e llamo Ozymandias, Rey de Reyes: ¡contemplad mis obras, oh poderosos, y desesperad!

El Detective Celluci miró a su compañera con el ceño fruncido.

—¿Qué coño murmuras?

—¿Murmurar? No estaba murmurando. Estaba cavilando sobre los monumentos que el hombre construye para el hombre.

Tras colocarse las gafas de nuevo, Vicki Nelson se inclinó, con las piernas estiradas, y colocó las palmas de las manos en el suelo de cemento a sus pies.

Celluci contestó con un bufido a aquella demostración patente de flexibilidad, evidentemente realizada con el fin de recordarle sus limitaciones; levantó la cabeza y se fijó en el flanco de la torre CN. Desde su posición en la base, el escorzo hacía que pareciese a la vez infinita y achaparrada, con la antena de radio que se elevaba en la cima oculta tras la masa de los restaurantes y el observatorio.

—Estabas rumiando como una vaca —gruñó—. Y supongo que te refieres al hombre en el sentido racial y no en el genético.

Vicki se encogió de hombros, casi inmóvil en su posición.

—Tal vez —se estiró y esbozó una media sonrisa—. Pero no lo llaman el símbolo fálico sin fijación más alto del mundo porque sí.

—Sigue soñando.

Él suspiró mientras ella se agarraba el tobillo izquierdo y levantaba la pierna hasta sostenerla en el aire en un ángulo de algo más de cuarenta y cinco grados.

—Y deja de exhibirte. ¿Estás preparada ya para escalar esta cosa?

—Sólo estoy esperando a que termines de calentar.

Celluci sonrió.

—Entonces prepárate para morder el polvo.

Varias organizaciones caritativas usaban los mil setecientos noventa escalones de la torre CN como medio de obtener dinero. Los que la escalaban recibían contribuciones de amigos y socios por cada escalón. La Heart Fund. Tanto a Vicki como a Celluci se les había medido el pulso de salida.

—Tendréis el camino bastante despejado —les dijo el voluntario al anotar el pulso de Vicki en un papel—. Sois como el sexto y el séptimo, y los demás eran corredores de verdad.

—¿Qué te hace pensar que nosotros no lo somos? —preguntó Celluci en tono beligerante. Tras su último cumpleaños había comenzado la cuesta abajo de los cuarenta, y estaba algo sensible al respecto.

—Bueno… —El joven tragó saliva con nerviosismo, ya que poca gente sabe ser tan beligerante como la policía—; los dos lleváis sudaderas y zapatillas normales. Los cinco primeros corredores eran muy… aerodinámicos.

Vicki se rio con sorna, consciente del motivo de la pregunta de Celluci. Este la miró enfurecido, pero, sabiendo que probablemente no era recomendable hacer ningún comentario, mantuvo la boca cerrada. Con el momento de salida sellado, corrió hacia las escaleras.

El voluntario tenía razón, y a la vez se equivocaba. A ninguno de ellos les importaba competir con los demás corredores o con la torre, pero se tomaban totalmente en serio la competición entre sí. La competición había sido la base de su relación desde el día en que se conocieron, dos jóvenes agentes de policía muy vitales, seguros de ser la respuesta a cualquiera que fuese la pregunta. Michael Celluci, con cuatro años de veteranía, un ascenso acelerado y una mención, tenía motivos para creerlo. Vicki Nelson, que acababa de salir de la academia, se basaba en la fe. Cuatro años más tarde, a Vicki se la conocía por el sobrenombre de «Victoria» en el cuerpo, habían descubierto varios intereses comunes, y la competición se había convertido en una parte tan importante de su modo de trabajar que los superiores la utilizaban en beneficio del cuerpo. Cuatro años después de eso, cuando la vista cada vez más deteriorada de Vicki le obligó a escoger entre un puesto de despacho o la dimisión, el sistema se vino abajo. No podía quedarse y convertirse en menos de lo que era, así que se fue. Se cruzaron ciertas palabras. Las heridas causadas por estas palabras tardaron meses en curarse y pasaron más meses mientras el orgullo de ambas partes les impedía hacer el primer movimiento. Después de eso había surgido una amenaza contra la ciudad a la que ambos habían jurado servir, y eso los reunió, y tuvo que forjarse una nueva relación de las ruinas de la antigua.

