ola, mamá.

—Buenos días, cariño. ¿Cómo sabías que era yo?

Vicki suspiró y sujetó la toalla más fuertemente bajo los brazos.

—Acabo de meterme en la ducha. ¿Quién más podría ser?

Su madre tenía un sexto sentido para llamar en el momento más inadecuado posible. Henry casi murió una vez por culpa de eso; o, por el contrario, ella se había librado de ser asesinada por esa misma llamada. Vicki nunca había llegado a dejar clara aquella cuestión para su propia satisfacción.

—Son las nueve menos veinte, querida, no me digas que te acabas de levantar.

—Exactamente.

Hubo una larga pausa mientras Vicki esperaba que su madre analizase aquel último comentario. La oyó suspirar y después oyó el repiqueteo de sus uñas sobre el escritorio.

—Vicki, ahora trabajas para ti misma, y eso significa que no puedes pasarte todo el día tirada en la cama.

—¿Y si me hubiese pasado toda la noche levantada trabajando en un caso?

—¿Has hecho eso?

—En realidad no. —Vicki apoyó el pie desnudo sobre una de las sillas de la cocina y se frotó la pantorrilla con una mano. La escalada de la torre el día anterior había empezado a notarse—. Bueno, estuve en casa hace dos semanas para Acción de Gracias —lo cual tendrá que bastar hasta navidad—: ¿a qué debo el placer de esta llamada?

—¿Necesito una razón para llamar a mi única hija?

—No, pero normalmente la tienes.

—Bueno, todavía no hay nadie más en la oficina…

—Mamá, un día de estos, el departamento de biología va a empezar a hacerte pagar estas conferencias.

—Eso son tonterías Vicki. La universidad de Queens tiene dinero de sobra, y tampoco es que cueste una fortuna llamar desde Kingston a Toronto, así que he pensado en aprovechar para ver qué tal te fue en el oculista.

—La retinitis pigmentosa no mejora, mamá. Todavía no veo por la noche, y casi no tengo visión periférica. ¿Qué más da cómo haya ido la visita al médico?

—¡Victoria!

Vicki suspiró y se colocó las gafas.

—Lo siento. Sigue igual.

—Entonces no ha empeorado —el tono de voz de su madre indicaba que reconocía la disculpa y estaba de acuerdo en cambiar de tema.

—¿Has conseguido algún trabajo?

Acababa de terminar con el caso de la estafa del seguro la última semana da septiembre. Desde entonces no había tenido nada. Si fuese capaz de mentir mejor…

—Todavía nada, mamá.

—Bueno, y ¿qué hay de Michael Celluci? Él sigue en el cuerpo, ¿no te puede conseguir algo?

—¡Madre!

—O ese Henry Fitzroy tan simpático —él había contestado una llamada suya, y había quedado bastante impresionada—. Ese te encontró algo el verano pasado.

—¡Madre! No necesito que me busquen trabajo. No necesito que nadie me busque trabajo. Soy perfectamente capaz de encontrar trabajo yo sola.

—No rechines los dientes, cariño. Ya sé que eres perfectamente capaz de encontrar trabajo, pero… uy, el Dr. Burke acaba de entrar, tengo que irme. Recuerda que siempre puedes venir a vivir conmigo si hace falta.

Vicki consiguió colgar sin dejarse llevar por el instinto violento, pero sólo porque sabía que sólo sufriría su teléfono, y no tenía dinero para comprar otro nuevo en ese momento. Su madre a veces se ponía tan… tan… Bueno, supongo que podría ser peor. Tiene una carrera y una vida propia, y podría andar detrás de mí para que le diese nietos.

Volvió a la ducha, sacudiendo la cabeza sólo de pensarlo. La maternidad nunca había entrado dentro de sus planes.

Tenía diez años cuando se marchó su padre, edad suficiente para decidir que la maternidad había sido la causa de los problemas entre sus padres. Aunque otros hijos de divorciados se echaban a sí mismos la culpa, ella culpaba exactamente a quien creía que era responsable. La maternidad había convertido a la mujer joven y excitante con la que se había casado su padre en alguien que no tenía tiempo para él; cuando se marchó, la necesidad de proveer para una hija se había adueñado de todas sus decisiones. Vicki había crecido tan rápido como había podido, y su independencia había proporcionado a su madre una independencia mutua que nunca había sido aceptada en los mismos términos en que había sido ofrecida.

Vicki a veces se preguntaba si su madre no preferiría una hija sonrosada y perezosa a la que no le importase que la agobiasen, pero eso tampoco le quitaba el sueño, teniendo en cuenta que sus actitudes, que no eran ni sonrosadas y perezosas, no evitaban la preocupación obsesiva de su madre. Aunque estaba orgullosa del trabajo de Vicki, se preocupaba por los peligros en potencia, la opinión pública, los hombres que había en su vida, sus hábitos alimenticios, sus ojos y su volumen de trabajo.

