icki había visto miles de amaneceres, y ninguno de ellos del mismo modo que aquel.
—¿Lo sientes?
—¿Que si siento qué? —Medio dormida, levantó la cabeza del regazo de Henry.
—El sol.
Una repentina descarga de adrenalina la despertó y la hizo saltar hacia delante, fijándose en el rostro de Henry. Este parecía muy concentrado, con el ceño fruncido y los ojos entornados. Ella observó la ventana. Aunque estaba orientada hacia el sur en vez de hacia el este, estaba claro que había empezado a clarear.
—¿Henry?
Este parpadeó, se concentró y sacudió la cabeza al ver la expresión de Vicki, sonriendo reconfortado y algo avergonzado.
—No pasa nada, eso pasa todas las mañanas. Es como un aviso —su voz adoptó el tono mecánico de los ordenadores de las películas de ciencia-ficción—. Tiene quince minutos para dirigirse a la zona oscura de mínima seguridad.
—Bien. —Vicki se levantó, sujetando aún su muñeca—. Quince minutos, vamos.
—Era una broma —protestó Henry mientras ella tiraba de él para que se pusiese de pie—. Los avisos no son tan exactos. Es sólo una sensación.
Vicki suspiró y dirigió una mirada de ansiedad a través de la ventana, a los tintes rosados que estaba segura que vería tocar los bordes de la ciudad.
—Vale, es sólo una sensación. ¿Qué sueles hacer al sentirla?
—Irme a la cama.
—¿Y bien?
Henry estudió el rostro de ella durante un momento, absorto de nuevo; contestó con un suspiro y asintió.
—Tienes razón. —Después se liberó, giró sobre sus talones y atravesó el dormitorio.
—¿Henry?
Aunque se detuvo, no se dio la vuelta, sino que simplemente miró por encima del hombro.
No hace falta que me quede si estás seguro de que estás bien. Salvo por el hecho de que no estaba seguro. Por eso estaba ella allí. Aunque se arrepintiese de haberlo sugerido (ella reconoció un cambio de idea en sus titubeos), la razón por la que lo había hecho todavía existía. Parecía que si ambos tenían que afrontar juntos cada amanecer, aquello sería como un trabajo cualquiera. El cliente teme que, en ciertas condiciones, pueda intentar cometer suicidio. Yo estoy aquí para detenerlo. De repente, ella se dio cuenta de que Henry todavía esperaba que dijese algo.
—Eh, ¿cómo te sientes?
Henry observó el desfile de emociones que recorría el rostro de Vicki.
«Esto tampoco es fácil para ti, ¿verdad?», pensó.
—Ya siento el sol —dijo suavemente, y soltó la mano.
Ella lo aceptó con una expresión que reconocía como la que utilizaba en su trabajo, y se dirigieron juntos al dormitorio.
La primera vez que Vicki vio la cama de Henry se sintió irracionalmente decepcionada. Por aquel entonces sabía ya que él no pasaba el día encerrado en un ataúd encima de un montón de su tierra natal, pero esperaba en secreto algo un poco más exótico. Una cama de matrimonio… («Seguro que a tu padre le hubiese encantado tener una de esas…») con sábanas blancas de algodón y una larga manta azul era, definitivamente, demasiado normal.
Aquella mañana despegó la mano de él de la suya y se detuvo justo detrás de la puerta cerrada. El suave círculo luminoso de la lámpara de la mesilla la dejó efectivamente ciega, pero sabía, porque él se lo había dicho en aquella primera visita, que los cortinajes de terciopelo azul de la ventana cubrían una lámina de contrachapado pintada de negro y con los bordes sellados. Otra cortina, detrás del cristal, ocultaba la madera de los ojos indiscretos del mundo. Era una barrera diseñada para mantener al sol a raya de forma segura. Vicki también sabía que era una barrera que Henry podía destruir en cuestión de segundos sí quisiese. Su cuerpo se convirtió en otra barrera ante la puerta.
Junto a la cama, Henry titubeaba, con los dedos en los botones de la camisa, sorprendido por sentirse incómodo al desvestirse enfrente de una mujer con la que llevaba meses haciendo el amor… y de la que se alimentaba. Esto es ridículo. Probablemente no puede verte desde allí, la luz es demasiado tenue.
Sacudió la cabeza y se desvistió con rapidez, meditando sobre el hecho de que el desamparo implicaba más intimidad que el sexo.
Sentía el sol con más fuerza ahora, con más fuerza de lo que recordaba haberlo sentido anteriormente. Esta mañana eres sensible a él. Eso es todo. Dios, tenía la esperanza de que eso fuese todo.
Para Vicki, que contemplaba el parpadeo de piel pálida a medida que Henry entraba y salía del círculo de luz, montar vigilancia junto a la puerta de repente empezó a tener poco sentido.
—¿Henry? ¿Se puede saber qué hago yo aquí? —Siguió caminando hasta que su rostro se vio cubierto por el foco luminoso; extendió la mano y la colocó sobre el pecho desnudo de él, deteniéndolo—. No puedo pararte… —adoptó una expresión ceñuda, al darse cuenta de lo inadecuado de sus palabras—. Ni siquiera puedo hacer que vayas más despacio.
