nvestigaciones Nelson. No hay nadie disponible para coger su llamada, pero si deja su nombre y su número, y una breve descripción del problema…

eres mi problema, Nelson —gruño Celluci al colgar el auricular. Miró el reloj de la pared de la cocina. Las diez y veinticinco. Incluso a aquella hora, teóricamente después de la hora punta, se tardarían unos treinta y cinco minutos en coche desde Downsview hasta el centro. No podía esperar más. A Cantree, de forma bastante comprensible, no le gustaba que los agentes llegasen a trabajar cuando les viniese bien.

Por supuesto, podía llamar a otro número. Fitzroy se habría metido en su ataúd haría tiempo, pero Vicki podría seguir en su apartamento.

Resopló.

—No, en su condominio.

Dios, era una palabra tan yuppie. La gente que vivía en condominios comía pescado crudo, bebía cerveza light y coleccionaba cromos de béisbol por su potencial como inversión. Era cierto que Fitzroy no hacía nada de aquello, pero aún así jugaba a aquel estilo de vida. ¿Y las novelas rosa? Ya era malo que un hombre escribiese aquellas porquerías, pero un… un… lo que era Fitzroy…

No. No iba a llamar a su casa. Era una gran ciudad. Vicki podría estar en cualquier parte. Era muy posible que estuviese llevando a casa al joven Tony y metiéndolo en la cama. La idea de Vicki adoptando un papel tan maternal le provocó una sonrisa sardónica, y la idea siguiente le hizo levantar las cejas hasta el pelo.

¿Metiendo en la cama a Tony?

No. Celluci sacudió enfáticamente la cabeza. El pensar en Fitzroy le estaba haciendo perder la cabeza totalmente. Se puso la chaqueta, cogió las llaves de la mesa de la cocina y fue hacia la puerta. No había duda de que Vicki tenía una buena razón para no llamar. Confiaba en ella. Tal vez los miedos de Tony eran infundados. Fitzroy realmente se habría hecho daño al enfrentarse a la momia, y ella se lo había llevado dondequiera que se lleve a un… escritor de novelas rosa herido. Confiaba lo suficiente en su sentido común innato como para no usar la información que Fitzroy hubiese obtenido e ir sola en busca de la momia…

—Y si no tengo un mensaje esperando en la oficina, voy a coger su sentido común innato y le voy a dar de golpes con él.

Sonó el teléfono.

—Buen momento, Vicki, estaba saliendo por la puerta. ¿Dónde coño has estado? ¡Te dije que me llamases inmediatamente!

—Celluci, calla un momento y escucha.

Parpadeó.

—¿Dave? —su compañero no parecía contento—. ¿Qué pasa? ¿No es la niña, no?

—No, no, ella está bien. —Al otro lado de la línea, Dave respiró profundamente—. Mira Mike, vas a tener que desaparecer durante un tiempo. Cantree quiere que te cojan y te encierren.

—¿Qué?

—Tiene una orden para detenerte.

—¿Con qué cargo?

—No parece que haya ninguno, es algo especial…

—Es una puta broma. —Celluci sonrió, aliviado de repente—. Tú no te lo has creído, ¿no?

—Sí, me lo he creído. Y será mejor que te lo creas tú también… —Había algo en el tono de voz de Dave que le borró la sonrisa de la cara—. No sé qué pasa hoy por aquí, pero han estado revolviendo un par de departamentos, sin aviso, y esa orden va a seguir en pie. Nunca he visto a Cantree tan serio por nada.

—Mierda. —Era más una observación que una interjección.

—Puedes volver a decir eso, colega. Sé que no debería preguntarte, pero ¿qué has hecho exactamente?

—Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado, y encontré algo que no debería haber encontrado. —Celluci consideró lo que Vicki le había contado sobre la fiesta de Halloween del Subsecretario de Justicia. Cantree. ¡Me cago en la puta! El muy hijo de puta ha cogido a uno de los pocos policías honrados que hay en la ciudad. Tuvo que dar por hecho que Fitzroy había sido un buen observador, pero la idea de que Cantree, de que toda su gente bailase al son de otro hombre, le ponía enfermo físicamente. Y está bailando encima de mí. La próxima vez que piense que hay una momia rondando por Toronto, cerraré la puta boca—. ¿Me llamas desde la oficina?