—¡No vale obstaculizarme, cabrón, brazolargo!

Resultó no ser especialmente significativo.

Los escalones de metal amarillo que zigzagueaban por el costado de la torre CN no medían más de un metro, suficiente como para permitir a un hombre mantener una mano en cada barandilla y usar los brazos para tomar impulso con los músculos superiores del cuerpo. También para impedir que nadie que viniese detrás pudiese pasar.

Seis pasos más arriba, Vicki hizo un esfuerzo y se coló entre Celluci y el muro, con el cemento raspándole el omóplato. Se despegó y se puso delante, subiendo dos escalones a la vez, sintiendo a Celluci en los talones. Con un metro setenta era casi más fácil subir dos escalones a la vez. Desgraciadamente, era mucho más fácil para Celluci, que medía un metro ochenta y ocho.

Ninguno de los dos paró en la primera estación de agua.

Se fueron alternando uno delante del otro un par de veces más, con el sonido de las suelas de goma de alta tecnología golpeando en los escalones metálicos, resonando por el espacio cerrado como un trueno lejano. Más adelante, las hojas de plexiglás que separaban a los corredores del paisaje empezarían a cubrirse con la acumulación del sudor evaporado procedente de cientos de pares de pulmones, pero a primera hora de esa mañana, la línea del horizonte de Toronto descendía junto a ellos con claridad vertiginosa.

Agradecida de no tener visión periférica y, por lo tanto, de no poder ver a qué altura estaban realmente de la tierra, Vicki se apresuró a pasar la segunda estación de agua. Novecientos metros más. Sin problemas. Sus pantorrillas empezaban a protestar y sus pulmones a arder, pero por nada del mundo iba a bajar el ritmo y dar a Celluci una oportunidad de adelantarla.

Las escaleras pasaron del amarillo al gris, aunque el color original se veía por donde incontables pies habían borrado la segunda capa de pintura. Estaban en las escaleras de emergencia de la planta del restaurante.

Ya casi está… Celluci estaba tan cerca que era capaz de sentir su aliento cálido contra la espalda de ella. Dio los últimos pasos por detrás de ella. Una, dos zancadas hacia la puerta abierta. En el rellano, sus piernas, más largas que las de ella, los igualaron. Vicki se agarró desesperadamente al quicio de la puerta y se lanzó violentamente contra el salón enmoquetado.

—Nueve minutos, cincuenta y cuatro segundos. Nueve minutos, cincuenta y cinco segundos.

En cuanto tenga suficiente aliento, le doy otra vez. Por el momento, Vicki se apoyó contra la pared jadeando, con el corazón latiéndole con tal fuerza que hacía temblar todo su cuerpo, y el sudor cubriéndole la barbilla y goteando de esta.

Celluci se dejó caer contra la pared a su lado.

Uno de los voluntarios del Heart Fund se acercó, cronómetro en mano.

—Bien, ahora voy a tomar vuestros pulsos de llegada…

Vicki y Celluci intercambiaron miradas idénticas.

—No creo —consiguió jadear Vicki—, que realmente queramos… saberlo.

Aunque se había terminado la parte cronometrada de la escalada, les quedaban otras cuatro subidas que hacer antes de alcanzar el observatorio y acabar de forma oficial.

—Nueve minutos, cincuenta y cinco segundos. —Celluci se frotó la cara con la parte inferior de su camiseta mientras volvían a la escalera—. No está mal para una anciana.

—¿A quién llamas anciana, gilipollas? Recordemos que me llevas cinco años.

—Vale —extendió la mano—. Te los regalo.

Vicki subió otro escalón, con los cuádriceps temblándole visiblemente bajo los pantalones deportivos.

—Quiero pasar el resto del día en agua caliente.

—Eso estaría bien.

—Mike.

—¿Sí?

—La próxima vez que sugiera que subamos la torre CN, recuérdame cómo me siento ahora mismo.

