ale, cuando se apaguen las luces, vas por el pasillo, cruzas el patio, la salida de emergencia y…
—Subo tres pisos de escaleras y entro por la puerta de emergencia de la derecha. Recuerdo tus instrucciones, detective. —Henry salió de su BMW y miró a Mike, que seguía sentado en el asiento del conductor—. ¿Estás seguro de que puedes acercarte lo suficiente al generador?
—No te preocupes por mí, tú estate preparado para moverte. No tienes mucho tiempo. En cuanto se apague la corriente, los cuatro guardias irán a la galería A para poner los cierres de emergencia. Vicki está en la D, y esa la cerrarán la última. También tendrás que vértelas con las demás mujeres de la galería; acaban de dar las ocho, así que todavía no estarán en las celdas…
—Michael.
Celluci se puso en marcha. El sonido de su nombre detuvo de algún modo el flujo de palabras y le hizo levantar la cabeza. Aunque sabía que los ojos del otro hombre eran de color avellana, parecían mucho más oscuros, como si hubiesen absorbido algo de la noche.
—Quiero sacarla de aquí tanto como tú. Lo vamos a conseguir. Vamos a liberarla. De una forma o de otra.
Las palabras, el tono, el propio hombre, no dejaban espacio a la discusión, ni para la duda. Celluci asintió, reconfortado a su pesar, y, como ya había hecho una vez en la cocina de una granja, pensó que accedería a seguir a un… escritor de novelas rosa. Sí, claro. Pero la protesta no era muy enfática. Se humedeció los labios y bajó la mirada, consciente de que Fitzroy lo había permitido, y, extrañamente, no envidió la fuerza del otro.
—No vas a tener mucho tiempo antes de que se encienda el sistema de emergencia, así que tendrás que ser rápido.
—Lo sé.
Puso el coche en marcha.
—Pues, eh, ten cuidado.
—Lo haré. —Henry vio alejarse el coche hasta que las luces de atrás desaparecieron al cruzar una esquina, y cruzó despacio la calle hasta el centro de detención. Sus pantalones y sus zapatos de suela de caucho eran negros, pero su jersey era de un rojo intenso y oscuro. No tenía sentido tener más aspecto de desvalijador del necesario. Llevaba una gorra oscura de lana para ponérsela en cuanto empezase a trepar el muro, ya que, como había aprendido poco después de su transformación, ser un vampiro de pelo claro era un a desventaja a la hora de moverse en la oscuridad.
Desde un lugar no muy lejano llegó el sonido del tráfico, o una radio, o un bebé llorando, gente que no prestaba atención al hecho de que otra gente estuviese encerrada en jaulas a una corta distancia de donde ellos vivían sus vidas. O tal vez hayan olvidado que lo saben. Henry se acercó y tocó ligeramente el muro exterior, apartando sus sensibles ojos del potente resplandor de los focos.
Mazmorras, prisiones, centros de detención… había poca diferencia entre ellos. Sentía la angustia, la rebeldía, la rabia, la desesperación, los ladrillos estaban totalmente impregnados de ellas. Todas las vidas allí confinadas habían dejado una impresión oscura. Henry nunca había comprendido la teoría de que la tortura por encierro fuese preferible a la muerte.
—Tienen una oportunidad de cambiar —había replicado Vicki cuando comenzaron a discutirlo por un artículo sobre la pena capital.
—Tú has estado dentro de las prisiones de tu país —había señalado él—. ¿Qué oportunidad de cambiar se les ofrece? Nunca he vivido en ninguna época en la que la gente guste tanto de mentirse a sí misma.
—A lo mejor preferirías que siguiéramos el ejemplo del buen rey Hal y encadenásemos a los prisioneros a la pared hasta que fuese el momento de cortarles la cabeza.
—Yo nunca he dicho que los viejos tiempos fuesen mejores, Vicki, pero por lo menos mi padre jamás insultó a los que detuvo diciéndoles que era por su propio bien.
—Lo hizo por el propio bien de él —había dicho ella con un bufido, negándose a seguir discutiendo el tema.
Una vez encontrado el lugar por el que debía atravesar el muro, Henry se acercó hasta llegar a la línea que separaba la luz de los focos de la noche; entonces se dio la vuelta y esperó. Confiaba en que Celluci fuera capaz de cortar la corriente, más de lo que Celluci confiaba en que él fuera capaz de entrar en el centro de detención y sacar a Vicki; aunque también era cierto que había tenido mucho más tiempo para ver más allá de las anteojeras de la envidia.
Se parecían mucho, Mike Celluci y Vicki Nelson, ambos enfundados en sus ideas sobre la ley. Había una diferencia principal que Henry había notado entre ellos. Vicki quebrantaba la ley por sus ideales, y Celluci la quebrantaba por ella. Ella, no la justicia era lo que le hizo guardar silencio el agosto pasado en Londres. Era ella personalmente, no la injusticia, lo que le impulsaba aquella noche, por muy poco que le gustase lo que iban a hacer.
