas horas y se lo bebió—. Parece ser que simplemente se paró.
—¿Drogas? ¿Enfermedad?
—Nada. Había signos de lucha, pero no pruebas de que le golpearan el pecho. Había tomado un sandwich, un vaso de leche y un trozo de pastel de arándanos antes de morir. A juzgar por el estado de los músculos, estaba un poco cansado. —Celluci se apartó un mechón rizado demasiado largo de la frente—. El Dr. Rax era un hombre sano de cincuenta y dos años. Sorprendió a un intruso desnudo en el departamento de egiptología y se le paró el corazón.
—Bien. —Dave se encogió de hombros—. Supongo que estas cosas pasan.
—¿Qué cosas?
—Paradas cardiacas.
—Una mierda. —Celluci aplastó la taza de café y la arrojó a la papelera. Dio en el borde, salpicó un poco de café por el escritorio y cayó—. Dos muertes por una parada cardiaca inexplicable en la misma habitación en menos de veinticuatro horas…
—Una macabra coincidencia. —Dave sacudió la cabeza al ver la expresión de su compañero—. Vivimos en un mundo de estrés constante, Mike. Un poco más de lo normal basta para fulminarte. Ellis vio algo que lo asustó, su corazón no pudo soportarlo y murió. El Dr. Rax sorprendió a un intruso, pelearon, su corazón no pudo soportarlo y murió. Como he dicho antes, estas cosas pasan. Las paradas cardiacas que no tengan lugar como resultado directo de la violencia están fuera de nuestra jurisdicción.
—Grandes palabras —gruñó Celluci.
—Bueno, yo estoy preparado para concluir que esto no fue un homicidio y dejárselo a los de allanamientos.
Celluci balanceó las piernas hasta bajar de la mesa.
—Yo no.
—¿Por qué no?
Reflexionó un momento y finalmente se encogió de hombros. Realmente no se le ocurría ninguna razón, ni siquiera para sí mismo.
—Digamos que es una corazonada.
Dave suspiró. Odiaba el trabajo policial basado sólo en la intuición, pero el historial de detenciones de Celluci sin duda era suficientemente bueno como para dejarle seguir una o dos corazonadas. Se rindió.
—Vale, ¿adónde vas?
—Al laboratorio.
Dave, viendo a su compañero alejarse con prontitud, consideró la posibilidad de llamar al laboratorio y advertirles. Tenía la mano en el auricular cuando cambió de idea.
—Nah. —Se volvió a sentar en su silla y sonrió—. ¿Por qué voy a divertirme sólo yo?
—¿Esto es un trozo de lino? —Celluci se quedó mirando el sobrecito de plástico y decidió confiar en Doreen—. ¿De dónde ha salido?
—De una antigua túnica ceremonial egipcia, probablemente talla extra… extra, extra grande. Tenía una cintura estilo imperio, mangas tableadas y ¿yo que coño sé? —Doreen Chui se cruzó de brazos y se quedó contemplando al detective—. Me traes veintidós mililitros de lodo bañado en ácido y saco un milímetro cuadrado de lino. Más milagros de los que puedes pedir.
Celluci dio un paso atrás. Las mujeres pequeñas siempre le hacían sentir vagamente intimidado.
—Lo siento. ¿Qué puedes decirme sobre él?
—Dos cosas. Una, es viejo —levantó una mano con cautela—. No sé cómo de viejo. Dos, hay un poco de pigmento en una de las fibras que es más o menos sangre y un tipo de pintura vegetal a partes iguales. También es viejo. No tiene que ver con el cuerpo de anoche. Por lo menos en lo referente a los preciados fluidos corporales.
Celluci examinó más de cerca el fragmento diminuto de sustancia marrón grisácea. Raymond Thompson había dicho que el ataúd era de la decimoctava dinastía. No estaba seguro de cuándo era eso exactamente, pero si se podía situar el fragmento de lino en el mismo período de tiempo… estaría montando un caso contra una momia que todo el mundo decía que no existía. Duraría lo que una visita de un abogado de lo civil.