—La próxima vez…

sep

Los de su especie nunca soñaban, o eso era lo que siempre había creído, ya que perdieron los sueños como perdieron el día. A pesar de esto, por primera vez en más de cuatrocientos cincuenta años recuperó la consciencia con un recuerdo que no tenía que ver con su vida consciente.

La luz del sol. No había visto el sol desde 1539, y nunca lo había visto como un disco dorado en un cielo de un azul intenso, irradiando calor a su alrededor como un escudo brillante.

Henry Fitzroy, hijo bastardo de Enrique VIII, escritor de romances, vampiro, yacía en la oscuridad, miraba al vacío y se preguntaba qué coño pasaba. ¿Estaba volviéndose loco? Le había pasado a otros de su especie. Se volvieron incapaces de soportar la noche y terminaron entregándose al sol y a la muerte. ¿Era este recuerdo, entonces, el comienzo del fin?

No lo creía. Se sentía cuerdo. Sin embargo, ¿se daría cuenta un loco de que estaba loco?

—Esto no va a ninguna parte.

Con los labios apretados, sacó las piernas de la cama y se puso en pie. Realmente no tenía ningún deseo consciente de morir. Si había otras ideas en su subconsciente, entonces este se resistía.

Sin embargo, el recuerdo permanecía. Permanecía durante la ducha. Permanecía mientras se vestía. Un círculo abrasador de fuego. Al cerrar los ojos, podía ver la imagen en sus párpados.

Tenía la mano en el teléfono antes de recordar; ella estaba con él esa noche.

—¡Mierda!

En los últimos meses, Vicki Nelson se había convertido en una parte necesaria de su vida. Se alimentaba de ella tan a menudo como era posible sin comprometer su seguridad, y la sangre y el sexo los habían arrastrado a la amistad, si no a algo más fuerte. Al menos por parte de él.

—¡Relación, Dios mío! Eso sí que es una palabra de los noventa.

Esa noche, sólo quería hablar con ella, comentar el sueño (si es que eso es lo que era) y los miedos que le había provocado.

Pasándose los dedos por el pelo corto y pajizo, recorrió la estancia para observar las luces de Toronto. Los vampiros cazaban solos y acechaban solos en la oscuridad, pero habían sido humanos una vez, y tal vez seguían siendo humanos de corazón, porque de vez en cuando, a través de los largos años de sus vidas, habían buscado un compañero al que poder confiar la verdad de su naturaleza. Había encontrado a Vicki en medio de la violencia y la muerte, le había confiado su verdad y había esperado lo que ella pudiese darle a cambio. Ella le había ofrecido comprensión, sólo eso, y él dudaba que ella se diese cuenta de lo raro que resultaba algo como la comprensión. Por medio de ella, él había tenido más contacto con los mortales desde la anterior primavera que en los últimos cien años.

Por medio de ella, otros dos supieron de su naturaleza: Tony, un joven sencillo que, en una ocasión compartió su cama y su sangre, y el Detective Michael Celluci que no era joven ni sencillo, y que, aunque no había dicho con claridad la palabra vampiro, era un hombre demasiado inteligente como para negar la evidencia que tenía ante sí.

Henry apretó los dedos contra el cristal, formando un puño. Ella estaba con Celluci aquella noche. Le había advertido más o menos de ello la última vez que hablaron. Muy bien. A lo mejor se estaba volviendo algo posesivo. Era más fácil en los viejos tiempos. Ella hubiese sido suya entonces, y nadie hubiese podido arrebatársela. ¿Cómo se atrevía a estar con otro cuando él la necesitaba?

El sol lo quemaba en recuerdos, un ojo amarillo que lo veía todo.

Frunció el ceño a la ciudad. No estaba acostumbrado a enfrentarse al miedo, así que permitió que el sueño alimentase su odio y dejó, casi forzó, que se le despertase el Hambre. No la necesitaba. Se iría a cazar.

Debajo de él, mil luces resplandecían como mil soles diminutos.

sep

Reid Ellis prefería el museo por la noche. Le gustaba estar solo con su trabajo, sin científicos ni historiadores ni otros empleados haciéndole preguntas estúpidas. «Es de esperar», solía pregonar a sus compañeros, «que un hombre con cuatro carreras sepa si el suelo está mojado».