Probablemente no hubiese servido de mucho que Henry le contara que ya había intentado aquello antes…
No estaba en Inglaterra cuando Henry Howard, el Conde de Surrey, fue detenido. Con el tiempo que tardó la noticia en llegarle y las complicaciones para viajar, debido a su condición, no llegó a Londres hasta el ocho de enero, dos días antes de la ejecución. Pasó aquella primera noche buscando información frenéticamente. Una hora después de la puesta de sol del día nueve, tras alimentarse rápidamente en los muelles, se levantó y contempló las paredes de piedra negra de la torre.
En principio, Surrey tenía una habitación con vistas al río, pero al intentar escapar descolgándose por la letrina con la marea baja se había asegurado el traslado permanente a un alojamiento interior, menos agradable. Desde donde se encontraba, Henry casi veía un leve destello de luz en su cuarto.
—No —murmuró a la noche—. No creo que puedas dormir, condenado loco arrogante, con el paredón esperándote por la mañana.
Considerándolo todo, pensó que realmente no era necesario escalar el muro, aunque sintió la pérdida de un gesto tan llamativo, y atravesó, como sombra entre las sombras, a los guardias, entrando en los salones de la torre. Al llegar a la puerta de Surrey, levantó la pesada barra de hierro y se deslizó dentro. A no ser que las cosas hubiesen cambiado mucho desde que él estuviera en la corte, los guardias no les molestarían hasta el amanecer, y para entonces ya estarían lejos de allí.
Se detuvo un momento, regocijándose en la visión y el aroma del mejor amigo que había tenido en su vida, dándose cuenta de cuánto lo echaba de menos. La pequeña figura, vestida totalmente de negro, estaba sentada en una mesa rústica junto a la estrecha ventana, iluminada únicamente por una vela de sebo con un pesado grillete de hierro sobre un esbelto tobillo, y encadenado a un perno en el suelo. Había estado escribiendo (Henry olía la tinta fresca), pero ahora estaba sentado con su oscura cabeza apoyada en el hombro, y la desesperación escrita a o largo de uno de sus hombros. Henry sintió cerrarse un puño sobre su corazón, y tuvo que contenerse para no correr a abrazar casi histéricamente al otro hombre. En lugar de eso, dio un solo paso desde la puerta y lo llamó en voz baja.
—Surrey.
La cabeza oscura se elevó de golpe.
—¿Richmond? —El joven conde se dio la vuelta, con los ojos abiertos de par en par por el terror, y cuando vio quién estaba en su celda, se lanzó contra el muro lejano con un tintineo de cadenas y un grito ahogado—. ¿Tan cerca estoy de la muerte —gimió—, que los muertos vienen a llamarme?
Henry sonrió.
—Soy tan de carne y hueso como tú. Más que tú, has perdido mucho peso.
—Si, bueno, el cocinero hace lo que puede, que no es mucho, pero no es a lo que estoy acostumbrado. —Una mano de dedos largos se agitó en el aire con un gesto despreciativo bien conocido por Henry. Se cubrió los ojos—. Estoy perdiendo la cabeza. Hago bromas con un fantasma.
—No soy un fantasma.
—Demuéstralo.
—Tócame, entonces. —Henry avanzó, con la mano alargada.
—¿Y si pierdo mi alma? No lo haré. —Surrey trazó el signo de la cruz y enderezó los hombros—. Si te acercas más, llamo a los guardias.
Henry frunció el ceño; aquello no iba como lo había planeado.
—Muy bien, te lo demostraré sin tocarte. —Se quedó pensando un momento—. ¿Recuerdas lo que dijiste cuando vimos la ejecución de la segunda mujer de mi padre, tu prima Ana Bolena? Me dijiste que, aunque su condena era un asunto de estado inevitable, la pobre te daba pena y esperabas que la dejasen reír en el infierno, porque siempre habías pensado que su risa era más hermosa que su cara.
—El espíritu de Richmond sabría eso, ya que lo dije mientras vivía.
—Muy bien —repitió Henry, pensando Menos mal que he venido temprano, esto podría seguir así toda la noche—. Me escribiste esto después de morir, y, créeme Surrey, tus poemas todavía no se leen en el cielo. —Se aclaró la garganta y recitó suavemente—: La fe de los secretos confiados / El habla libertina y los pecados / La amistad y las promesas bien cuidadas / En que pasamos inviernos refugiados.
—«… Lugar de dicha, alegre compañero / Que compartió conmigo risa y duelo…». —Surrey se apartó de la pared, y su cuerpo tembló con tanta fuerza que hacía vibrar la cadena que llevaba—. Escribí eso para ti.
—Lo sé. —Tenía copia de casi todo lo que Surrey había escrito; el pintoresco estilo de vida del conde hacía que sus sirvientes a menudo tuviesen que esperar por su paga y, por lo tanto, estaban abiertos a unos beneficios adicionales.
—«Windsor altivo, donde, con gozo y alegría / Con el hijo de un rey pasé mi juventud…». —Con los ojos llenos de lágrimas, Surrey se lanzó adelante, y Henry lo cogió en un fuerte abrazo.
—¿Lo ves? —le murmuró entre los rizos oscuros—. Tengo carne, vivo, y he venido a sacarte de aquí.
Tras un momento incoherente de alegría y pesar mezclados, Surrey se apartó y, limpiándose las mejillas con la mano, miró a su viejo amigo de arriba abajo.
—No has cambiado —dijo, con el miedo pintado de nuevo en su rostro—. Estás igual que cuando… cuando tenías diecisiete años.