—No podrías averiguar la antigüedad de esto, ¿no?
—¿Quieres que le haga la prueba del carbono?
—Bueno, sí.
—A ver, Celluci, para el carro. Si quieres que haga esa clase de prueba, suponiendo que tuviese una muestra suficientemente grande, que no la tengo, haz que la ciudad deje de recortarme el presupuesto para poder conseguir el equipo y la gente que se necesita. —Golpeó la mesa con la mano—. Hasta entonces, lo que tienes es un hilito de lino con una mancha de pintura, ¿comprendido?
—Entonces, ¿ya has terminado?
Doreen suspiró.
—No me hagas explicártelo otra vez, detective, he tenido una mañana muy dura.
—Vale. —Se deslizó cuidadosamente el sobre en el bolsillo de la chaqueta e intentó sonreír con expresión de disculpa—. Gracias.
—De verdad que me las he ganado —murmuró ella, volviendo a su trabajo. Al parecer la sonrisa no había hecho mella—. Dad una moratoria a los asesinatos hasta que me ocupe de todo el trabajo atrasado.
La Dra. Shane contempló el envoltorio de plástico a la luz y, sacudiendo la cabeza, lo depositó sobre la mesa.
—Si dice que eso es un trozo de lino, detective, yo le creo, pero me temo que no puedo decirle de dónde ha salido o lo antiguo que es. Cuando hayamos terminado el inventario y veamos qué falta, tal vez sepamos qué tiraron por el desagüe…
—Tenía que ser algo que el intruso creyese que lo delataría —musitó Celluci.
—¿Por qué? —El detective tenía una mirada muy penetrante, observó la Dra. Shane al girarse él hacia ella. Y unos ojos marrones muy atractivos con pestañas largas y gruesas, de las que una mujer mataría por conseguir—. Es decir, ¿no podría haber sido vandalismo gratuito?
—No, es demasiado específico y cuidadoso. Un gamberro podría haber echado ácido sobre alguno de sus artefactos, pero no lo habría tirado después por el desagüe. Y… —suspiró y se retiró el mechón rizado de la frente—, no habrían empezado por eso. Habrían tirado al suelo unas cuantas cosas primero. ¿Y la mezcla de sangre y pintura?
—Bueno, eso es raro. —La Dra. Shane observó con expresión ceñuda el lino—. ¿Esta seguro de que la sangre estaba mezclada con el pigmento y que no la derramaron encima después?
—Seguro. —Celluci se inclinó hacia delante en la silla y se cubrió las rodillas con los antebrazos, pero tuvo que cambiar de postura, ya que la pistolera le hacía daño en la espalda—. Nuestro laboratorio es muy bueno con la sangre. Tienen mucha práctica.
—Sí, supongo que sí. —Ella suspiro y le acercó la muestra—. Bueno, la única explicación histórica que se me ocurre es que es parte de un hechizo —se volvió a sentar y alargó los dedos, hablando con un tono didáctico—. La mayoría de los sacerdotes egipcios también eran hechiceros, y sus hechizos no sólo se recitaban, sino que se escribían en tiras de lino o en papiros cuando el asunto era lo bastante importante como para necesitar una representación física. A veces, cuando se necesitaban conjuros muy poderosos, el hechicero mezclaba su sangre con la pintura para poder atar su fuerza vital a la magia.
Celluci puso la mano en el sobre.
—Así que esto es parte de un hechizo muy poderoso.
—Sí, eso parece.
¿Lo suficientemente poderoso como para mantener a una momia encerrada en su ataúd?, se preguntó. Decidió callárselo. Lo último que quería era que la Dra. Shane pensase que era algún tipo de chalado que había aprendido viendo películas de Boris Karloff. Eso sí que detendría la investigación. Se volvió a deslizar el sobre en el bolsillo de la chaqueta.
—En el laboratorio hablaron de la prueba del carbono…
La Dra. Shane sacudió la cabeza.