Aunque no le importaba trabajar en las galerías públicas, prefería las grandes estancias de las oficinas que unían los salones y los talleres. Dentro de su sección asignada, era su propio jefe; ningún supervisor cotilla le seguía vigilándole constantemente; era libre de hacer el trabajo de forma adecuada, a su manera. Era libre para considerar los talleres sus propios museos menores, donde las estanterías de almacenamiento eran mucho más interesantes que lo que se mostraba a los visitantes de pago.

Sacó su carrito a la quinta planta, dio unos golpecitos a uno de los leones del templo para que le diera suerte y titubeó con su mano sobre la puerta de cristal que llevaba al departamento del Lejano Oriente. ¿Debería ir primero a Egiptología? Solían tener algunas cosas bastante interesantes.

Tal vez debería ir a su propio taller. Ahora.

No, de esa forma dejaría las huellas delante de la oficina de Von Thorne y tendría que pasar por allí al terminar el turno, y eso nunca me apetece. Apartó la llave y atravesó la puerta con su carrito. Como solía decir mi santa madre, sácate el dedo del culo y ponte a trabajar. Dejaré lo mejor para el final. Sea lo que sea lo que tengan ahí, no va a moverse.

sep

El ka se liberó de su tenue abrazo y comenzó a alejarse. Aún estaba penosamente débil, demasiado como para sujetarlo, demasiado como para atraerlo. Si hubiese podido moverse, el hambre le hubiese llevado a tomar acciones desesperadas, pero al estar atrapado, sólo podía esperar y rezar porque su dios pronto le enviase una vida.

sep

Las noches de domingo en Toronto estaban bien: las calles estaban casi desiertas, ya que las leyes municipales contra las compras dominicales obligaban a los habitantes de la ciudad a buscar otros entretenimientos.

Con el chaquetón de cuero ondeando a sus espaldas, Henry atravesó rápidamente Church Street, ignorando los grupos habituales de humanidad. Quería algo más que una oportunidad de alimentarse. Su furia necesitaba saciarse tanto como su Hambre. Se paro en la esquina entre Church y College.

—¡Ey, maricón!

Henry sonrió, volvió ligeramente la cabeza y sintió la brisa. Tres de ellos. Jóvenes. Sanos. Perfectos.

—¿Qué te pasa, maricón, estás sordo?

—Igual tiene una picha metida en el oído.

Con las manos en los bolsillos, giró lentamente sobre un talón. Estaban apoyados contra la mole amarilla de los jardines de Maple Leaf. Eran chavales de los suburbios, con botas altas y vaqueros rajados estratégicamente, que buscaban diversión en el centro. Siendo tres contra uno, probablemente iban a por él, pero sólo para asegurarse… La sonrisa que les envió era deliberadamente provocativa, imposible de ignorar.

—¡Maricón de mierda!

Le siguieron hacia el este, gritando insultos cada vez más embravecidos y acercándose más cuando no contestaba. Cuando cruzó el College en Jarvis Street, los tenía en los talones, y, sin ni siquiera pararse a pensar por qué los podría estar llevando hasta allí, lo siguieron hasta el parque de Alien Garden.

—El muy maricón anda como si todavía llevara una polla metida en el culo.

Había luces esparcidas por todo el parquecito, pero también rincones de profunda oscuridad que le servirían para sus necesidades. Cada vez más hambriento, Henry los apartó del camino donde pudieran descubrirlo, con el sonido suave y húmedo de las hojas caídas bajo sus pies. Finalmente, se paró y se dio la vuelta.

Los tres jóvenes estaban a poco menos de un brazo de distancia.

La noche ya nunca sería lo mismo para ellos.

Se acercaron para rodearlo.

Él les dejó.

—Así que, ¿cómo es que no estás muerto como el resto de los putos maricones?

Su líder, ya que todas las manadas tienen un líder de algún tipo, se acercó para golpear con un hombro esbelto, el primer movimiento de la diversión de la noche. Pareció sorprendido al fallar. Entonces miró furioso cómo sonreía Henry. Después lo miró asustado.

