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Contemplé la agitada masa roja, naranja y negra. Una muralla de fuego y destrucción. La contemplé hasta que se desvaneció. Dejó una negra cicatriz en el suelo, delante de mí, rodeando un agujero de cinco palmos de ancho: el cráter de la explosión.

Me quedé mirándolo y descubrí que seguía vivo. Lo admito: fue el momento más asombroso de mi vida.

Alguien gimió detrás de mí. Me volví y vi que el Profesor se incorporaba para sentarse en el suelo. Llevaba la ropa ensangrentada y tenía unos cuantos arañazos en la piel, pero su cráneo estaba entero. ¿Me había equivocado al valorar la gravedad de sus heridas?

Tenía la mano extendida con la palma hacia delante. El tensor que mostraba en ella estaba prácticamente hecho pedazos.

—Caray —dijo—. Unos centímetros más y no habría podido detenerlo. —Tosió en su palma—. Eres un tarugo afortunado.

Mientras hablaba, los arañazos de su piel se sanaron. «El Profesor es un Épico —pensé—. El Profesor es un Épico. ¡Eso ha sido un escudo de energía que ha creado para bloquear la explosión!».

Se puso en pie tambaleándose y contempló el estadio. Unos cuantos soldados de Control echaron a correr cuando lo vieron levantarse. Parecían no querer formar parte de lo que quiera que estuviese sucediendo en el centro del terreno de juego.

—¿Cuánto…? —pregunté—. ¿Cuánto tiempo?

—Desde Calamity —dijo el Profesor, doblando el cuello—. ¿Crees que una persona corriente podría haber resistido tanto tiempo contra Steelheart como yo esta noche?

Naturalmente que no.

—Los inventos son todos de pega, ¿verdad? —dije, comprendiendo—. ¡Es usted un dador! Nos dio sus habilidades. Habilidades de escudo en forma de chaqueta, habilidad curadora en forma del reparador y poderes destructivos en forma de tensores.

—No sé por qué lo hice —dijo el Profesor—. Patéticos pequeños… —gruñó, llevándose la mano a la cabeza. Apretó la mandíbula y gruñó.

Retrocedí, sobresaltado.

—¡Es tan difícil luchar! —se quejó entre dientes—. Cuanto más lo usas, más… ¡Arrrr! —Se arrodilló, sujetándose la cabeza. Guardó silencio un instante y esperé, sin saber qué decir. Cuando levantó la cabeza, parecía más controlado—. Lo doy… —dijo—, porque si lo uso… me hace esto.

—Puede combatirlo, Profesor —dije. Era lo adecuado—. Lo he visto hacerlo. Es usted un buen hombre. No deje que lo consuma.

Él asintió, inspirando profundamente y espirando despacio.

—Tómalo. —Me tendió la mano.

Dudé antes de coger su mano con mi mano sana; la otra la tenía aplastada. Debería haber sentido dolor, pero estaba demasiado conmocionado.

No me sentí diferente, aunque el Profesor pareció más controlado. Los huesos de mi mano herida se soldaron. Al cabo de segundos fui capaz de flexionar los dedos perfectamente.

—Tengo que dividirlo entre vosotros —explicó—. No parece… afectaros tan profundamente como a mí. Pero si se lo doy todo a una persona, cambia.

—Por eso Megan no podía utilizar los tensores —dije—. Ni el reparador.

—¿Qué?

—¡Oh, lo siento! No lo sabe usted. Megan es una Épica también.

—¿Qué?

—Es Firefight… —le expliqué, sintiendo un pequeño escalofrío—. Usó sus poderes de ilusión para engañar al zahorí. Espere, el zahorí…

—Tia y yo lo programamos para que me excluyera —dijo el Profesor—. Da un falso negativo sobre mí.

—¡Ah! Bueno, creo que Steelheart envió a Megan a infiltrarse en los Reckoners. Pero Edmund dice que él no podía dar sus poderes a otros Épicos, así que… sí. Por eso ella no ha podido usar jamás los tensores.

El Profesor sacudió la cabeza.

—Cuando dijo eso en el escondite, me dio que pensar. Nunca había intentado darle los míos a otro Épico. Tendría que haber visto que… Megan.

—No podía saberlo —le conforté.

El Profesor controló la respiración, luego asintió. Me miró.

—No pasa nada, hijo. No tengas miedo. Esta vez está pasando rápido. —Vaciló—. Creo.

—Me parece bien —dije, poniéndome en pie.

El aire olía a explosivos: a pólvora, humo y carne quemada. La creciente luz del sol se reflejaba en las superficies de acero, a nuestro alrededor. Me resultaba casi cegadora, y el sol ni siquiera había alcanzado su cenit.

El Profesor contempló la luz del sol como si no hubiera reparado antes en ella. Sonrió y se fue pareciendo cada vez más a su antiguo yo. Cruzó el terreno de juego hacia algo que había entre los escombros.

«La personalidad de Megan cambia también cuando usa sus poderes —pensé—. En el hueco del ascensor, en la moto… cambiaba. Se volvía más atrevida, más arrogante, incluso más odiosa». Había pasado rápidamente en cada ocasión, pero apenas había empleado sus poderes, así que tal vez los efectos en ella eran más débiles.

Si eso era cierto, entonces el tiempo que había pasado con los Reckoners (cuando necesitaba tener cuidado y no emplear sus habilidades para no descubrirse) le había servido para no verse afectada. La gente entre la que se había infiltrado la había vuelto en cambio más humana.

El Profesor regresó con algo en la mano. Un cráneo ennegrecido y calcinado. El metal brillaba bajo el hollín. Un cráneo de acero. Lo volvió hacia mí. Tenía una marca en el hueso de la mejilla derecha, como el rastro dejado por una bala.