—¿Me tomas por idiota? —dijo Dave secamente—. Estoy en el Taco Bell de Yonge Street.

—Vale. Mira Dave, esto no es cosa mía solamente. Ten cuidado, y, de momento, intenta ser muy, muy, muy discreto.

—Eh, no hace falta que me lo digas. Aquí está pasando algo pero que muy raro, y nunca me ha gustado mucho que me desnuden y me registren. ¿Cómo hacemos para seguir en contacto?

—Eh… buena pregunta. —Podía oír los mensajes del contestador desde otro teléfono, y siempre que fuesen lo bastante cortos, no tendrían tiempo de identificar la llamada; pero estarían vigilando, y eso implicaría también a Dave. Lo más probable es que estuviesen vigilando también la línea de Vicki. Cantree sabía lo unidos que habían estado, y que estaban. Lo mejor era apartarse totalmente de la casa de Vicki, y eso incluía evitar que Dave llamase al contestador de ella.

—Podrías llamarme.

—No. Aunque no sospechen que me has llamado, estarán vigilando tu línea. Eres la persona que me llamaría por lógica. ¡Mierda! —Golpeó la mesa con la mano y observó el trozo de papel rosa que cayó al suelo. ¿Fitzroy? ¿Por qué no?—. Tengo un número en el que puedes dejar un mensaje. No puedo garantizarte que lo reciba hasta por la noche, pero debería ser seguro. Memorízalo, no lo apuntes, y usa…

—Una línea pública. Mike, ya sé cómo funciona. —Dave repitió el número tres veces para estar seguro de que lo tenía, y le avisó—: Será mejor que te largues de ahí. Puede que Cantree no haya esperado a que vayas. Puede que haya mandado un coche.

—Enseguida. Oye, ¿Dave? Gracias. —Los compañeros en los que se podía confiar cuando la cosa estaba difícil habían salvado la vida a más policías que un millar de equipos flamantes—. Te debo una.

—¿Una? Me debes por lo menos una docena de comidas, por no mencionar que me beses el culo por cubrirte las espaldas. Bueno, ten cuidado. —Colgó antes de que Celluci pudiese contestar.

Que tenga cuidado. Vale.

Junto con un bonito librito de insultos en italiano, Celluci arrojó algo de ropa, papeles y una caja de munición en una bolsa de deporte barata de los Blue Jays. No tenía tiempo de quitarse el traje, pero en cuanto pudiese lo cambiaría por el uniforme de la ciudad: unos vaqueros y una chaqueta de cuero negra, que en Toronto funcionaban mejor que si uno fuese invisible. Sin contar un bolsillo lleno de monedas, tenía veintisiete pavos en la cartera y otros cien de emergencia pegados con cinta adhesiva bajo el asiento del coche. Se llevaría el dinero, pero tendría que dejar el coche.

Al dirigirse a la puerta, se detuvo y miró al teléfono. ¿Debería haber dejado un mensaje para Vicki en el contestador de Fitzroy? Decidió que era mejor no hacerlo. Cantree probablemente revisaría todos los números que hubiese marcado en los dos últimos días, y si el de Fitzroy aparecía en la lista…

—Menos mal que no llamé antes.

Al parecer, su ego cuidaba de él.

Colocó la cadena, cerró la puerta y oyó el sonido del cerrojo. Su sistema de seguridad era obra de uno de los mejores especialistas de la ciudad en allanamiento. Cantree probablemente haría que derribasen la puerta, ya que la policía era menos sutil que aquellos a los que detenía, pero por lo menos serviría para hacer perder tiempo a aquellos cabrones.

Oyó sonar el teléfono muy débilmente a través del roble reforzado con acero. Podría ser Vicki. No podía permitirse el tiempo que tardaría en volver y cogerlo. Si era Vicki… bueno, Vicki siempre había sido capaz de cuidar de sí misma, y, además, por el momento estaba suficientemente segura. Cantree le buscaba a él, no a ella.

sep

La celda olía a vómitos, orina y bebida barata sudada a través del poliéster, acumulados tras años por gente demasiado desesperada y con muy poco dinero. Media docena de prostitutas de aspecto cansado, esperando su viaje matutino al tribunal, se arremolinaban en una esquina y contemplaban a Vicki inmovilizada en el banco.