—No es que mi volumen de trabajo no sea alarmante —admitió Vicki, enjabonándose el pelo. Empezaba a andar corta de fondos, y si no surgía algo pronto…

—Ya saldrá algo. —Se aclaró y cerró el grifo—. Siempre sale algo.

sep

—¡Esto es totalmente ridículo! ¡No voy a tolerarlo! —El Dr. Rax se lanzó sobre la silla de su escritorio, dando un golpe con el respaldo contra la pared—. ¡Cómo se atreven a apartarnos!

—Cálmate, Elias, te va a salir una úlcera —la Dra. Shane permaneció inmóvil con los brazos cruzados a la entrada de la oficina—. Es sólo hasta que salga la autopsia y sepamos seguro que el limpiador murió de un ataque al corazón.

—Por supuesto que fue un ataque al corazón. —El Dr. Rax se frotó los ojos. Tras estar atrapado en un ciclo de sueños de realismo aterrador en los que lo enterraban vivo, recibió encantado la llamada que lo despertó a primera hora de la mañana—. La agente de policía con la que hablé dijo se notaba sólo con mirarlo. Dijo que lo más probable es que la momia le diese un susto de muerte.

Dejó escapar un bufido, dejando clara su opinión sobre alguien capaz de asustarse hasta la muerte por una pieza histórica.

La Dra. Shane frunció el ceño.

—¿La momia…?

—Por amor de Dios, Rachel. No te habrás olvidado del souvenir del barón.

—No, claro que no… —Salvo porque, por un momento, efectivamente, lo había olvidado.

El Dr. Rax se volvió a frotar los ojos. Sentía como si se le hubiesen metido granos de arena debajo de los párpados.

—Lo gracioso es que yo conocía a Bilis. Hablé con él unas cuantas veces cuando me quedaba hasta tarde. Tenía cabeza, todo sea dicho, pero no mucha imaginación, y creo que se tomaría con naturalidad cualquier cosa que viese en el taller —se sorprendió a sí mismo con una risa seca—. No como la señora Taggart.

Aunque seguía limpiando las oficinas, la señora Taggart se negaba a entrar en el taller sola desde el incidente del verano anterior con la cabeza momificada. Nadie había reconocido haber colocado la gorra de los Blue Jays en la reliquia, pero como el Dr. Rax no se molestó realmente en encontrar al culpable y había protestado bastante por la poca profundidad del toril, el resto del departamento tenían sus sospechas.

—Supongo que eres consciente de que ahora sí que se irá —suspiró la Dra. Shane—. Probablemente se cambiará a Geología o a algún otro sitio sin pensárselo, y nos quedaremos sin la mejor limpiadora que hemos tenido. Ya nunca podré volver a dejar papeles sobre la mesa por la noche.

Acompañarla al taller era un precio bajo a cambio de saber que la señora Taggart era la única limpiadora del edificio que nunca perturbaba el trabajo que se llevaba a cabo.

—Hablando de papeles… —señaló con la mano al escritorio sobrecargado del director—. ¿Por qué no aprovechas este tiempo para ponerte al día?

—En cuanto podamos ponernos a trabajar otra vez…

—Te avisaré.

La Dra. Shane cerró la puerta a sus espaldas y se dirigió a paso lento hacia su propia oficina, con expresión preocupada. Sus recuerdos de la momia iban y venían y daban vueltas entre sí como si los hubiesen pasado por una batidora, y era incapaz de creer que se hubiese olvidado por un momento de la existencia de esta. Evidentemente, me ha afectado la muerte de ese joven más de lo que pensaba.

sep

El ka que había absorbido por la noche le habló de maravillas mayores que las que ni Egipto en todo su esplendor había conocido. Las grandes pirámides quedaban ridiculizadas, no por monumentos dedicados a la gloria de reyes, sino por hormigueros resplandecientes de metal y cristal construidos para yuppies de culo gordo. Los carros habían sido sustituidos por cajas de mierda de cuatro cilindros con menos aceleración que un pato mareado. Aunque no comprendía bien muchos de los conceptos, la cerveza y la burocracia, al menos, parecían haber sobrevivido. Estaba en la otra punta del mundo, lejos de su río materno, el Nilo, en un país en el que se luchaba con palos sobre agua congelada. Su reina se asentaba a muchas leguas de distancia, y ya no era Osiris encarnado, aunque el que gobernaba allí por ella parecía considerarse a sí mismo como una especie de dios de hojalata de gran barbilla.