—Tú tampoco has cambiado mucho. —Aunque en once años había ganado peso y ahora llevaba el bigote y la larga barba rizada de moda en la corte, la cara y el porte de Surrey habían cambiado tan poco que Henry no tuvo dificultad para creer que se había metido en aquel lío. Su amado amigo era salvaje, imprudente e inmaduro a los diecinueve años. A unos pocos meses de cumplir treinta, seguía siendo salvaje, imprudente e inmaduro—. Lo de que no haya cambiado, bueno, es una historia larga.
Surrey se lanzó sobre la cama y, con dificultad, levantó la pierna encadenada hasta el jergón.
—No voy a ir a ninguna parte —señaló levantando sardónico sus cejas negras.
Henry se dio cuenta de que no iba a hacerlo hasta que su curiosidad estuviese satisfecha. Si quería salvarlo, tendría que contarle la verdad.
—Habías ido a Kenninghall, a pasar un tiempo con Frances, y Su Majestad me mandó a Sheriffhutton —comenzó.
—Lo recuerdo.
—Bueno, conocí a una mujer…
Surrey se rio, y su risa, a pesar de su aparente calma, contenía cierta histeria.
—Eso he oído.
Henry se alegró de que su piel ya no pudiese sonrojarse. En el pasado, aquel tono le hubiese hecho ponerse de color escarlata. Esa era la primera vez que contaba la historia desde su transformación; no esperaba que fuese tan difícil, y se dirigió a la mesa para poder mirar a la noche mientras hablaba, jugueteando con una mano con los papeles que había dejado Surrey. Cuando acabó, se dio la vuelta y miró la tosca cama.
Surrey estaba sentado al borde, con la cara tapada con las manos. Como si sintiese el peso de la mirada de Henry, fue levantando la mirada poco a poco.
La fuerza de la rabia y la tristeza que le deformaban el rostro hizo retroceder un paso a Henry.
—¿Vampiro?
—Sí.
Surrey se levantó y luchó por encontrar su lengua.
—Has obtenido la inmortalidad —dijo finalmente—, y me dejaste pensar que estabas muerto.
Henry, totalmente sorprendido, levantó las manos como si las palabras fuesen golpes.
—La muerte que me hiciste creer me dejó una herida que todavía sangra —continuó Surrey, con la voz desgarrada por la emoción—. Te quería. ¿Cómo pudiste traicionarme así?
—¿Traicionarte? ¿Cómo iba a decírtelo?
—¿Cómo no? —Frunció el ceño y, de repente, adoptó un tono encarnizado—. ¿O es que creías que no podías confiar en mí? ¿Qué yo iba a traicionarte? —Leyó la respuesta en la cara de Henry—. Sí. Te llamé hermano de mi corazón y pensaste que revelaría tu secreto al mundo.
—Yo también te lo llamé, y te quise tanto como tú a mí, Surrey; este es un secreto que no habrías podido guardar.
—¿Y después de once años de tristeza, ahora sí confías en mí?
—He venido a sacarte. No podía dejarte morir…
—¿Por qué? ¿Porque mi muerte te causaría la misma tristeza que yo he soportado tanto tiempo? —Respiró profundamente y cerró los ojos, moviendo la garganta en un esfuerzo por suprimir las lágrimas que brillaban en la superficie de cada palabra. Un momento después, habló con un tono tan suave que si Henry todavía fuese mortal, no lo habría oído—: Guardaré tu secreto. Me lo llevaré a la tumba. —Entonces levantó la cabeza y añadió, algo más alto—: Mañana.
—¡Surrey!
Nada de lo que Henry dijese le haría cambiar de opinión. Suplicó, rogó, se puso de rodillas, incluso le ofreció la inmortalidad.
Surrey lo ignoró.
—¡Morir para vengarte por mi necedad!
—El Richmond que yo conocí, el chico que era mi hermano, murió hace once años. Le lloré. Todavía le lloro. Tú no estás aquí.
—Podría obligarte —dijo finalmente—. Tengo poderes contra los que no puedes defenderte.
—Si me obligas —dijo Surrey—, te odiaré.
No tenía respuesta para eso.
Se quedó y discutió hasta que el sol que llegaba por la ventana le obligó a irse. La noche siguiente, entró en la capilla de la torre, abrió el ataúd sin sellar que contenía la cabeza y el cuerpo separados de Henry Howard, Conde de Surrey, besó los labios pálidos y cortó un mechón de pelo. Su condición ya no le permitía llorar. No estaba seguro de que lo hubiese hecho si hubiese podido.
—«Sat Superest, basta con prevalecer». —Henry sacudió la cabeza para liberarse de los recuerdos—. Debería haber adoptado el lema de Surrey, habérselo metido por la garganta y haberlo sacado de allí encima del hombro. —Bueno, ahora era mayor, más seguro de sí mismo, más convencido de que su manera de hacer las cosas era la adecuada, menos permeable a las reacciones histéricas—. Debería haberle dejado odiarme, al menos habría estado vivo para hacerlo. —Sabía que Vicki no habría sido tan necia. Si ella hubiese estado en la torre en el lugar de Surrey primero se hubiese preocupado de liberarse, y entonces le hubiese odiado.