—¿Por qué está aquí? —preguntó una morena alta, colocándose lo que podría ser un cinturón muy ancho o una falda muy corta.

—¿A ti qué coño te importa? —gruñó Mallard luchando con las esposas y empujando a Vicki contra la pared con el hombro.

La prostituta puso los ojos en blanco. Él asintió.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Gowan. Su posición desde fuera de la jaula le permitía ver la expresión que Mallard se había perdido—. ¿Te molesta la respuesta del inspector?

—No. —La voz de ella estaba cerca de sonar servil—. No pasa nada.

Gowan sonrió.

—Me alegro de oírlo, señoras.

Con expresión suplicante, le mostró el dedo corazón, un gesto cuidadosamente oculto por una de sus compañeras. Las chicas de la calle aprendían rápidamente que había dos variedades de policías. Casi todos eran tíos normales que hacían su trabajo, pero había unos pocos a los que nada les gustaba más que tener una excusa para sacar sus palos y aplicar su propia sentencia. Si el destino les enviaba a uno de estos, se requería una actitud de peloteo tan intensa y rápida como fuese necesario para mantener el negocio.

Mallard, maldiciendo en voz baja, giró las esposas alrededor de las muñecas de Vicki para obtener un ángulo mejor con la llave.

—La puta mierda esta se ha atrancado… ya.

Cayeron en sus manos y se enderezó. Sin su apoyo, Vicki se resbaló de la pared y cayó del banco de costado.

Aunque las funciones motrices voluntarias parecían estar bajo el control de otro y todas las aberturas de su cuerpo parecían llenas de puré de patata, era completamente consciente de todo lo que sucedía. Estaba en el centro de detención de Metro East, en Disco Road. Mallard y Gowan le habían arrojado su bolso al sargento de servicio y la habían arrastrado diciendo «Espera a oír la historia de esta…». Ahora, evidentemente estaban a punto de dejarla en el calabozo. Encerrada. Decían que tenían una orden.

¿Qué coño pasa?

Consiguió ver la cara de Mallard. El hijo de puta estaba sonriendo.

—Es una pena cuando un poli se tuerce —dijo con claridad.

¿Poli? Joder, yo no soy policía. ¡Aquí no!

Se inclinó y le pellizcó en la mejilla, lo suficiente como para que lo sintiese a pesar de la droga, y le colocó cuidadosamente las gafas en la nariz.

—No te gustaría perderte nada de esto.

¡No me dejes aquí! ¡No puedes dejarme aquí, hijoputa! El pensamiento atronaba dentro de su cabeza, pero lo único que conseguía emitir era una especie de gemido balbuciente.

—Siempre te recordaré así —su sonrisa se agrandó. Se dio la vuelta y salió de su campo visual.

Ella no pudo girar la cabeza a tiempo para verlo marcharse.

¡NO!

Los tacones resonaban contra el suelo de cemento, y Vicki luchó por ver a la mujer que tenía encima.

Ah, Dios…

—Madera de mierda…

Las puntas de sus botas estaban peligrosamente afiladas. Afortunadamente, no sabía dónde usarlas para sacarles más provecho. No se rompió nada.

Vicki se esforzó por recordar la cara que se ocultaba tras el maquillaje chillón antes de que el dolor la hiciese apretar los párpados.

—Déjala en paz, Marian. De todas formas está demasiado colocada como para sentirlo.

Sentía cómo le chorreaba el moco por encima del labio superior. Sentía algo húmedo empapándole los pantalones donde la cadera se apoyaba en el suelo. Nunca se había sentido tan desesperadamente indefensa en su vida.

sep

En algún lugar.

Unos ojos rojos se iluminaron, y Akhekh se alimentó.

sep

—¿Cuánto crees que durará el sedante?

Gowan se encogió de hombros.

—No sé, unas horas. Es lo mismo que usan los del control de animales para dormir a los osos. En realidad no importa cuánto dure. Después de lo que hemos contado, no se van a creer ni una palabra de lo que diga.

—Pero ¿y si consigue un abogado?

