a falta de sombras en la pared le indicó que había estado durmiendo hasta tarde, intentando en vano recuperar parte de la energía que su cuerpo había consumido lanzando hechizos la noche anterior. Sentía la lengua hinchada, la piel tirante y los huesos como si estuviesen moldeados con plomo. Pronto tendré a un esclavo esperando junto a mi cama con un vaso de zumo helado preparado para cuando despierte. Pero pronto, desgraciadamente, no le servía de mucho en aquel momento. Miró el reloj. Las once cincuenta y seis, y tres, y cuatro, y cinco, y apartó la vista antes de quedar atrapado en la progresión del tiempo. Sólo le quedaba la mitad del día para alimentarse y encontrar aquel ka que brillaba con tanta fuerza.
Se balanceó con rigidez para bajar de la cama y se dirigió a la ducha. El Dr. Rax de los últimos años, que durante el curso de una variada carrera se había familiarizado con el uso de las instalaciones sanitarias (o la falta de estas) en las orillas del Nilo, consideraba la grifería norteamericana la octava maravilla del mundo. Al caer litros de agua caliente sobre sus hombros, no tuvo más remedio que estar de acuerdo.
Mientras terminaba el gran desayuno y se demoraba con una taza de café (afición que todos los kas adultos que había absorbido parecían compartir), ya no sentía el peso de la edad y estaba preparado para enfrentarse al día.
Para variar, por una vez había un cielo azul sin nubes sobre la ciudad, y aunque el pálido sol de noviembre parecía descargar poco calor, aún así era una visión acogedora. Fue con su taza hacia la pared cubierta de ventanas que evitaba que se cayesen sobre él las otras, más sólidas, y miró hacia la calle. A pesar de las leyes que obligaban a permanecer cerradas a la mayoría de las tiendas el día conocido como domingo, varias personas aprovechaban el tiempo para salir. Muchos de ellos llevaban niños de la mano.
La serie de hechizos preparados individualmente que había utilizado la noche anterior (cada uno con sus intrincadas capas de control) le había agotado, y el poder que le quedaba apenas bastaría para mantenerlo caliente mientras escogía al niño cuyo ka debería reabastecer el suyo. Estaba utilizando el poder de una forma que nunca hubiese osado antes, cuando había pocas almas no comprometidas a ningún dios, cuando incluso los esclavos tenían protecciones básicas, pero, al no haber obstáculos que le impidiesen alimentarse, no veía motivo alguno para contenerse. Ninguna de las muertes podía relacionarse con él (la necesidad le había enseñado hacía milenios a tener en consideración los detalles mundanos), y dentro de poco eso dejaría de ser un problema. Cuando la policía, junto con sus amos políticos, se entregase a Akhekh, él, como Sumo Sacerdote, sería intocable.
No tenía ni idea de cuántos acólitos fieles necesitaría su señor para obtener la fuerza necesaria para crear a otro como él. El mayor número que había podido reunir en el pasado era de cuarenta y tres, pero, como eso fue justo antes de que los sacerdotes de Thot recibiesen instrucciones de intervenir, sospechaba que bastaría con cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco. Que las treinta kas que había reunido hasta ahora hubieran sido coaccionadas no representaba una gran diferencia. Había usado las menores porciones necesarias de su ka para convencerlas (en dos casos habían sido porciones realmente pequeñas), y se habían dicho las suficientes verdades durante la utilización de los hechizos como para que las promesas se mantuvieran. Los treinta coaccionados equivaldrían a no menos de veinte libres, lo cual era un comienzo considerable.
Tras la ceremonia, no necesitaría involucrarse tanto mágicamente, y, por lo tanto, no necesitaría alimentarse tan a menudo.
—Y cuando te encuentre, brillante mío… —Dejó su traza vacía con el resto de los platos del desayuno y recogió la capa de ópera que había encontrado el Subsecretario a la puerta de su biblioteca—, puede que nunca necesite alimentarme más.
Al deslizarse entre sus dedos los pliegues satinados, se recreó pensando en aquel resplandor. Aquel ka sobresaldría como un fulgor glorioso entre los demás de la ciudad. Ahora que lo había tocado, ya no podría ocultarse de él. Tenía cierta curiosidad por saber qué tipo de hombre (porque sólo era un hombre, no había señales de un dios o un hechicero en su presencia) portaría consigo semejante ka, pero la curiosidad no podía compararse al deseo.