Lo que era más importante es que los dioses que había conocido y que lo habían conocido al parecer ya no existían. Ya no tendría que ocultarse del ojo de Thot, que todo lo veía en el cielo nocturno, sino que además no habría nadie para sustituir a los sacerdotes hechiceros que le habían encerrado. Los dioses de ese nuevo mundo eran débiles, y se habían ganado pocas almas. Penetraría entre ellos como un león entre las cabras para alimentarse a voluntad.

Reconoció que el ser conocido como Reid Ellis había pertenecido a las clases bajas, que era un trabajador corriente, y que la información que había absorbido estaba corrupta por esta falta de posición. Eso no importaba, ya que hacía tiempo que había escogido al que habría de alimentarle con todo lo que fuese necesario, la historia del tiempo que había pasado y el modo de prosperar en aquel momento.

La vida también le había proporcionado fuerza. Aunque su forma física permanecía atrapada, su ka había podido moverse entre las mentes de los que sabían de su existencia.

Y qué poco sabían.

Con cada roce, absorbía fragmentos de conocimiento. Después de todo, era información sobre él, y, por ello, podía controlarla. Los de voluntad más débil lo olvidaron al pasar de lado; los más fuertes perdían recuerdos a razón de uno cada vez. Pronto no quedaría nadie que supiese cómo volver a atraparlo.

Sería liberado; no había tocado al que se aseguraría de ello, salvo para reforzar el vínculo que existía entre ellos, y dejó al otro lo suficiente como para ayudar. Retirarían capa a capa el hechizo que lo atrapaba y se levantaría con su magia restaurada, preparado para ocupar su lugar en aquel extraño y nuevo mundo.

Entonces se ocuparía de ellos.

sep

—¿Dónde está todo el mundo?

—Bueno, como nadie sabía cuándo nos dejarían volver a entrar en el taller, les he dicho que podían terminar cualquier papeleo que tuvieran e irse a casa.

El Dr. Rax se volvió para mirar a la directora auxiliar. ¿Que les has dicho qué?, tuvo ganas de gritarle. ¿Tenemos la primera momia que se ha descubierto en décadas y mandas a casa a mi equipo? Sin embargo, en algún lugar entre el pensamiento y el habla, las palabras cambiaron.

—Eso está bien. No tiene sentido tenerles rondando por aquí sin nada que hacer.

Frunció el ceño, confundido.

La Dra. Shane se dirigió a la puerta del taller y despegó la cinta policial amarilla y negra que habían pegado sobre el cerrojo.

—Me alegra que esté de acuerdo. —No estaba segura de que realmente lo estuviera. De hecho, ahora que lo pensaba, se preguntaba cómo podría haber… haber…—. Y no es que los necesitemos para lo que vamos a hacer.

—No… —Tuvo la extraña sensación de que estaban dirigiéndose a un peligro mortal, y casi esperó que la puerta chirriase como en una película barata. Deberíamos salir de aquí ahora que todavía hay tiempo. Ya estaban en el taller con la momia, y lo demás no importaba.

Entre los dos levantaron el sudario de plástico y lo depositaron cuidadosamente a un lado, hecho un manojo.

—De todas formas, me siento algo culpable por lo de Ellis —susurró la Dra. Shane sacando dos pares de guantes de algodón de una caja de cartón con un letrero que rezaba ¡Pomelos o muere!—. Puede que haya sido un ataque al corazón, pero la momia evidentemente ha contribuido a ello.

—Tonterías. —El Dr. Rax introdujo los dedos dentro de los guantes—. Por terrible y triste que sea, no somos responsables para nada de los miedos de ese chaval —cogió un par de pinzas anchas y se inclinó sobre el ataúd, respirando por la boca para minimizar el poderoso olor del cedro. Con suma delicadeza, cogió la tira de jeroglíficos por el extremo donde terminaba, sobre el pecho de la momia—. Creo que vamos a necesitar algo de disolvente. Parece que está pegado a las propias vendas.

—¿Con goma de cedro?

—Eso creo.

Siguió tirando con suavidad del antiguo lino mientras la Dra. Shane humedecía cuidadosamente la punta con un trozo de algodón empapado en disolvente.

—Es increíble lo poco que se ha deteriorado la tela con el paso de los siglos —observó—. Yo mando una camisa al tinte dos veces y ya empieza a caerse en pedazos… —La mano que sostenía el algodón se apartó bruscamente.

—¿Qué pasa?

—El pecho, en la parte donde lo he tocado, estaba caliente —se rio con un poco de nerviosismo, sabiendo lo ridículo que sonaba aquello—. Con guante y todo.

El Dr. Rax contestó con un bufido.

—Probablemente será el calor de las lámparas.

—Son fluorescentes.

—Vale, pues es una secuela del lento y continuo proceso de corrupción.

—¿A través de la venda y el guante?

—¿Y no será imaginación pura provocada por el sentimiento de culpabilidad por lo del limpiador?

Ella consiguió esbozar una sonrisa dudosa.