—Donde va no lo va a encontrar.

—Pero…

—Tranquilo, Mallard. —Gowan se apartó cuidadosamente de la plaza de aparcamiento y saludó con la mano al conductor de una furgoneta que justo iba a entrar—. Cantree ha dicho que necesitaba un par de días para conseguir las pruebas para encerrar a esta zorra, y se la hemos traído. Ahora es problema suyo.

—Y de ella.

El Sargento Gowan asintió.

—Y de ella —repitió, complacido.

sep

Se habían llevado a las prostitutas. Vicki no sabía cuándo. El tiempo iba tan despacio que podría haber pasado días en la celda.

Centímetro a centímetro, se arrastró por la pared hasta poder llegar al borde del banco. Tuvo que intentarlo tres veces hasta que logró agarrarse y otras tres hasta que recordó cómo doblar el codo. Al final logró sentarse, todavía en el suelo, pero sin duda mejor.

El enorme esfuerzo físico que había necesitado para llegar tan lejos había mantenido a raya el pánico, pero ahora lo veía (gracias a Dios no le habían quitado las gafas) enroscarse sobre ella en olas rojas e hinchadas que rompían contra las orillas de sus ojos, retrocedían y volvían a romper. La única palabra coherente en aquella agitada marea era «¡NO!», así que se aferró a ella y la usó para evitar hundirse.

¡NO! ¡No voy a rendirme!

Una sonora bofetada en la mejilla derecha le proporcionó una nueva perspectiva, y consiguió liberarse parcialmente.

—Eh. Te he preguntado si puedes andar.

Vicki parpadeó. Una guardia. El pánico retrocedió y el alivio ocupó su lugar, inundándolo todo. Intentó sonreír y asentir a la vez; no fue capaz de hacer ninguna de las dos cosas, y usó todas las fuerzas que tenía para ponerse de pie.

—Buena chica. Arriba, venga. Dios… —gruñó la guardia al levantar casi todo el peso de Vicki—. ¿Por qué los putos drogatas son siempre tan grandes?

El segundo guardia, colocado junto a la puerta de la jaula, se encogió de hombros.

—Por lo menos esta no apesta. Cualquier día me caigo con algún borracho. Las drogas no hacen que te vomites en los zapatos.

—O en mis zapatos —dijo el otro guardia—. Vale, ya estás de pie. Ahora, pie izquierdo, pie derecho. A ninguno de nosotros le va a gustar tener que llevarte.

Era más una amenaza que una frase de ánimo, pero Vicki no se dio cuenta. Podía andar. Arrastraba los pies, no estaba segura e iba despacio, pero era un movimiento en línea recta, y aunque lo dos guardias parecían simplemente satisfechos, Vicki estaba encantada. Era capaz de andar. El efecto de la droga debía de estar desapareciendo.

Se sintió más aliviada aún cuando la llevaron directamente a ver al sargento y la sentaron en una silla de madera.

Ya estoy en camino para salir de aquí…

—Bien —dijo él cuando se cerro la puerta y se quedaron solos—, los dos agentes que la trajeron sugirieron que la registrase yo mismo.

¿Registrarme?

Dio unos golpecitos con la punta de los dedos sobre la orden.

—Me han dejado un número al que llamar para que me den una explicación oficial. No puedo esperar. Los policías que se aprovechan de su posición para abusar de niños pequeños no van mucho con mi gente, ni los presos tampoco. Los agentes pensaban que sería mejor que nadie supiese lo que ha hecho.

¡No he hecho nada!

—No tenían ni idea de qué droga habría tomado, y no puedo esperar a que se le pase el efecto, si es que se le pasa, así que pondremos sus datos como vienen en la orden.

Vale, no hay por qué asustarse. Si mete mi nombre en el sistema, alguien lo reconocerá.

—Terry Hanover…

Dios…

—… edad treinta y dos, un metro sesenta… sesenta y seis kilos… —chasqueó la lengua—. Hemos perdido unos cuantos kilos, ¿no?

Soy yo, pero no es mi nombre. A los detectives les hacían carnés de identidad falsos constantemente, y sus datos estarían todavía archivados.

¿Qué coño está pasando?