—Ya lo sé. —Henry cubrió los dedos de Vicki con los suyos, maravillado como siempre por su calor, por la sensación de la sangre palpitando bajo la piel.
—Estupendo —ella puso en blanco los ojos—. Entonces, ¿qué se supone que tengo que hacer si te lanzas corriendo hacia el sol?
—Estar ahí.
—¿Y ver cómo te mueres?
—Nadie, ni siquiera un vampiro quiere morir solo.
Podría haber sonado a broma, pero no fue así. ¿Acaso no se había dado cuenta horas antes de que eso era todo lo que tenía que darle? Sin embargo, no se había dado cuenta, ni siquiera entonces, de que podría llegar a aquello.
Respirando con algo de pesadez, deseando que la luz fuese suficiente para ver su expresión, Vicki se esforzó por no liberar su mano. Estar ahí. Punto y final, no era más de lo que Celluci le había pedido nunca. Sólo que las circunstancias eran distintas.
—Por amor de Dios, Henry —hizo falta un esfuerzo, pero consiguió mantener la voz firme—, no jodas, no te vas a morir, ¿vale? Ponte los calzoncillos de la suerte, o el esmoquin o lo que sea que se pongan los vampiros para dormir y metete en la cama.
Él la soltó y alargó los brazos, dejando claro lo que quería decir.
—Vale —ella señaló a la cama y lo contempló mientras hacía lo que se le ordenaba. Después se apretó las gafas contra el puente de la nariz y se encaramó a lo alto del colchón. Mirando de reojo podía distinguir sus rasgos—. ¿Estás bien?
—¿Me estás retando a no estarlo?
—¡Henry!
—Siento el sol temblar en el horizonte, pero lo único que hay en mi mente eres tú.
—Esta mañana pareces una colección de clichés. —Sin embargo, el tono de alivio de su voz sonaba a verdad—. ¿Qué va a pasar? Contigo, me refiero…
Él se encogió de hombros, suspirando entre las sábanas.
—Por tu parte no sé, pero, por la mía, desaparezco hasta el anochecer. No tengo sueños ni sensaciones físicas —su voz comenzó a ralentizarse bajo el peso del amanecer—. Nada.
—¿Y qué tengo que hacer?
Él sonrió.
—Darme un beso… de despedida.
Al salir el sol, sus labios estaban juntos. Ella sintió cómo el día tomaba posesión de él. Lentamente, se levantó hasta quedar sentada.
—¿Henry?
Él parecía terriblemente joven. Terriblemente vulnerable. Lo agarró de los hombros y lo sacudió con fuerza.
—¡Henry!
El corazón de Henry siempre latía despacio. Ahora, con la oreja apretada contra su pecho, no lo oía latir en absoluto.
No podía evitar que ella le hiciese lo que quisiese. Se había puesto totalmente en sus manos.
Estar ahí. Punto y final, eso era todo lo que Celluci le había pedido jamás. Estar ahí. Punto y final, eso era todo lo que ella le había pedido a cambio.
Estar ahí. Punto y final, era mucho más significativo cuando era Henry el que lo pedía.
—Henry, mierda. —Se quitó de golpe las gafas y se frotó los ojos con los nudillos—. ¿Qué coño puedo darte para igualar esto?
Momentos más tarde, se le presentó una pregunta más prosaica.
—¿Y ahora qué? ¿Me voy? ¿O me quedo y te vigilo todo el día? —Un descomunal bostezo casi le dislocó la mandíbula. No había dormido demasiado durante la larga espera hasta la mañana—. ¿O me acuesto contigo?
Deslizó ligeramente un dedo por su mejilla. La piel era seca y fresca al tacto. Siempre había sido así, pero sin la noche para animarla nunca había tenido un aspecto tan… no-vivo.
—Vale, olvidemos esa última idea. —A pesar de lo cansada que estaba no podría dormir junto al cuerpo (en ausencia de Henry) que había creado el día. Recogió los pantalones de él del suelo y rebuscó en los bolsillos para sacar las llaves—. Me voy a casa —dijo, sintiendo la necesidad de escuchar su propia voz para contrarrestar la quietud total—. Dormiré un rato y volveré antes del anochecer. No te preocupes, cerraré al salir. Estarás a salvo.
La lámpara de la mesilla tenía un interruptor para apagarla junto a la puerta. Vicki echó un último vistazo a la pálida isla de luz, antes de devolver la habitación a la más completa oscuridad.
Ella tenía la mano en el pomo y ya había comenzado a girarlo cuando un pensamiento repentino la detuvo en seco.
—¿Cómo coño salgo de aquí?
Fue trazando con los dedos los sellos de goma que bordeaban el suelo, impidiendo la entrada de luz alguna. ¿Podía irse sin destruir a Henry? Esto es estupendo. La puerta resonó como un contrapunto seco a sus pensamientos al golpearse contra ella con la cabeza. Me quedo para salvarlo del suicidio y termino asesinándolo.