—Ya se me pasará, supongo.

—Bien. ¿Podemos seguir trabajando entonces?

La Dra. Shane, procurando no tocar el cuerpo, aplicó un poco más de disolvente.

—Esta es la disposición funeraria más rara que he visto nunca. No hay nada de Ded, ni Thet, ni jeroglíficos, más que en esta tira —bajó las cejas—. ¿No deberíamos… no deberíamos estudiar la tira antes de despegarla?

—Será más fácil una vez que esté despegada.

—Sí, pero… —Pero ¿qué? No parecía ser capaz de dar con la idea.

El Dr. Rax sonrió de repente.

—Se está despegando. Aparta.

sep

Sintió despegarse el extremo del lino, y con cada jeroglífico era como si le quitasen un peso de piedra del pecho. El hechizo se estiraba y desgarraba a medida que lo separaban más y más de su posición. De repente, con un chillido silencioso que atravesó hueso, sangre y nervio, se rompió.

Recibió gustoso el dolor. Era la primera sensación física que tenía en tres milenios, y era una agonía placentera. Todo tenía un precio, y por su libertad no había precio excesivo. Si hubiese sido capaz de mover los miembros se hubiese retorcido, pero la capacidad de moverse llegaría lentamente, con el tiempo, y de momento sólo podía limitarse a soportar las olas rojas que recorrían su cuerpo, apartando todo a su paso, aplastando todo a su paso. Deseaba haber podido gritar.

Finalmente, la última ola comenzó a decaer, dejando tras de sí un dolor de agujas clavadas en la carne, y el fulgor rojo de dos ojos en la oscuridad.

—¿Mi señor? —Debería haber sabido que si él había sobrevivido, su dios sobreviviría también.

Los ojos se hicieron más y más brillantes hasta que su ka, gracias a la luz de estos, pudo ver la cabeza de pájaro de su dios.

—Los demás están muertos, le dijo.

Esto confirmó lo que le había transmitido el sabor del ka del trabajador.

—Hay dioses, pero no los que conocimos. —Su pico no estaba hecho para sonreír, pero giró la cabeza a un lado y él recordó que eso significaba que estaba satisfecho. Yo era sabio cuando te creé. Gracias a ti sobreviví. Los nuevos dioses eran fuertes en el pasado, pero ya no lo son. Quedan pocas almas a su servicio. Constrúyeme un templo y reúne acólitos hasta que sea suficientemente fuerte como para crear a otros como tú. Podemos hacer con este mundo lo que queramos.

Después volvió a estar solo en la oscuridad.

Ya nada lo retenía salvo la tela de milenios de antigüedad, que comenzaba a pudrirse bajo el peso del tiempo acumulado, pero permanecería donde estaba durante un poco más de tiempo. Su ka tenía otro pequeño viaje que hacer para después recuperar su fuerza antes de enfrentarse con su… salvador.

—Construye un templo. Reúne acólitos. Podemos hacer con este mundo lo que queramos. Cierto.

En realidad no había hecho planes más allá de su liberación, pero al parecer tendría mucho trabajo.

sep

Rachel Shane salió del ascensor en la planta baja, haciendo un sonido muy tenue con las suelas de goma de sus zapatos en el suelo. Estaba preocupada por Elias. Siempre había sido un hombre temperamental, decidido a hacer del departamento de Egiptología del museo de Ontario uno de los mejores el mundo a pesar de los presupuestos y de la burocracia; pero en todos los años que hacía que lo conocía, y eran ya bastantes, pensó para sí, nunca lo había visto tan obsesionado.

Se detuvo al pasar por la puerta de seguridad para abrocharse la gabardina. Aunque la masa borrosa del planetario limitaba la línea de visión desde la entrada de personal, el agua relucía entre los dos edificios. Si no llovía en aquel momento, habría llovido recientemente.

Recientemente… Volvió con la mente al taller y al modo casi onírico en que habían desenvuelto la tira de lino alrededor de la momia. No había documentación. No había fotografías. Ni siquiera una notación de los jeroglíficos. Era muy extra…

Un dolor sacudió repentinamente su frente e hizo explotar luces rojas detrás de sus ojos. Se inclinó contra la puerta de seguridad, con la mejilla húmeda aplastada contra el suave cristal, intentando mantenerse de pie. ¿Es un ataque? Con esa idea llegó una visión aterradora de indefensión total y absoluta, mucho peor que la muerte. Dios mío, soy demasiado joven. No pudo recuperar el aliento, no recordaba cómo funcionaban sus pulmones, no recordaba nada más que el dolor.

Como si estuviese a gran distancia, vio al vigilante correr al otro lado de la puerta y abrirla sin tirarla a ella al suelo. Este le rodeó la cintura con un brazo y la llevó hasta una silla, mitad andando y mitad en brazos.