La capa de ópera cayó arremolinada sus pies. Tal vez pudiese devolver la prenda olvidada del joven, y cuando sus dedos se rozaran le miraría a los ojos y…
Con un poder así a su servicio, no habría nada imposible.
Tony no estaba seguro de qué era lo que le había hecho salir de su habitación del sótano aquella mañana, pero algo le había estado acechando hasta hacerle perder el sueño y salir a la calle. Los dos cafés y la magdalena doble con pepitas de chocolate que tomó en Druxy’s no le sirvieron para obtener ninguna respuesta.
Con las manos ocultas en los bolsillos de la chaqueta, se paró en la esquina ente Yonge y Bloor y esperó a la luz, escuchando sin esfuerzo las conversaciones de los que pasaban por allí, filtrando las preocupaciones de los yuppies, prestando atención a un puñado de chicos que se quejaban del frío. En aquella época del año, los que vivían en parques y marquesinas de autobús se preocupaban primero por sobrevivir a la llegada del invierno y luego por su próxima comida, su próximo cigarro, su próximo puñado de dinero. Hablaban sobre los mejores sitios para pedir, para hacer trucos, qué entradas eran seguras, qué policías se descuidaban, a quién habían cogido, quién había muerto. Tony había sobrevivido en al calle casi cinco años, y sabía qué conversaciones tenían sustancia y cuáles eran solo aire. Nadie parecía decir nada que sirviera de pista para averiguar qué era lo que le inquietaba tanto.
Caminó al oeste, hacia Bloor, alzando sus hombros delgados. La chaqueta nueva que llevaba, comprada con dinero procedente de un trabajo fijo y honroso, le calentaba lo suficiente, pero se tardaba en acabar con las viejas costumbres. Incluso después de dos meses, no estaba seguro todavía sobre el trabajo, y temía que desaparecería tan de repente como había aparecido, y con él la habitación, el calor, las comidas regulares… y Henry.
Henry confiaba en él, le creía. Tony no sabía por qué, y realmente no le importaba. La confianza y el crédito bastaban. Henry se había convertido en su punto de apoyo. No creía que tuviese nada que ver con el hecho de que era un vampiro, aunque tenía que admitir que era la hostia, y tampoco estaba mal el hecho de que el sexo con él era el mejor que había practicado; sólo de recordarlo se excitaba. Creía que tenía más que ver con el hecho de que Henry fuese… bueno, Henry.
La sensación que lo había sacado de casa y llevado a la calle no tenía que ver con Henry, al menos no específicamente. Las sensaciones referentes a él las reconocía siempre.
Al acercarse al muro bajo enfrente del Centro Manulife se frotó las sienes y deseó qué la sensación desapareciese. Tenía mejores cosas que hacer con aquella tarde de domingo que vagabundear intentando averiguar de dónde venían las hormigas que tenía entre los oídos.
Golpeó el suelo de cemento con los talones y contempló el desfile de gente que pasaba. Un niño en una mochila, casi invisible bajo un sombrero, unos guantes, una bufanda y un mono para la nieve, le llamó la atención y le sonrió, preguntándose si podría moverse. Dios, el crío va a pasarse los primeros años de su vida preguntándose dónde ha estado. Probablemente salga político.
El pequeño parecía contemplar fascinado al hombre que caminaba al lado de sus padres, aunque, por lo que Tony veía, él no hacía nada por llamar su atención. Tampoco era un hombre desagradable. Tenía el pelo algo gris y una nariz torcida hacia el infinito, pero poseía algo que le resultaba atractivo.
Seguro que le gustan los niños. Seguro que está mirando a ese… ese… Dios, no.
Bajo el sombrero azul claro con su fila de patos amarillos de cabeza cuadrada, la cara del niño se había apagado repentinamente. La ropa que llevaba lo mantenía derecho, con los brazos sobresaliendo por encima del borde, pero Tony sabía, sin asomo de duda, que estaba muerto.
Sintió unos dedos fríos rodear su corazón y apretarlo. En el pelo del hombre que lo seguía ya no había ningún gris.
Lo ha matado. Tony estaba más seguro de aquello de lo que lo había estado de cualquier cosa en su vida. No sabía cómo lo había hecho, ni le importaba. Dios, lo ha matado.
Entonces, el hombre se giró, lo miró directamente y sonrió.
Tony corrió, guiado por el instinto. Oyó bocinas. Una voz protestaba tras una colisión suave. Lo ignoró todo y siguió corriendo.
