abía permanecido aletargado durante algún tiempo. La nada se hizo añicos cuando lo sacaron de la cámara oculta bajo la tumba de un sacerdote olvidado, vacía durante siglos. La última capa del hechizo protector estaba escrita en el muro de roca que había sido destruido para poder entrar, y, desaparecido este, el propio hechizo había empezado a desvanecerse.
Con cada segundo que pasaba, se iba diluyendo más y más. El ka que flotaba en el ambiente, el de más almas de las que le habían rodeado en milenios, le incitó a alimentarse. Lentamente, comenzó a recuperar sus recuerdos.
A continuación, mientras se revolvía y no tenía más que salir y hacerse con él, obteniendo asila llave hacia a la libertad, el movimiento se detuvo y las vidas se alejaron. Sin embargo, el vacío no volvió.
Eso fue lo peor de todo.
Decimosexta dinastía, pensó el Dr. Rax, recorriendo con su dedo la superficie del rectángulo de basalto negro, liso y sin decoración. Era algo extraño, siendo el resto de la colección de la decimoctava. Sin embargo, ahora entendía por qué los británicos estaban dispuestos a entregar la reliquia. Aunque era un espléndido ejemplar de su clase, no iba a atraer nuevas bandadas de visitantes a las galerías ni iba a arrojar demasiada luz sobre el pasado.
Sin embargo, gracias al poder adquisitivo de una aristocracia más provista de dinero que de cerebro, Gran Bretaña posee todas las antigüedades egipcias que pueda querer. El Dr. Rax se esforzaba en que esa idea no asomase a su rostro cuando algún supuesto miembro de la aristocracia, si bien de más reciente casta, curioseaba por encima de su hombro.
El decimocuarto Barón de Montclair, demasiado bien educado como para llegar a preguntar, se inclinó hacia delante con las manos ocultas en los bolsillos de su flamante chaqueta.
El Dr. Rax, dudando de si el joven parecía preocupado o simplemente ocioso, intentó no prestarle atención. Y yo que pensaba que el concepto de broma de clase alta lo inventaron los Monty Python, meditó mientras continuaba con su inspección. Qué ingenuo por mi parte.
A diferencia de la mayoría de los sarcófagos, la reliquia que estaba examinando el Dr. Rax no tenía tapa, sino un panel corredizo de piedra en uno de los extremos. Se preguntó cómo no había bastado ese simple rasgo para llamar la atención de los museos británicos. Por lo que él sabía, este diseño sólo se había encontrado en otro sarcófago, una belleza de alabastro hallada por Zakariah Goneim en la inconclusa pirámide escalonada de Sekhem-khet.
A su espalda, el decimocuarto barón se aclaró la garganta.
El Dr. Rax siguió sin prestarle atención.
Aunque una de las esquinas estaba astillada, el sarcófago se encontraba en muy buen estado. Tras haber pasado casi cien años almacenado en uno de los sótanos inferiores del hogar ancestral de los Montclair, parecía haber pasado desapercibido para todos, incluido el tiempo.
Pero no para las arañas. El Dr. retiró con el cepillo una polvorienta capa de telarañas. Frunciendo el ceño y con dedos algo temblorosos, sacó un bolígrafo-linterna del bolsillo del traje.
—¿Algún problema? —El decimocuarto barón tenía una razón para parecer algo alterado. La exclusivísima empresa llegaría en poco menos de un mes para convertir el edificio ancestral en un exclusivísimo balneario, y aquella maldita y enorme caja de piedra negra estaba precisamente donde pensaba situar la sauna femenina.
Los latidos del corazón del Dr. Rax casi ahogaron la pregunta.
—Nada.
A continuación se arrodilló y dirigió con mucho cuidado el fino haz de luz sobre el extremo inferior del panel corredizo. Había un óvalo de arcilla centrado sobre la juntura de argamasa, un sello casi intacto con algo que, por lo que podía observar el Dr. Rax a través del polvo y las telarañas, parecía el emblema de Thot, el antiguo dios egipcio de la sabiduría.
Por un momento, olvidó respirar.
Un sello intacto sólo podía significar una cosa.