—¿Doctora Shane? Doctora Shane, ¿está bien?

Ella se aferró desesperadamente al sonido de aquel nombre. El dolor comenzó a retroceder, dejándole una sensación igual que si la hubiesen desgarrado desde dentro con un cepillo metálico. Las terminaciones nerviosas le palpitaron, y durante un instante un enorme sol dorado le impidió ver la zona de seguridad, el vigilante, todo.

—¿Doctora Shane?

A continuación desapareció, junto con el dolor, como si nunca hubiese existido. Se frotó las sienes, intentando en vano recordar cómo se había sentido.

—¿Llamo una ambulancia, Doctora Shane?

¿Una ambulancia? Eso llamó su atención.

—No, gracias, Andrew, estoy bien. Ha sido un pequeño desmayo.

Él frunció el ceño.

—¿Está segura?

—Sí, seguro —respiró profundamente y se levantó. El mundo seguía como había sido siempre. La tensión abandonó sus hombros.

—Bueno, si está segura… —El guardia todavía parecía algo inseguro—. Supongo que está trabajando demasiado, con eso de que la policía no le deja seguir con sus cosas hasta esta noche. —Volvió a su mesa, con una mirada cautelosa—. Entonces, ¿se van a llevar la momia?

—¿La momia?

—Sí, dicen que Reid Ellis se topó con una momia arriba, en la oscuridad, y que se llevó un susto de muerte.

—Ah, esa momia… —era increíble cómo se originaban los rumores. Sonrió y agitó la cabeza. Con la policía entrando y saliendo del taller, no tenía demasiado sentido tener silenciado al departamento para guardar las apariencias. Tendrían que convencer a la comunidad científica de que ellos creían estar comprando un sarcófago vacío—. Nunca hubo ninguna momia, Andrew, sólo un ataúd vacío. Que supongo que es suficiente como para asustarse la verlo en mitad de la noche.

Andrew parecía algo decepcionado.

—¿No hay ninguna momia?

—No.

Él suspiró.

—Bueno, así la historia es mucho menos interesante.

—Lo siento —la Dra. Sane se detuvo con una mano sobre la puerta exterior y dirigió al vigilante de seguridad una mirada que rayaba en lo intimidante—. Me gustaría que hicieras circular la historia verdadera.

Él volvió a suspirar.

—Por supuesto, Dra. Shane. Nunca hubo ninguna momia…

sep

Había perforado con los dedos la manta del fondo, y el latido de su corazón resonaba en las paredes del dormitorio. Se volvió a despertar con el recuerdo de un resplandeciente sol de un dorado pálido, situado en medio de un cielo azul intenso.

—¡No quiero morir!

Pero ¿por qué aquel sol?

En una noche podía esforzarse en ignorarlo, hacerlo desaparecer en la caza, en la sangre. En dos noches se hizo real.

Se encontró libre de la sábana y sentado al borde de la cama, con las manos apoyadas en los muslos. Las palmas estaban húmedas. Las miró durante un momento, antes de restregarlas frenéticamente para secarlas, intentando recordar si había sudado alguna vez en cuatrocientos cincuenta años.

El aroma del miedo estaba por toda la habitación. Tenía que alejarse de él.

Caminó desnudo suavemente por la estancia, y se acercó a la ventana de cristal cilindrado que se levantaba sobre Toronto. Apretando las manos y la frente contra el frío vidrio, se esforzó por respirar profunda y lentamente hasta calmarse. Siguió el flujo del tráfico que bajaba por Jarvis Street. Señaló el resplandor de gloria que era Yonge, unas pocas calles más abajo. Fue pasando la mirada por las bandas doradas de los edificios de oficinas cercanos, fijándose en los lugares donde los concienzudos empleados trabajaban hasta tarde. Sabía que cuando el anochecer se convirtiese en oscuridad total, emergerían los otros hijos de la noche, humanos todavía. Aquella era su ciudad.

Después empezó a preguntarse qué aspecto tendría con el amanecer reflejado en rosa y amarillo en las torres de cristal, los cordones de asfalto entrelazados, de un color gris perla en vez de negro, los colores otoñales de los árboles como joyas esparcidas por la ciudad bajo la cúpula arqueada de un cielo azul brillante. Se preguntó cuánto tiempo duraría, cuánto llegaría a ver, antes de que el círculo dorado del sol prendiese fuego a su carne y él muriese por vez segunda y definitiva.

—Jesús, Señor de la Hueste, protégeme.

Se apartó bruscamente del cristal y trazó la señal de la cruz con dedos temblorosos.

—No quiero morir.

Sin embargo, no podía apartar de su mente aquella imagen del sol. Fue a por el teléfono.

—Nelson.

—Vicki, yo… —¿Yo qué? ¿Tengo alucinaciones? ¿Me estoy volviendo loco?