Un latido de corazón más y lo miró aterrorizado.

sep

Las puertas dobles del taller de Egiptología estaban pintadas de naranja brillante. Al introducir Reid Ellis su llave en la puerta, se preguntó, no por primera vez, por qué. Todas las puertas de esa parte del vestíbulo estaban pintadas de amarillo o de naranja, y, aunque él suponía que daban un aspecto alegre, no parecían muy serias. No es que los del departamento de Egiptología fuesen muy rigurosos con la seriedad, tampoco. Tres meses antes, cuando los Blue Jays habían perdido seis partidos de una ronda, había encontrado una de las cabezas momificadas colocada en la mesa con una gorra de béisbol calada graciosamente sobre su frente disecada.

Ahora que la temporada de béisbol había terminado, se preguntaba si alguien del departamento tenía un casco de yóquey, cuando el epitafio más agradable que se le podía dedicar a los Leafs era Descanse en paz, incluso a comienzos de temporada.

—¿Y qué tenéis para mí esta noche? —preguntó al dejar una de las puertas abierta para poder pasar con su carrito. En realidad no había orden de limpiar los suelos de aquella zona, pero le gustaba dejarlo todo igual que las zonas de mayor tráfico, como las cercanas a los escritorios y el lavabo. En aquel momento se dio la vuelta y echó el primer vistazo a la nueva adquisición del taller—. La hostia.

Con las palmas de las manos repentinamente húmedas y la boca seca, Reid se quedó inmóvil contemplándolo. La cabeza había sido algo irreal, como un efecto especial de película, pero graciosa y fácil de olvidar. Sin embargo, un ataúd, con un cuerpo dentro, era otra cosa totalmente distinta. Aquello era una persona, una persona muerta, tumbada allí, cubierta de plástico y esperándolo.

¿Esperándome? Su risa nerviosa no fue más allá de sus labios, sin hacer nada por romper el silencio que llenaba la enorme habitación como una niebla. A lo mejor debería irme y volver otra noche. Sin embargo, avanzó; un paso, dos. Se había olvidado de encender las luces, y ahora tenía el interruptor detrás. Tendría que dar la espalda al ataúd para llegar, y no era capaz; simplemente no se atrevía. Tendría que contentarse con la luz que llegaba del pasillo, a pesar de que esta apenas bastaba para aclarar las tinieblas que rodeaban al cuerpo.

La brisa levantada al acercarse agitó los bordes del plástico protector, haciéndolos revolotear de anticipación.

—Jesús, esto es demasiado raro. Me largo de aquí.

Sin embargo, siguió avanzando hacia el ataúd. Con los ojos abiertos de par en par, vio cómo sus dedos agarraban el plástico y lo retiraban del artefacto.

Dios, me voy a meter en un lío de cojones. Tal vez si colocase el plástico como estaba antes, nadie se daría cuenta nunca de que él… de que él… ¿Qué coño estoy haciendo?

Estaba inclinándose sobre el ataúd, respirando pesadamente y cada vez más deprisa, tanto que lo notaba en la garganta. Le dolían los ojos. No era capaz de parpadear. Se le abrió la boca. No podía gritar.

Entonces fue cuando comenzó.

Perdió primero su personalidad más reciente: el trabajo de aquella noche, todas las noches de trabajo que la precedieron, su mujer, su hija, su nacimiento, con la cara enrojecida y llorando («Sinceramente, doctor, ¿se supone que debería de ser así? Quiero decir que es guapo, pero está como aplastado…»), la boda en la que se la había pillado y casi se había caído al bailar con una anciana tía. Perdió las noches de borrachera con sus colegas, recorriendo Yonge Street de arriba abajo («¡Mira que melones tiene esa!»), los Grateful Dead atronando en los altavoces del coche, el olor de la cerveza y la hierba y el sudor empapando la tapicería.

