ios mío.

—¿Qué pasa?

Vicki se humedeció los labios.

—Nada de nada. Estás… bien. —El disfraz de Henry era típico de ciertas películas, un traje formal de final de siglo con una ancha banda escarlata colocada en diagonal sobre la ropa negra, y una capa de ópera de tamaño natural que caía en graciosos pliegues hasta el suelo. El efecto era increíble. No era el contraste entre el negro y el blanco y los planos pálidos y esculturales de la cara y el brillo repentino entre rojo y dorado del pelo. No, decidió Vicki, lo atractivo era cómo lo llevaba. Pocos hombres tendrían la seguridad, la arrogancia elegante necesarias para que les quedase bien un atuendo así. Henry parecía, bueno… un vampiro. El tipo de vampiro con el que te gustaría toparte en un callejón oscuro. Varias veces—. De hecho, estás mejor que bien. Estás estupendo.

—Gracias. —Henry sonrió y tiró de la manga de su chaqueta hasta que sólo se veían unos centímetros del puño blanco de la camisa. En la mano derecha brillaba un anillo de oro—. Me alegro de que te guste.

Él sentía cómo los años se aposentaban en él con el traje. Sentía al Henry Fitzroy que escribía novelas románticas y al que se le permitía de vez en cuando jugar a detective. Aquella velada caminaría entre los mortales; una sombra entre las luces brillantes y el regocijo, un cazador en la noche. Dios mío, empiezo a parecer tan melodramático como uno de mis propios libros.

—Sigo pensando que lo de ir de vampiro a esa fiesta es pasarse bastante. ¿No te estás arriesgando demasiado?

—¿Y a qué me arriesgo? ¿A que me descubran? —Se echó la capa sobre el brazo y la miró siguiendo la pose clásica de Drácula de las películas de la Hammer—. Lo que ves aquí es el truco de la carta robada; ocultarse estando a la vista de todos. —Abandonó la pose y sonrió—. Y no es la primera vez que lo hago. Imagínatelo como una cortina de humo. Si Henry Fitzroy es un vampiro en Halloween, entonces es evidente que no lo es el resto del año.

Vicki apoyó una pierna sobre el brazo de la silla y dejó escapar un bostezo.

—No estoy segura de que eso sea lógico —murmuró. El levantarse temprano y acostarse tarde estaba empezando a hacer sus efectos, y el sueño de cuatro horas por la tarde no había servido de mucho, descolocándole aún más los horarios. Después de un solo año de abandonar el trabajo de veinticuatro horas de policía, se sorprendió de lo rápido que había perdido su capacidad de adaptación. La noche que pasó con sus pesas había conseguido hacer fluir un poco la sangre, eliminando parte de la fatiga. El aspecto de Henry había hecho que las cosas se moviesen más deprisa todavía.

Henry arrugó la nariz al notar cómo se intensificaba de repente el aroma de ella, y arqueó una ceja, murmurando suavemente:

—Sé lo que estás pensando.

Ella se notó sonrojar, pero consiguió mantener un tono de voz tolerablemente normal al cambiar de posición en la silla y cruzar las piernas.

—No empieces algo que no puedas terminar Henry, acabas de comer.

El Hambre ya se había desvanecido antes, lo cual era necesario si quería pasar la noche en estrecho contacto con mortales y ser capaz de pensar en cualquier cosa menos en la vida que fluía bajo la ropa y la piel, pero el interés de Vicki le había hecho sentir un par de aguijonazos más.

—No he empezado nada —señaló él, sin preocuparse en ocultar su sonrisa—. No soy yo quien está retorciéndose encima de una…

—¡Henry!

—… silla —terminó en voz baja al sonar el teléfono—. Perdona un momento. Buenas noches. Henry Fitzroy al habla. Ah, hola Caroline. Sí, ha pasado mucho tiempo. Trabajando en mi nuevo libro, más que nada.

Caroline. Vicki reconocía el nombre. Aunque Henry no era posesión suya en exclusiva más de lo que ella era para él, no podía evitar sentirse… orgullosa. No sólo compartía la cama de Henry, cosa que la otra mujer ya no hacía, sino que también compartía los misterios de la naturaleza de este, cosa que la otra mujer jamás había hecho.

—Desgraciadamente, tengo planes para esta noche, pero gracias por preguntar. Sí, puede ser. No, ya te llamaré yo.

Al colgar el teléfono, Vicki sacudió la cabeza.

—Por supuesto, sabrás que hay un círculo especial en el infierno para los que prometen llamar y no lo hacen.