—¿Henry? ¿Estás bien?

Necesito hablar contigo. Pero, de repente, fue incapaz de pronunciar las palabras.

Al parecer, ella las oyó de todas formas.

—Voy para allá —el tono de su voz no dejaba lugar a discusión alguna—. ¿Estás en casa?

—Sí.

—Pues no te muevas. Cogeré un taxi. Ahora mismo voy. Sea lo que sea, lo arreglaremos.

El tono de seguridad de ella alivió parte de la tensión de su nudillo, descolorido por la fuerza con que agarraba el teléfono, y su boca se retorció para formar algo parecido a una sonrisa.

—No hay prisa —le dijo, intentando recuperar parte del control—, tenemos hasta el amanecer.

sep

Aunque la sensación de culpabilidad era parte de la razón por la que el Dr. Rax seguía en su mesa, perseverando en el papeleo despreciable mucho después de que la Dra. Shane se fuese a casa (había dejado que la pila adquiriese proporciones mastodónticas), había algo más que una sensación indefinida de algo abandonado a medias. Esto era lo que le retenía en la oficina, esperando casi ansiosamente a que ocurriese algo. Garabateó sus iniciales al final de un informe sobre presupuesto, cerró de golpe la carpeta y la dejó caer en la cesta del trabajo terminado. A continuación suspiró y comenzó a hacer dibujos sin sentido en el calendario de la mesa. Ojalá no fuese tan puñeteramente difícil concentrarse

De repente frunció el ceño, al darse cuenta de que sus garabatos tenían sentido. Bajo la fecha y el día, lunes 19 de octubre, había dibujado un animal parecido a un grifo, con el cuerpo de un antílope y la cabeza de un pájaro coronado con tres ureus y con tres pares de alas. Había dibujado la criatura que le perseguía en sueños.

—Ahora que lo pienso… —empujó hacia atrás la silla, de manera que pudiese alcanzar la estantería que había detrás del escritorio—, me suenas muchísimo. Sí… aquí es… —Su dibujo concordaba con la ilustración casi línea por línea—. Es increíble lo que retiene el subconsciente. —Ignoró cierta sensación de espanto gélido y fue hojeando el texto—. Akhekh, un dios predinástico del alto Egipto absorbido en la religión del conquistador para convertirse en el dios del mal Set… —El libro se le resbaló de las manos paralizadas y cayó estrepitosamente al suelo. Los ojos de Akhekh, impresos en negro, habían brillado durante un momento con un resplandor rojo.

Con el corazón en la boca, el Dr. Rax se inclinó hacia delante y recogió cautelosamente el libro. Elias. Ven. Ha llegado el momento.

—¿El momento de qué? —exclamó, antes de darse cuenta de que la voz a la que contestaba estaba en su cabeza.

Colocó cuidadosamente el libro en la estantería y se frotó las sienes con dedos temblorosos.

—Vale. Primero veo cosas. Ahora oigo cosas. Creo que es el momento de irme a casa, tomarme un whisky y dormir durante mucho tiempo.

Al levantarse, le sorprendió lo débil de sus piernas. Se apoyó en el respaldo de la silla hasta estar seguro de que podría caminar sin que se le doblasen las rodillas, y a continuación siguió andando lentamente de un lado a otro de la habitación. Al llegar a la puerta, cogió su chaqueta y apagó la luz, intentando no pensar en los dos ojos rojos que refulgían en la oscuridad que quedaba a sus espaldas al salir de la oficina.

—Esto es ridículo. —Enderezó los hombros y respiró profundamente al empezar a recorrer el pasillo en dirección a los ascensores—. Soy un científico, no un supersticioso ni un bobo al que le dé miedo la oscuridad. Lo que pasa es que he estado trabajando demasiado.

La oscura quietud del pasillo calmó un poco sus castigados nervios, para cuando llegó a la puerta del taller, su pulso y su respiración casi habían vuelto a la normalidad.

Elias. Ven.

Se dio la vuelta, mirando a la puerta, incapaz de detenerse. Desde la distancia, sintió cómo su mano buscaba las llaves en el bolsillo, las vio girar en la cerradura, oyó el tenue movimiento del aire al abrir la puerta, notó el olor característico del cedro que había estado esparciéndose por la habitación desde que abrieran el ataúd y cató el sabor del miedo. Las piernas lo llevaron hacia delante.

El plástico que cubría el ataúd estaba arrojado en el suelo, a un lado.

El propio ataúd estaba vacío, salvo por un montón de vendas de lino que empezaban a pudrirse.

Libre de compulsión física, se inclinó contra la madera antigua. Entre las sombras surgió un hombre encorvado por la edad, con los ojos hundidos profundamente sobre los huesos como hojas de hacha de las mejillas, la carne aferrada al hueso y la piel tensa. De algún modo, supo que esto terminaría así, y el saber eso casi mantuvo a raya el terror. Desde el primer momento en que vio el sello, había sentido aproximarse ese momento.