¿Irse o quedarse?
La luz entraría en el salón por la puerta de la oficina, y si abriese aquella puerta… ¿Cuán directo tendría que ser el contacto con el sol? ¿Cuán difuso?
Deberíamos haber hablado de esto antes, Henry. No podía creer que ninguno de los dos hubiese pensado en qué pasaría después de la salida del sol. Por supuesto, ambos habían estado ocupados con otras cosas.
No podía arriesgarse. La entrada de la vivienda estaba cerrada con llave y con cadena. Estaba tan seguro allí dentro como era posible. Sólo sucedía que tenía compañía.
Con los ojos cerrados, ya que la falta voluntaria de luz parecía ayudar, volvió tropezando a la cama y se tumbó sobre las mantas, tan lejos como pudo del cuerpo inerte de Henry.
Todos sus sentidos indicaban que estaba sola, salvo por el hecho de que sabía que no lo estaba. Toda la habitación se había convertido en un ataúd de algún modo. Sentía la oscuridad opresiva, convertida en una caja de metro ochenta por noventa por treinta, e intentó no pensar en los entierros prematuros de Edgar Allan Poe.
—¿Cómo murió?
—Se le paró el corazón. —El forense auxiliar se quitó los guantes—. Lo cual es, de hecho, lo que hace que muramos todos al final. Si quiere saber qué fue lo que lo mató, pregúnteme cuando lo haya tenido sobre la mesa un par de horas.
—Gracias, Dr. Singh.
Este sonrió, sin dejarse afectar en absoluto por el sarcasmo.
—Vivo para servir. No lo guarden demasiado tiempo. —Se detuvo de camino a la puerta y se volvió—. Extraoficialmente, teniendo en cuenta la posición, yo diría que murió antes de caer al suelo.
Mike Celluci hizo una seña con la mano para dar a entender que le había oído, se arrodilló junto al cadáver y frunció el ceño.
Su compañero, Dave Graham, se inclinó para susurrar entre dientes por encima del hombro:
—Alguien lo ha agarrado bien.
Celluci expresó su consenso con un gruñido. Había moratones de color púrpura y verde alrededor de la muñeca izquierda, delineando con claridad las marcas de cuatro dedos y un pulgar. El brazo izquierdo yacía apartado del cuerpo.
—Lo soltaron cuando murió —dijo suavemente David.
—Eso diría yo. Mírale la cara.
—No tiene ninguna expresión.
—Correcto. Ni miedo, ni dolor, ni sorpresa, ni nada. No queda ninguna información sobre los últimos minutos de vida.
—¿Drogas?
—Puede ser. Bonita chaqueta. —Celluci se puso de pie—. No sé por qué no se la llevaron junto con los zapatos.
Dave se apartó y se encogió de hombros.
—Hoy en día vete tú a saber. Se llevaron el dinero, pero dejaron las tarjetas y el carné de identidad. Hasta dejaron la acreditación.
Los dos hombres rodearon cuidadosamente las líneas de tiza y los trozos de vidrio del suelo, y se acercaron al fregadero. Donde antes hubiese muescas, el ácido derramado había corroído el metal. Aún emanaba de allí un leve olor a amoniaco.
—No hay señal de lo que tiró…
Celluci contestó con un bufido.
—O de a quién tiró. ¡Kevin! —El agente encargado de identificación volvió la cabeza desde donde estaba el cadáver—. Quiero las huellas del cristal.
—¿Del cristal? —Lo único que había sobrevivido de un tamaño suficiente como para considerarlo trozos eran la base y la parte del cuello protegida por la tapa—. ¿Pruebo en otras partes?
—Haz lo que quieras, pero primero quiero esas huellas. ¡Harper! —El agente que observaba el ataúd se levantó de golpe y lo rodeó—. ¿Detective?
—Traiga a alguien para drenar el desagüe… el tubo redondo de debajo del fregadero —añadió cuando vio perderse a Harper—. Hay agua dentro, y puede que sea suficiente para diluir el ácido y darnos alguna pista de qué han tirado por ahí. ¿Dónde está el que encontró el cuerpo?
—Eh, en las oficinas el departamento. Se llama… —Harper frunció el ceño y escudriñó su cuaderno—. Raymond Thompson. Es un investigador, lleva aquí cerca de año y medio. Parte del resto del equipo ha llegado y también están aquí. Mi compañero está con ellos.
—¿Dónde están las oficinas?
—Al final del pasillo a la derecha.
Celluci asintió y se dirigió a la puerta.
—Hemos terminado con el cuerpo. En cuando acaben de sacarle la carnaza, lo sacáis de aquí.
—Encantador, como siempre —murmuró Dave con una ligera sonrisa. Siguió a su compañero al pasillo y le preguntó—: ¿Cómo es que sabes tanto de fontanería?
—Mi padre era fontanero.
—¿Sí? Mamón, nunca me has contado que eras rico.