El sarcófago no estaba vacío, como todo el mundo suponía.
Lo observó durante un intervalo de doce latidos del corazón, pugnando contra su consciencia. Los ingleses ya habían dicho que no querían la reliquia. No tenía obligación alguna de informarles de qué era lo que estaban cediendo. Por otra parte…
Suspiró, apagó la linternita y se quedó inmóvil.
—Tengo que hacer una llamada —le dijo a su inquieto acompañante—. Si puede indicarme desde dónde…
—Dr. Rax, que agradable sorpresa. ¿Sigue todavía en Harvested Hall? ¿Ha echado un vistazo a la maldita caja de piedra negra de su Señoría?
—Pues sí, de hecho. Por eso he llamado. —Respiró profundamente; era mejor acabar pronto con aquello, y la pérdida resultaría menos dolorosa—. Dr. Davis, ¿envió realmente a su gente aquí a examinar el sarcófago?
—¿Por qué? —El egiptólogo británico dejó escapar un bufido—. ¿Necesita alguna ayuda para identificarlo?
El Dr. Rax recordó de repente por qué y cuánto despreciaba al otro hombre.
—Creo que puedo arreglármelas para clasificarlo, gracias. Sólo me preguntaba si alguno de los suyos había visto la reliquia.
—No hace falta. Vimos el resto de la basura que Montclair sacó de todos los rincones. Era de esperar que, con todas las piezas preciosas que salieron de Egipto en aquellos tiempos, el antepasado de su Señoría habría traído a casa algo de valor, aunque fuese por accidente, ¿no?
La ética profesional se enfrentaba al deseo. Se impuso la primera.
—En cuanto al sarcófago…
—Mire, Dr. Rax… —al otro lado de la línea, el Dr. Davis exhaló un gran suspiro—: este sarcófago puede ser algo muy importante para usted, pero de verdad, tenemos todo lo que necesitamos. Tenemos salas enteras llenas de reliquias de gran importancia histórica que puede que no tengamos ni tiempo de examinar jamás. —Y ustedes no, fue el mensaje implícito sin demasiada sutileza—. Creo que podemos permitirnos dejar volver a las colonias una mole de basalto sin adornos.
—¿Así que puedo llamar a mis empleados y empezar a embalarlo? —El Dr. Rax preguntaba en voz baja, en un tono que contrastaba severamente con su forma de agarrar y retorcer el cable del teléfono con los nudillos blancos.
—Si está seguro de que no quiere usar a un par de mis hombres…
No, aunque tuviese que llevar el sarcófago a cuestas todo el camino de vuelta a casa.
—No, gracias. Seguro que su gente tiene muchas cosas que hacer de importancia histórica.
—Bien, si eso es lo que quiere, con mucho gusto. Me encargaré de arreglar los papeles y enviárselos al Hall. Podrá sacar la reliquia del país tan fácilmente como si fuese una estatuilla de plástico del Big Ben.
Que es más o menos lo que vale, indicaba claramente su tono.
—Gracias, Dr. Davis.
Gilipollas egocéntrico estirado, añadió silenciosamente el Dr. Rax al colgar. Bueno, pensó para aliviar su maltrecha conciencia, no se puede decir que no lo intenté.
Se alisó la chaqueta y se dio la vuelta para dirigirse al barón, que revoloteaba por el lugar.
—Me ha dicho que pedía por él cincuenta mil libras, ¿no?
—Erm, Dr. Rax… —Karen Lahey se levantó, limpiándose el polvo de las rodillas—. ¿Está seguro de que los ingleses no lo quieren?
—Por completo. —El Dr. Rax se palpó el pecho y escuchó durante un segundo el reconfortante crujido de los papeles que llevaba en el bolsillo del traje. El Dr. Davis había cumplido su palabra. El sarcófago podía salir de Inglaterra en cuanto estuviese embalado y se hubiese concertado el seguro.
Karen se fijó en el sello. Que llevase el emblema de Thot sin ninguno de los símbolos de la necrópolis ya era suficientemente raro. Lo que implicaba el sello era todavía más raro.