Era poco probable que ella fuese a protestar aquella noche.
Si es que estaba en sus cabales.
Mientras intentaba no pensar en lo que podían haberle hecho las drogas, los focos se apagaron.
Vicki había pasado la tarde usando el oído y el tacto para descubrir los límites de su encierro. Sorprendentemente, al dejar de usar los ojos de forma normal y reservarlos para echar vistazos de cerca de objetos concretos, parecía arreglárselas mejor, no peor. No se había dado cuenta de cuánto tendría que confiar en sus sentidos durante aquel año hasta que no pudo confiar en nada más. Sin sus gafas, su vista (o la falta de esta) se había convertido más en una distracción que en una ayuda.
Tras el incidente de las duchas, Lambert había regresado triunfante a ver las series de televisión, pero Natalie seguía de cerca de Vicki, con su respiración húmeda ahogando a veces el bramido constante de las cuatro televisiones, y el bramido intermitente de las mujeres que las observaban. Los anuncios parecían ser los programas de más éxito, y Vicki se preguntaba si sería porque tenían tramas comprensibles por la mayoría de las reclusas.
De vez en cuando, Natalie se acercaba y pellizcaba ferozmente a Vicki en la pierna. Al estar todavía afectado por la droga su control de los músculos, carecía de la coordinación y la velocidad necesarias para evitar los ataques, parecidos a los de una serpiente. La quinta vez que sucedió, se dio la vuelta lentamente e indicó a su atormentadora que se acercase.
—La prósima ez qu hags eso —le dijo, formando las palabras tan cuidadosamente como podía—, oy a garrarte e a uñeca, tirar e ti y arranrte a uta oreja. Y luego te a oy a dar de comer. ¿Compreddo?
Natalie se rio un poco, pero los intervalos entre los pellizcos se fueron haciendo mayores, y finalmente se fue a ver la televisión. Vicki no sabía si es que su amenaza había surtido efecto o es que la enorme mujer se había aburrido e iba a por otra víctima.
A la hora de la cena, Vicki había decidido que sólo había un camino. En la parte de atrás de la ducha había una salida de emergencia. No era especialmente visible desde el interior, y la mayoría de las reclusas ni siquiera eran conscientes de que existía, pero Vicki tenía la ventaja de haber pasado nueve años en el cuerpo de policía.
El problema era que la puerta se abría hacia dentro, no había manilla o forma real de agarrarla, y el cerrojo era una enorme presencia metálica.
Que cualquier ratero medio decente habría podido abrir en segundo y medio, decidió tras examinarla rápidamente con los dedos. Por supuesto, lo difícil sería encontrar ganzúas y una oportunidad.
Después de la cena, durante la limpieza, cuando estaban encerradas en las celdas, Vicki se sentó con las piernas cruzadas sobre su jergón y palpó cuidadosamente el relleno de algodón. Los jergones de aquellas camas eran de espuma sólida, totalmente inútiles para nada que no fuese como barrera entre el cuerpo y las tablas, pero los supletorios, los del suelo, eran viejos sobrantes del ejército. No eran muy gruesos, y, de hecho, tampoco muy cómodos, pero parecían tener muelles metálicos. Con tiempo, podría sacar un trozo y…
Pero no tenía tiempo. El psiquiatra iría a hacer exámenes al día siguiente por la tarde, y la sacarían de Necesidades Especiales para llevarla a una de las galerías normales. Con la momia al mando, no tenía esperanzas de que la pusieran en libertad. No sería fácil escapar de una galería normal (ni sobrevivir a una). La mayoría de las reclusas seguramente la reconocerían, y existían los «accidentes» mortales cuando los policías se encontraban al otro lado del sistema. Evidentemente, tendría que convencer al psiquiatra de que estaba bien donde estaba.
Vicki sonrió. Si se hacía la loca, volvería a Lambert loca de verdad.
—¿Qué coño te hace tanta gracia?
Vicki se giró hacia el lado de Lambert de la celda, y sonrió más aún.
—Sólo estaba pensando —dijo, manteniendo cuidadosamente el control de cada palabra—, en cómo en el país de los ciegos el tuerto o en este caso, la tuerta, es el rey.
—Estás como una puta cabra —gruñó Lambert.
—Me alegro de que lo pienses. —No podía ver la expresión de Lambert, pero oyó a Natalie bajarse del banco y notó la corriente de aire levantada al moverse la enorme mujer hacia ella. Mierda…
Se resistió al impulso casi abrumador de huir gateando. No podía evitar lo inevitable. No voy a darle a Lambert la satisfac… El golpe con la mano abierta le empujó la cabeza hacia atrás y casi la derribó. Vicki lo soportó y se levantó mirando la columna confusa de color azul que era Natalie, intentando ignorar el zumbido de los oídos.
A su izquierda, oyó a Lambert reír.
—Así que quiere pelea, ¿eh? Esto va a ser interesante. Hazle daño, Natalie.
Natalie rio ligeramente.
—¡Venga, se acabó la limpieza! —Las puertas al abrirse añadieron percusión a los gritos de la guardia—. ¡Todas fuera! Roberts, ponte la ropa otra vez.
—Me pica, jefa.
—Me da igual. Vístete.
Natalie se detuvo y Lambert se unió a ella dentro del campo de visión limitado de Vicki.