—Probablemente se quedarán sin espacio antes de que llegue mi turno. —La voz de Henry se desvaneció. Pero puede que no. Mientras siguiese soñando con el sol, cada amanecer podía ser el último. Por última vez, consideró la posibilidad de su muerte y todas las cosas que dejaría sin hacer. Se quedó quieto un momento, con la mano descansando suavemente sobre el teléfono, y luego tomó una decisión.

Vicki lo observó con curiosidad cuando salió y se arrodilló, tomando sus manos, con la capa de ópera enredándosele en las piernas. Aunque no tenía nada que objetar a tener a hombres guapos a sus pies, tenía la inquietante sensación de que iba a ser desagradable.

—Tienes razón, no voy a llamar —comenzó—. Pero creo que debes saber por qué. Puedo alimentarme de un encuentro casual con una extraña y no sentir que esté traicionando nada, pero cuando me alimento de Caroline, os traiciono a las dos. A ella, porque le doy tan poco de lo que soy, y a ti porque te lo he dado todo.

De repente, más asustada que altiva, Vicki intentó liberar sus manos.

—No…

Henry la soltó, pero se quedó donde estaba.

—¿Por qué no? El amanecer de mañana puede ser el que he estado esperando.

—¡Bueno, pues no lo es!

—Tú no sabes eso —en ese momento, la muerte se había convertido en algo menos importante que lo que tenía que decir—. ¿Qué cambiaría si lo dijese?

—Todo. Nada. No lo sé —respiró profundamente y deseó que la luz hubiese sido más tenue, para no verle la cara con tanta claridad. Para que él no pudiese ver la de ella—. Henry, puedo acostarme contigo. Puedo alimentarte. Puedo ser tu amiga y tu vigilante, pero no puedo…

—¿Quererme? ¿No puedes?

¿Podía?

—¿Es por lo que sientes por Mike?

—¿Celluci? —Vicki resopló—. No seas tonto. Mike Celluci es mi mejor amigo y, sí, le quiero. Pero no le amo, ni a ti tampoco.

—¿No? ¿A ninguno de los dos? ¿O a los dos?

¿A los dos…?

—No te estoy pidiendo que elijas, Vicki. Ni siquiera te estoy pidiendo que admitas lo que sientes —se levantó y se colocó la capa sobre los hombros de un tirón—. Solo he pensado que deberías saber que te quiero.

Casi le dolía al respirar por la tensión.

—Ya lo sé. Lo he sabido desde el jueves. Aquí —se tocó ligeramente el pecho—. Te has entregado a mí totalmente, sin condiciones. Si eso no es amor, se le parece bastante —se levantó, se retiró cuidadosamente a cierta distancia y se giró hacia él—. No puedo hacer eso. Tengo demasiadas ataduras. Si las rompo todas, me… me haré pedazos.

Él alargó las manos.

—No te estoy pidiendo un compromiso. Sólo quería decírtelo mientras pudiese.

—Tienes una eternidad, Henry.

—El sueño del sol…

—Me has dicho que casi te has acostumbrado a él. —Si los efectos eran más fuertes y no se lo había contado, le iba a retorcer el pescuezo.

—Estoy seguro de que Damocles se acostumbró a la espada, pero aún sigue siendo una cuestión de tiempo.

—¡Tiempo! ¡Por Dios, mira que hora es! La fiesta empezaba hace media hora. Será mejor que nos movamos. —Vicki cogió su bolso y se dirigió a la puerta.

Henry llegó mucho antes que ella, vacilando entre furioso y divertido por su cambio de tema, y bloqueó la puerta con un remolino de satén.

—¿Los dos?

—Sí, los dos. Te esperaré en el coche como apoyo.

—No, de eso nada.

—Sí, voy a ir. Apártate.

—Vicki, por si se te ha olvidado, ahí fuera está oscuro y no ves nada.

—¿Y? —Apretó las cejas y su voz adquirió un tono furibundo—; puedo oír. Puedo oler. Puedo sentarme en el puto coche durante horas y no hacer nada. Pero voy a ir contigo. no estás preparado para esta clase de cosas.

—¿Que no estoy preparado para esta clase de cosas? —repitió Henry lentamente—. Llevo años moviéndome en sociedad, como un cazador invisible en la niebla. —Mientras hablaba, permitió que se despegase la máscara civilizada—. Y te atreves a decirme que no estoy preparado para esta clase de cosas…

Vicki se humedeció los labios, incapaz de apartar la mirada, incapaz de retirarse. Pensaba en cómo se había acostumbrado a lo que era Henry. Ahora se daba cuenta de que no solía verlo. Notó un reguero de sudor recorrer su costado y, de repente, desesperadamente, tuvo que ir al servicio. Vale. Vampiro. Siempre se me olvida. La mitad de su mente quería salir corriendo desesperada, y la otra mitad tirarlo al suelo y patearlo.