Cuando ni el terror lo podía hacer correr más, se dejó caer en un portal oscuro y aspiró grandes bocanadas que le ayudasen a tragar el sabor a acero que sentía en la garganta. Le temblaba todo el cuerpo, y con cada aliento notaba la hoja de un cuchillo, punzante y afilada, clavándosele en las costillas. El cansancio envolvía como un sudario lo que acababa de ver, emborronando la urgencia, permitiéndole verlo todo otra vez a distancia.
Aquel hombre, o lo que fuese, había matado al niño sólo con mirarlo.
Y entonces se ha girado y me tía mirado. Pero estoy a salvo. Aquí no puede encontrarme. Estoy a salvo. No se oían pasos en el callejón, no había ningún peligro, pero sentía punzadas en el cuero cabelludo y entre los hombros, notaba que la espalda se le retorcía formando nudos. No tenía por qué seguirme. Me está esperando. Dios. Dios mío. No quiero morir.
El niño estaba muerto.
Creerán que está dormido. Se reirán de cómo se duermen los niños por nada. Entonces se irán a casa y lo sacarán y no estará dormido. Su bebé está muerto, y no sabrán cuándo ni cómo ha pasado.
Se frotó las palmas de las manos contra las mejillas.
Pero yo lo sé.
Y él sabe que lo sé. Henry.
Henry me protegerá.
Salvo por el hecho de que faltaban horas para la puesta de sol y de que no podía dejar de pensar en los padres del bebé llegando a casa y descubriendo… No podía dejar que pasase aquello. Tenía que contárselo a alguien.
La tarjeta que sacó del bolsillo no estaba en muy buen estado. Estaba manchada y arrugada, y el nombre y el número eran difícilmente legibles, pero durante años había sido su contacto con otro mundo. Apretándola con la mano sudorosa, salió cuidadosamente de aquel escondrijo y fue a buscar un teléfono público. Victoria sabría qué hacer. Victoria siempre sabía qué hacer.
—Investigaciones Nelson. En este momento no podemos coger su llamada, pero si deja su nombre y su número de teléfono, me pondré en contacto con usted cuanto antes. Gracias.
—Mierda. —Tony colgó de golpe y apoyó la frente contra el frío plástico del teléfono—. ¿Y ahora qué? —Siempre estaba el número garabateado en la parte de atrás de la tarjeta, pero, de algún modo, Tony dudaba de que el Detective Celluci fuese a apreciar el encontrarse con algo así—. Sea lo que sea. Dios, Victoria, ¿dónde estás cuando te necesito?
Volvió a guardar la tarjeta en el bolsillo y, tras examinar cuidadosamente a la multitud que pasaba, salió de la cabina. Mirando de reojo al cielo, comenzó a dirigirse de vuelta al cruce entre Yonge y Bloor. Sabía dónde estaba Henry, y las horas entre aquel momento y la puesta de sol iban a parecer como si ocuparan el resto de su vida. Con suerte.
El chico le había visto alimentarse, o al menos se había dado cuenta de que se había alimentado. Al parecer, había algunos en aquella época que no habían rodeado sus vidas con barreras de incredulidad. El incidente era interesante, pero no suponía ningún peligro. ¿A quién se lo iba a contar? ¿Quién iba a creerle? Tal vez más adelante lo buscaría y, si no podía usarlo, todavía era lo bastante joven como para que su vida resultase una fuente de poder adecuada.
Por el momento, tenía todo el poder que necesitaba. Se sentía poderoso. Era un placer absorber la vida de un niño, con un potencial virgen casi por completo. Ocasionalmente, en el pasado, cuando tenía suerte, podía comprar una esclava, hacer que un acólito la fecundase y devorar la vida del niño en el momento del nacimiento. Los dolores del parto de la esclava y la desesperación por la pérdida del niño se convertían en un sacrificio para Akhekh. Sin embargo, esa clase de alimentación requería una adquisición cuidadosa, y después una vigilancia constante, ya que los dioses podían reclamar a los hijos de ciertas mujeres mientras todavía estaban en el útero. Tal vez cuando el templo de Akhekh se reconstruyese, con tan pocos dioses en activo, fuera capaz de alimentarse de aquella manera de forma habitual.
Aumentó su temperatura personal otros dos grados, sólo porque tenía poder de sobra. Era un día demasiado agradable como para volver a encerrarse en la habitación del hotel. Pensaba ir al parque, vigilar una pequeña zona y absorber algunos rayos mientras buscaba el ka que brillaba con tanta intensidad.