—¿Sabían que…? —agitó la mano frente al disco de arcilla.
—Llamé al Dr. Davis en cuanto lo descubrí. —Lo cual no era mentira.
Ella frunció el ceño y se fijó en el otro preparador. La expresión de ambos era idéntica. Había algo raro. Nadie que estuviese en su sano juicio cedería un sarcófago sellado con la promesa que algo así representaba.
—¿Y el Dr. Davis dijo…? —insistió ella.
—El Dr. Davis dijo, y cito textualmente, «Este sarcófago puede ser algo muy importante para usted, pero tenemos todo lo que necesitamos. Tenemos salas enteras llenas de reliquias de gran importancia histórica que puede que no tengamos ni tiempo de examinar jamás». —El Dr. Rax ocultó una sonrisa al fruncir el ceño sus interlocutores—. Y a continuación añadió, «Creo que podemos permitirnos dejar volver a las colonias una mole de basalto sin adornos».
—No le contó lo del sello, ¿verdad, doctor?
Este se encogió de hombros.
—Después de eso, ¿se lo diría usted?
Karen frunció aún más el ceño.
—Pues no, no se lo contaría a ese cabrón creído, y perdón por mi francés. Déjenos esto, Dr. Rax, y se lo embalaremos para que hasta las telarañas lleguen intactas.
Su acompañante asintió.
—Colonias —dijo con un bufido—. ¿Quién coño se cree que es?
El Dr. Rax tuvo que contenerse para no ponerse a brincar al llegar a su habitación. El Director de Egiptología del Royal Ontario Museum no brincó. No era digno. Pero nadie cerraba con argamasa un ataúd vacío para ponerle después un sello.
—¡Sí! —Se permitió dar un puñetazo al aire en la intimidad del desierto sótano superior—. ¡Hemos conseguido una momia!
El movimiento comenzó de nuevo y los recuerdos cobraron nitidez. Arena y sol. Calor. Luz. No necesitaba recordar la oscuridad; la oscuridad lo había acompañado demasiado tiempo.
Mientras el pesado ataúd llegaba a su destino por aire, hubiera estado bien un agradable crucero por el Atlántico en la gran dama de los trasatlánticos, el Queen Elisabeth II. Desgraciadamente, el presupuesto de adquisiciones se había estirado hasta límites extremos con la compra, el embalado y el seguro, y lo mejor que podía permitirse el museo era un carguero danés que salía de Liverpool para Halifax. El barco partió de Inglaterra el 2 de octubre. Con la colaboración de Dios y del Atlántico Norte, llegaría a Canadá en diez días.
El Dr. Rax envió a los dos preparadores de vuelta en avión y decidió viajar personalmente con el artefacto. Sabía que era una imprudencia, pero no quería separarse de él. Aunque la nave a veces llevaba pasajeros, las instalaciones del barco eran espartanas, y las comidas, aunque sustanciosas, no eran precisamente exquisitas. Ni se dio cuenta. Aunque no se le permitía el acceso al contenedor en el que viajaba el sarcófago con la momia que sin duda contenía, permanecía lo más cerca que podía, ocupándose del papeleo; por la noche se acostaba en su estrecha litera y se imaginaba la apertura del ataúd.
A veces, él desprendía el sello y abría el panel rodeado de toda clase de medios de comunicación; el hallazgo del siglo, en todos los noticiarios y en primera página en todo el mundo. Habría contratos para libros, giras de conferencias y años de investigaciones, estudiando los contenidos y extrayéndolos después para examinarlos con más detenimiento.
A veces, sólo eran él y su equipo, trabajando despacio y cuidadosamente. Pura ciencia. Puro descubrimiento. Y aún quedaban los años de investigación.
Se imaginaba el contenido del sarcófago de todas las formas posibles, una por una y combinadas. Algunas noches extendía las descripciones, y otras las simplificaba. No sería la momia de algún miembro de la realeza, sino probablemente un sacerdote o un alto funcionario de la corte; y con suerte, no habría recibido los óleos aromáticos que destruyeron parcialmente la momia de Tutankamón.