—Es una muestra demasiado pequeña. Necesitan por lo menos cinco centímetros cuadrados. Es por ese motivo que la iglesia se negó durante tanto tiempo a fechar el sudario de Turín. —Su mirada se concentró en algún lugar del recuerdo, y a continuación sacudió la cabeza y sonrió—. Bueno, esa es una de las razones.
—¿Dra. Shane? —La llamada a la puerta y la entrada fueron casi simultáneas—. Perdone que la moleste, pero dijo que quería el inventario en cuanto acabásemos. —A una señal de la directora auxiliar, Doris cruzó la oficina y depositó un montón de papeles sobre la mesa—. No falta nada, y ni siquiera parece que hayan tocado nada, pero encontramos un montón de película estropeada en el cuarto oscuro. Todos los fotogramas están velados en unos treinta rollos, y tenemos un montón de cintas de video en las que no se ve más que negro.
—¿Saben qué había en ellas? —preguntó Celluci, levantándose.
Doris parecía azorada.
—En realidad, no tengo ni idea. Me responsabilizo por todo lo que he filmado en la última parte.
—Si las pudierais apartar, haré que venga alguien a recogerlas.
—Entonces las dejaré donde están. —Doris se detuvo al salir y observó al oficial de policía—. De todas formas, si aún se pueden usar las quiero de vuelta. Las cintas de video no crecen en los árboles.
—Haré lo que pueda —le aseguró. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, se volvió hacia la Dra. Shane—. ¿Recortes de presupuesto?
Ella se rio amargamente.
—¿Cuándo no? Ojalá tuviese algo más que ofrecerle. Revisé la oficina del Dr. Rax otra vez después de que se fuese su gente y no noté que faltase nada más que el traje.
Esto al menos le proporcionaría una aproximación del tamaño relativo del intruso, en caso de que lo hubiese. El museo contaba con un excelente sistema de seguridad, y no había pruebas de que hubiese entrado ni salido nadie. Podría haber sido alguien de dentro; tal vez un amigo del limpiador muerto, que andaba por allí y perdió los nervios con el ataque al corazón del Dr. Rax. El nombre del Dr. Van Thorne había salido a la luz un par de veces durante el interrogatorio del día anterior, como una de las personas menos apreciadas por el Dr. Rax. Tal vez él andaba por allí y perdió los nervios, salvo por el hecho de que tenía una coartada hermética, por no mencionar una esposa extremadamente protectora. Aún así, había cierto número de posibilidades que no tenían nada que ver con una momia aparentemente ficticia.
Aunque había varias teorías que se perseguían entre sí en la mente de Celluci, parte de él contemplaba con atención a la Dra. Shane salir de detrás de su mesa.
—¿No me dijo por teléfono que quería ver el sarcófago? —dijo ella, dirigiéndose a la puerta.
La siguió.
—Sí, me gustaría.
—No estaba en el taller, ya sabe. Ya lo habíamos movido por el pasillo.
—Al almacén. —Celluci sentía la mirada de la secretaria del departamento al cruzar la oficina exterior. «¿Qué hace por aquí?», parecía decirle. «¿Por qué no está por ahí atrapando al que ha hecho esto?». Era una mirada que se podía identificar a cincuenta pasos sólo por el modo de impactar con su espalda. Con los años, había aprendido a ignorarla. O casi.
—Se dará cuenta de que es un poco grande como para trabajar a su alrededor. —La Dra. Shane recorrió el taller y sacó las llaves—. Por eso la movimos.
Aunque las puertas del taller eran amarillo brillante, las del almacén bordeaban el naranja fluorescente.
—¿Quién escogió los colores? —preguntó Celluci.
La Dra. Shane se volvió de unas puertas a otras.
—No tengo la menor idea —dijo, arrugando ligeramente la frente.
A Celluci el sarcófago le parecía una caja rectangular de roca negra. Realmente tenía que pasar los dedos por el borde para encontrar la juntura donde se unía la tapa a los lados.