—Mike, soy Vicki. Son cerca de las dos y diez, domingo por la tarde. Llámame cuando tengas tiempo para hablar.
Colgó el teléfono y alcanzó su chaqueta. Ahora sabían que los oficiales de policía de alta graduación estaban implicados y, suponiendo que esos oficiales ya le hubiesen apartado del caso, pinchar la línea de Celluci era una posibilidad. Pequeña, eso seguro, pero Vicki no encontró motivo para descartarla sólo porque las posibilidades fuesen tan pocas. Después de todo, estaban persiguiendo a una antigua momia egipcia, y en un caso así no tenía mucho sentido considerar las posibilidades.
—Una antigua momia egipcia llamada Anwar Tawfik.
Se colocó el bolso en el hombro.
—Qué te apuestas a que ese no es su verdadero nombre. —Aun así, era el único nombre que tenían, así que pensó pasar la tarde inspeccionando los hoteles arracimados alrededor del museo. Todo señalaba a que permanecía en aquella zona y, por lo que Henry tenía que decir, el Sr. Tawfik al parecer prefería viajar en primera clase. Se preguntó durante unos instantes cuánto pagaría por un estilo de vida así—. Igual tiene una tarjeta Egyptian Express platinum. Que no le entierren sin ella.
Henry.
Henry quería estar lo más humanamente lejos posible de aquella criatura y sus visiones del sol. Dudaba que quisiera, o que siquiera fuese capaz, de enfrentarse de nuevo a la momia.
—Así que supongo que voy a tener que hacerlo yo. —Se le resbalaron las gafas y se las volvió a colocar firmemente sobre el puente de la nariz—. Tal y como más me gusta.
Ignoró aquella sensación vaga y vacía.
Envió su ka por toda la ciudad y no encontró ni un rastro de la vida que había sentido tan brevemente la noche anterior. Un ka con un potencial así brillaría como un faro, y para buscarlo bastaría con seguir el resplandor de la luz. Sabía que existía. Lo había visto, sentido. ¡No debería ser capaz de esconderse de él!
¿Dónde estaba?
La conexión entre ellos había durado menos de un ardiente y glorioso instante, antes de que el joven se lanzase de espaldas por la ventana de la biblioteca y desapareciese, pero incluso un roce tan ligero debería permitirle acceder a su ka. Si era capaz de encontrarlo.
¿Había muerto el joven por la noche? ¿Había tomado uno de los milagrosos vehículos de aquella época y se había ido volando? Su frustración crecía a medida que iba rozando mil kas que, todos juntos, no alcanzaban a brillar tanto como el que deseaba.
Fue entonces cuando sintió que un poder mayor agarraba su propio ka, y por un momento sintió un repentino miedo que lo envolvía todo. Al reconocer quién era, el miedo sólo disminuyó ligeramente.
¿Por qué no me has dado el sufrimiento de quien te pedí?
Señor, yo… Había atravesado el ka de la mujer y había recogido toda la información que necesitaba para complacer a su señor. Había pretendido ponerlo en marcha la noche anterior. Si lo hubiese hecho, habría comenzado el sufrimiento. El roce del ka del intruso le había vuelto loco.
No hay excusa que valga.
Daba igual que el dolor sólo existiese de forma espiritual. Su ka gritó.
—¿Está bien?
Sitió unas manos fuertes rodeando su brazo, haciéndole incorporarse y sentarse, y supo que las protecciones se habían roto. Abrió los ojos lentamente, debido al dolor.
Al principio, mientras luchaba por liberarse de las redes del dolor, pensó que el joven que se presentaba tan solícitamente se parecía al que había huido de él, al que había sido responsable del retraso del cumplimiento de los deseos de su señor. Al que había sido responsable de la agonía que su dios había considerado adecuada enviarle. Un momento más tarde vio que la piel era más clara, el pelo más oscuro, los ojos grises en vez de marrón claro, pero para entonces eso no importaba.
—Se ha caído. —El joven sonrió con indecisión—. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Sí. —Se esforzó en levantar su cabeza palpitante para cruzar la mirada con la del otro—. Puedes tirarte a la vía del metro.
Los ojos se abrieron y los músculos de la cara se movieron espasmódicamente.
—Tu última palabra debe ser Akhekh.
—Sí. —Sus piernas lo condujeron a sacudidas. Su cuerpo decía no a gritos.