Llegó a concentrarse tanto en ello que pensó que sería capaz hasta de distinguir su contenedor entre cientos de contenedores idénticos. Ocupó tanto sus pensamientos que se olvidó de todo los demás: el mar, el barco, la tripulación. Uno de los marineros portugueses empezó a hacer la señal contra el mal de ojo cada vez que se acercaba a él.
Empezó a hablar con el sarcófago todas las noches antes de irse a dormir.
—Pronto —le decía—. Pronto.
Recordaba una cara, delgada y preocupada, que se inclinaba sobre él y no paraba de murmurar. Recordaba una mano, la suave piel húmeda de sudor al cerrarle los ojos. Recordaba el terror al sentir la tela sobre la cara. Recordaba el dolor cuando enrollaron sobre él la banda de lino que contenía el hechizo y la aseguraron.
Pero no podía recordarse a sí mismo.
Sólo sentía un ka, y a una distancia tal que sabía que debía de estar acercándose a él tanto como él mismo se acercaba al ka.
«Pronto», le decía. «Pronto».
Podía esperar.
El aire de la dársena de carga del museo estaba tan cargado de excitación contenida que incluso el conductor del camión, un hombre de legendario laconismo, se vio insuflado por ella. Sacó las llaves del bolsillo como si sacase un conejo de un sombrero y abrió las compuertas del vehículo con tal ceremonia que parecía añadir un redoble de tambores a toda la operación.
El cajón de contrachapado, reforzado con dos a dos y ataduras, no parecía distinto de cualquiera de los demás cajones que había recibido el Royal Ontario Museum a lo largo de los años, pero todo el departamento de egiptología, que carecía de razón alguna para estar allí abajo, se aproximó; el Dr. Rax estaba radiante como debía estarlo la Virgen María en el pesebre.
Los preparadores no solían encargarse de descargar las adquisiciones. Lo hicieron con aquella. El Dr. Rax, que hubiese querido llevar a mano él solo la caja al taller, permaneció al margen y les dejó continuar con lo suyo. Su momia se merecía lo mejor.
—Saludos al gran conquistador. —La Dra. Rachel Shane, directora auxiliar, se acercó para ponerse a su lado. Bienvenido de vuelta, Elias. Tienes pinta de estar algo cansado.
—No he dormido mucho —admitió el Dr. Rax, frotándose los ojos ya inyectados en sangre.
—¿Sentimiento de culpabilidad?
Él soltó un bufido, reconociendo la broma.
—Tengo sueños extraños sobre estar atado y asfixiarme lentamente.
—Tal vez estás poseído —dijo ella, haciendo un gesto con la cabeza hacia la caja.
Él volvió a contestar con un bufido.
—Tal vez la junta de directores haya estado intentando ponerse en contacto conmigo —echó un vistazo alrededor, frunciendo el ceño al resto su equipo—. ¿No tenéis nada mejor que hacer que venir a ver sacar una caja de madera de un camión?
El nuevo becario era el único que parecía nervioso; los demás se limitaron a esbozar una sonrisa y mover la cabeza colectivamente.
El Dr. Rax también sonrió; no podía evitarlo. Estaba agotado y necesitaba urgentemente algo más reparador que el café y la comida rápida que había consumido en cada parada entre Halifax y Toronto, pero tampoco se había sentido nunca tan eufórico. Aquella reliquia podía ser el detonante para situar en el mapa al Royal Ontario Museum, que ya era una institución respetada internacionalmente, y todos los que estaban en la habitación lo sabían.
—Aunque me gustaría pensar que toda esta agitación es porque he vuelto, ya sé que no es por eso. —Nadie se molestó en protestar—. Y como podéis ver, no hay nada que ver, así que, ¿por qué no volvemos al taller para poder entusiasmarnos en la intimidad de nuestro propio departamento?
A su espalda, la Dra. Shane añadió su propio apoyo silencioso a aquella sugerencia.
Hicieron falta no pocas miradas reticentes a la caja, pero al fin la sala se vació.
—Supongo que el edificio entero sabe lo que tenemos aquí, ¿no? —preguntó el Dr. Rax mientras él y la Dra. Shane seguían a la caja y a los preparadores al montacargas.