Perdió su graduación del instituto, una ceremonia a la que había llegado por un pelo («¿Crees que tal vez ahora puedas mover el culo y buscarte un trabajo? ¿Ahora que tienes tu papelito con tu nombre puesto?». «Eso creo, papá»). Perdió la humillación de no estar en el equipo de baloncesto («No van a llamarme. Soy el único que lo ha intentado, pero no quisieron. Dios, ojalá me tragase la tierra») y perdió el dolor que sintió cuando se rompió la nariz jugando al fútbol. Volvió a probar el primer beso y sintió de nuevo los resultados explosivos de la primera masturbación, que no hizo que le saliese pelo en las palmas de las manos ni que se quedase ciego. Y los perdió.

En una rápida sucesión perdió a su madre, su padre, a demasiados familiares, la casa en la que se había criado, el olor de los montones de mierda de perro de invierno fundiéndose sobre el césped en primavera, un oso de peluche con todo el pelo arrancado a mordiscos, el sabor dulce de un pezón aferrado entre dos labios frenéticos.

Perdió su primer paso, su primera palabra, su primer aliento.

Su vida.

sep

Sí.

sep

Con férrea destreza, Henry apartó la boca de la suave piel de la muñeca del joven, y dejó caer el brazo con suavidad, volviendo a colocar el puño de la chaqueta hasta cubrir la pequeña herida. Aunque prefería alimentarse del deseo, que poseía parámetros naturales para el Hambre de los que carecía el odio, a veces era bueno recordar su fuerza. Se puso en pie lentamente, retirando de su abrigo todas las hojas caídas. El coagulante que contenía su saliva aseguraría que se detuviese la hemorragia y que los tres recuperasen la consciencia temporalmente, antes de que la humedad y el frío tuviesen tiempo de hacerles daño.

Echó una mirada al lugar donde yacían desparramados, en lo más oscuro de la sombra de un seto de tejo, y se lamió una gota de sangre de la comisura de la boca. Al igual que los moratones, les había dado una razón para temer la noche, un recordatorio de que la oscuridad ocultaba otros cazadores más poderosos, y que ellos también podían convertirse en presa. No corría peligro de que le descubriesen, ya que los recuerdos de aquel encuentro que conservarían aquellos jóvenes serían de esencia, no de apariencia, e intensamente personales. Si cambiarían sus opiniones o actitudes, ni lo sabía ni le importaba.

Soy un vampiro. La noche me pertenece.

Su estado de ánimo se alteró bajo el peso de esa afirmación, y dejó el apacible oasis del parque, sonriendo al imaginar una voz de noticiario: Y gracias al vigilante vampiro, las calles son seguras de nuevo. La sangre había borrado su sueño y su nerviosismo.

sep

Celluci suspiró y se metió el billete del aparcamiento en el bolsillo de la chaqueta. De medianoche a las siete, la calle donde se encontraba el apartamento de Vicki era de estacionamiento limitado. En el billete ponía cinco treinta y tres. Si se hubiese levantado cinco minutos antes se hubiese ahorrado una multa de veinte dólares.

Había sido difícil salir de allí. Debía de haber pasado unos veinte minutos en la oscuridad, escuchándola respirar. Preguntándose si estaría soñando. Preguntándose si estaría soñando con él. O con Henry. O si eso importaba.

—Lo que quiero decir, Celluci, es que no hay ningún compromiso más allá de la amistad.

—¿Vamos a ser amigos?

—Sí.

—A los amigos no se les tocan las pelotas, Vicki.

Ella resopló y acercó su pie desnudo a su entrepierna hasta poder agarrar la suave piel de su escroto con los dedos.

—¿Te apuestas algo?

Así había sido desde el principio…

Se rascó la incipiente barba y se metió en el coche. Su amistad era sólida, eso lo sabía, y las cicatrices que ambos se habían infligido cuando ella dejó el cuerpo habían quedado relegadas al recuerdo. El sexo todavía era magnífico, pero últimamente se habían complicado las cosas.

Henry no es un competidor, Mike. Pase lo que pase entre él y yo, eso no nos afecta. Tú eres mi mejor amigo.