Se sintió mejor. Aquella manipulación no había sido sutil, pero no hacía falta. El joven viviría tan poco tiempo que darle un aspecto de normalidad sería un desperdicio. Sentía a su señor siguiéndolo de cerca, bebiendo la desesperación y el pánico. El joven sabía lo que estaba a punto de hacer, pero no podía evitarlo. Con suerte, eso aplacaría a su señor hasta poder entregarle a la elegida.
Vicki se detuvo a la puerta del Hotel Plaza y se fijó en la ropa que llevaba. Con zapatos elegantes, pantalones de pana grises y un abrigo de lana azul normalmente bastaba para que le dejasen entrar en la mayoría de los sitios en aquella ciudad, pero tenía la sensación de que, cuando atravesase la puerta y pasase a la recepción, se sentiría desnuda. Los hoteles en los que solía buscar sospechosos no tenían portero. Si había alguien en la puerta era para avisar por si llegaba la policía. En las tiendas adyacentes vendían tabaco y condones, no collares de diamantes y esmeraldas de siete mil dólares. Las ventanas eran opacas por las láminas de contrachapado, no porque estuviesen impregnadas de oro.
No me va a impresionar un edificio. El Park Plaza estaba en Bloor Street, justo delante del museo, y, por lo tanto, era el lugar más lógico para empezar a buscar a Anwar Tawfik. Pasó al lado del portero, atravesó la puerta giratoria a tal velocidad que hubiese atropellado a los demás ocupantes y se detuvo de nuevo en la tranquila y resonante recepción de mármol verde.
Sin embargo, en los hoteles había cosas que eran universales. En la mesa de recepción había dos empleados y once personas (once personas muy bien vestidas, observó Vicki) intentando registrarse. Suspiró silenciosamente y se puso a la cola, echando de menos la placa con la que la espera hubiese sido innecesaria.
Casi había normalizado el paso para cuando llegó al hotel. La gran cantidad de poder que había absorbido del ka del niño había funcionado como amortiguador entre la rabia de su señor y cualquier daño duradero. Había habido momentos en el pasado en los que había salido arrastrándose de un encuentro así, y había tardado días de dolor y miedo en recuperar su fuerza. Afortunadamente, los nuevos acólitos jurarían lealtad pronto, y la atención de su señor no se dirigiría tan exclusivamente a él.
Aunque Akhekh no era uno de los dioses más poderosos, tenía muy en cuenta los servicios que se le debían a cambio de la inmortalidad.
El portero, vestido con librea, se apresuró a abrir la puerta, y él pasó por el cristal tintado y entró en el vestíbulo, deteniéndose de repente al notar un ka familiar.
Se parecía mucho a como se la imaginaba, aunque en realidad era un poco más baja, menos rubia, y de mandíbula más prominente. Sin embargo, ¿qué hacía allí la escogida de su señor? Se acercó y acarició suavemente la superficie de sus pensamientos.
Después de las noches que había pasado explorándolo, su ka no podía tener secretos para él.
Frunció el ceño al descubrir la razón de su presencia allí. ¿Le estaba buscando? Ella no era ninguna hechicera capaz de saber… ah, buscaba a petición de otro. Al parecer, no había sido todo lo preciso que creía en el museo. Daba igual. Sonrió. Su señor estaría el doble de contento, porque los planes que había hecho para el sufrimiento de la Srta. Nelson incluirían también al Detective Mike Celluci sin necesidad de buscar su ka.
Sin embargo, mientras tanto no permitiría que la elegida perturbase su refugio. Con sólo tocar su consciencia, dejó un falso recuerdo sobre los parámetros de su búsqueda.
¿Qué hago otra vez en la cola?, se preguntó Vicki, sacudiendo la cabeza y dirigiéndose a la puerta. No me van a dar más información de la que tenían hace un momento. Los listados de los ordenadores se podían cambiar. Podría no estar registrado bajo el nombre de Anwar Tawfik, y si el gerente nunca había oído hablar de él, no podía hacer mucho más que registrar el resto de los hoteles de la zona.
Tal vez más tarde se le ocurriría otro ángulo desde el que atacar.
—Sí, fue una velada muy agradable, Sra. Zottie. Gracias. Si ahora pudiese hablar con su marido…
Contempló la ciudad mientras esperaba a que se pusiese el Subsecretario de Justicia. Cuando se acercaba al ventanal, la suite parecía menos asfixiante.
—¿Queríais hablar conmigo, amo?
—¿Estás solo?
—Sí, amo. He cogido la llamada en mi estudio.