La Dra. Shane movió la cabeza.
—Por sorprendente que parezca, teniendo en cuenta cómo se extienden los rumores en esta madriguera, no. Toda nuestra gente ha sido muy discreta. —Las cejas oscuras se relajaron—. Por si acaso.
Si acaso resulta que realmente está vacía, cuanta menos gente lo sepa, menos se resentirá nuestra reputación profesional. No se ha descubierto una momia nueva desde hace décadas.
El Dr. Rax decidió ignorar este tema.
—¿Así que Von Thorne no lo sabe?
Aunque el departamento de egiptología no envidiaba la hermosa ala nueva del departamento del Lejano Oriente, sí les molestaba la actitud pedante de su director.
—Si se ha enterado —dijo enfática la Dra. Shane—, no ha sido por nosotros.
Como uno solo, los dos egiptólogos se giraron hacia los preparadores, que trabajaban no sólo para ellos, sino para todo el edificio.
Con una mano apoyada ligeramente sobre la caja, Karen Lahey se estiró en toda su extensión.
—Bueno, por nosotros no se ha enterado. No después de acusarnos de hacer una grieta falsa en aquel Buda de porcelana.
Su compañero asintió con un gruñido.
El montacargas se paró en el cinco, las puertas se abrieron y el Dr. Van Thorne se dirigió efusivamente hacia ellos.
—Así que has vuelto de tu viaje de compras, Elias, ¿has traído algo interesante?
El Dr. Rax se esforzó por esbozar una sonrisa no muy educada.
—Sólo lo habitual, Alex.
Van Thorne se apartó hábilmente de en medio cuando los preparadores sacaron la caja del montacargas, y dio unos golpecitos a la madera al pasar, a modo de bendición descuidada.
—Ah —dijo—. Más trozos de jarras, ¿eh?
—Algo así. —En la sonrisa del Dr. Rax fueron asomando más dientes. La Dra. Shane lo agarró del brazo y tiró de él por el pasillo.
—Acabamos de recibir un Buda nuevo —dijo a sus espaldas el director del departamento del Lejano Oriente—. Siglo II antes de Cristo. Una cosita preciosa de alabastro y jade sin una sola marca. Tienen que venir a verlo en cuanto puedan.
—En cuanto podamos —asintió la Dra. Shane, con la mano sujetando aún con fuerza el brazo de su superior. No lo soltó hasta que estuvieron casi en el taller.
—Un Buda nuevo —murmuró él, flexionando su brazo y observando cómo los preparadores manipulaban la caja a través de las puertas dobles—. ¿Qué importancia histórica tiene eso? La gente todavía sigue adorando a Buda. Espera, espera a que abramos este sarcófago y le vamos a borrar de la cara esa sonrisa de perro del templo.
Al cerrarse las puertas del taller a sus espaldas, el peso de la responsabilidad del sarcófago desapareció. Todavía había mucho por hacer, y había varias cosas que aún podían salir mal, pero el viaje al fin había terminado. Se sentía como un moderno Anubis, escoltando a los muertos a la vida eterna en el submundo, y se preguntaba cómo se las apañaba el antiguo dios para soportar una carga tan agotadora.
Apoyó ambas manos en la caja, sintiendo a través de la madera, el embalaje, la piedra y el ataúd interior que ocultase esta, el cuerpo que reposaba en su interior.
—Estamos aquí —le dijo suavemente—. Bienvenido a casa.
Al ka que había sido tan constante se le sumaban otros. Los sentía fuera de las ataduras, llamando, existiendo, haciéndolo caer en un frenesí con su cercanía y su inaccesibilidad. Si pudiese recordar…
Entonces, de repente, el ka de los alrededores comenzó a desvanecerse. Al borde del pánico, se dirigió hacia el que conocía y lo sintió alejarse. Se aferró a él tanto como pudo, y después a la sensación de este, y después a su recuerdo.
Solo no. Por favor, solo otra vez, no.
Cuando volvió, hubiese llorado si hubiese recordado cómo.
