Las tres balas dieron en el blanco, y las tres rebotaron en Steelheart como guijarros contra un tanque.
Bajé la pistola. Steelheart me señaló con una mano en torno a cuya palma brillaba la energía. No me importó.
«Se acabó —pensé—. Lo hemos intentado todo». Yo no sabía su secreto. No lo había sabido nunca.
Había fracasado.
Lanzó un rayo de energía y mi instinto primario me forzó a moverme. Lo esquivé dando una voltereta y el rayo golpeó el suelo, a mi lado, levantando una lluvia de metal derretido. El suelo se estremeció y la andanada descontroló mis movimientos. Aterricé con fuerza en el duro suelo.
Acabé por detenerme y me quedé allí, aturdido. Steelheart avanzó. Los ataques del Profesor le habían destrozado la capa, pero no parecía más que levemente molesto. Se cernió sobre mí, extendiendo la mano.
Era majestuoso, tenía que reconocerlo incluso mientras me preparaba para morir a sus manos. Los jirones de la capa negra y plateada, ondeando, hacían que de algún modo pareciera más real. El rostro de rasgos clásicos, cuadrado, con una barbilla que cualquier defensa habría envidiado; un cuerpo atlético, musculoso pero no de culturista. Aquello no era exageración: era perfección.
Me estudió, con la mano brillando.
—Ah, sí —dijo—. El niño del banco.
Parpadeé, sorprendido.
—Recuerdo todo y a todos —me dijo—. No te sorprendas. Soy divino, muchacho. No olvido. Te creía muerto y bien muerto. Un cabo suelto. Odio los cabos sueltos.
—Mataste a mi padre —susurré. Una estupidez por mi parte, pero fue todo lo que se me ocurrió.
—He matado a un montón de padres —replicó Steelheart—. Y a madres, hijos, hijas… Tengo derecho a hacerlo.
El brillo de su mano se hizo más intenso. Me preparé para lo que me esperaba.
El Profesor atacó a Steelheart por la espalda.
Rodé de lado por instinto mientras los dos golpeaban el suelo cerca de mí. El Profesor quedó encima, con la ropa quemada, rasgada y ensangrentada. Tenía su espada, y empezó a golpear con ella la cara de Steelheart.
El Épico se rio mientras el arma lo golpeaba: su cara melló la espada.
«Me estaba hablando para atraer al Profesor —comprendí, atónito—. Lo…».
Steelheart empujó al Profesor. Con un ínfimo esfuerzo lo lanzó a tres metros de distancia. El Profesor cayó al suelo y gimió.
Se levantó viento y Steelheart se incorporó flotando, saltó en el aire, aterrizó sobre una rodilla y descargó un puñetazo en la cara del Profesor.
Sangre roja salpicó a su alrededor.
Grité, me puse de pie y corrí hacia el Profesor. Pero el tobillo me falló y me desplomé. Entre lágrimas de dolor, vi a Steelheart golpear de nuevo.
Rojo. ¡Cuánto rojo!
El gran Épico se incorporó, sacudiendo la mano ensangrentada.
—Tienes algo a tu favor, pequeño Épico —le dijo al Profesor caído—. Creo que me has molestado más que nadie.
Me arrastré hasta el Profesor. Tenía la parte izquierda del cráneo aplastada; los ojos abiertos miraban sin ver. Estaba muerto.
—¡David! —dijo Tia en mi oído. Había disparos en su extremo de la conexión. Control había encontrado el helicóptero.
—Vete —susurré.
—Pero…
—El Profesor ha muerto —dije—. Yo también soy hombre muerto. Vete.
Silencio.
Saqué del bolsillo el bolígrafo explosivo. Estábamos en el centro del terreno de juego. Cody había colocado mi detonador encima del montón de explosivos, que estaba justo debajo de nosotros. Bien, haría volar a Steelheart por los aires, aunque no sirviera de nada.
Varios soldados de Control corrieron hacia Steelheart, informando sobre el perímetro. Oí que el helicóptero ascendía para marcharse. También oí a Tia llorando por la línea.
Conseguí arrodillarme junto al cadáver del Profesor.
«Mi padre muriendo ante mis ojos. Yo arrodillado a su lado. Vete, huye…».
Al menos esta vez no había sido un cobarde. Alcé el bolígrafo, acariciando el botón. La explosión me mataría, pero no dañaría a Steelheart. Había sobrevivido a otras explosiones. Sin embargo, me llevaría a unos cuantos soldados por delante. Eso merecía la pena.
—No —dijo Steelheart a sus tropas—. Yo me encargo de él. Este es… especial.
Lo miré, parpadeando asombrado. Había alzado el brazo para alejar a los agentes de Control.
Había algo extraño a lo lejos, detrás de él, asomando por encima del borde del estadio. Fruncí el ceño. ¿Luz? Pero si la ciudad no estaba en aquella dirección… Además, la ciudad no había producido nunca una luz tan intensa. Rojos, anaranjados, amarillos. Era como si el mismo cielo ardiera.