—¿Cómo averiguan que algo así es de la decimosexta dinastía? —preguntó, poniéndose en cuclillas para examinar el lado abierto.
—Principalmente porque el único que se encontró parecido estaba fechado con certeza en la decimosexta.
—Pero ¿el ataúd no era de la decimoctava? —Observó débiles marcas en el lugar donde antes estaba el ataúd.
—Sin duda.
—¿Eso no es raro, mezclar períodos de tiempo?
La Dra. Shane se inclinó sobre el sarcófago y cruzó los brazos.
—Bueno, nunca nos había pasado antes, pero eso puede ser porque nos hemos topado con muy pocos enterramientos intactos. Normalmente, cuando encontramos un sarcófago, falta el ataúd.
—Sería difícil irse corriendo con uno de estos —murmuró Celluci, levantándose y echando un vistazo al panel del extremo—. ¿Tienen alguna teoría?
—¿De por qué estaba mezclado este? —la Dra. Shane se encogió de hombros—. A lo mejor la familia del difunto se ahorraba dinero.
Celluci levantó la mirada y sonrió.
—¿Lo encontraron a buen precio de segunda mano?
La Dra. Shane se descubrió devolviéndole la sonrisa.
—Tal vez.
Moviendo el panel deslizante en sus surcos, Celluci lo bajó y lo volvió a subir suavemente. Había un reborde de siete centímetros en el interior que bloqueaba el borde inferior. Frunció el ceño.
—¿Qué pasa? —preguntó la Dra. Shane, inclinándose con cierto nerviosismo. Por muy indestructible que fuese, no dejaba de ser una reliquia de tres mil años de antigüedad.
—Puede que escogieran este estilo porque, una vez dentro, sería prácticamente imposible salir. No hay forma de agarrar esta puerta, y, como se desliza, se necesitaría fuerza bruta para conseguir algo.
—Sí. Pero es no suele ser un factor…
—No, claro que no —soltó el panel y se apartó. Tal vez Dave tenía razón. Tal vez estaba obsesionado con una momia ficticia—. Era una observación al azar. Uno suele, erm… acostumbrarse a observar detalles extraños en este oficio.
—En el mío también.
La doctora realmente tenía una sonrisa fantástica. Y olía muy bien. Celluci reconoció el Chanel n° 5, la misma colonia que usaba Vicki.
—Bueno, son las… —sacó su reloj—, doce menos cuarto. ¿Y si vamos a comer?
—¿A comer?
—Usted come, ¿no es así?
La doctora lo pensó un momento, y se rio.
—Sí, claro.
—¿Vamos, entonces?
—Supongo que sí, detective.
—Mike.
—Rachel.
La abuela de Celluci siempre había dicho que la comida era la forma más rápida de hacer amigos. Por supuesto, su abuela era una italiana a la vieja usanza, y creía que un desayuno debía tener no menos de cuatro platos, cuando en realidad lo que él tenía en mente se acercaba algo más a una hamburguesa con patatas. Aún así, podía pedir su opinión a la Dra. Shane, o Rachel, sobre los no-muertos mientras comían.
La segunda vez que Celluci abandonó el museo aquel día, se dirigió a la esquina para llamar por teléfono. La comida había sido… interesante. La Dra. Rachel Shane era una mujer fascinante; brillante, segura de sí misma, con un guante de seda sobre un interior de hierro. Lo cual era interesante, para variar, observó secamente para sus adentros, porque Vicki normalmente prescindía del guante. Le gustaba observar cómo trazaba posibilidades en el aire con las manos al hablar. Había conseguido hacerla hablar sobre Elias Rax, sobre su a menudo firme persecución de un ideal, sobre su dedicación al museo. Había comentado su rivalidad con el Dr. Van Thorne, y Celluci hizo una nota mental para recordar investigar aquello. No dijo nada de la momia.