Ah, por el amor de Dios, Vicki, controla tus putas hormonas.

—Vale —su voz sonó ligeramente afectada—, tú has tenido más preparación de la que puedo aspirar a tener. Muy bien. Pero aun así voy a ir contigo y a esperarte en el coche. —Consiguió levantar una mano en señal de aviso cuando él abrió la boca—. Y no me digas que es demasiado peligroso —le avisó—; esta noche no voy a enfrentarme a nada más peligroso que esto a lo que me enfrento ahora mismo.

Henry parpadeó y se echó a reír. Después de cuatrocientos cincuenta años, reconocía cuándo lo manipulaban.

sep

—Esto está bien, muy bien. —Observó la habitación llena de hombres y mujeres poderosos y se los imaginó arrodillándose ante el altar de Akhekh, se imaginó entregando a su dios su poder y aquellos a los que dominaba.

George Zottie hizo una reverencia con la cabeza, satisfecho de que su amo lo estuviese a su vez.

—Voy a moverme entre ellos un rato. Puedes presentarme a quien creas correcto. Más tarde, cuando me recuerden y pueda tocar su ka, me los traerás a la habitación que he preparado, para que pueda hablar con ellos de uno en uno.

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Henry no necesitaba usar su persuasión para entrar en la enorme casa del Subsecretario de Justicia en Summerside Drive, ni esperaba tener que usarla para quedarse. Si se llegaba a una fiesta así, se daba por hecho que uno tenía derecho a ir. Saludó con una inclinación de la cabeza al joven que abrió la puerta y pasó a su lado, dirigiéndose a la mayor concentración de ruido. Los siervos no necesitan una explicación, cosa que la sociedad moderna tendía a olvidar.

El enorme salón formal estaba sometido a la decoración de Halloween. En un par de candelabros antiguos ardían velas de color naranja y negro, y la mesa estaba cubierta por un mantel de color naranja brillante, las flores estaban en floreros, además de unas rosas negras en el centro de mesa. El vino estaba teñido de naranja. Incluso los camareros, que se movían con garbo entre los invitados con bandejas de canapés o bebidas, llevaban bandas y corbatas a cuadros de color naranja y negro.

Tomó un vaso de agua mineral, sonrió acelerando el pulso del criado, y se adentró en la habitación. Muchas de las mujeres llevaban vestidos largos de toda clase de períodos, y por un instante vio la corte de su padre en Windsor, el palacio del Rey Sol en Versalles y la sala de baile del príncipe regente en Brighton. Alisando una arruga inexistente de la parte frontal de su chaqueta, se preguntó si tal vez debería haber aprovechado la oportunidad de permitirse los colores chillones prohibidos a los hombres de su edad.

Los disfraces de los hombres iban desde lo llamativo hasta variaciones menores de la ropa de sport, a no ser que un traje de tweed marrón significase algo más para alguien y Henry no lo reconociese. Otros dos vampiros se miraban el uno al otro por encima de los anchos hombros de un policía de Keystone. La mayoría de los agentes presentes, que habían entrado en sus respectivos departamentos antes de que se relajasen las exigencias en cuanto a talla, solían ser altos y fornidos. Un par de ellos, después de años de patrullar una mesa, se habían hecho con una capa de grasa aislante adicional. Los políticos repartidos entre la multitud eran fáciles de reconocer por su falta de tamaño funcional.

Henry no era únicamente el hombre más bajo de la habitación, por unos centímetros, sino también el más joven. Ninguna de las dos cosas importaba. Aquella gente reconocía el poder; la edad y la altura estaban en segundo plano.

—Hola, soy Sue Zottie.

La esposa del subsecretario era una pequeña mujer de ojos oscuros y luminosos, con el pelo de color castaño recogido regiamente alrededor de la cabeza. Su vestido de terciopelo verde oscuro estilo Tudor añadía majestad a lo que se había reseñado en las páginas de sociedad a menudo como una belleza serena. El instinto se apoderó de Henry, y alzó la mano que se le ofrecía hacia los labios. A ella no parecía importarle.

—Henry Fitzroy.

—¿Nos… nos conocemos?

Él sonrió y ella respiró, algo azorada.

—No, no nos conocemos.

—Ah. —Pretendía preguntarle en qué cuerpo estaba, o si tal vez era un miembro joven del equipo de su marido, pero las preguntas se perdieron en los ojos de él—. George está en la biblioteca con el Sr. Tawfik, si quiere hablar con él. Los dos llevan allí la mayor parte de la noche.

—Gracias.

Jamás se había sentido tan totalmente agradecida, y se alejó preguntándose por qué George nunca había invitado a aquel joven encantador a cenar.