—Luego —le prometió, dando golpecitos sobre un enorme bíceps—. Luego le harás daño. Mientras tanto, igual quiere sentarse con nosotras a ver La ruleta de la fortuna.
Dios…
—Preferiría estar inconsciente —gruñó Vicki, intentando liberar su brazo del repentino apretón aplastante de Natalie.
Lambert se acercó para que Vicki pudiese verla sonreír. Luego, prometió otra vez.
Billi Bob Dickey de Tulsa, Oklahoma, acababa de comprar una vocal cuando las luces se apagaron, cortando a Vana cuando estaba a punto de colocar la primera de cuatro es. La galería se convirtió en un total y absoluto pandemonio.
—¡Tranquilizaos todas! —Los bramidos de la guardia apenas podían oírse por encima de los sonidos de terror, rabia y alegría histérica—. ¡Volved a las celdas, ahora!
Vicki no tenía ni idea de qué podrían ver o no las demás, pero por el sonido, incluso las que tenían una vista normal estaban ciegas. Las guardias, por lo que sabía, estarían corriendo a la galería A, donde harían falta las cuatro para coordinar un cierre manual de las celdas. La galería D quedaría sin observación durante los siguientes minutos.
Mi reino por un juego de ganzúas. Una oportunidad caída del ciclo y no puedo usarla para nada… ¡Dios! Se echó hacia atrás al caer de lado la mesa de picnic bajo el cambio repentino de peso provocado por dos reclusas histéricas.
Esto está pegado con saliva y plegarias.
—¿Y adónde coño crees que vas? —preguntó Lambert—. Yo decido cuándo te puedes ir. ¡Natalie, tráela!
—¡No veo! —replicó Natalie, haciendo crujir la madera al andar.
—¿Y qué? ¡Ella tampoco!
Vicki sintió la corriente de aire y se apartó de lado.
—Confía en mí, dijo él, y ven. Yo le seguí como un niño. Un hombre ciego me llevó a casa.
—¿De qué coño hablas?
—Es una poesía —le dijo Vicki, esquivando con facilidad el siguiente movimiento de Natalie. La enorme mujer movía la misma cantidad de aire que una tormenta tropical—. De W. H. Davies. Decía, según creo, que cuando todo el mundo es ciego, la gente con práctica tienen ventaja.
Sonrió, se inclinó y utilizó el impulso de Natalie para levantarla, cogerla a hombros y lanzarla por los aires.
El crujido de la madera astillándose le indicó a Vicki que su enorme atormentadora acababa de atravesar la mesa maltratada.
—Espero… que eso… haya dolido —jadeó, al ceder sus rodillas y caer al suelo intentando recuperar el aliento. Por Dios, tiene que pesar cerca de ciento ochenta kilos. Es maravilloso lo que se puede hacer con adrenalina.
Sus dedos dieron con una astilla de trece centímetros y, jadeando todavía, la recogió. Por la extensión de los trozos, la mesa debía de haber quedado totalmente destruida por el impacto. ¡Joder, podría haber matado a alguien! Se sentó sobre sus talones e intentó arrancar el fragmento de madera. Se torcía, pero no parecía ni resquebrajarse. No creo que esto sea pino… Muy típico de la ciudad lo de comprar mesas de picnic de roble para un centro de detención y dejar que se caigan a trozos. Su corazón de repente empezó a golpear contra las costillas, y el latido inundó el caos que la rodeaba. Roble. Madera dura. Una astilla con una punta delgada, flexible.
No. Para nada. Ese cerrojo es grande y tosco, seguro, pero sólo un idiota intentaría abrirlo con un trozo de madera. No.
¿Por qué no?
No es que tenga demasiadas opciones.
Al levantarse, se rozó con otro cuerpo, colocado tan cerca de ella que respiraban el mismo aire. Unos dedos pequeños y fuertes se clavaron en su antebrazo.
—¡Natalie te va a destrozar!
El generador de emergencia se encendería en cualquier momento, y Vicki sabía que no tenía mucho tiempo, pero había algunas tentaciones que habría que ser un santo para rechazar.
—No deberías haberte acercado tanto —dijo; se quitó de encima la mano de Lambert de un tirón, le retorció el brazo, librándose de él, y la mandó de una fuerte patada en la dirección de su ayudante. Un gruñido ahogado, un insulto y un grito de dolor le indicaron, mientras corría hacia las duchas, que el objetivo había sido alcanzado.
Dio con la barrera de intimidad de cemento al chocar con ella, y, cojeando ligeramente, consiguió encontrar el camino a tientas por el áspero borde.
Deben de haber terminado ya con la galería A, probablemente vayan a la B, queda poco tiempo…
La zona entre la barrera y la pared medía menos de tres metros. Vicki se lanzó por el abismo cavernoso que representaba en la oscuridad sin pensar en la precaución. Ahorrarse unos cuantos moratones no valía la pena a cambio de otra noche pasada entre rejas. Se golpeó contra el muro con suficiente fuerza como para rebotar, y empezó a buscar frenéticamente la salida oculta.
El golpear de puertas de acero resonaba sobre la confusión a sus espaldas, y dio un salto, tirando casi la astilla.