El sonido de los dedos en el teclado empezó a parecerle el de unos clavos hundiéndose en una jaula construida a su alrededor. No podía quedarse sentada y dejar que sucediese.

¡No soy quien dicen que soy!

El único problema es que su boca se negaba a formar las palabras. No salía nada más que sonidos guturales y un reguero de saliva que recorría su barbilla para gotear lentamente en el hueco de su clavícula.

—Entonces —apartó el teclado y alargó la mano hacia el teléfono—, veamos lo que nos dicen en la oficina.

sep

—Oficina del Subsecretario de Justicia. Un momento, por favor, está esperando su llamada.

El teléfono de la mesa de Zottie empezó a sonar, pero el subsecretario se limitó a mirarlo, con una sonrisa confusa en el rostro.

—Cógelo —ordenó Tawfik en voz baja. Aquel hombre no duraría mucho más. Afortunadamente, no hacía falta.

—Aquí Zottie, Ah, sí. Sargento Baldwin, Bueno, en realidad no debería hablar conmigo. Un momento… —le pasó el auricular a Tawfik, y volvió a su estado de semiinconsciencia mientras el otro hablaba.

sep

¿El Subsecretario de Justicia? Dios mío, eso significa…

Después del entusiasmo del saludo, el sargento no dijo mucho más. Finalmente, incluso los monosílabos terminaron convirtiéndose en una mirada perdida.

Aquella vez, el pánico tenía palabras.

La momia es la que me ha metido aquí, no han sido Mallard y Gowan. La momia. Dios mío. Debería haber recordado que tiene a Cantree controlado. Pero ¿por qué? ¿Cómo? No sabe que existo. Henry. Henry habló con él. ¿Me ha traicionado Henry? ¿Sin querer? ¿Queriendo? ¿Henry? O Mike. Descubrió lo de Celluci. Estaba allí. En el museo. Cogió a Celluci. Averiguó lo que tenía que saber. Soy otro cabo suelto. ¿Mike? ¿Estás muerto? ¿Estás muerto?

No podía respirar. Le dolía respirar. No recordaba cómo respirar.

Hay… que… detener… a… la… momia…

¿Y si Mike Celluci estaba muerto? Debía vengar su muerte. Ven… gar. Inspiró en la primera sílaba y espiró en la segunda. Ven… gar. Ven… gar. Vengar.

—Lo entiendo.

¿Entender qué?

—Así se hará.

Con los ojos de par en par, incapaz de mirar a otro lado, Vicki le observó colgar el teléfono, levantar la orden, su orden, y dirigirse al triturador de papel.

¡NO!

La habían introducido en el sistema y, por lo que a este respectaba, ahora su lugar era aquel hasta que la llamasen a juicio. Las citaciones ajuicio se registraban mediante una orden. Sin ella, se pudriría allí para siempre.

Podría lanzarme al sargento. Cogerlo de rehén. ¡Llamar a los periódicos! Llamar… llamar a alguien. ¡No puedo desaparecer así como así!

Sin embargo, su cuerpo todavía se negaba a obedecer. Sentía tensarse los músculos y después debilitarse, y después empezaba el temblor, incapaz de detenerlo o controlarlo.

El Sargento Baldwin miró a la trituradora, frunció el ceño y se pasó una mano por el flequillo gris.

—¡Dickson!

—¿Sargento? —La guardia que había levantado a Vicki en la celda abrió la puerta y metió la cabeza en la oficina.

—Quiero que registres a la Srta. Hanover y la lleves a Necesidades Especiales.

—¿A las celdas de los locos? —Dickson elevó las cejas—. ¿Está seguro de que no debería ir al hospital? No tiene buen aspecto.

El sargento resopló.

—Tampoco lo tenía el niño cuando acabó con él.

—Vale.

Vicki notó cómo la guardia adoptaba cierto tono de desprecio. A los pervertidos que molestaban a los niños se les despreciaba universalmente. Unos dedos fuertes le rodearon el antebrazo y la levantaron de la silla. Mientras la arrastraban hacia la puerta, luchaba por intentar recordar cómo andar.

—Ah, y Dickson, quiero que sea un registro exhaustivo.