Henry bebió un sorbo de su agua mineral. Tawfik. Al parecer, su presa estaba en la biblioteca.

sep

Hacía frío en el coche con la ventana abierta, pero Vicki, incapaz de ver nada, no podía permitirse prescindir de sus demás sentidos. El viento olía a humo de madera quemada, hojas caídas y perfume caro (supuso que era habitual en el vecindario), y le trajo el sonido del tráfico lejano, una puerta (bastante cercana) abriéndose y cerrándose, un teléfono (muy próximo o al lado de una ventana abierta) exigiendo ser contestado, un niño vestido de Halloween hasta tarde pidiéndole a su madre que le dejase recorrer una o dos manzanas más. Dos adolescentes, demasiado mayores para los caramelos, comentaban el día mientras recorrían la otra acera de la calle. A medida que empeoraban sus ojos, su oído parecía mejorar, o tal vez sólo tenía que prestar más atención a lo que oía.

Vicki no tenía ninguna duda de que, basándose sólo en el sonido, podría reconocer a esas dos chicas en una rueda de sospechosos. Un par de notas bajas, un par de tacones, el suave frotar de unas mangas contra el cuerpo de una chaqueta de poliéster, el repicar casi musical de pequeñas pulseras metálicas en contrapunto, que indicaba que ambas llevaban varias. Una sonaba como si mascase chicle, y la otra como si tuviese la boca llena de aparatos de ortodoncia.

—… y estaba aplastando las tetas contra él.

—Querrás decir que estaba aplastando el relleno contra él.

—¡No!

—Oh oh, y luego tiene las narices de decir que está enamorada de Bradley

¿Y qué sabéis sobre el amor vosotras, niñas? Se preguntaba Vicki, al apartarse ellas del alcance de su oído. Henry Fitzroy, el hijo bastardo de Enrique VIII, el Duque de Richmond, dice que me quiere. ¿Qué os parece eso? Suspiró. ¿Qué me parece a mí eso?

Arrastró la uña contra las ranuras de ventilación del salpicadero del BMW, y volvió a suspirar. Vale, así que le da miedo morir, eso pudo entenderlo. Cuando llevas viviendo en la oscuridad más de cuatrocientos años y empiezas a soñar con el sol… Un pensamiento repentino la asoló. Dios, a lo mejor le da miedo morir esta noche. A lo mejor cree que no puede enfrentarse a la momia. Tanteó en busca de la manilla para abrir la puerta, pero se detuvo antes de llegar a hacerlo. No seas ridícula, Vicki. Es un vampiro, un depredador, un superviviente demostrado. Y me quiere.

Y voy a tener que arrastrar ese puñetero razonamiento falso cada vez que lo vea de ahora en adelante. Levantó los ojos hacia el cielo que no podía ver. Primero Celluci quiere «hablar», y ahora Henry y sus declaraciones. ¿No basta con tener una momia rondando por la ciudad? ¿Necesito esto?

Es típico de un hombre querer complicar una relación perfectamente correcta.

Se dejó caer por el asiento de cuero hasta casi alinear la cabeza con el borde inferior de la ventana, cerró los ojos y se aposentó para esperar. Pero sólo porque no podía hacer nada más.

sep

Con las luces del salón reducidas a un tenue resplandor anaranjado, que extendía el motivo de Halloween fuera de la fiesta en sí, la curva de las escaleras arrojaba una mancha de sombras oscuras al salir de la biblioteca. Henry, cubierto por la penumbra, se envolvió con su capa y se apoyó contra el papel de seda de la pared para planear su siguiente movimiento.

Según Sue Zottie, el Subsecretario de Justicia y el Sr. Tawfik estaban en la biblioteca, pero él sentía tres vidas al otro lado de la pared, y no había nada que sugiriese que ninguna de ellas se había liberado tras milenios de encierro. Los tres corazones latían al mismo ritmo…

No, a un ritmo idéntico.

A Henry se le erizó el cabello de la nuca al apartarse de la luz. Los corazones no latían en total sincronía por accidente. De hecho, había oído algo así sólo una vez más, en 1537, cuando, mareado y confundido por la pérdida de sangre, había apretado la boca contra le herida del pecho de Christina y había bebido, consciente de nada más que del calor de ella y de las dolorosas pulsaciones de su corazón, latiendo al mismo tiempo que el de ella.

¿Qué pasaba en aquella habitación?

Por primera vez, Henry sintió cierta inquietud al pensar en enfrentarse realmente a la criatura que llevaba tanto tiempo enterrada. El momento del cambio había sido la experiencia más poderosa y envolvente de su vida, no sólo en los diecisiete años anteriores, sino en los cuatrocientos cincuenta y tres restantes, y si la momia pudiese controlar ese tipo de poder…

«¿Crees que puedes vértelas con el sacerdote hechicero?», le había preguntado Celluci.