—Des… trúyelas —la voz crujía como dos trozos de madera vieja frotándose entre sí.

El Dr. Rax miró las vendas de lino y después levantó la mirada hacia el hombre que las había llevado hasta hacía tan poco que las marcas aún se le notaban en la piel.

—¿Qué?

—No debe quedar… nin… gún… rastro.

—¿Rastro? ¿De qué?

—De mí.

—Pero quedas como rastro.

—Des… trúyelas.

—No —el Dr. Rax agitó la cabeza—. Puede que seas… —Entonces lo comprendió, finalmente abrió el capullo del destino o la suerte o lo que fuese lo que lo había aislado de lo que pasaba realmente. Ese hombre, esa criatura, había sido enterrada en tiempos de la decimoctava dinastía, hacía más de tres mil años. Lo único que la mantenía en pie era su nudillo, aferrado firmemente al ataúd—. ¿Cómo…?

Algo que podría haber sido una sonrisa retorció la antigua boca.

—Magia.

—Eso no…

Salvo por el hecho de que, evidentemente, allí estaba, con lo que dejó desvanecerse la protesta.

La sonrisa se amplió, convirtiéndose en una expresión mucho más desagradable.

—Des… trúyelas.

Al igual que cuando abrió la puerta del taller, el Dr. Rax se vio confinado a un rincón de su mente mientras su cuerpo obedecía la voluntad de otro. La diferencia era que ahora era consciente de ello. La niebla había desaparecido.

Se observó a sí mismo recoger las vendas de lino y llevarlas al fregadero.

—Eso… también.

Luchando por detenerse, recogió la tira de jeroglíficos de la mesa de trabajo y la añadió al resto. Cuando fue al cuarto oscuro, supo que la criatura estaba usando su mente. El fuego hubiese sido la solución en tiempos de la decimoctava dinastía, pero no los productos químicos. Con una botella de ácido ascórbico concentrado, disolvió la tela podrida lo suficiente como para hacer desaparecer todo el manojo de vendas por el desagüe. Aunque le temblaban las manos, no parecía ser capaz de impedir que lo hicieran. Le dolió en el corazón la destrucción de los artefactos y la rabia le proporcionó fuerza.

Lentamente, consiguió girar el cuerpo y se topó con unos ojos tan oscuros que no se podía distinguir donde terminaba la pupila y dónde comenzaba el iris.

—No hacía falta hacer eso —acertó a murmurar.

Los ojos se entornaron y luego volvieron a abrirse.

—Es una suerte… para mí… que tu dios no haya reconocido… su poder.

—¿De qué coño… —tuvo que dejar de respirar. Parecemos dos transistores mal sintonizados—, estás hablando? ¿Mi dios?

—La ciencia. —La antigua voz aumentó en intensidad—. Sólo un detalle. No es lo suficientemente fuerte… para salvarte el culo.

El Dr. Rax frunció el ceño mientras sus pensamientos se arremolinaban en un intento de poner orden en lo imposible. Aquel no era el tipo de frase que usaría alguien del antiguo Egipto.

—Hablas inglés. Pero el inglés no existía cuando estabas…

—¿Vivo?

—Si lo prefieres… —El hijoputa se está divirtiendo. Me deja hablar con él.

—Aprendo del ka que tomo.

—¿Del ka…?

—Tantas preguntas, Dr. Rax.

—Sí… —Cien, mil preguntas, todas luchando por imponerse ante las demás. Tal vez la pérdida de las reliquias pudiese repararse. Comenzó a temblar de emoción contenida a duras penas—. Hay tantas cosas que puedes contarme…

—Sí. —Sólo por un instante, algo parecido al arrepentimiento atravesó el antiguo rostro—. Me gustaría… quedarme de cháchara contigo. Pero desgracia… damente, necesito lo que puedas… contarme.

El Dr. Rax se estremeció al cerrarse una mano anciana sobre su muñeca, con una fuerza casi dolorosa. Aprendo del ka que tomo. Y el ka era el alma, y un joven había muerto aquella mañana, y el inglés no existía…

—¡No! —Comenzó a hundirse en las profundidades negras de los ojos de ébano—. ¡Pero yo te he liberado! —¡Aún queda tanto que no sé! Aquello le dio fuerzas para luchar.

La mano apretó más fuerte.

Agitó violentamente el brazo que le quedaba libre, golpeándose contra los armarios, derribando la botella vacía de la mesa, sin conseguir nada.

Pero no paró de luchar en ningún momento.

Perdió el combate pregunta a pregunta.