—No quería que anduvieses pidiéndome dinero. —Celluci movió la cabeza en dirección al taller—. ¿Qué te parece?
—¿Que el buen doctor se topó con un intruso?
—¿Y el limpiador al que sacaron de aquí ayer?
—¿No dijiste que vio una momia y le dio un ataque al corazón?
—Entonces, ¿qué ha pasado con la momia?
La frente de Dave se cubrió de arrugas. El ataúd estaba vacío, sin duda, y, aunque el taller estaba abarrotado de trastos antiguos, apostaría un brazo a que no había un cadáver apoyado detrás de una esquina.
—¿Se lo llevó el intruso? ¿El Dr. Rax lo despedazó, le echó ácido por encima y lo tiró por el fregadero? ¿Volvió a la vida y ahora está merodeando por la ciudad? —Se percató de la expresión de Celluci y se rio—. Llevas demasiado tiempo trabajando, colega.
—Puede ser. —Celluci abrió la puerta con el cartel de Departamento de Egiptología con algo más de ímpetu del necesario. O puede ser que no.
Aparte del agente uniformado, había media docena de personas sentadas en la gran oficina exterior, y todos mostraban distintos tipos de sorpresa o incredulidad. Dos de ellos lloraban sordamente, con una caja medio vacía de pañuelos de papel en la mesa que había entre ellos. Dos estaban discutiendo, y sus voces eran como un zumbido constante de fondo. Uno estaba sentado, con la cara cubierta bajo las manos. La Dra. Shane, con una expresión entre la tristeza y la ira, se levantó al entrar los detectives en la habitación y se aproximó a ellos.
—Soy la Dra. Rachel Shane, la directora auxiliar. ¿Qué ocurre? No, un momento… —Levantó la mano antes de que ninguno de ellos pudiese contestar—. Es una pregunta estúpida. Ya sé lo que ocurre. —Inspiró profundamente—. ¿Qué va a pasar ahora?
Celluci mostró su placa, y con el rabillo del ojo vio a Dave hacer lo mismo. Siguió sosteniéndola mientras la doctora se fijaba primero en ella y luego en él.
—Detective Celluci, mi compañero, el Detective Graham. Nos gustaría hacer unas cuantas preguntas a Raymond Thompson.
El joven de la cabeza entre las manos se levantó de un salto, con los ojos de par en par y el rostro descolorido.
—De momento nos gustaría dejar la oficina del Dr. Rax como está —continuó Celluci, usando el tono de voz natural que resultaba relajante para la mayoría de la gente—. ¿Dra. Shane…?
—Sí, sí, por supuesto. Usen la mía. —Les hizo un gesto, indicándoles la puerta, y a continuación cruzó los dedos tan fuerte que las yemas se le oscurecieron bajo la presión.
—Gracias.
Ella reaccionó, poco a poco al tono de voz, relajándose visiblemente. No era la primera vez que Dave quedaba maravillado por la habilidad de Celluci para comprimir un «Sé que lo está pasando mal, pero contamos con usted. Si se derrumba, todos la seguirán» en una sencilla palabra.
Raymond Thompson era un hombre alto, delgado y serio, que parecía no poder permanecer quieto. No paraba de mover un pie o una mano o la cabeza. Había llegado temprano para ponerse un poco al día con el trabajo interrumpido a causa del sarcófago.
—No lo toqué a él ni a nada salvo el teléfono. Llamé a la policía, dije que había encontrado un cuerpo y me fui al pasillo a esperar. Dios, esto es tan… tan… Quiero decir, joder, ¿lo ha matado alguien?
—Todavía no lo sabemos, Sr. Thompson. —Dave Graham se sentó al borde de la mesa, balanceando un pie—. Le agradeceríamos que recordase cómo estaba el taller. ¿Estaba como la última vez que lo había visto?
—No me fijé, realmente. Es decir, ¡por Dios, mi jefe estaba tendido muerto en el suelo!
—Pero después de ver el cuerpo, usted echaría un vistazo alrededor para asegurarse de que no había nadie más.
—Bueno, sí.
—¿Y el taller…?
El joven se mordió el labio, intentando recordar, intentando ver más allá del cadáver tendido del hombre al que apreciaba y respetaba.
—Había cristales en el suelo —dijo lentamente—, y habían quitado el plástico del nuevo ataúd, que parece como de la dinastía decimoctava en un sarcófago de la decimosexta, que es muy extraño, pero no parecía faltar nada. Es decir, teníamos una fayenza bastante valiosa y un pectoral de oro en la mesa, que estábamos restaurando, y los dos seguían allí.
Dave arqueó una ceja.
—¿Fayenza? ¿Pectoral?
—Una Fayenza es, bueno, un tipo de cerámica, y un pectoral es un… —sus largos dedos trazaron diseños incomprensibles en el aire—. Bueno, es como un collar muy grueso.
—¿Con un valor más que histórico?
Ray Thompson se encogió de hombros.
—Más de la mitad es más caro que el oro de dieciocho quilates.
