Unas dieciséis horas más tarde yo estaba sentado en el suelo del nuevo escondite, comiendo un cuenco de cereales con pasas, con los diodos del reparador conectados a la pierna y el costado. Habíamos tenido que dejar casi toda nuestra comida buena y nos nutríamos de la que había almacenada en la nueva guarida.
Los otros Reckoners me dejaban tranquilo. Me pareció extraño, ya que todos conocían a Megan desde hacía más tiempo que yo. No es que ella y yo hubiéramos compartido nada especial, aunque parecía estar más simpática conmigo.
De hecho, ahora que lo pensaba, mi reacción a su muerte parecía algo tonta. No era más que un chico enamoriscado, pero dolía. Mucho.
—¡Eh, Profesor! —dijo Cody, sentado delante de un portátil—. Tendrías que ver esto, colega.
—¿Colega? —preguntó el Profesor.
—Tengo parte de australiano. El abuelo de mi padre tenía un cuarto de aussie. Llevaba tiempo intentando probar cómo suena.
—Eres un hombrecito extraño, Cody —dijo el Profesor. Había vuelto casi a la normalidad; quizás estaba un poco más solemne, como todos los demás, Cody incluido. Perder a un compañero de equipo no era una experiencia agradable, aunque yo tenía la sensación de que ellos ya habían pasado por aquello otras veces.
El Profesor estudió la pantalla un momento y arqueó una ceja. Cody pulsó, luego volvió a pulsar.
—¿Qué pasa? —preguntó Tia.
Cody le dio la vuelta al portátil. Ninguno de nosotros tenía silla: estábamos sentados en los sacos de dormir. Aunque el escondite era más pequeño que el otro, a mí me parecía vacío. No éramos suficientes para llenarlo.
La pantalla era azul con unas sencillas letras mayúsculas negras: ESCOGE HORA Y EMPLAZAMIENTO. IRÉ.
—Esto es todo lo que se puede ver en cualquiera de los cien canales de entretenimiento de la red de Steelheart —dijo Cody—. Aparece en todos los móviles que se conectan y en todas las pantallas informativas de la ciudad. Algo me dice que hemos llamado su atención.
El Profesor sonrió.
—Esto es bueno. Nos deja escoger el lugar de la pelea.
—Suele hacerlo —confirmé, mirando mis cereales—. Dejó elegir a Faultline. Es su modo de enviar un mensaje: esta ciudad es suya y le da igual que intentes encontrar un terreno que te sea favorable. Te matará de todas formas.
—A mí me bastaría con no trabajar a ciegas —dijo Tia. Sentada en el rincón, tenía conectado el móvil a su tableta de modo que la pantalla aumentara lo que salía en la del teléfono—. Es frustrante. ¿Cómo descubrieron que había pirateado su sistema de cámaras? Tengo todos los accesos bloqueados, todos los resquicios sellados. No puedo ver nada de lo que pasa en la ciudad.
—Escogeremos un lugar donde podamos emplazar nuestras propias cámaras —dijo el Profesor—. No estarás ciega cuando nos enfrentemos a él. Se…
El móvil de Abraham sonó. Lo cogió.
—La alarma de proximidad indica que nuestro prisionero empieza a moverse, Profesor.
—Bien. —El Profesor se puso en pie mirando hacia la entrada de la habitación más pequeña, en la que estaba nuestro prisionero—. Ese misterio lleva reconcomiéndome todo el día.
Cuando se dio la vuelta, sus ojos se posaron en mí, y capté en ellos un atisbo de culpa.
Pasó de largo rápidamente y empezó a dar órdenes. Íbamos a interrogar al prisionero apuntándolo directamente con un haz de luz. Cody se pondría detrás y le apoyaría el cañón de la pistola en la cabeza. Todo el mundo tenía que llevar la chaqueta puesta. Me habían dado una de repuesto de cuero negro, un par de tallas más grande de lo necesario.
Los Reckoners empezaron a moverse para iniciar el interrogatorio. Cody y Tia entraron en la habitación del prisionero, seguidos por el Profesor. Yo me metí una cucharada de cereales en la boca y advertí que Abraham se quedaba en la habitación principal.