Si ya se han dirigido a la galería C…
Finalmente, sus dedos encontraron el cerrojo y se arrodilló delante de él.
Mientras esté aquí, podría ir rezando, porque no tengo ni una puta posibilidad de… hijo de puta. El primer tambor se abrió.
Dios, podría abrir esta mierda prácticamente con las uñas. En cuanto salga de aquí, voy a tener una larga charla con alguien. Esas mesas de picnic son trampas mortales, y este candado es de broma. Seguro que el centro de detención de hombres está bien cuidado.
El segundo tambor se abrió.
Esto es una desgracia.
Oyó a uno de los guardias gritar algo sobre tranquilizantes. Sonaba cerca de allí.
Mierda… Tenía las manos resbaladizas de sudor, y sentía la madera empezando a astillarse.
Vale.
Los guardias estaban seguro en la galería C. De repente, se hizo más difícil respirar.
Casi.
Alguien parecía estar montando una pelea.
Dales caña, bájales la marcha y…
¿Aquello que se oía respirar a su espalda no era Natalie?
No. Sólo el eco de ella misma aspirando desesperadamente aire que sabía a moho de ducha.
Ahí…
Aunque el cerrojo estaba abierto, la pesada puerta seguía seguramente cerrada, y Vicki se dio cuenta de que no había forma de abrirla.
—¡No!
Una de las junturas se partió con la fuerza del golpe y tuvo que retroceder tambaleándose al abrirse la puerta violentamente ante ella.
No podía confundir el brazo que la rodeó y evitó que cayese, ni el abrazo en que se vio envuelta. Con todos los nervios rebosantes de adrenalina, luchó por librarse.
—¡Joder, Henry! —Algo hizo que empezase a temblar violentamente. Era parecido a la rabia—. ¿Por qué coño has tardado tanto?
El sonido de la ducha había durado bastante tiempo. Cuando finalmente se apagó, los dos hombres se miraron de una punta a otra del cuarto de estar.
—Tú la conoces desde hace más tiempo —dijo Henry en voz baja—. ¿Está bien?
—Creo que sí.
—Es que no parece que… —alargó las manos.
—¿Qué sienta nada?
—Sí.
—Sí, está todo ahí. No lo ha soltado porque está demasiado furiosa.
—Tiene perfecto derecho a estar furiosa.
Celluci frunció el ceño.
—No he dicho que no lo tenga.
Durante la vuelta al apartamento de Henry, Vicki les había contado con todo detalle lo que le había pasado. Ambos escucharon en silencio, reconociendo que si la interrumpiesen con preguntas o comentarios apasionados, detendrían el flujo de palabras. Cuando terminó, Celluci comenzó de inmediato a hacer planes para ocuparse de Gowan y Mallard, pero Vicki le había mirado a través de las gafas de repuesto que le habían traído.
—No. No sé cómo ni cuándo, pero esta me la pagan a mí. No a ti, a mí.
Por su tono se advertía que Gowan y Mallard iban a recibir exactamente lo que habían dado.
Después añadió:
—Quiero a Tawfik —con un tono que dejó helado incluso a Henry.
Se volvieron hacia ella cuando entró cojeando en el cuarto de estar, con el pelo mojado echado hacia atrás y el moratón que cubría un lado de la cara en gran contraste con la palidez del otro lado. La mano con la que se alisaba la parte delantera del suéter estaba enrollada en gasa.
He visto fanáticos religiosos, pensó Henry al acercarse Vicki a la ventana, con esa misma expresión. Una vez más, ambos hombres intercambiaron miradas de preocupación. Ella se movía, no como si fuese a romperse en cualquier momento, sino como si fuese a explotar.
—Antes de empezar —dijo al aire—, pedid una pizza. Estoy muerta de hambre.
—Pero todavía no sabemos —señaló Celluci, apuntando con un trozo de corteza mordida para enfatizar—, cómo descubrió Tawfik a Vicki.
—Una vez que Cantree le habló de ti, no le resultaría difícil sacarle la información de la mente. —Henry se detuvo en su lento pasear y miró a Celluci—. Cantree pensaría que cualquier cosa que supieses se la contarías a Vicki, y Tawfik decidiría atar el cabo suelto.
—¿Sí? ¿Entonces por qué haría un plan tan complicado? —Celluci arrojó el trozo de corteza a la caja y se enderezó, sacudiéndose las manos—. ¿Por qué no librarse de ella como hizo con Trembley? Bum, y se acabó.
—No lo sé.
—Me parece que has pasado por lo menos tanto tiempo hablando con él como Cantree. ¿Cómo sabemos que no has dicho nada?
—Porque —se detuvo, lo cual sonaba muy parecido a una amenaza—, yo no lo haría.
Celluci resistió un intenso impulso de bajar la mirada y continuó, elevando el tono de voz.
—Sabemos que puede manipular los pensamientos de la gente, y los trabajadores del museo son prueba de ello. ¿Cómo sabemos que no la sacó de tu mente?
—¡No! Yo nunca la traicionaría.
Celluci entornó los ojos al darse cuenta de la fuente de dolor que ocultaba la réplica de Henry. No, no la traicionaría. La quiere. La quiere de verdad, el hijo de puta. Y tiene miedo de poder haber sido él. Que Tawfik la haya sacado de su cabeza.