Celluci se volvió desde la ventana por la que observaba el tráfico que pasaba por Queen’s Park Road, dejando en manos de su compañero las preguntas. Fueran las que fueran las razones de la muerte del Dr. Rax, estaba seguro de que el robo no estaba entre ellas.
—¿Qué hay de la momia?
—No había ninguna.
—¿No? —dio un paso adelante—. Ayer hablé con uno de los agentes que había en el escenario por la mañana, cuando estaban sacando al limpiador del edificio. Me dijo que había visto una momia y había tenido un ataque cardíaco. Básicamente, murió de miedo.
—Pensó que había visto una momia. Alguien había vuelto a meter un ataúd vacío en una caja de piedra y la había vuelto a sellar. Creíamos que habíamos conseguido una nueva pieza histórica y lo única que teníamos era aire —la risa de Ray fue corta y agria—. Tal vez eso es lo que mató al Dr. Rax, la decepción científica.
—Así que no había ninguna momia.
—No.
—¿Está seguro?
—Créame, Detective, me hubiera dado cuenta.
Celluci captó una elocuente mirada de su compañero, y se calló ceñudamente lo que estaba a punto de decir. Por el momento, aceptaba creer que hubiese malentendido la explicación de Trembley.
El resto del departamento tenía menos aún que ofrecer. A todos les caía bien el Dr. Rax. Es cierto que a veces estaba en desacuerdo con sus colegas, pero si se mete a doce egiptólogos en una habitación, tendrán doce opiniones distintas. No, nunca hubo ninguna momia. ¿Envidia profesional?
La Dra. Shane suspiró y se recogió el pelo de la frente.
—Era el director de un departamento de poco presupuesto en un museo provincial. Era un buen trabajo, incluso un trabajo prestigioso comparado con muchos, pero no lo suficiente como para matar por él.
—Supongo que, como directora auxiliar, será la siguiente en ocupar el cargo —las palabras eran una mera observación, cuidadosamente medida.
—Supongo que sí. De todas formas es un fastidio. Soy la única persona que conozco que odie el papeleo más de lo que lo odiaba él. —Se apretó los puños contra la boca y cerró los ojos fuertemente—. Dios mío… —Un segundo después, levantó la mirada, con las pestañas humedecidas—. Lo siento, normalmente no lloro como una cría.
—Ha sido un día muy fuera de lo corriente —dijo Celluci amistosamente, alargándole un pañuelo de papel—. Dave, ¿por qué no vas a decir a los demás que si quieren se pueden ir a casa? Pero diles que cuando esté terminado el laboratorio necesitaremos un inventario completo del taller. Igual se quedan algunos. Cuanto antes sepamos seguro si falta algo, mejor.
La Dra. Shane se sonó la nariz al irse Dave.
—Es usted algo dominante con mi equipo, Detective.
—Lo siento. Si prefiere decírselo usted…
—No, está bien. Lo está haciendo bien.
Seguro que cuando tenía dieciocho años parecía el David de Miguel Ángel. Volvió a cerrar los ojos. Dios. No puedo creerlo. Elias está muerto y estoy aquí sentada pensando en lo guapo que es este policía.
—¿Dra. Shane? ¿Está bien?
—Estoy bien —abrió los ojos de nuevo y sonrió con el rostro humedecido—. De verdad.
Celluci asintió con la cabeza. No podía evitar darse cuenta de que la Dra. Shane tenía una sonrisa muy atractiva, aunque deformada por la tristeza. Se preguntaba qué aspecto tendría cuando realmente tuviese motivos para sonreír.
—¿Y bien? —arrojó el pañuelo empapado a la papelera.
—Ya se ha ocupado de mi equipo, ¿qué tiene pensado para mí?
Sin motivo aparente, Celluci sintió cómo se le enrojecían las orejas. Se aclaró la garganta y dio gracias por no haberse hecho aquel corte de pelo.
—¿Podría comprobar la oficina del Dr. Rax? Será la más apropiada para saber si han tocado algo.
La oficina del director estaba en el otro lado del amplio salón. Cuando el agente Harper indicó a Celluci con una seña la puerta del vestíbulo, este indicó a la Dra. Shane que se quedase allí.
—¿Qué?
—Es la prensa.
—Ya. ¿Y?
—¿No debería hacer alguien una declaración? Para que no tiren las puertas abajo…
Celluci soltó un bufido.
—Voy a darles una declaración.
Al ver al detective caminar pasillo abajo, con los hombros estirados y los puños apretados, el agente Harper se preguntó si tal vez no hubiese sido mejor esperar a que el agente Graham terminase con los empleados a los que se había llevado al taller. Tenía la sensación de que la prensa iba a obtener una declaración que no podría imprimir.
Varios de los reporteros que se arremolinaban en la recepción de seguridad reconocieron al detective al dejarle atravesar la puerta el vigilante del museo.
—Estupendo —murmuró uno—. Es don simpático, de homicidios.