Su respuesta había sido despreciativa, «No me faltan recursos».

Había derrotado antes a hechiceros, mediante fuerza, velocidad y voluntad, pero estos seguían reglas que él conocía, y no iban con su propio dios oscuro particular.

«¿Crees que puedes vértelas con el sacerdote hechicero?».

La voz del recuerdo se había vuelto sarcástica, y Henry bajó las cejas. Por supuesto, no iba a darle a Celluci el placer de verlo rendirse sin pelear.

Los tres corazones se detuvieron, y dos comenzaron de nuevo a latir a la vez, mientras que el otro iba a su propio ritmo.

Tenía que entrar en aquella biblioteca. Tal vez a través del jardín…

Entonces, el latido independiente se acercó a la puerta y Henry se quedó paralizado. El pomo se giró, la puerta se abrió y una mujer de pelo muy corto y canoso salió al pasillo. Henry reconoció a la Presidenta de la Corte Suprema de Ontario por una foto reciente del periódico, aunque esta no había podido reflejar su evidente seguridad o su sentido del humor. El vestido de caballero que llevaba iba bien con ambas.

Henry contempló cómo la pluma de su sombrero llegaba hasta el suelo en una reverencia increíble.

—Tendrán mi apoyo total en esto. George, Sr. Tawfik, los veré en la ceremonia y le diré al Inspector Cantree que quieren verlo ahora. —Entonces, con una sonrisa, volvió a ponerse el sombrero y se dirigió por el pasillo hasta el salón donde tenía lugar la fiesta. No parecía estar encantada.

Ahora sólo sonaban dos corazones en la biblioteca, el de Tawfik y el del subsecretario, y sonaban como uno solo. A través de la puerta abierta, Henry oyó una voz tenue preguntando atentamente:

—¿Y cómo es el Inspector Cantree?

—No será fácil de convencer.

—Bien, mi señor y yo preferimos trabajar con los fuertes, duran más.

—Cantree cree que la independencia da mejores resultados que la conformidad.

—¿Ahora también?

—Dicen que es incorruptible.

—Podemos utilizar eso.

¿Utilizar para qué?, se preguntaba Henry. Había algo en el tono que le recordaba a su padre. No le resultaba para nada reconfortante. Su padre había sido un príncipe cruel y maquiavélico, capaz de jugar al tenis con un cortesano por la mañana y hacer que lo ejecutasen por alta traición antes de la puesta de sol. Inmóvil aún, frunció el ceño al contemplar a un gran hombre vestido de pirata recorrer el pasillo atento a dónde pisaba, moviéndose como si estuviese siempre preparado para una pelea, con una expresión cercana a la sospecha. Su porte y actitud decían «policía» tan claramente que Henry dudó que aquel hombre hubiese servido nunca de incógnito.

El recién llegado se detuvo en la entrada, llevando una mano carnosa al pomo del sable de plástico que colgaba de su cadera. Su instinto parecía advertirle de un peligro en la habitación, y su tono de voz era cuidadosa, agresivamente neutral.

—¿Sr. Zottie? ¿Quería hablar conmigo?

—Ah, Inspector Cantree. Por favor, pase.

Al atravesar Cantree el umbral, Henry se adelantó rápidamente, dejando que los pesados pliegues de su capa cayeran de sus hombros al suelo. En distancias cortas, era capaz de moverse más rápido de lo que los ojos de un mortal podían registrar, pero no si arrastraba metros de tela a sus espaldas. Deslizándose entre el corpulento inspector y la puerta, se introdujo veloz como una sombra en la habitación, a lo largo de una pared cubierta de libros, y detrás de una barrera de pesados cortinajes que iban del techo al suelo.

Muy práctico, pensó, con la espalda apretada contra el cristal, los pies apartados hacia un lado para que no sobresaliesen, y el cuerpo totalmente quieto otra vez. Por encima del latido de los tres corazones, oyó al inspector cerca, con el parquet contrayéndose bajo su peso, pero no detectó ningún alboroto. Nadie se había dado cuenta de su entrada.

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Sintió algo. Rozaba contra su ka con la inocencia de una tormenta del desierto, casi arrastrándolo fuera del ligero trance que había mantenido durante la mayor parte de la noche. Antes de poder reaccionar, las barreras protectoras, colocadas más por una vieja costumbre que por una necesidad concreta, desviaron aquel roce, y sólo bajándolas pudo encontrarlo de nuevo.