Se me acercó e hincó una rodilla en tierra.
—Vive, David —me dijo en voz baja—. Vive tu vida.
—Lo estoy haciendo —gruñí.
—No. Estás dejando que Steelheart viva tu vida por ti. La controla a cada paso. Vive tu propia vida. —Me dio una palmadita en el hombro, como si eso lo arreglara todo, y luego me indicó que lo acompañara a la otra habitación.
Suspiré, me puse en pie y lo seguí.
El prisionero era un hombre de unos sesenta años, delgado, calvo y de piel oscura. Giraba la cabeza, tratando de averiguar dónde estaba, aunque seguía amordazado y con los ojos vendados. No resultaba amenazador, atado de aquel modo a una silla. Naturalmente, muchos Épicos «no amenazadores» podían matar con poco más que el pensamiento.
Se suponía que Conflux no tenía ese tipo de poderes. Pero, claro, también se suponía que Fortuity no tenía habilidades aumentadas. Además, ni siquiera sabíamos si era Conflux o no. Reflexioné sobre la situación, lo cual era bueno. Al menos me impedía pensar en Megan.
Abraham enfocó la cara del cautivo con una gran linterna roja. Muchos Épicos necesitaban tener línea de visión para usar sus poderes contra alguien, así que mantener al hombre desorientado tenía un propósito muy útil. El Profesor le hizo una seña a Cody, que le quitó la venda de los ojos y la mordaza al prisionero y luego dio un paso atrás y le apuntó a la cabeza con una 357.
El prisionero parpadeó ante la luz, después miró a su alrededor. Se rebulló en la silla.
—¿Quién eres? —preguntó el Profesor, de pie junto a la luz, allí donde el prisionero no distinguía sus rasgos.
—Edmund Sense —respondió. Hizo una pausa—. ¿Y tú?
—Eso no te importa.
—Bueno, puesto que me tiene prisionero, me parece que me importa bastante.
Edmund tenía una voz agradable, con un leve acento indio. Parecía nervioso: sus ojos no dejaban de moverse.
—Eres un Épico —dijo el Profesor.
—Sí —respondió Edmund—. Me llaman Conflux.
—El jefe, «la cabeza», de las tropas de Control de Steelheart —dijo el Profesor. Los demás permanecimos en silencio, como nos habían dicho que hiciéramos, para no darle al hombre ninguna pista de cuántos éramos en la habitación.
Edmund se echó a reír.
—¿Cabeza? Sí, supongo que podríamos decirlo así. —Se echó hacia atrás, cerrando los ojos—. Aunque sería más adecuado decir que soy su «corazón», o tal vez solo su «pila».
—¿Por qué estabas en el maletero de ese coche? —preguntó el Profesor.
—Porque me estaban trasladando.
—¿Y sospechabas que podían atacar la limusina? ¿Por eso te escondiste en el maletero?
—Joven —dijo Edmund, de buen humor—, si hubiera querido esconderme, ¿me habría hecho maniatar, amordazar y vendar los ojos?
El Profesor guardó silencio.
—Deseas pruebas de que soy quien digo ser —prosiguió Edmund con un suspiro—. Bueno, preferiría no obligarte a que me lo saques a golpes. ¿Tienes un aparato mecánico que se haya quedado sin energía? Que no tenga nada de batería.
El Profesor miró a Tia, que rebuscó en su bolsillo y le tendió una linternita. El Profesor la probó y vio que no emitía luz. Vaciló y finalmente nos indicó que saliéramos de la habitación. Cody se quedó apuntando con la pistola a Edmund, pero los demás, el Profesor incluido, nos retiramos a la habitación principal.
—Puede que sea capaz de sobrecargarla y hacerla explotar —dijo el Profesor en voz baja.
—Pero necesitamos pruebas de su identidad —dijo Tia—. Si puede cargarla tocándola, entonces es Conflux u otro Épico con un poder muy similar.
—O alguien a quien Conflux ha pasado sus habilidades —razoné yo.
—El zahorí indica que es un Épico poderoso —intervino Abraham—. Lo hemos probado antes con agentes de Control a los que Conflux pasó poderes y no indicaba nada.