Las preguntas resonaban en abundancia y rápidamente. Celluci esperó, contemplando a la manada hasta que guardaron silencio. Cuando el ruido se apaciguó lo suficiente como para poder oírle, se aclaró la garganta y comenzó a hablar, dejando claro con su tono lo que opinaba de su público.
—A primera hora de esta mañana, se ha encontrado muerto a un varón caucásico por causas desconocidas en el taller del departamento de Egiptología. Evidentemente, sospechamos que no fue por causa natural. Si no fuese así, yo no estaría aquí. Si quieren saber algo más, tendrán que esperar.
—¿Y qué hay de la momia? —un reportero de las primeras filas alargó un micrófono—. Hemos oído que había implicada una momia.
Sí, ¿qué pasaba con la momia? Aunque aún no estaba seguro sobre su veracidad, Celluci repitió el leit motiv.
—No hay ninguna momia, sólo un ataúd vacío que estaba estudiando el departamento de Egiptología.
—¿Hay alguna posibilidad de que el ataúd haya causado las dos recientes muertes del museo?
—¿Y cómo? —preguntó secamente Celluci—. ¿Cayéndose encima de ellos?
—¿Y alguna maldición antigua?
Antigua maldición se cobra dos víctimas. Celluci se imaginaba los titulares.
—No sea gilipollas.
El reportero apagó convenientemente la grabadora justo a tiempo y, con una sonrisa de complacencia, dijo:
—¿Puedo publicar eso?
La sonrisa de Celluci era igual de sincera.
—Se lo puede tatuar en el pecho, si quiere.
Escaleras arriba, encontró a la Dra. Shane y a su compañero fuera de la oficina del Dr. Rax.
Dave se giró cuando él entró.
—La doctora tiene algo para nosotros, Mike.
La Dra. Shane se recogió el pelo hacia atrás y se frotó la frente.
—Puede que no sea nada… —observó a Celluci, que asintió de modo tranquilizador, y continuó—. Es sólo que Elias guardaba siempre un traje en su oficina, para reuniones de la junta y asuntos oficiales. No se lo pone… —se detuvo, cerró los ojos brevemente y continuó—. No se lo ponía más que cuando tenía que hacerlo. El caso es que cuando me fui ayer por la noche, su traje gris, su camisa blanca y una corbata de seda color vino estaban colgados de la puerta. Ya no están.
Los dos detectives intercambiaron miradas idénticas. Celluci fue el primero en hablar.
—¿Tenía también zapatos guardados?
—No, él decía que si en un sitio no te dejen entrar con un par de mocasines, no vale la pena entrar. —Le empezó a temblar el labio inferior, pero mantuvo el control con un esfuerzo visible—. Mierda, le voy a echar mucho de menos.
—Si quiere irse a casa, Dra. Shane…
—Gracias, pero creo que sería mejor quedarme haciendo algo útil. Si no me necesitan más, me iré a ayudar con el inventario. —Con la cabeza alta, atravesó la habitación, se detuvo en la puerta y dijo—: Cuando cojan al hijoputa que lo haya hecho, espero que le arranquen el corazón y se lo den de comer a los cocodrilos.
—Eh… ya no hacemos eso, Doctora.
—Vaya…
Cuando se quedaron solos, Dave suspiró profundamente y se sentó en una esquina de la mesa más cercana.
—Tendremos que mirar el laboratorio antes que esa oficina. Este caso es cada vez más raro. —Se tironeó la barba—. Empieza a parecer que el Dr. Rax interrumpió a un intruso desnudo. ¿Qué clase de chalado merodea por un museo en pelotas?
Celluci, ensimismado, no le hizo caso. Estaba recordando un pentagrama, y una figura humanoide dentro de él; recordando a un hombre que se desnudó y se convirtió y se lanzó a su cuello con colmillos de lobo en un cuerpo de lobo; recordando a Henry Fitzroy, que no era humano, aunque lo hubiese sido en el pasado. Recordando que las cosas no siempre eran lo que parecían.
Preguntándose qué tipo de criatura se levantaría después de siglos en la oscuridad, encerrado inmóvil en una caja.
Salvo por el hecho de que no había ninguna momia.
Había manipulado la mente de la vigilante para que esta le abriese la puerta exterior y le desease una buena mañana sin ni siquiera preguntarse qué hacía un anciano con un traje de talla equivocada saliendo del museo horas después de que abrieran. Una vez en el exterior, se dio la vuelta, sonrió y eliminó de su mente todo recuerdo del incidente. A continuación cruzó la calle y se sentó en un banco, descansando y gozando de la cantidad de espacio que le rodeaba y de su habilidad para moverse, esperando hasta que los recuerdos que había absorbido le indicasen que ya era la hora.
El primer ka que había devorado le sirvió para reanimarle y eliminar su rastro. El segundo le había proporcionado conocimientos vitales, pero poco fuerza, ya que los años que le quedaban al Dr. Rax eran prácticamente una tercera parte de los que había vivido. Para restaurar su juventud y recuperar todo su poder, necesitaba un ka joven con un potencial casi sin realizar.