La creyó entonces, y la seguía creyendo. Lo que pasaba es que seguía pensando que Henry Fitzroy era una amistad peligrosa para ella. No sólo era peligroso físicamente, cosa que había demostrado el agosto anterior más allá de toda duda, sino que, además, tenía el poder personal con el que resultaría fácil perder el control. Dios, incluso yo podría perder el control así. Nadie que tuviese un poder así se merecía la confianza de nadie.

Él confiaba en Vicki. No confiaba en Henry. Eso es lo que importaba. Henry Fitzroy improvisó las reglas, y para el Detective Michael Celluci esa era la cuestión vital. Más que los supuestos poderes sobrenaturales de los no-muertos, los poderes de la oscuridad. Había cierto número de reglas alrededor de su relación con Vicki, y Celluci sabía muy bien que Fitzroy no las respetaría.

Salvo por el hecho de que hasta ahora no las había roto…

Tal vez, lo importante, pensó, maniobrando el coche a través del laberinto de calles de un sólo sentido al sur de College, es que estoy preparado para sentar la cabeza.

Tardó unos segundos en asumir las implicaciones de aquello, y tuvo una visión repentina de la respuesta de Vicki si se le ocurriese proponerle el matrimonio. No podía evitar eludirlo. Aquella mujer huía de los compromisos más que cualquier hombre que hubiese conocido.

Frunció el ceño mientras conducía alrededor del círculo del Queen’s Park. Era demasiado temprano para preguntas filosóficas sobre la naturaleza de su relación con Vicki Nelson. Las cosas iban bien, no había por qué liar el asunto. Dio las gracias por haber visto la ambulancia y el coche de policía aparcados delante el museo, giró en trompo a través de los seis carriles y aparcó sus problemas sentimentales para ocuparse de asuntos más inmediatos.

—Detective Celluci, homicidios —mostró la placa a la agente que se acercaba mientras salía del coche, evitando así una confrontación al respecto del trompo dudosamente legal.

—¿Qué pasa?

La joven cerró la boca, tragándose lo que iba a decir, y murmuró:

—Agente Trembley, señor. ¿Lo han enviado de homicidios? No entiendo…

—No me ha mandado nadie, pasaba por aquí. —Los ayudantes estaban cargando un cuerpo en la ambulancia, con el rostro cubierto. Era evidente que ingresaría cadáver—. He pensado en pararme y ver si puedo hacer algo.

—No, que yo sepa, detective. Los auxiliares dicen que fue un ataque al corazón. Creen que fue por la momia.

Un año antes, incluso ocho meses antes, puede que Celluci hubiese repetido la palabra momia, intrigado o divertido, o ambas cosas, pero después de haber pasado abril persiguiendo a un esbirro del infierno y parte de agosto en colaboración con una manada de hombres lobo, por no mencionar al Sr. Fitzroy, su reacción fue un poco más exagerada. Ya no daba por hecho la realidad.

—¿Momia? —gruñó.

—Estaba, eh, en el taller de Egiptología —la agente Trembley dio un paso hacia atrás, preguntándose por qué había cogido su arma el detective—. Tumbada en su ataúd. Parece ser que uno de los limpiadores se llevó una impresión demasiado fuerte. —Él seguía pareciendo extrañamente desconfiado—. Lleva muerta mucho tiempo —intentó sonreír—. No creo que le necesiten tampoco en ese caso…

La broma no fue muy celebrada, pero la sonrisa funcionó y Celluci dejó caer la mano contra el costado. Por supuesto, era normal que un museo tuviese una momia. Se sintió ridículo.

—Si está segura de que no hay nada que pueda hacer…

—No, señor.

—Bien.

Entre murmullos, se dirigió de vuelta al coche. Lo que de verdad necesitaba era una ducha caliente, un buen desayuno y un asesinato sencillito.

Cerrando de golpe su libreta, el compañero de Trembley se acercó a ella.

—¿Quién era ese? —preguntó.

—El Detective Celluci, de homicidios. Pasaba por aquí y ha parado a ver si podía ayudar.

—¿Sí? Parecía que le hacía falta dormir. ¿Qué farfullaba cuando se ha ido?

—Sonaba como —la agente Trembley frunció el ceño—, leones, y tigres, y osos. Madre mía.