Por un instante, sopesó lo que hacía aquella noche contra un potencial tan tentador, y, a su pesar, volvió a colocar las defensas en su sitio. Su señor consideraba la velada su primera reunión con un cuerpo de acólitos (que además era la primera reunión de un poder más secular), y no vería con buenos ojos los caprichos personales en un momento así.

El roce había sido indirecto, accidental. Por lo tanto, tendría que esperar.

Sin embargo, su glorioso recuerdo permanecía almacenado en su mente, y juró que no tendría que esperar demasiado.

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—Inspector Frank Cantree, el Sr. Anwar Tawfik.

Henry descorrió las cortinas un centímetro, movimiento que quedó enmascarado por el sonido del roce de la carne contra la carne.

—Por favor, tome asiento, inspector. El Sr. Tawfik tiene una proposición que creo que le resultará muy interesante.

Vio al inspector sentarse en un caro sofá de cuero, y al subsecretario Zottie moverse por la habitación y permanecer detrás de un sillón de orejas, con la espalda apenas a un metro de su escondite, tapando totalmente a Anwar Tawfik desde su ángulo de visión.

Esto empieza a parecer una película de terror barata, pensó Henry, donde la criatura se levanta de la silla para mirar a la cámara al final de la escena. Supongo que tengo que esperar a mi señal. Haría un movimiento antes de que Cantree saliese de la habitación, y otro antes de que otro alto cargo sustituyese al inspector. Zottie era sólo un mortal, y podía ocuparse de él rápidamente. En cuanto a la momia, si es que Tawfik era la momia, no había demostrado ser un ladrón de vidas inocentes. A Henry no le preocupaban especialmente sus razones. El momento de su muerte había pasado hacía milenios.

Desde donde estaba, podía ver a Cantree mirar de un lado a otro de la habitación, observando, percibiendo, recordando. Al parecer, era una costumbre de todos los oficiales de policía, ya que Henry había visto a Vicki y a Celluci realizar variaciones sobre el tema.

A continuación, Tawfik empezó a hablar, con una voz baja e intensa. A Henry le sonaba a leyes y otras cuestiones generales, pero era evidente que Cantree oía algo más. Los movimientos de su mirada empezaron a hacerse más lentos, hasta que se concentró en el hombre (o la criatura) de la silla. Empezaron a repetirse ciertas palabras, y después de cada una, el inspector asentía y adoptaba una expresión atónita. Un reguero de sudor le recorría la cara sin que se diese cuenta (la biblioteca estaba unos diez grados más caliente que el resto de la casa).

Henry sentía los dedos gélidos de la inquietud recorrer su columna vertebral al volverse las cadencias de Tawfik más y más hipnóticas, y repetirse con más frecuencia las palabras clave. Era magia, eso podía sentirlo, aunque pareciese algo mucho menos arcano, pero era magia que escapaba a sus conocimientos. Podría haber sentido un poder benigno o maligno, pero eso no era ninguna de las dos cosas. Sólo existía.

Cuando los tres corazones latieron a un ritmo idéntico, Tawfik se detuvo.

—Su ka está abierto. Frank Cantree. ¿Me oyes?

—Sí.

—Desde este momento, tu misión principal es la de obedecerme. ¿Lo entiendes?

—Sí.

—Protegerás mis intereses por encima de todo lo demás. ¿Lo entiendes?

—Sí.

—Me protegerás. ¿Lo entiendes?

—Sí.

Pero esta vez, después de la sílaba afirmativa, la boca de Cantree siguió moviéndose.

—¿Qué pasa?

Aunque hubiese sido imposible moverse independientemente con las condiciones del hechizo, los labios de Cantree se retorcieron ligeramente al contestar.

—Hay alguien detrás de las cortinas a tu espalda.

Durante un segundo, la escena quedó suspendida en el limbo. Luego Henry echó a un lado las cortinas, avanzó, se encaró con la criatura que se levantaba de la silla y se quedó inmóvil.

Percibió la impresión confusa de unas sandalias de cuero doradas, una túnica de lino, un cinturón ancho, un collar de cuentas pesadas que cubría la mitad de un pecho descubierto, un pelo demasiado espeso y negro para ser real; entonces los ojos perfilados con kohl bajo la peluca se clavaron en los suyos, y lo único que vio fue un gran sol dorado en medio de un cielo azul intenso.

Presa de un intenso pánico, apartó la mirada, se volvió y se lanzó por la ventana.

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Aunque sabía que era imposible, que la noche para ella era absolutamente oscura, Vicki de repente creyó que se había oscurecido aún más, como si una nube hubiese cubierto la luna que no veía, y las sombras se hubiesen espesado. Poniendo alerta todos los sentidos, salió lentamente del coche, dejando que la puerta se cerrase, pero no con seguro. De un tirón podía encender la luz del coche, y al menos podría volver a entrar en él.