Se movía con cuidado, ya que aquel nuevo país era gélido, y necesitaba una gran cantidad de poder sólo para permanecer caliente mientras esperaba. Descendió bajo tierra, a lo que los recuerdos se referían como hora punta de la mañana. Pagó el precio, más por curiosidad que por necesidad, y se dirigió al exterior, al andén del metro. Entonces fue cuando los muros comenzaron a cerrarse sobre él. El corazón le latía con fuerza, y extendió un brazo hacia arriba para evitar que se cayese el techo. Habría corrido de haber podido, pero los huesos se le habían debilitado, y sólo podía limitarse a resistir. Pasaron tres trenes antes de calmarse, dándose cuenta de que el espacio no era tan pequeño como había pensado en principio, y que si esas monstruosas bestias de metal podían moverse libremente, habría sitio también para que se moviese él.
Pasó otro tren mientras contemplaba anonadado (los recuerdos de los hombres acostumbrados a aquello no daban crédito del tamaño, la velocidad o el ruido, o de la simple presencia de la máquina) y pasó un segundo antes de que encontrase lo que buscaba. Casi se detuvo de golpe al entrar en el vagón cuando vio el poco espacio que quedaba, pero la necesidad de poder era más fuerte que su miedo y en el último momento se apretujó en el interior.
Los colegiales, con uniformes idénticos bajo los abrigos, estaban tan apretados unos contra otros por la multitud que el ajetreo del tren no podía moverlos. Reían y charlaban, y hasta los que no alcanzaban las barras no se preocupaban, sabiendo que era imposible caerse.
Se acercó tanto como pudo, y empezó a buscar frenéticamente a los más jóvenes. No sabía cuánto tiempo soportaría encerrado así. Para su sorpresa, uno de los niños llevaba una protección que repelió de golpe su ka y le hizo jadear de dolor. Murmurando un hechizo entre susurros, contempló anonadado el halo de luz dorada. Los dioses de aquella nueva edad podrían ser débiles, pero uno de ellos había tocado al niño, aunque este no fuera consciente de la vocación todavía, y no se le permitiría alimentarse de él.
Tardó un momento muy largo en cruzar la mirada con la de los ojos gris perla del niño al que escogió finalmente. Su mirada se desviaba constantemente, buscando una forma de salir. El niño, que sólo veía a un anciano indefenso que parecía angustiado, sonrió, algo confundido pero dispuesto a ser amistoso. La sonrisa duró hasta el final, y fue el último fragmento de vida que se perdió.
La masa de gente que lo rodeaba mantendría el cuerpo de pie hasta que él se hubiese marchado.
En la siguiente parada, se dejó atrapar por la multitud que salía y abandonó el vagón mientras el nuevo ka eliminaba su miedo y su edad, y atravesó a grandes pasos el andén. Los que veían los cambios externos, la espalda enderezándose, el pelo oscureciéndose, se negaban a creer y se maravillaban de cómo quedaba excluido de sus mentes todo aquello que escapaba a una idea estricta de lo que era «posible». A partir de aquellas personas, aquellos pedazos moldeables de arcilla viviente, construiría un imperio que haría sombra a todos los imperios del pasado.
Al igual que en las dos noches anteriores, Henry despertó con la mente chamuscada por la imagen de un enorme sol de oro. Sin embargo, por primera vez, la imagen no vino acompañada del temor a la locura. El aroma de la sangre era tan intenso en su santuario que la locura se convirtió en algo inconsecuente en comparación con el Hambre.
—Bueno, gracias a Dios que por fin te has despertado.
Tardó un momento en poder articular un pensamiento coherente.
—¿Vicki? —En su voz había una intensa tensión que hacía que fuese difícil de reconocer. Se sentó, la vio durante un momento, con la espalda apoyada contra la pared, y tuvo que protegerse los ojos del repentino resplandor al encender la luz.
Cuando pudo ver otra vez, la puerta estaba abierta y ella se había marchado. Siguió el rastro de sangre que conducía al cuarto de estar y la encontró apoyada en el respaldo del sofá, con los dedos hundidos en la tapicería. Había encendido todas las luces con las que se había topado a su paso. El Hambre resonaba al ritmo de los latidos de su corazón.
Vicki levantó la mirada al verlo acercarse a ella.
—Henry, no lo hagas.
Si hubiese sido más joven, tal vez no hubiese sido capaz de pararse, pero cuatrocientos cincuenta años habían sido tiempo suficiente para aprender, por lo menos, a controlarse.
—¿Qué pasa?
—¡Qué he pasado el día encerrada contigo en esa habitación, eso es lo que pasa!
—¿Qué?
—¿Cómo iba a irme? No podía abrir la puerta sin dejar que entrara al menos un poco de luz, y, teniendo en cuenta que se suponía que tenía que evitar que te prendieses fuego, mi misión desde luego fracasaría. Así que me quedé encerrada. —Rio con soma—. Por lo menos tienes un cuarto de baño tamaño familiar.