Tras refrescarse con una ducha y una buena noche de sueño plagada sólo por una vaga sensación de pérdida, el Dr. Rax observó el sarcófago. Lo habían catalogado, medido, descrito, le habían asignado la tarjeta número 991.862.1 y ahora existía como posesión oficial del Royal Ontario Museum. Había llegado el momento.
—¿Está preparada la cámara? —preguntó mientras se ponía un par de guantes nuevos de algodón.
—Preparada, doctor. —Boris Bercarich, que se ocupaba de la mayor parte de la labor de fotografía del departamento, entornó el ojo a través del objetivo. Ya había tomado dos carretes de fotos, uno en blanco y negro y otro en color, y su cámara colgaba ahora del cuello del becario más competente en aquellas lides. Él seguiría haciendo fotos mientras ella grababa. Si tenía que decir algo, como así era, aquella iba a ser una momia bien documentada.
—¿Preparada, Dra. Shane?
—Preparada, Dr. Rax. —Se calzó los guantes y alcanzó la almohadilla de algodón estéril que debía albergar el sello arrancado—. Puede comenzar cuando quiera.
Él asintió, respiró hondo y se arrodilló. Con la almohadilla en la mano, deslizó la hoja flexible de la espátula detrás del sello y fue raspando lentamente la arcilla de siglos de antigüedad. Aunque sus manos eran firmes, se le hizo un nudo en el estómago, más tirante a cada segundo, y creció su miedo a que el sello, a pesar de los conservantes, sólo se pudiese arrancar convertido en un puñado de arcilla roja informe. A medida que trabajaba, iba comentando en voz baja las sensaciones físicas que recibía al manejar el cuchillo.
Entonces sintió que algo cedía, y apareció una grieta minúscula como un pelo, cruzando diagonalmente la superficie exterior del sello.
Durante un latido de corazón, el único sonido audible en la habitación fue el suave zumbido de la videocámara.
Un latido después, el sello, partido limpiamente en dos mitades unidas por conservantes, descansó sobre la almohadilla de algodón.
El departamento de egiptología recordó a una como respirar.
Sintió romperse el sello, oyó la rotura resonar a través de las edades.
Recordó quién era. Lo que era. Lo que le habían hecho.
Recordó el odio.
Recurrió al odio para hacerse fuerte, y se lanzó contra las ataduras. Aún quedaba demasiado del hechizo; ahora era consciente, pero aún seguía tan atrapado como antes. Su ka aulló silenciosamente de frustración.
¡Pronto seré libre!
«Pronto», llegó la silenciosa respuesta. «Pronto».
Hizo falta el resto del día para retirar la argamasa. A pesar de acumular el papeleo, el Dr. Rax permaneció en el taller.
—Bueno, sea lo que sea lo que sellaron aquí, desde luego no lo pusieron fácil para abrirlo.
La Dra. Shane se estiró, frotándose con la mano la parte inferior de la espalda.
—¿Estás seguro de que su Señoría no sabía ni por asomo de dónde sacó esto su venerable antepasado?
El Dr. Rax pasó el dedo por la juntura.
—No, ni idea —esperaba estar eufórico una vez comenzase finalmente el trabajo, pero se dio cuenta de que sólo estaba impaciente. Todo iba muy despacio, hecho del cual era bien consciente y que no debería considerarse un problema. Se frotó los ojos e intentó borrar de su mente la intranquilizadora visión de abrir el sarcófago de un mazazo.
La Dra. Shane suspiró y se volvió a inclinar hacia la argamasa.
—Qué no daría por algo de información contextual.
—Ya sabremos todo lo que haga falta cuando consigamos abrir el sarcófago.
Ella se giró para mirarlo, y un mechón tapó su ceja arqueada.
—Pareces estar muy seguro de eso.
—Lo estoy.
Y lo estaba. De hecho, sabía que obtendrían las respuestas que necesitaban cuando el sarcófago estuviese finalmente abierto, aunque no sabía para nada de dónde procedía esa información. Se frotó las palmas, sudorosas de repente, contra los pantalones. Ni idea…
Para cuando terminaron de retirar la argamasa, era demasiado tarde como para seguir trabajando ese día, o más exactamente, era de noche. Verían el contenido de la caja de piedra por la mañana.