—¡Venga ya, sargento! —La guardia aflojó un poco la mano al volverse para protestar por la orden—. La última vez lo hice yo.

—Y esta vez también te toca.

Vicki oyó a Dickson gruñir como si levantase algo pesado, y consiguió girar la cabeza lo suficiente para ver que era su bolso de cuero negro.

La guardia miró el enorme bolso con desagrado.

—¿Qué se supone que tengo que hacer con esto?

—Venía con ella. Cuando la encierres, puedes meter en una ficha el contenido.

—Tardaré días.

—Pues más razón para ir empezando.

—¿Por qué yo? —murmuró Dickson, echándose la bolsa al hombro y arrastrando a Vicki fuera de la oficina.

No había vuelto a agarrarla del hombro con la misma fuerza. Al pasar por la entrada abarrotada Vicki intentó soltarse, alcanzando su bolsa. Si pudiese ponerle las manos encima, sería un buen arma. No debería estar allí. Cualquier cosa para distraer la atención…

—No hagas eso —suspiró Dickson, lanzándola sin esfuerzo contra la pared y empujándola hacia delante—. Hoy no tengo un buen día.

El registro fue peor de lo que Vicki pudiese haber imaginado, aunque, como había recuperado vagamente el control de sus movimientos en el recorrido por el pasillo, no fue tan malo como podía haber sido. Al estar atrapada dentro de su propia cabeza, no podía hacer nada más que resistir. No culpaba a Dickson, la guardia sólo estaba haciendo su trabajo, pero cuando saliese de allí Gowan y Mallard iban a comerse sus pelotas de desayuno. Aquella idea servía de apoyo.

Dickson se quitó el guante de goma y lo tiró a la basura.

—Estas cosas sólo tienen dos tallas —dijo—, demasiado grande y demasiado pequeño. ¿Eres capaz de vestirte sola, Hanover? —dijo, sustituyendo la ropa que Vicki se había quitado por el uniforme carcelario.

—Sí… —¡Dios mío, eso ha sido una palabra! Lo intentó de nuevo, y aquella victoria sobre su cuerpo hizo desaparecer la humillación—. Sí, sí, sí.

—Vale, vale. Ya lo veo. Dios, ya estás babeando otra vez.

Con cada prenda, recuperaba una pequeña cantidad de control. Sus movimientos todavía eran espasmódicos e inseguros, pero de algún modo luchó por enfundarse la ropa de prisión, ignorando la mirada aburrida de la guardia, ignorando cualquier cosa que no fuese la batalla que libraba con su cuerpo. Las manos funcionaban. Los dedos no. Su sentido del equilibrio todavía estaba afectado y los movimientos amplios casi le hacían caerse, pero se apoyó contra la pared y se puso la ropa interior, los vaqueros, y los zapatos. La camiseta casi la derrota. No encontraba la apertura para la cabeza, y empezó a sentir pánico. Desde fuera, unas manos tiraron hacia debajo de la prenda, casi llevándose su nariz con ella.

—Venga, Hanover, que es para hoy.

La camiseta superior de algodón con su gran cuello de pico fue un poco más fácil.

La droga empieza a desaparecer. Gracias a dios. En cuanto pueda hablar, alguien se va a llevar una buena bronca. Con el mismo cuidado que si estuviese enhebrando una aguja, Vicki intentó coger sus gafas. Dickson llegó primero.

—Olvida eso. Tendrás que bizquear.

Nunca se le había ocurrido pensar que no fueran a dejarle quedarse las gafas, por supuesto que no. En Necesidades Especiales no. Las gafas podían usarse como arma.

Pero no veo sin las gafas.

Toda la compostura que había conseguido obtener con el control de los músculos desapareció.

Estaré ciega.

Era lo que la llevaba aterrorizando desde que le diagnosticaran la retinitis pigmentosa.

Ciega.

—¡Nah! —usando como bastón su brazo, apartó la mano de la otra mujer e intentó coger las gafas del montón de ropa descartada. Pero sus dedos no se cerraban con suficiente rapidez, y un rápido empujón de la guardia la mandó otra vez de un bandazo contra la pared.

—¡Aquí nada de eso! Si intentas pelear, te inmovilizamos, ¿lo entiendes?