—Bien. —Se había hecho necesario preguntar, ya que el hechizo de control deterioraba las facultades mentales de Zottie a un paso inesperado. Afortunadamente, su ayuda sólo sería necesaria hasta controlar a los demás.
—Presta atención, tienes que preparar algo importante…
Henry se había enfrentado a enemigos antes, se había enfrentado a ellos y los había derrotado, pero su naturaleza le negaba la capacidad de enfrentarse al sol. Vicki le había ofrecido una oportunidad de dejarlo; ella lo comprendería si huyese de aquella criatura a la que no podía derrotar.
Lo comprenderá, pero ¿y yo?
Obligando a sus músculos a responder, salió de la cama balanceando las piernas y se sentó, con las imágenes consecutivas del sol rondando todavía por la periferia de su visión.
Cuando me enfrento con ese sacerdote hechicero, me enfrento al sol. Cuando me enfrento al sol, me enfrento a la muerte, así que cuando me enfrento a él, me enfrento a la muerte. Me he enfrentado a la muerte otras veces.
Salvo por el hecho de que no era verdad. No se había enfrentado a la muerte en condiciones de poder morir de verdad. En lo más profundo de su corazón siempre había sabido que era más fuerte y más rápido. Él era el cazador. Él era el vampiro. Él era inmortal.
Esta vez, por primera vez en más de cuatrocientos cincuenta años, se enfrentaba a una muerte en la que creía.
—Y la pregunta es, ¿qué hago al respecto?
Una cosa era soportar los sueños cuando no sabía cómo o de dónde venían, y otra dejar que continuasen sabiendo desde dónde los enviaban. Debe de haberme detectado desde el momento en que despertó en el museo. Pero incluso sabiendo quién, todavía le asolaba la pregunta de por qué. Tal vez el sueño del sol llameante era un aviso, un tiro a través de su arco diciendo «Esto es lo que puedo hacerte si quiero. No interfieras en mi plan».
—Así que todo se reduce a correr. ¿Le dejo que se salga con la suya o me enfrento a él otra vez?
Se puso de pie de un salto y recorrió a zancadas la habitación, con la cabeza alta y los ojos en llamas.
—¡Soy el hijo de un rey! ¡Un vampiro! ¡Yo no huyo!
Con un fuerte crujido, la puerta del armario se partió en sus manos. Henry la contempló por un instante y luego dejó caer los trozos lentamente. Al final, la rabia y las palabras bonitas no significaban nada. No creía poder enfrentarse a Tawfik otra vez, no sabiendo que tendría que enfrentarse también al sol.
El sonido repentino del teléfono le hizo dar un vuelco al corazón de una forma muy mortal.
—Muy bien, el Sr. Fitzroy dice que puede subir.
Tony asintió, se recogió el pelo de la cara con una mano aún temblorosa y se apresuró hacia la puerta interior. Al viejo vigilante de segundad no le gustaba. Veía al chaval callejero acechando justo debajo de la superficie. Pensaba en un ladrón, y un adicto, y un vagabundo. A Tony le importaba tres cojones lo que pensara el viejo, especialmente aquella noche. Lo único que quería era llegar hasta Henry.
Henry arreglaría aquello.
Greg vio al muchacho correr hacia el ascensor y frunció el ceño. Había participado en dos guerras y conocía el terror profundo cuando lo veía. No le gustaba el chaval, ya que parte de su trabajo consistía en evitar que esa clase de gente entrase en el edificio, ni le gustaba su relación con el Sr. Fitzroy, fuese la que fuese, pero no le deseaba esa clase de miedo a nadie.
Henry notó el hedor del miedo desde la otra punta del apartamento, y cuando Tony se lanzó a sus brazos fue casi abrumador. Vigilando cautelosamente el Hambre que se había despertado con un cuerpo presentado de forma tan vulnerable, dejó de lado sus propios miedos y abrazó silenciosamente al joven hasta que sintió relajarse sus músculos y cesar el temblor. Cuando creyó que podría obtener una respuesta, lo apartó a unos centímetros de distancia.
—¿Qué pasa?
Tony se pasó la palma de la mano por las pestañas húmedas, demasiado asustado como para negar que allí hubiese habido lágrimas. La piel de alrededor de los ojos se le puso morada y tuvo que tragar una, dos veces antes de poder hablar.
—He visto esta mañana, un bebé, y él… —un escalofrío recorrió todo su cuerpo, al poder relajarse finalmente en presencia de Henry—. ¡Y ahora, estará… es decir, que le vi matar al bebé!