Parpadeé a través de la neblina de humo. La luz del sol. Nightwielder había muerto. Estaba saliendo el sol.
Steelheart se volvió y retrocedió, alzando un brazo para protegerse de la luz. Abrió la boca, sorprendido. Luego la cerró, apretando la mandíbula.
Se volvió hacia mí, con los ojos muy abiertos de ira.
—Será difícil sustituir a Nightwielder —gruñó.
Arrodillado en el centro del terreno de juego, miré la luz. Aquel hermoso brillo, aquel poderoso algo que había más allá…
«Hay cosas más grandes que los Épicos —pensé—. Están la vida y el amor y la naturaleza misma».
Steelheart avanzó hacia mí.
«Donde hay villanos, habrá héroes. —La voz de mi padre—. Espera. Vendrán».
Steelheart levantó una mano brillante.
«A veces, hijo, hay que ayudar a los héroes…».
Y de repente lo entendí.
El conocimiento se abrió camino en mi mente, como el ardiente resplandor del sol. Lo supe. Lo comprendí.
Sin mirarla siquiera, cogí la pistola de mi padre. La acaricié durante un momento y apunté directamente a Steelheart.
Él hizo una mueca y la miró.
—¿Bien?
Vacilé, la mano y el brazo me temblaban. El sol iluminaba a Steelheart a contraluz.
—Idiota —dijo él. Me agarró la mano y me aplastó los huesos. Apenas sentí el dolor. La pistola cayó al suelo con un tañido. Steelheart hizo un gesto y el aire giró en el suelo, formando un pequeño remolino bajo la pistola que la alzó hasta sus dedos. Me apuntó con ella.
Lo miré. Un asesino recortado por la luz brillante. Visto así, era solo una sombra. Oscuridad. La nada ante el verdadero poder.
Los hombres de ese mundo, Épicos incluidos, desaparecerían con el tiempo. Es posible que yo fuera un gusano para él, pero él también era un gusano en el grandioso plan del universo.
En su mejilla había una cicatriz diminuta. La única imperfección de su cuerpo. Un regalo del hombre que había creído en él. Un regalo de un hombre mejor de lo que Steelheart sería jamás o comprendería nunca.
—Tendría que haber tenido más cuidado ese día —dijo Steelheart.
—Mi padre no te temía —susurré.
Steelheart se puso rígido, con la pistola apuntándome a la cabeza mientras yo permanecía allí arrodillado, ensangrentado, ante él. Solía usar el arma de su enemigo para deshacerse de él. Le gustaba. Era parte de la rutina. El viento agitó el humo a nuestro alrededor.
—Ese es el secreto —dije—. Nos mantienes a oscuras. Alardeas de tus terribles poderes. Matas, permites que los Épicos maten, vuelves las armas de los hombres contra ellos mismos. Incluso difundes rumores falsos sobre lo horrible que eres, como si no te molestaras en ser tan malo como puedes ser. Quieres que tengamos miedo de ti…
A Steelheart los ojos estaban a punto de salírsele de las órbitas.
—… porque solo puede herirte alguien que no te tema —dije—. Sin embargo, esa persona no existe, ¿verdad? Te aseguras de ello. Incluso los Reckoners, incluso el Profesor, incluso yo: todos te tememos. Pero conozco a alguien que no te tiene miedo, ni te lo ha tenido nunca.
—Tú no sabes nada —gruñó.
—Lo sé todo —susurré. Sonreí.
Steelheart apretó el gatillo.
Dentro de la pistola, el percutor golpeó la bala. La pólvora explotó y la bala saltó hacia delante, lista para matar.
Golpeó lo que yo había metido en el cañón: un fino bolígrafo con un pulsador, lo suficientemente pequeño para caber dentro. Un detonador conectado a los explosivos que había bajo nuestros pies.
La bala alcanzó el botón del bolígrafo y lo pulsó.
Juro que vi desarrollarse la explosión. Cada latido de mi corazón pareció durar una eternidad. El fuego, de un rojo terrible para igualar la pacífica belleza del amanecer, se canalizó hacia arriba y el suelo de acero se desgarró como si hubiera sido de papel.
El fuego consumió a Steelheart y todo cuanto tenía a su alrededor. Destrozó su cuerpo mientras abría la boca para gritar. La piel se le desgajó, los músculos le ardieron, los órganos se le hicieron trizas. Volvió la mirada hacia el cielo, consumido por un volcán de fuego y furia que se abría a sus pies. En esa fracción de segundo, Steelheart, el más grande de todos los Épicos, murió.
Solo podía matarlo alguien que no lo temiera.
Él mismo había apretado el gatillo.
Él mismo había causado la detonación.
Y, como aquella arrogante mueca de autosuficiencia implicaba, Steelheart no se temía a sí mismo. Era, quizá, la única persona viva que no lo hacía.
En realidad, yo no tenía tiempo para sonreír en ese momento, pero lo hice de todas formas mientras el fuego venía hacia mí.