Esa noche, el Dr. Rax soñó con un animal parecido a un grifo con cuerpo de antílope y cabeza de pájaro. Este le observaba de arriba abajo con ojos demasiado brillantes y se reía. Se levantó, casi sin descansar, al amanecer, y estuvo en el museo horas antes de que llegase el resto del departamento. Pretendía evitar el taller y usar el tiempo adicional para el papeleo administrativo que amenazaba con enterrar su escritorio, pero su llave ya estaba en la cerradura y su mano abría la puerta de un empujón antes de que su mente consciente registrase la acción.
—Casi lo hago —dijo cuando la Dra. Shane llegó un rato después. Estaba sentado en una silla de plástico naranja, con las manos cerradas tan fuertemente que tenía los nudillos blancos.
A ella no le hizo falta preguntarle a qué se refería.
—Es una suerte que seas demasiado científico como para rendirte al impulso —le dijo, pensando que tenía pinta de estar hecho una mierda—. En cuanto lleguen los demás, terminamos con esto.
—Terminamos con esto —repitió él.
La Dra. Shane frunció el ceño y sacudió la cabeza, decidiendo no decir nada. Después de todo, ¿qué podía añadir? ¿Que por un momento el director del departamento de egiptología no hablaba como él mismo ni parecía él? A lo mejor él no era el único que necesitaba dormir más.
Cinco horas y siete carretes más tarde, el ataúd interior descansaba sobre soportes de madera con almohadillas, libre de su envoltura de piedra por primera vez en milenios.
—Bien —la Dra. Shane miró con ceño fruncido la madera pintada—. Esta es la cosa más puñetera que he visto nunca.
El resto del departamento asintió con la cabeza, salvo el Dr. Rax, que se contenía para no avanzar y tirar la tapa.
El ataúd era antropomórfico, pero sólo remotamente. No tenía ningún dibujo grabado ni pintado en la madera, ni símbolos de Anubis u Osiris, como cabía esperar. En lugar de eso, una fabulosa serpiente enroscaba toda su extensión alrededor del ataúd, marcada con un símbolo de Thot, descansando sobre el pecho de la momia. A la cabecera del ataúd había una representación de Setu, un dios menor que montaba guardia en la décima hora de Tuat, el submundo, y usaba una jabalina para ayudar a Ra a acabar con sus enemigos. A los pies había una representación de Shemerti, idéntica en todos los aspectos al otro guardián salvo porque usaba un arco. Los espacios que dejaba libres la serpiente grande estaban ocupados por culebras enroscadas y vigilantes.
En la mitología egipcia, las serpientes eran las guardianas del submundo.
Como obra de arte era hermoso; los colores eran tan ricos y vibrantes que parecía que el artista hubiese terminado la obra hacía tres horas, y no tres milenios. Como ventana histórica, el cristal estaba demasiado empañado en el mejor de los casos.
—Si tuviera que opinar —dijo pensativa la Dra. Shane—, diría que, por el símbolo y el trabajo de artesanía, esto es de la decimoctava dinastía, no de la decimosexta. A pesar del sarcófago.
El Dr. Rax tuvo que asentir, aunque parecía incapaz de hacer una observación personal coherente.
Pasaron el resto del día haciendo fotos, catalogándolo y arrancando el sello de goma de cedro que fijaba firmemente la tapa.
—No tengo ni idea de cómo es que esto no se ha secado y se ha convertido en un polvito fácil de quitar.
El Dr. Shane sacudió una pierna entumecida y después la otra. Ese era el segundo día que había pasado de rodillas, y, aunque era una posición de lo más propia para un arqueólogo, nunca había estado muy por la labor de tullirse por la ciencia.
—Parece —añadió ella, alargando la mano pero sin llegar a tocar una de las culebras—, que lo que hubiese encerrado en este ataúd no debía salir.
Uno de los becarios dejó escapar una aguda risotada que se interrumpió rápidamente.
—Ábrelo —ordenó el Dr. Rax, con labios repentinamente secos.