En este barrio pagan suficientes impuestos como para tener unas cuantas farolas más.

La noche parecía esperar, así que Vicki esperó con ella. Entonces, de no muy lejos de allí, llegó el sonido de un cristal al romperse, varias ramas pequeñas partiéndose violentamente y unas suelas de cuero que se acercaban a una velocidad imposible, golpeando a una velocidad de pánico contra el cemento.

No había tiempo para pensar, para considerar sus movimientos. Vicki se apartó del coche y se dirigió hacia el sonido.

Ambos cayeron al suelo.

El impacto la dejó sin aire en los pulmones, y su mandíbula se cerró con suficiente fuerza como para que todos sus dientes se estremeciesen. Se tomó un segundo para agradecer a cualquier dios que escuchase el que le hubiese dado tiempo a apartar la lengua al agarrarse a lo que le parecían unas solapas caras. Durante el aterrizaje, su cabeza rebotó en el pavimento, y el golpe provocó un impresionante despliegue de fuegos artificiales dentro de sus párpados. De algún modo, consiguió mantenerse agarrada. No fue hasta que unas manos frías la agarraron por las muñecas y la apartaron sin ningún esfuerzo, que se dio cuenta de quién la sujetaba. O, mejor dicho, de quién la había sujetado.

—¿Henry? ¡Joder, soy yo, Vicki!

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Refugio. El sol estaba saliendo. Tenía que encontrar un refugio.

sep

Vicki se dio la vuelta y rápidamente se agarró a la pierna derecha de Henry. Si no podía detenerlo, tal vez pusiese hacerle ir más despacio.

—¡Henry!

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Notó un peso en la pierna, impidiéndole ir a toda velocidad. Se inclinó para deshacerse de él cuando percibió un aroma familiar sobre él, que cubría el hedor de su propio miedo.

Vicki.

Ella dijo que estaría allí cuando el amanecer fuese a por él. Lucharía con él. No le dejaría arder.

Refugio.

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La tensión abandonó sus músculos y aflojó los dedos, que aplastaban el hombro de ella. Vicki lo soltó indecisa, preparada para lanzarse en pos de él en caso de que empezase a correr otra vez.

—El coche está aquí mismo. —En realidad, estaba algo perdida con respecto a la posición del coche, pero esperaba que Henry se diese la vuelta y lo viese—. Venga. ¿Puedes conducir?

—Creo… creo que sí.

—Bien. —Las demás preguntas podían esperar. No sólo le resultaba difícil oír las respuestas por el eco del golpe de su cráneo con el suelo, sino que, por los sonidos que precedieron a la carrera, Henry acababa de salir de una casa llena de policías por una ventana cerrada. Saldrían en su persecución en cualquier momento, y eso provocaría muchas más preguntas para las que no había respuesta.

Srta. Nelson, ¿puede decirnos por qué su amigo se convirtió en un montón de ceniza en la celda de la comisaría al amanecer?

Con una mano se agarró a la chaqueta de Henry, y no la soltó hasta que la otra encontró el metal familiar. Intentó sentarse en su asiento en cuanto se imaginó dónde estaba, y después lo miró con ansiedad, o, mejor dicho, observó su sombra contra las luces del salpicadero, mientras él ponía el motor en marcha y salía cuidadosamente de la plaza de estacionamiento. No tenía ni idea de por qué la gente no salía a borbotones de la casa del Subsecretario como las avispas enfadadas de un nido, pero, desde luego, no iba a quejarse por escapar sin problemas.

—¿Henry…?

—No. —La mayoría del terror visceral se había desvanecido, pero ni siquiera la presencia de Vicki bastaba para hacer desaparecer totalmente el miedo. Siento el sol. Faltan horas para el amanecer y siento el sol—. Déjame en casa primero. Igual entonces…

—Cuando puedas. Puedo esperar. —Su voz sonaba deliberadamente sosegada, aunque realmente quería agarrarlo, zarandearlo y preguntarle qué había pasado allí dentro. Si esta es la reacción de Henry hacia la momia, tenemos muchos más problemas de lo que creíamos.

sep

—¿Voy detrás de él, amo?

—Estás atado por el hechizo, que todavía no está terminado. —Escupía las palabras, y la fuerza de su furia chisporroteaba visiblemente a su alrededor.

—Pero los demás…

—No pueden oír nada de lo que pase en esta habitación. No han oído la ventana romperse. No nos interrumpirán. —Con un esfuerzo, volvió a concentrarse en el hechizo de coacción de varias capas que estaba invocando—. Cuando termine con el inspector, puedes investigar el terreno, pero no antes.