No lo entiende. Mis gafas…

Parte del miedo de Vicki debía asomar a su rostro. Dickson frunció el ceño y le dijo bruscamente.

—Mira, Hanover, si convences al doctor de que no necesitas estar en Necesidades Especiales, te devuelvo las gafas.

Esperanza. El psiquiatra la escucharía. Probablemente, hasta reconociese la droga.

—Venga, que no tengo todo el día. Dios, probablemente voy a tener que pasar el resto del turno apuntando lo que llevas en esa bolsa.

El mundo se había concentrado en un confuso túnel. Vicki avanzaba por él arrastrando los pies, con el corazón botándole al aparecer sin previo aviso puertas, muebles y gente. Se golpeó la rodilla contra el borde de algo, y el hombro contra una esquina que no vio.

Dickson suspiraba mientras la guiaba por la primera de las puertas cerradas hacia la galería.

—Igual sería mejor que cerrases los ojos.

El ruido era sobrecogedor: el estrépito de una cafetería repleta sin control de volumen, con tantas voces de mujeres que el sonido individual se perdía. El olor a comida era más fuerte que el olor a prisión. Vicki se dio cuenta de repente que no había comido nada desde las nueve de la noche anterior. La boca se le inundó de saliva, y su estómago empezó a hacer sonoros ruidos.

—Buen momento, Dickson —dijo una voz nueva—. Estábamos contando las cucharas. Vas a tener que dejarla aquí fuera hasta que acabemos y las encerremos para la limpieza.

—Pues mira que bien —murmuró Dickson. Vicki se puso en tensión cuando la guardia la empujó hacia atrás hasta que sus omóplatos dieron contra la pared de cemento—. Quédate ahí. No te muevas. Te has perdido el almuerzo, pero, teniendo en cuenta cómo es la comida de aquí, eso podría ser bueno.

Vicki notaba que la observaban. Los barrotes eran una rejilla borrosa en el límite de su vista, y más allá lo único que distinguía era un mar azul agitado.

Se le erizó el cabello de la nuca. Sólo vas a estar ahí hasta que veas al médico. No necesitas ver nada.

A su derecha, oía el ruido de las cucharas golpeando contra una bandeja metálica, y después la voz de otra guardia por encima del ruido.

—Bueno, ¿qué traes?

—Pederasta. Y colocada, además.

—¿Violenta?

—Apenas puede moverse.

—¿Es capaz de mear dentro de la taza?

—Probablemente.

—Bien, gracias a Dios por los pequeños detalles. Ya tengo cuatro a las que hay que regar. La cuestión es dónde coño se supone que tengo que meterla. En quince de las dieciocho celdas están de tres en tres.

—Métela con Lambert y Wills.

Durante la larga pausa que siguió, Vicki se dio cuenta de que hablaban de ella. Como si no estuviese. Aunque no importaba. Porque no estaba.

—Pederasta, ¿eh? —La segunda pausa sonó más ominosa—. ¿Cuántos años tenía el crío?

—No lo sé.

—Bueno, creo que Lambert y Wills le darán una buena bienvenida. —Elevó el tono de voz—. Venga, todas vosotras, id entrando, ya sabéis cómo funciona. Ah, por el amor de Dios, Naylor, llévate a Chin contigo, ya sabes que se pierde…

El mar azul fue retrocediendo poco a poco, se fue convirtiendo en distintas sombras y luego desapareció. Vicki oyó el sonido de las puertas de metal cerrándose.

—¿Doc… doc… doc…?

—¿Qué coño estás farfullando? —La cara de Dickson apareció de repente al coger el brazo de Vicki por encima del codo y empujarla a través de las puertas dobles que daban acceso al bloque de celdas.

—Docto…

—Ah, el doctor. Eh, Cowan, ¿ha venido ya el psiquiatra hoy?

—Sí. Vino y se fue antes de comer.

—Ya la has oído. Parece que te quedas por lo menos hasta el miércoles.

Miércoles. El lunes casi ha pasado. Luego el martes. Después el miércoles. Pero el psiquiatra vino por la mañana, así que en realidad sólo son dos días. La mitad del lunes, el martes y la mitad del miércoles. Puedo soportar dos días. Incluso sin mis gafas.