—¿Si lo hubiese hecho lo habrías notado? —Tenía que preguntarlo. No estaba metiendo el dedo en la llaga. Por lo menos, a él le parecía que no.
—Nadie entra en mi mente sin invitación, mortal. —Pero Tawfik había llegado a él sólo con existir, y Henry no sabía a ciencia cierta lo que el sacerdote hechicero podía haber cogido. A pesar de declarar estar seguro, esto se le notaba en la voz. Celluci lo oyó y Henry lo notó.
—Ya basta. —Vicki se lanzó sobre el sillón, limpiándose la grasa de la boca con la mano—. No importa cómo lo supiese, ya ha pasado. Lo único que importa ahora, y quiero decir lo único, es encontrar a Tawfik y sacarlo. Henry, has dicho que la mujer que salió de la biblioteca del Subsecretario de Justicia antes de que entrase Cantree dijo que le vería en la ceremonia.
—Sí.
—Y el propio Tawfik te dijo que era esencial que los acólitos reunidos jurasen lealtad a su dios cuanto antes.
—Sí.
—Bueno, pues ya que sabemos que este grupo inicial de acólitos ha salido, cuando menos, de las capas altas de la policía metropolitana y provincial, deberíamos detenerlo antes de que tenga lugar la ceremonia.
—¿Cómo sabemos que no ha empezado ya?
Vicki resopló.
—Dímelo tú. Yo he estado algo desconectada los dos últimos días.
—La fiesta fue el sábado. Tawfik habló conmigo el domingo. —¿Sólo habían pasado dos días?—. Lunes… —Henry se preguntaba si era por eso que no había acudido. ¿Llegaban demasiado tarde ya?
—Si sirve de algo —ofreció Celluci—, Cantree estuvo en casa anoche.
—¿Cómo lo sabes?
—Estuve un rato observando su casa.
—¿Por qué?
—Pensé en preguntarle qué coño pasaba.
—¿Lo hiciste?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque me acordé de lo que pasó con Trembley y se me ocurrió que desaparecer sería un plan más saludable. ¿Vale? —Celluci lanzó la pregunta a Henry y continuó—. Podría haber sido más útil que hubieses interrogado bien a Tawfik durante vuestro paseíto. ¿O estabais tan ocupados siendo criaturas de la noche que te olvidaste de que el hijo de puta es un asesino?
Yo soy tan inmortal como tú, Richmond. Nunca envejeceré, nunca moriré, nunca te abandonaré.
Celluci leyó en pensamiento en la cara de Henry. Saltó de la silla y cruzó el cuarto de estar.
—Cabrón, eso es lo que pasó, ¿no?
Henry replicó a la acometida con una mano extendida, y Celluci se detuvo balanceándose como si se hubiese topado con una pared. Sólo por un momento, Henry quiso explicarse… pero pasó.
—Nunca des por hecho —dijo, cruzando la mirada con la del otro hombre y manteniéndola, obligándole a pararse y escuchar—, que sabes lo que soy o por qué lo hago. Yo no soy como tú. Las leyes que yo sigo no son las que te dirigen a ti. Somos muy, muy diferentes, tú y yo; sólo nos parecemos en dos cosas. Fuera lo que fuera lo que hablamos Tawfik y yo, fuera la que fuera mi reacción, todo eso ha cambiado. Ha hecho daño a uno de los míos, y no voy a tolerarlo.
Al bajar Henry la mano, Celluci avanzó de golpe. Tenía la extraña sensación de que se habría caído si Henry no hubiese mantenido la mirada hasta que recuperó el equilibrio.
—¿Y lo segundo? —exigió, retrocediendo y retirándose el rizo de la cara.
—Por favor, detective. —Henry bajó los párpados intencionadamente, permitiendo a Celluci apartar la mirada si quería—; no intentes convencerme de que no sabes nada del otro… interés que compartimos.
Los ojos marrones se clavaron en los avellana durante un momento. Finalmente, Celluci suspiró.
—Si habéis terminado vosotros dos —dijo Vicki de golpe, apoyándose contra las ventanas y cruzando los brazos—, ¿podemos seguir con esto?
—¿Terminado? —Celluci resopló suavemente, dándose la vuelta y volviendo al sofá—. Algo me dice que acabamos de empezar. —Apartó la caja de la pizza y se reclinó, haciendo protestar al sofá por el peso repentino—. Mira, las ceremonias no suelen suceder a capricho. La mayoría de las religiones tienen planes que seguir.
Vicki asintió.
—Buen detalle. ¿Henry?
—Él dijo pronto. Nada más concreto.
—Mierda, debe haber algún sitio donde podamos encontrar información sobre rituales religiosos egipcios —entornó los ojos—. Mike…
—Oh, oh. Lo más cerca que he estado del antiguo Egipto es cuando estuve haciendo unas horas extras en una exposición sobre Tut. Y eso fue hace años.
—Venga, has estado más cerca del antiguo Egipto que eso. —Vicki sonrió. Nunca había pensado en lo agradecida que estaría de que él saliera con aquella mujer—. ¿Y tu amiga, la Dra. Shane?
—¿Rachel?
—Si queda alguien en la ciudad capaz de saberlo —señaló Vicki alargándole el teléfono—, es ella.