El Inspector Cantree sacudió la cabeza, y el sudor empezó a empaparle el traje a la altura de las axilas. Puso los ojos en blanco, y los músculos de su garganta entraron en funcionamiento para producir un gemido.

—No ha hecho daño a los demás, amo.

—Ya lo sé.

El ka que lo había rozado antes con su magnifico e inagotable potencial de poder había estado a su alcance, y se había visto forzado a dejarlo escapar por las circunstancias.

Eso no le gustaba.

Sin embargo, ahora sabía que existía, y, lo que era más importante, el potencial sabía que él existía. Sería capaz de encontrarlo de nuevo.

Eso le gustaba mucho.

sep

Cuando Vicki por fin vio el rostro de Henry a la luz fluorescente del ascensor, este era totalmente impenetrable. Totalmente. Por su expresión, podría estar esculpido en alabastro. Esto no es bueno

Tres adolescentes, vestidos con lo que podrían ser disfraces o no, entraron en el vestíbulo, echaron un vistazo a Henry y permanecieron silenciosos en una esquina, sin decir una palabra, sin una sola risa hasta que se bajaron en el quinto.

Y no hay mal que por bien no venga, pensó Vicki cuando salieron en silencio.

El último, envalentonado al irse, se detuvo en el umbral y pensó en voz alta:

—¿Qué se supone que es?

¿Por qué no?

—Un vampiro.

Los rizos teñidos rebotaban sobre los hombros cubiertos de lentejuelas.

—Ni por casualidad —fue la arrogante conclusión al cerrarse la puerta del ascensor.

Vicki usó las llaves para entrar en el apartamento, y siguió de cerca los talones de Henry a medida que este entraba a zancadas en el salón hasta el dormitorio. Encendió a luz al dejarse caer sobre la cama.

—Siento el sol —dijo suavemente.

—Pero faltan horas para el amanecer.

—Ya lo sé.

sep

—Coronel Mostaza, en la biblioteca, con una momia…

Henry le devolvió la mirada con expresión ceñuda.

—¿De qué hablas?

—¿Eh? —Vicki se giró y bajó el brazo. Había estado examinando dolorosamente el chichón que tenía en la nuca. Por suerte, parecía que su feliz encuentro con el suelo a la entrada de la casa del Subsecretario de Justicia no había provocado daños permanentes. Y lo que necesito ahora mismo es una conmoción.

—Ah, nada. Estaba pensando en voz alta. —La fiesta les había servido para avanzar en lo que sabían, y que antes sólo sospechaban. La momia estaba embrujando a la gente que controlaba las fuerzas policiales de Ontario, haciéndose con su propio ejército privado. No había duda de que pretendía crear su propio estado con su propia religión. Después de todo, se había traído consigo a su dios.

Tenían un nombre, Anwar Tawfik, el hombre al que había ayudado a salir del ascensor en la oficina del subsecretario. No podía evitar cierta simpatía: después de tres mil años encerrado en un ataúd, ella también tendría una violenta claustrofobia. Aun así, debería haber tirado a ese hijo de puta por el hueco del ascensor cuando tuve la oportunidad.

Se golpeó el muslo con el puño.

—No creo que pueda tener éxito, pero va a morir mucha gente en el intento. Y nadie nos va a creer hasta que haga algo.

—O mucho después de que lo haga.

—¿A qué te refieres?

—¿A quién suele llamar el ciudadano medio cuando hay problemas? —señaló Henry.

—A la policía.

—A la policía —repitió él.

—Y controla a la policía. Mierda, mierda, mierda, mierda.

Muy bien expresado.

La sonrisa de Vicki se parecía a una mueca de disgusto al cambiar de postura al borde de la cama.

—Parece que vamos a tener que hacerlo nosotros.

Henry se cubrió los ojos con el antebrazo.

—Pues voy a servir de mucha ayuda.

—Mira, ya llevas semanas soñando con el sol, y todavía funcionas perfectamente.

—¿Perfectamente? Tirarme por la ventana de esa biblioteca no me parece funcionar perfectamente.

—Por lo menos ya sabes que no estás loco.

—No, estoy maldito.

Vicki le apartó el brazo de la cara y se inclinó sobre él. La luz que arrojaba la lámpara casi le llegaba a los ojos, pero, a pesar de las sombras que lo tapaban, pensó que parecía más mortal que nunca.

—¿Quieres dejarlo?

—¿El qué? —En su risa había una veta de histeria—. ¿La vida?

—No, idiota —cogió su mandíbula con una mano y le zarandeó la cabeza de lado a lado, esperando que no pudiese notar por el roce el miedo que sentía por él.

—¿Quieres dejar el caso?

—No lo sé.