—Hum —dije, cogiéndolo—. Si la bala pudo dejarle el hueso marcado, ¿por qué no ha destruido el cráneo la explosión?

—No me sorprendería que su muerte haya activado su capacidad de transfiguración —dijo el Profesor—, convirtiendo lo que quedaba de él mientras moría, sus huesos, o algunos de ellos, en acero.

Eso era aventurar mucho; pero, claro, alrededor de los Épicos sucedían cosas raras, sobre todo cuando morían.

Mientras yo miraba el cráneo, el Profesor llamó a Tia. Capté distraído sonidos de llanto, exclamaciones de alegría y una conversación que acabó haciendo que ella volviera en el helicóptero a recogernos. Alcé la cabeza y caminé hacia el túnel de entrada al estadio.

—¿David? —me llamó el Profesor.

—Ahora mismo vuelvo —dije—. Quiero hacer una cosa.

—El helicóptero estará aquí dentro de un momento. Mejor que no estemos aquí cuando Control llegue en tromba a ver qué ha sucedido.

Eché a correr, pero no me puso más pegas. Me adentré en la oscuridad y puse al máximo la luz de mi móvil para iluminar los altos y cavernosos pasillos. Pasé de largo ante el cadáver de Nightwielder, semihundido en acero. También pasé de largo por el lugar donde Abraham había detonado los explosivos.

Reduje el paso, contemplando los chiringuitos y los baños. No tenía mucho tiempo y me sentí como un idiota. ¿Qué esperaba encontrar? Ella se había marchado. Se…

Voces.

Me detuve y me volví al pasillo en penumbra. Localicé su origen y avancé hasta una puerta de acero abierta que daba a lo que parecía un cuarto trastero. La voz me resultaba familiar. No era la de Megan, sino…

—… te mereces sobrevivir a esto, aunque yo no lo haga —decía. Siguieron unos disparos lejanos—. ¿Sabes? Creo que me enamoré de ti el primer día. Qué estúpido, ¿no? Amor a primera vista. Menudo tópico.

Sí, yo conocía esa voz. Era la mía. Me detuve en la puerta, sintiéndome como en un sueño mientras escuchaba mis propias palabras, palabras pronunciadas mientras defendía el cuerpo moribundo de Megan. Seguí escuchando mientras toda la escena se repetía hasta el final.

—No sé si te amo —continuó mi voz—. Pero, sea cual sea esta emoción, es la más fuerte que he sentido en años. Gracias.

La grabación terminó y empezó otra vez desde el principio.

Entré en el cuartito. Megan estaba sentada en el suelo, en un rincón, mirando fijamente el móvil que tenía en las manos. Redujo el volumen cuando entré, pero no dejó de mirar la pantalla.

—Tengo un canal secreto de vídeo y audio —susurró—. Llevo la cámara en la piel, encima de un ojo. Se activa si cierro los párpados demasiado tiempo o si mi ritmo cardíaco aumenta mucho o se reduce mucho. Envía los datos a uno de mis depósitos de la ciudad. Empecé a usarlo después de morir unas cuantas veces. La reencarnación siempre me desorienta. Ver qué me llevó a la muerte me ayuda.

—Megan, yo…

¿Qué podía decir?

—Megan es mi verdadero nombre —dijo ella—. ¿No es gracioso? Me pareció que podía decírselo a los Reckoners, porque esa persona, la persona que yo era, está muerta. Megan Tarash. Nunca tuvo nada que ver con Firefight. No era más que otro ser humano corriente.

Me miró, y a la luz de la pantalla de su móvil vi lágrimas en sus ojos.

—Me llevaste en brazos todo el camino —susurró—. Lo vi cuando renací esta vez. Que lo hicieras no tenía sentido para mí. Pensaba que seguramente necesitabas algo de mí. Ahora entiendo por qué lo hiciste.

—Tenemos que irnos, Megan —dije, dando un paso adelante—. El Profesor podrá explicártelo mejor que yo, pero ahora ven conmigo.

—Mi mente cambia —susurró ella—. Cuando muero, renazco de la luz un día después. En un lugar cualquiera. No donde quedó mi cuerpo, no donde perdí la vida, pero cerca. Es diferente cada vez. No me siento yo misma, ahora que esto ha pasado. No quiero ser así. No tiene sentido. ¿En qué confías tú, David? ¿En qué confías cuando tus propios pensamientos y emociones parecen odiarte?

—El Profesor puede…

—Alto —dijo, levantando una mano—. No te acerques más. Déjame. Tengo que pensar.

Avancé.

—¡Alto!

Las paredes desaparecieron y las llamas nos envolvieron. Noté que el suelo se agitaba bajo mis pies, mareándome. Me tambaleé.

—Tienes que venir conmigo, Megan.

—Da otro paso y me pegaré un tiro —dijo ella, acercando la mano a una pistola que tenía cerca, en el suelo—. Lo haré, David. La muerte no es nada para mí. Ya no.

Retrocedí, las manos arriba.

—Tengo que pensar en esto —murmuró de nuevo, mirando el móvil.

—David. —Una voz en mi oído. La voz del Profesor—. David, nos vamos ya.

—No utilices tus poderes, Megan —le pedí—. Por favor. Tienes que comprenderlo. Son ellos los que te cambian. No los uses durante unos cuantos días. Escóndete y tu mente se despejará.

Ella siguió mirando la pantalla. La grabación empezó otra vez.

—Megan…

Me apuntó con la pistola sin dejar de mirar el móvil, con las mejillas arrasadas de lágrimas.

—¡David! —gritó el Profesor.

Le di la espalda y corrí hacia el helicóptero. No sabía qué otra cosa hacer.