Celluci sacudió la cabeza.
—No quiero meter a más civiles en esto, el peligro…
—Ahora Tawfik está más débil que nunca —dijo Henry con calma—. Si la Dra. Shane no puede ayudarnos a detenerlo antes de que complete su base de poder, entonces no podrás protegerla de lo que se avecina.
—¿Rachel? Soy Mike, Mike Celluci. Necesito hacerte un par de preguntas.
Ella se rio y garabateó un sarcófago en el margen del informe de adquisiciones con el que había pasado la mañana.
—¿Cómo? ¿Esta vez no tengo ni cena?
—Lo siento, pero no.
Había algo en su voz que le hizo enderezarse sobre la silla.
—¿Es importante?
—Mucho, ¿los antiguos egipcios tenían fechas específicas para que los sacerdotes de los dioses oscuros realizasen ceremonias importantes?
—Bueno, había unas fechas muy específicas durante el año del calendario para los ritos de Set.
—No, no estamos buscando su versión de Navidades o Semana Santa…
—Difícilmente, Set es un dios oscuro.
—Sí. Bueno, no es Set el que nos preocupa. Si uno de los dioses menores necesitase un rito esporádico, ¿cuándo podría ser?
—Podría ayudar que me dieses alguna pista de lo que necesitas saber.
—Lo siento, no puedo decírtelo.
¿Cómo sabía que le iba a decir eso?
—Bueno, podría ser en cualquier momento, supongo, pero un rito oscuro sería más probable en una noche sin luna, cuando el ojo de Thot está fuera del cielo. Y probablemente a medianoche, cuando Ra, el dios del sol ha pasado el período más largo fuera del mundo y seguirá ausente durante el mismo período.
—¿Dónde?
Ella parpadeó.
—¿Cómo?
—¿Dónde tendría lugar el rito?
—¿Ese dios tuyo no tiene un templo?
—La creación del templo forma parte del rito.
¿Forma parte del rito? ¿Tiempo presente? El trabajo policial en Toronto era más raro de lo que ella pensaba.
—Entonces el rito habría tenido lugar dondequiera que el sacerdote quisiese que estuviese el templo.
Por el sonido de su voz, estaba apretando los dientes.
—Me temía que fueras a decir eso. Gracias, Rachel. Has sido de mucha ayuda.
—¿Mike? —La pausa antes de que él contestase indicaba que le había pillado a punto de colgar—. ¿Me contarás para qué necesitabas saber eso cuando acabes lo que sea en que estés trabajando?
—Depende.
—¿De?
—De quién gane.
Rachel se rio del melodrama al volver a colgar el auricular del teléfono. Tal vez debiera ver otra vez al Detective Celluci, sin duda era más interesante que los académicos y los burócratas.
—Depende de quién gane —repitió ella, inclinándose sobre el informe. Parecía que hasta lo decía en serio. El escalofrío que pasó por el pelo fino de su nuca lo atribuyó a una imaginación demasiado activa.
Vicki se giró para mirar por la ventana y frunció el ceño.
—Esta noche no hay luna.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Celluci—. Puede que la luna esté detrás de una nube.
—Mi período empieza dos días después de que no haya luna. Es martes, y empieza en jueves.
Difícil de discutir.
—Sí, pero hay una sola noche sin luna al mes —señaló Celluci.
—Tawfik dijo que pronto. —Ella extendió los brazos por el cuerpo e hizo una mueca de dolor al tocarse uno de los múltiples moratones—. Es esta noche.
—No estamos en forma para cogerlo esta noche.
—Querrás decir que no lo estoy yo. No tenemos elección.
Celluci sabía que no convenía discutir con ese tono.
—Entonces tenemos que encontrarlo.
—Debe haberte dicho algo, Henry. —La ciudad se extendía a sus pies, ofreciendo mil posibilidades.
—¿Qué más dijo?
—Nada sobre el emplazamiento de templo.
—¿No dijo algo sobre la cima de no sé qué montaña? —preguntó Celluci.
—Bueno, en esta parte del país andamos algo cortos de montañas. Altas o bajas.
—No. —Vicki apretó ambas manos contra el cristal al darse cuenta de repente de qué le había llamado la atención—. No, no es verdad. Mirad.
Su voz hizo que ambos hombres se acercasen junto a ella sin hacer preguntas. Tenía los ojos abiertos de par en par, su respiración era un jadeo y su corazón latía tan fuerte que Henry casi temía por ella.
—¿Qué estamos mirando? —preguntó en voz baja.
—La torre. Mirad la torre.
La torre CN se alzaba a los pies de la ciudad, una sombra contra las estrellas. A medida que contemplaban, una parte del disco giratorio se iluminó como si se hubiese fundido una bombilla gigante en su interior. Sólo duró un instante, pero la luz dejó una imagen sobre el ojo como una capa de grasa.
—Podría ser cualquier cosa. —Ni Celluci creía en su propia réplica, pero creía tener que decirlo—. Suele haber luces en la torre.
—Es él. Está ahí arriba. Y voy a hacerle bajar aunque tenga que tirar toda la puta torre con él.
Arriba, en el observatorio, dos luces rojas de seguridad brillaban sospechosamente cerca la una de la otra.
Casi como unos ojos.