¿Cómo? y ¿por qué? y ¿dónde? y ¿qué? Y, finalmente, ¿quién?

sep

—No creo que estés loco.

—Pero ¿cómo puedes estar segura?

Vicki se encogió de hombros.

—Porque conozco a locos y te conozco a ti.

Henry se dejó caer en el sofá a su lado y cogió las dos manos de ellas con las suyas.

—Entonces, ¿cómo es que sigo soñando con el sol?

—No lo sé, Henry. —Él buscaba desesperadamente consuelo, pero ella no sabía cuándo lo tenía que dar. Esto iba a requerir más que un «pobrecito nene» y un beso en la nariz. Él mostraba un aspecto, si bien no exactamente asustado, vulnerable, y su expresión le provocó un nudo en la garganta, haciendo difícil el tragar y el respirar. El único consuelo que podía ofrecerle era saber que no se enfrentaría a aquello solo, fuese lo que fuese—. Lo que sé es que no vamos a rendirnos sin pelear.

¿Vamos?

—Me has pedido ayuda, ¿recuerdas?

Él asintió con la cabeza.

—Entonces —ella trazó un dibujo en el reverso de la mano de él con el pulgar—, ¿dices que esto le ha pasado a más de los tuyos…?

—Ha habido historias.

—¿Historias?

—Nosotros cazamos solos, Vicki. Menos en el período de cambio, casi nunca nos juntamos con otros vampiros. Pero se oyen historias…

—¿Cotilleos vampíricos?

Él se encogió de hombros, algo cohibido.

—Si quieres llamarlo así…

—Y esas historias dicen que…

—Que a veces, cuando nos hacemos demasiado viejos, cuando el peso de tantos siglos es demasiado como para aguantarlo, ya no podemos soportar la noche y terminamos dejándonos quemar por el sol.

—¿Y aparecen los sueños antes de que pase eso?

—No lo sé.

Ella le apretó la mano.

—Vale. Vamos paso por paso. ¿Estas cansado de vivir?

—No. —Eso, al menos, era seguro, y la razón estaba delante de él, mirándolo a menos de medio metro de distancia—. Pero Vicki, por mucho que haya cambiado, el cuerpo, la mente siguen siendo humanos. Tal vez…

—¿Tal vez el equipo empieza a oxidarse? —le interrumpió, apretándole la mano más fuerte—. ¿Obsolescencia planificada? ¿Empiezas a acercarte a tu quinto siglo y el sistema empieza a hundirse? —Replegó las cejas y las gafas le resbalaron por la nariz—. No me lo creo.

Henry se acercó y le colocó las gafas de nuevo en su sitio.

—No puedes ignorar los sueños —le dijo con voz suave.

—No —asintió Vicki—, no puedo. —Suspiró profundamente y torció la boca—. Sería útil que vosotros fueseis algo más comunicativos, para que no tuviésemos que enfrentarnos a esto a ciegas. Tal vez podríais publicar un boletín de prensa, o algo. —Esto, como ella esperaba, hizo sonreír a Henry, que se relajó un poco—. Henry, hace menos de un año no creía en vampiros ni demonios ni hombres lobo ni en mí misma. Ahora sé más cosas. Tú no estás loco. Tú no quieres morir. Por lo tanto, no vas a exponerte al sol. Lo que queríamos demostrar.

Él tenía que creerla. Su actitud mortal absurda hacía desaparecer el espectro de la locura.

—¿Te quedas hasta por la mañana? —le preguntó. Por un momento no podía creer las palabras que habían salido de su boca. Podría haber dicho igualmente «Quédate hasta que esté indefenso». Era lo mismo. ¿Tanto confiaba en ella? Se dio cuenta de que Vicki comprendió esto, y sus dudas le dieron tiempo de retractarse de la propuesta. De repente, se dio cuenta de que no quería retractarse. De que, de hecho, confiaba tanto en ella.

Cuatrocientos cincuenta años antes hubiese preguntado «¿Podemos amarnos?».

«¿Lo dudas?», hubiese sido la respuesta.

El silencio se alargo. Tuvo que romperlo antes de que acabase con ellos, de que acabase con ella, de que la obligase a escuchar lo que él sabía que no estaba preparada para escuchar.

—Puedes atarme a la cama si empiezo a decir estupideces…

—¿Según mi definición o según la tuya? —su voz era firme.

Preso por mil, preso por mil quinientos.

—Según la tuya. —Henry sonrió, la besó en la palma de la mano y se volvió hacia la ventana. Si Vicki pensaba que estaba cuerdo, entonces él también tendría que pensarlo. Tal vez la razón de su sueño era menos importante que la forma de enfrentarse a él—. «Hay más cosas en la tierra y en el cielo» —musitó.

Vicki se dejó caer de nuevo sobre los cojines del sofá.

—Dios, empiezo a estar harta de esa cita.