La boca de Henry se tensó ante la sola idea de que alguien amenazase a uno de los suyos. Llevó a Tony al sofá y le hizo sentarse. No opuso resistencia.
—No voy a dejar que te hagan daño —le dijo con un tono tal que Tony no tuvo más remedio que creerle—. Cuéntame lo que ha pasado. Desde el principio.
A medida que Tony hablaba, al principio despacio y luego más deprisa, como si su miedo le hiciese correr hasta el final de la historia, Henry tuvo que apartarse. Caminó hacia la ventana, extendió una mano contra el cristal y miró a la ciudad. Conocía al hombre de pelo y ojos oscuros.
«Está matando niños», le había dicho Vicki.
«Vendrá a por mí», exclamó Tony.
«Porque somos lo único que hay». Incluso la voz de Mike Celluci se encontraba en su cabeza.
Siento el sol. Faltan horas para el amanecer y siento el sol.
—¿Henry?
Se dio la vuelta lentamente.
—Tendré que ir a donde lo viste por última vez e intentar seguirlo.
No cabía duda de que reconocería el olor entre otros cien pegados al cemento en una mañana de noviembre. Y si encontraba la guarida de la criatura, ¿entonces qué? No lo sabía. No quería saberlo.
Tony suspiró. Sabía que Henry no le fallaría.
—¿Puedo quedarme aquí? ¿Hasta que vuelvas?
Henry asintió y repitió:
—Hasta que vuelva —como si hubiese algún tipo de mantra que aseguraría su regreso.
—¿Crees… crees que necesitas comer ante de irte?
No creyó que pudiese; no…
—No. Pero gracias.
Apartándose el pelo de la cara, Tony consiguió una tenue sonrisa temblorosa y encogió los hombros.
—Eh, no es que me importe, ni nada de eso.
Como no podía ser menos que aquel chico mortal, Henry le devolvió la sonrisa.
—Bien.
El chirrido del teléfono les hizo girar la cabeza de golpe a ambos, con expresiones de pánico casi idénticas. Henry rápidamente adoptó una máscara para que cuando Tony se girase y le dijese «¿Quieres que lo coja?», pareciese estar bajo control y pudiese contestar «No, ya lo cojo yo».
Levantó al auricular justo antes de que el segundo tono terminase de sonar, moviéndose desde la ventana hasta el teléfono en el espacio entre un latido de del corazón y el siguiente. Tardó casi lo mismo en encontrar su voz.
—¿Hola? ¿Henry?
Vicki. Sin duda, el tono se dividía entre la preocupación y el fastidio. No sabía qué esperaba. No, no era verdad, lo sabía perfectamente, pero no por qué. Si Anwar Tawfik decidiese ponerse en contacto con él, no usaría el teléfono.
—¿Henry?
—Vicki. Hola.
—¿Pasa algo? —Las palabras llevaban un matiz profesional que indicaba que ella sabía que ocurría algo, y que podía contárselo.
—No pasa nada. Tony está aquí. —A su espalda, oyó a Tony cambiar de posición sobre el sofá.
—¿Qué pasa con Tony?
La conclusión evidente. Debería haber sabido que se lanzaría a ello.
—Tiene un problema. Pero voy a solucionárselo. Esta noche.
—¿Qué clase de problema?
—Un momento —tapó el auricular, girándose a medias y arqueando una ceja en señal de pregunta.
Tony sacudió enfático la cabeza, hundiendo los dedos profundamente en el colchón.
—No se lo digas, tío. Ya sabes cómo es Victoria. Olvidará que es humana y saldrá para allá, se encarará con el tío y lo siguiente que sabremos es que es historia.
Henry asintió. Y yo no soy simplemente humano. Yo soy la noche. Soy un vampiro. Quiero que venga conmigo. No quiero enfrentarme a esta criatura solo.
—¿Vicki? No quiere que te lo cuente. Es un problema, eh, con un hombre.
—Ah. —No se atrevía a leer nada en la pausa que tuvo lugar a continuación—. Bueno, yo quiero pasar un rato con Mike esta noche, explicarle lo que sabemos de lo que está pasando. Avisarle —se paró de nuevo—. Si no me necesitas…
¿Qué es lo que notó ella? ¿La mentira a medias? ¿El miedo?
—¿Estarás aquí para el amanecer?
Pasase lo que pasase aquella noche, quería que ella estuviese allí para él.