Lo más cerca que había estado de un análisis de los no-muertos había sido una animada discusión sobre antiguas películas de terror. La opinión de ella sobre estas le había hecho decidirse por no mencionar, ni siquiera de un modo teórico, la idea que parecía haberse adueñado de él.
Adueñado… Metió las manos en lo más profundo de los bolsillos y encorvó los hombros contra el viento helado.
Busquemos mejor otra palabra…
Cuando se trataba de aquello, sólo conocía a una persona a la que pudiera contarle todo lo que tenía que decir antes de que le dijese que estaba loco.
—Nelson. Investigaciones privadas.
—Dios, Vicki, es la una y diecisiete de la tarde. No me digas que sigues durmiendo.
—¿Sabes, Celluci? —Bostezó audiblemente y adoptó una postura más cómoda en la silla—: Empiezas a hablar como mi madre.
La oyó resoplar.
—¿Pasas la noche con Fitzroy?
—No exactamente.
Cuando al fin se fue a la cama, después de haber dormido durante la mayor parte del día, había tenido que dejar la luz de la habitación encendida. Allí tendida en la oscuridad, no podía deshacerse de la sensación de que él estaba a su lado otra vez, inerte y vacío. Lo poco que había conseguido dormir, había sido de un modo espasmódico y con muchos sueños. Justo antes del amanecer, había llamado a Henry, Aunque este le había convencido (y al mismo tiempo, sospechaba ella, se había convencido a sí mismo) de que aquella mañana al menos no tenía intenciones de entregarse al sol, la sensación de culpa por no estar allí la había mantenido despierta mucho después de que saliese el sol. Había estado dando cabezadas todo el día.
—A ver, Vicki. —Celluci inspiró profundamente, de un modo audible a través del teléfono—: ¿Qué sabes sobre momias?
—Bueno, la mía es un coñazo. —El silencio no sonó todo lo cómico que se suponía, así que continuó—. ¿De las del antiguo Egipto o de las películas de monstruos de las sesiones dobles?
—Ambas.
Vicki frunció el ceño ante el auricular. En aquella palabra faltaba la arrogancia y autosuficiencia típica que solía colorear todo lo que decía Celluci.
—Estás en el caso del museo. —Ella lo sabía; los tres periódicos lo habían mencionado como oficial a cargo del caso.
—Sí.
—¿Quieres contármelo? —Incluso con su competitividad, se intercambiaban ideas de uno al otro, discutiéndolas hasta lo más esencial y reconstruyendo el caso desde los cimientos.
—Creo… —susurró y frunció aún más el ceño—, que voy a tener que verte cara a cara.
—¿Ahora?
—No. Yo todavía me gano la vida trabajando. Pero ¿y si cenamos? Pago yo.
Mierda, esto es serio. Se colocó las gafas sobre la nariz.
—¿En Champion House a las seis?
—A las cinco y media. Nos vemos allí.
Vicki se sentó un momento, contemplando el teléfono. Nunca había oído a Celluci hablar tan en serio.
—Momias… —dijo finalmente, y se dirigió al montón de periódicos para reciclar que tenía en la oficina. Los esparció sobre su banco de pesas y fue analizando los artículos buscando detalles sobre las recientes muertes en el museo. Cuarenta minutos más tarde, cogió una mancuerna y se puso inconscientemente a hacer ejercicios de bíceps. Su memoria no la engañaba según el Detective Michael Celluci, no había ninguna momia.
Hacía frío y llovía cuando salió de Queen’s Park de vuelta a su hotel, pero es que era octubre y estaba en Toronto. Según el ka del Dr. Rax, cuando se cumplían ambas condiciones, solía ocurrir de forma natural lo anterior. Decidió que de momento lo consideraría una experiencia nueva que examinar y soportar, pero que, más adelante, cuando su dios hubiese adquirido más poder, tal vez podría hacer algo al respecto del tiempo.
Había sido un día de lo más productivo, y aún no había terminado.