En el silencio que siguió a estas palabras, el suave murmullo de la cámara parecía indiscretamente fuerte.
El Dr. Rax no era del todo inconsciente de la miradas sorprendidas que lanzaban sus ayudantes, entre sí y hacia él. Alargó las manos y consiguió sonreír.
—¿Dormirá alguno de nosotros esta noche si no lo hacemos?
¿Dormirá alguno de nosotros esta noche si lo hacemos?, se descubrió pensando de repente la Dra. Shane, y se preguntó de dónde provenía esa idea.
—Es tarde. Todos hemos estado trabajando mucho y tenemos por delante todo un fin de semana. Podríamos empezar frescos el lunes.
—Sólo vamos a levantar la tapa. —Estaba usando la misma voz que empleaba para obtener fondos de la junta directiva del museo, con un encanto garantizado. La Dra. Shane no apreciaba que la usase con ella—. Y creo que todo este trabajo bien vale una mirada al interior.
—¿Y los rayos X?
—Más adelante —mientras hablaba se fue poniendo un par de guantes, con lo que ocultaba el temblor de manos—. Como parece ser que quitaron las asas que se usaron para colocar la tapa, yo cojo la cabecera, Ray —dijo mencionando al más corpulento de los investigadores—, y tú los pies.
Podrían haber parado en aquel momento, pero, a decir verdad, todos estaban ansiosos por ver lo que contenía la reliquia. Al no objetar la directora adjunta, Ray se puso un par de guantes y se colocó en su lugar.
—A la de tres. ¡Uno, dos, tres!
La tapa se levantó limpiamente, más pesada de lo que parecía.
—Ahhh —el sonido surgió involuntariamente de media docena de gargantas. Colocando la tapa cuidadosamente en otro caballete acolchado, el Dr. Rax, con el corazón saliéndosele del pecho, se volvió para ver lo que podía yacer allí.
La momia estaba gruesamente envuelta en lino antiguo, y el olor a cedro era casi abrumador. El interior de la caja estaba revestido de madera aromática. Alguien estornudó, aunque nadie se dio cuenta de quién. El cuerpo estaba enrollado en una larga tira de tela, cubierta abundantemente con jeroglíficos, siguiendo la dirección que llevaba la serpiente sobre el ataúd. La momia no llevaba máscara mortuoria, aunque sus rasgos eran visibles en relieve a través de la tela.
El aire seco de Egipto era bueno para los muertos, y los preservaba para su futuro estudio, al absorber todos los fluidos, incluso a través del tejido protegido. El embalsamamiento era sólo el primer paso, y, como demostraban los sitios que depredaban a los faraones, no era el más necesario.
Disecado era la única palabra posible para describir el rostro que se ocultaba bajo el lino, aunque pudieran haberse usado otras palabras más halagüeñas en otro tiempo, ya que las mejillas eran altas y agudas, la barbilla marcada, y la impresión general que daba era de fuerza.
El Dr. Rax exhaló una bocanada de aire que no se había dado cuenta de estar reteniendo, y la tensión abandonó visiblemente sus hombros.
—¿Esperabas a Bela Lugosi? —preguntó secamente la Dra. Shane, en un tono sólo para sus oídos. La mirada que él le devolvió, mitad de terror y mitad de agotamiento, le hizo arrepentirse de sus palabras casi al instante—. ¿Podemos irnos a casa ya? —preguntó ella en un tono deliberadamente desenfadado—. ¿O querías adelantar otros dos años de investigación esta noche?
Lo hizo. Vio su mano lanzarse hacia la tira de jeroglíficos, a punto de hacerse con ella, pero la retiró.
—Vale por hoy —dijo levantándose, forzando la voz para no mostrar el esfuerzo que le costaba formar las palabras.
—Nos ocuparemos de esto el lunes.
A continuación se dio la vuelta y, antes de poder cambiar de opinión, abandonó el cuarto.
Se hubiese reído de haber sido posible, incapaz de contener la exaltación desatada. Puede que su cuerpo siguiese atrapado, pero con la apertura de su prisión, su ka había quedado libre.
Libre… libre… hambre…