—Sí —sonaba como un compromiso.
—Entonces saluda de mi parte al detective.
Vicki soltó un bufido.
—No creo —su voz se suavizó—. ¿Henry? Ten cuidado.
Después colgó.
Había desaparecido un poco del horror. Era increíble cómo se parecía el «ten cuidado» al «te quiero». Manteniendo aquellas palabras, aquel tono como talismán, repasó la localización del lugar una vez más con Tony, se puso el abrigo y salió a la noche. Le proporcionaba un dudoso alivio el saber que, por lo menos, no estaba volviéndose loco.
Tendría que adaptar a aquel lugar y aquella época muchos de los hechizos que había estado aprendiendo durante años. Desgraciadamente, al encontrarse en una cultura que contenía tan pocas cosas sagradas, no sería fácil encontrar sustitutos. Se había adorado tanto al íbice que la palabra «sagrado» había pasado a formar parte de su nombre, y eso hacía del pico, la sangre y el hueso poderosos agentes para la magia. De algún modo, no estaba seguro de que entregar un ganso canadiense fuese a producir el mismo efecto.
De repente, se enderezó de un salto sobre la silla y se giró para cerrar las ventanas. Estaba allí fuera. Y estaba cerca. Se puso de pie y empezó a ponerse la ropa de calle. Su ka no tendría que volver a buscar, ya que la simple consciencia de la existencia del joven bastaría para encontrarlo.
No sabía que aquella luz gloriosa había estado escondida durante el día, aunque esperaba descubrirla pronto.
De un modo o de otro.
Henry había seguido el rastro del olor desde la esquina sudeste de Bloor y Queen’s Park Road, donde se separaba, yendo hacia el norte y hacia el sur. Se levantó lentamente, se frotó la rodilla que había apoyado en el cemento y reflexionó sobre qué debía hacer a continuación. Sabía lo que quería hacer, quería volver con Tony, decir que no había encontrado a la criatura y ocuparse del miedo del joven en vez del suyo propio.
Salvo por el hecho de que las cosas no se hacían así. Se había responsabilizado de Tony. El honor le había hecho salir a la calle y el honor le impedía volver.
La noche había seguido al día, fría y limpia, el tipo de tiempo donde el aroma se aferraba al suelo, y la presa se alejaba a espaldas de los sabuesos.
Su mejor amigo, su hermano del alma, Henry Howard, el Conde de Surrey, cabalgaba junto a él. Sus caballos se abrían paso entre la tierra helada. Delante de ellos los sabuesos aullaban, y casi a la cabeza de la jauría, la presa corría en un intento desesperado de escapar de la muerte que le pisaba los talones. Henry no vio el momento exacto en que los perros la alcanzaron, pero hubo un grito de dolor y terror casi humanos, y entonces el ciervo cayó contra el suelo.
Se apartó bastante de la masa agitada de perros que gruñían y corrían al lado de la gran bestia, que golpeaba con las pezuñas y se defendía con los cuernos, pero Surrey acercó su caballo tanto como pudo, inclinándose en el estribo, con la mirada clavada en el cuchillo y la garganta y el chorro cálido de sangre que exhalaba vapor en el frío aire de noviembre.
—¿Por qué? —le preguntaría más tarde, cuando el salón se llenaba del olor de la carne de venado asada y se sentaban sin botas a calentarse junto al fuego.
Surrey frunció el ceño y la elegante línea de sus cejas negras se hundió hacia el puente de su nariz.
—No quería que se desperdiciase la muerte de un animal tan espléndido. Pensé que podríamos encontrar un poema…
Su voz se desvaneció, así que Henry le preguntó ávidamente:
—¿Sí?
—Sí. —El semblante ceñudo se tornó pensativo—. Pero un poema demasiado rojo para mí, me temo. Escribiré la cacería y así mantendré con vida a la presa.
Cuatrocientos cincuenta y pico años más tarde, Henry contestaba de la misma forma que entonces: «Pero al final de una cacería siempre hay muerte».
El rastro del sur estaba casi enterrado bajo las demás pisadas del día. El del norte parecía más definido, como si se hubiese trazado más de una vez; tal vez al ir al hotel y volver. Henry cruzó Bloor, se pegó a la esquina de la iglesia y se quedó tan inmóvil que el flujo de transeúntes del domingo por la noche lo rodeó como una sola pieza.
Conocía al hombre de pelo y ojos oscuros que se acercaba.