Había pasado la mañana sentado analizando las corrientes de poder que emergían en remolinos de la gran habitación llena de hombres y mujeres que no paraban de gritar. Lo llamaban turno de preguntas. El nombre parecía adecuado, ya que, aunque había preguntas de sobra, las respuestas eran mucho menos numerosas. Estaba satisfecho por ver que el gobierno, así como los que aspiraban a posiciones dentro de este, no habían cambiado significativamente en milenios. Las provincias de Egipto eran muy parecidas a las de aquel nuevo país, autónomas en esencia y controladas sólo de forma oficial por el gobierno central. Era un sistema que comprendía y con el que podría desenvolverse.
Tras sorprenderse de lo poco que sabían de política los dos ka adultos que había absorbido, había convencido a un escriba, ahora llamado secretario de prensa, de que comiese con él. Tras usar la cantidad de poder justa para desgranar la superficie de la mente del hombre, se había sentado a escuchar un caudal de información, tanto profesional como personal, sobre los miembros del parlamento provincial durante casi dos horas y media. Absorber el ka del hombre hubiese sido más fácil, pero hasta que se asegurase en el poder, no deseaba dejar un rastro de cadáveres tras de sí. Aunque no lo podrían detener, tampoco quería que lo retrasasen.
Más tarde, se encontraría con el hombre al que ahora llamaban Fiscal Jefe. Este controlaba la policía. La policía era esencialmente un ejército permanente. Prepararía los hechizos necesarios y comenzaría su imperio desde una posición fuerte.
Después, tras poner en movimiento el futuro, había cabos sueltos que necesitaban unirse. Aún quedaban dos ka que conservaban recuerdos de él que debían borrarse.
Vicki jugueteaba con un champiñón que se helaba en su plato, mirando de reojo a Celluci. Los niveles de iluminación del restaurante eran los justos como para que ella pudiese ver su cara, pero ni por asomo bastaban para poder captar los detalles de su expresión. Debería haberlo pensado cuando sugirió el lugar, y le enfurecía no haberlo hecho.
La próxima vez vamos a un McDonalds, debajo del fluorescente más grande que encuentre.
Él le habló del caso mientras comían, exponiendo los hechos sin colorearlos con opiniones; se había establecido la base y era el momento de ir a la investigación.
Ella lo observó jugar con su taza de té un momento más. El recipiente de cerámica parecía absurdamente pequeño en su mano. A continuación, se inclinó hacia el otro lado de la mesa y le golpeó en el nudillo con uno de sus palillos.
—Habla de una vez o calla para siempre.
Celluci intentó arrebatarle el palillo y falló.
—Dicen que no es bueno discutir asuntos serios durante la cena —murmuró, limpiándose la salsa de sésamo y limón de la mano. Fijó la mirada en la servilleta arrugada, y luego en ella.
Sería por la falta de luz, pero Vicki hubiese jurado que parecía indeciso; y, por lo que sabía, Michael Celluci jamás había parecido indeciso en su vida. Cuando comenzó a hablar parecía aún más indeciso, y esto hizo nacer una sensación gélida en el estómago de Vicki.
—¿Te dije que la agente Trembley me contó que había habido una momia cuando hablé con ella aquella mañana?
—Sí. —Vicki no estaba segura de que le gustase cómo estaba discurriendo aquella conversación—. Pero todo el mundo dijo que no había ninguna, así que debió de equivocarse.
—No creo que se equivocara. —Cuadró los hombros y colocó las palmas de las manos sobre la mesa—. Creo que sí vio una momia, y creo que esa momia es responsable de las dos muertes del museo.
¿Una momia? ¿Merodeando por Toronto, arrastrando unas vendas pútridas y provocando ataques cardíacos? En aquellos tiempos toda aquella idea resultaba risible. Por supuesto, también era risible un tarado con un pentagrama en el cuarto de estar, una familia de hombres lobo que criaban ovejas a las afueras de Londres, y, ya puestos, también lo era la idea de Henry Fitzroy, hijo bastardo del Rey Enrique VIII, vampiro y escritor de novelas rosa. Vicki se colocó las gafas y se inclinó, apoyando los codos sobre la mesa y con la barbilla entre las manos. Antes la vida era mucho más sencilla.