Se detuvieron delante de una de las celdas y Vicki estaba segura de que las dos mujeres que había dentro la estaban observando con desconfianza desde sus bancos. Las celdas estaban hechas para dos, con lo que una tercera era la señal de que aquello empezaba a abarrotarse, y podrían llegar a ser hasta cinco. Intentó entrar silenciosamente en la celda, pero las piernas se le inmovilizaron en el umbral, y el pánico empezó a aumentar de nuevo.

—¡Venga, Hanover, muévete!

Un empujón en la espalda la catapultó hacia delante, y después de otros tres bruscos pasos, se derrumbó de rodillas.

Vale. Son sólo dos días. Una vez que desaparezca la droga, estaré bien. Esta gente está loca. Yo no. Lenta, cuidadosamente, se puso de pie. A su espalda oyó cerrarse la puerta de la celda y a Dickson alejarse. Aunque la momia haya cogido a Henry, o a Celluci (y tendría que esperar para enfrentarse a esa posibilidad), no puede haber cogido al psiquiatra. Dos días. En dos días saldré de aquí.

El banco de su izquierda emitió un crujido de protesta al ponerse de pie la mujer que se reclinaba sobre él. Con las manos separadas de los costados, Vicki se giró hacia su compañera de celda. Recuerda, está loca. Probablemente confundida. Perdida. Tú no. Dos días.

Pelo gris trasquilado y un cuerpo delgaducho y perruno. Grandes ojos oscuros en una cara que parecía toda hecha de puntos. Algo familiar… pero Vicki no veía lo suficiente como para distinguir el qué.

—Vaya, vaya. Las sorpresas nunca se acaban.

La voz sonaba alta, clara y terroríficamente cuerda.

—¿No es increíble la gente que se conoce en estos sitios, Natalie?

El gruñido procedente del otro banco podía significar cualquier cosa.

Vicki sintió una mano cálida, y unos dedos sobre su mano derecha. Los nudillos rozaban dolorosamente. Intentó devolver la presión, sin mucho éxito.

—Es un placer verla de nuevo, Detective Nelson…

Lambert. Ángel Lambert. ¿Qué coño hacía ella en Necesidades Especiales?

—… no te lo puedes imaginar.

Oh, sí, claro que puedo.

sep

—Investigaciones Nelson. No hay nadie disponible para coger su llamada, pero…

—Mierda, Vicki, ¿dónde coño estás? —Celluci colgó de golpe y salió de la cabina telefónica. Vicki nunca usaba el contestador cuando estaba en casa. Así que no estaba en casa. Entonces, ¿dónde estaba? Había dejado un mensaje en el contestador de Fitzroy y había llamado a casa de Vicki media docena de veces desde media docena de partes distintas de la ciudad.

Probablemente estaba fuera, trabajando, siguiendo a la momia, obteniendo información; tal vez estaba haciendo la colada, o la compra. No tenía motivos para creer que pudiese estar en peligro.

Cantree me está buscando. Si la hubiesen metido también en esto, Dave lo habría mencionado. El problema era que Cantree, por no mencionar gran parte del cuerpo, sabía lo de su relación. Y si Fitzroy había descubierto algo sobre la momia que Vicki creía que era útil, y lo había utilizado, Cantree y la Policía Metropolitana serían la menor de sus preocupaciones. Ella era una buena policía. Una de las mejores. No se llega a ser uno de los mejores sin aprender a enfrentarse a una fuerza superior. Así que con eso basta, para lo de la momia y Cantree, pensó Celluci para sí. Vicki está bien. No hay motivo para creer que esté en peligro sólo porque no te haya llamado cuando dijo que lo iba a hacer. Tú eres el que está con la mierda al cuello.

Encendió un cigarro, se metió las manos en los bolsillos y bajó con desgana por la calle, intentando no inhalar. Una niebla de humo de cigarro era un camuflaje casi impenetrable para alguien que no fumase cuando la gente creía estar buscando a un no fumador. Había sido uno de los trucos de Vicki para ocultarse, y de repente se dio cuenta de cuánto había estado dependiendo de su ayuda. Claro, cuando Fitzroy la necesita va corriendo, pero cuando me juego los huevos yo, ¿dónde está…?