—Vicki, lo siento… —Avanzó, pero ella levantó las manos y se detuvo de nuevo, a pesar de la atracción de la sangre que corría bajo la delicada piel de sus muñecas.
—Mira, no es culpa tuya. Teníamos que haberlo pensado. —Vicki respiró profundamente y se colocó las gafas sobre el puente de la nariz—. Esta noche no puedo quedarme contigo. Tengo que salir de aquí.
Él necesitaba alimentarse y sabía que podría convencerla de que se quedara, convencerla de modo que ella pensase que era su propia idea. Aunque no comprendía realmente, contuvo el Hambre y asintió.
—Entonces vete.
Vicki alargó el brazo para recoger su chaqueta y su bolso y se dirigió casi corriendo a la puerta. A continuación se detuvo con una mano en el pomo y se giró para mirarlo, sonriendo con dificultad.
—Fitzroy, como compañero de cama hay que reconocer dos cosas: que no roncas y que no te llevas las sábanas.
Después de decir esto, se fue.
A medida que el día lo reclamaba y lo único que sentía era el contacto de los labios de Vicki y la vida que contenían, Henry había imaginado cómo podría cambiar las cosas entre ellos esta nueva intimidad.
La realidad ni se había acercado.
Vicki se apoyó contra la pared de acero inoxidable del ascensor y cerró los ojos. Se sentía como una estúpida. Salir corriendo es una forma estupenda de ayudar a Henry, ¿verdad? Pero no podía quedarse.
El cansancio le había hecho dormir hasta la tarde, pero las horas entre el despertar y la puesta de sol habían sido unas de las más largas que jamás había vivido. Henry había sido más un extraño para ella tumbado allí, totalmente vacío, que cuando había bebido su sangre. Se había dirigido a la puerta cien veces, y cien veces se había negado a abrirla. Es un dormitorio de Bloor Street, se repetía a sí misma. Pero una trémula veta de imaginación que no sabía que existiese no paraba de contestar: Es una cripta.
Cuando el ascensor llegó a la planta baja, se enderezó y atravesó a grandes pasos la entrada, como si no notase a cada momento la presión excesiva sobre sus nervios. Saludó con la cabeza al vigilante de seguridad al pasar al lado de su garita y, por primera vez en más de un año, se adentró gustosamente en una noche en la que no podía ver.
—¡En, Victoria!
Había algunas cosas que no necesitaba ver.
—Hola Tony. Buenas noches, Tony. —Sintió la presión de él en el brazo y se detuvo. A duras penas podía vislumbrar el óvalo pálido de su cara bajo la luz de las farolas.
Él chasqueó la lengua.
—Uf, vaya pinta tienes. ¿Qué te ha pasado?
—Ha sido un día largo —suspiró ella—. ¿Qué haces por aquí?
—Bueno, eh… —se aclaró la garganta, azaroso—. Tengo la sensación de que Henry me necesita, así que…
Para estar allí a aquella hora tenía que haber sentido la necesidad de Henry antes que el propio Henry. Increíble. Ex vagabundos proféticos. Justo lo que necesitaba para que la experiencia del día fuese totalmente completa.
—¿Y si Henry te necesita vienes corriendo?
Incluso para sus propios oídos, su voz sonaba tensa, y se sintió azorada a su vez al darse cuenta de que aquel tono sonaba mucho a celos. Henry la necesitaba y ella se había ido.
—Ey, Victoria, tranquila. —Como si le hubiese leído la mente, la voz de Tony se suavizó—. Para mí es más fácil. Yo no tenía vida de verdad hasta que apareció. Puede rehacerme como quiera. Tú has sido tú misma mucho tiempo. Así es difícil que os adaptéis el uno al otro.
Tú has sido tú misma mucho tiempo. Sintió los hombros libres de parte de la tensión. Si alguien era capaz de comprender aquello, era Henry Fitzroy.
—Gracias, Tony.
—No hay problema —contestó en tono atrevido—. ¿Quieres que te busque un taxi?
—No.
—Entonces mejor voy para arriba.
—¿Antes de que se te rajen los pantalones?
—Vaya Victoria —ella notaba la risa en su voz—, creía que no veías en la oscuridad.
Lo oyó alejarse, oyó abrirse y cerrarse la puerta del edificio a sus espaldas y se dirigió a la acera. En la distancia, podía distinguir el resplandor de Yonge y Bloor y decidió caminar. Las calles de la ciudad estaban lo bastante iluminadas como para permitirle maniobrar, aunque no pudiese ver exactamente y de momento no creyese poder soportar estar encerrada en otro espacio oscuro.
A doce pasos del edificio, se detuvo. Había estado tan concentrada en salir del apartamento de Henry que se le había olvidado preguntarle por el sueño. Por un momento consideró la posibilidad de volver, pero luego sonrió y sacudió la cabeza, deseando pensar que él sería incapaz de pensar con coherencia, y mucho menos preocuparse, durante el resto de la noche. Tony había aprendido varias habilidades interesantes durante los años que vivió en las calles, y la distracción no era la menos importante.