—Cuéntame —suspiró.
Celluci empezó a señalar puntos con los dedos.
—Todo el mundo con quien he hablado, y me refiero a todo el mundo, se sorprendió de que se volviese a sellar un sarcófago vacío. El único objeto que destruyó el intruso se ha identificado como parte de un hechizo poderoso. Los únicos objetos que se robaron fueron un traje y un par de zapatos. —Respiró profundamente—. No creo que el sarcófago estuviese vacío. Creo que Reid Ellis estaba merodeando por donde no debía, despertó algo y murió por ello. Creo que la criatura esperó algo de tiempo para recuperar su fuerza y entonces se levantó del ataúd y destruyó su envoltura y el hechizo que lo mantenía encerrado. Creo que el Dr. Rax la sorprendió, y esta lo venció y lo mató. Creo que la momia desnuda se vistió entonces con el traje del doctor y sus zapatos y salió del edificio. Creo que me estoy volviendo loco y quiero que me digas que no lo estoy.
Vicki se reclinó, llamó la atención del camarero e indicó que querían la cuenta. A continuación se colocó las gafas otra vez, aunque no era necesario.
—Creo —dijo lentamente, luchando con una fuerte sensación de déjà vú (era una coincidencia que los dos hombres que había en su vida se estuviesen volviendo locos)—, que eres una de las personas más cuerdas que he conocido. Pero ¿estás totalmente seguro de que tus últimas… experiencias no hayan hecho que llegues a conclusiones sobrenaturales?
—No lo sé.
—¿Cómo es que nadie del museo recuerda ninguna momia?
—No lo sé.
—Y, si hay una momia, ¿cómo y por qué mata a gente?
—¡Por Dios, Vicki! ¿Cómo coño voy a saber eso? —Contempló con semblante ceñudo la cuenta, dejó caer dos billetes de veinte sobre la mesa y se puso de pie. El camarero se retiró abruptamente—. Estoy trabajando con una corazonada, pruebas circunstanciales, y no sé qué coño hacer.
Por lo menos ya no parecía indeciso.
—Habla con Trembley.
Celluci parpadeó.
—¿Qué?
Vicki sonrió y se levantó.
—Habla con Trembley —repitió—. Ve a la división 52 y comprueba si vio una momia realmente. Si la vio, entonces tienes un caso. Aunque —añadió, tras reflexionar un momento—, sabe Dios adónde irás con él. —Colocó la mano detrás del codo de Celluci, no tanto por estar juntos como porque necesitaba algo de guía para salir del restaurante, iluminado tenuemente.
—Habla con Trembley. —Sacudiendo la cabeza, él la guio alrededor de un pato que picaba en el suelo, y hacia la puerta—. No puedo creer que no se me haya ocurrido.
—Y si ella dice que no vio una momia, comprueba los informes circunstanciales. Aunque esta cosa esté jugando con los recuerdos, probablemente no tenga ni puñetera idea sobre policía y procedimientos.
—¿Y si el informe es negativo? —preguntó él al llegar a Dundas Street.
—Mike. —Vicki le hizo detenerse, en medio del remolino perpetuo de las multitudes de Chinatown, que rompía contra ellos y los rodeaba—. Hablas como si quisieses creer que hay una momia suelta en la ciudad. —Le dio un suave golpe en la cara con la mano libre—. Ahora sabemos que no hay que negar la posibilidad, pero a veces, Sigmund, un cigarro no es más que un cigarro.
—¿De qué coño habas?
—Tal vez sea una momia, o tal vez sea un pequeño complejo de Edipo.
Él la cogió de la mano y la hizo moverse de nuevo.
—No sé ni por qué lo he dicho…
—No sé por qué no se te ocurrió hablar con la agente Trembley.
—Me lo vas a estar restregando un buen rato, ¿no?
Ella le sonrió otra vez.
—Por supuesto.