—¿Y si es un Épico diferente? —preguntó Tia—. Uno con algunos poderes recibidos de Conflux para demostrarse capaz de dar energía a las cosas y hacernos creer que es él. Podría hacerse el inofensivo y, cuando menos lo esperemos, volver todos sus poderes contra nosotros.
El Profesor sacudió lentamente la cabeza.
—No lo creo. Eso es demasiado retorcido, y demasiado peligroso. ¿Por qué iba a pensar que decidiríamos secuestrar a Conflux? Podríamos haberlo matado cuando lo encontramos. Creo que este hombre es quien dice ser.
—Pero, entonces, ¿por qué estaba en el maletero? —preguntó Abraham.
—Probablemente nos lo dirá si se lo preguntamos —dije—. Hasta ahora no ha puesto demasiadas pegas.
—Eso es lo que me preocupa —comentó Tia—. Es demasiado fácil.
—¿Fácil? —pregunté—. Megan murió para que pudiéramos capturar a este tipo. Quiero oír lo que tenga que decir.
El Profesor me miró, dando golpecitos con la linterna contra su palma. Asintió, y Abraham cogió una larga vara de madera a la que ató la linterna. Regresamos a la habitación. El Profesor usó la vara para tocar con la linterna la mejilla de Edmund.
Inmediatamente la bombilla se encendió. Edmund bostezó y trató de acomodarse.
El Profesor apartó de él la linterna. Continuaba encendida.
—He recargado la batería —dijo Edmund—. ¿Será suficiente para persuadirte de que me des algo de beber?
—Hace dos años —dije, dando un paso adelante a pesar de las órdenes del Profesor—, en julio, estuviste implicado en un proyecto a gran escala por cuenta de Steelheart. ¿Cuál fue?
—No tengo muy buena memoria… —respondió el hombre.
—No debería costarte recordarlo. La gente de la ciudad no lo sabe, pero algo extraño le sucedió a Conflux.
—¿En verano? Veamos… ¿Eso fue cuando me sacaron de la ciudad? —Edmund sonrió—. Sí, recuerdo la luz del sol. Por algún motivo, él necesitaba que diera energía a algunos tanques de combate.
Había sido una ofensiva contra Dialas, un Épico de Detroit que había puesto furioso a Steelheart cortando parte de su suministro de alimentos. La participación de Conflux se había llevado muy en secreto. Pocos sabían de ella.
El Profesor me miraba. Un montón de detalles de mis notas sobre Conflux empezaban a tener sentido. ¿Por qué no se lo veía nunca? ¿Por qué lo transportaban de esa forma? ¿Por qué el velo, el misterio? No era únicamente por la fragilidad de Conflux.
—Estás prisionero —dije.
—Pues claro que lo está —afirmó el Profesor, pero Conflux asintió.
—No —le dije al Profesor—. Siempre ha estado prisionero. Steelheart no lo está utilizando como lugarteniente, sino como fuente de energía. Conflux no está al mando de Control, es solo…
—Una pila —explicó Edmund—. Un esclavo. Es cierto, puede decirlo. Estoy acostumbrado. Soy un esclavo valioso; por cierto, es una posición envidiable. Sospecho que no pasará mucho tiempo antes de que él nos encuentre y os mate a todos por secuestrarme. —Sonrió con tristeza—. Lo siento. Odio que la gente se pelee por mí.
—Todo este tiempo… —dije—. ¡Caray!
Steelheart no podía permitir que se supiera lo que estaba haciendo con Conflux. En Chicago Nova los Épicos eran casi sagrados. Cuanto más poderosos, más derechos tenían. Eran la base del Gobierno. Los Épicos aceptaban un orden jerárquico porque sabían, aunque estuvieran al final de la cola, que seguían siendo mucho más importantes que la gente corriente.
Pero allí teníamos a uno que era un simple esclavo, una simple central de energía. Aquello tenía muchísimas implicaciones para todos en Chicago Nova. Steelheart era un mentiroso.
«Supongo que no debería sorprenderme demasiado —pensé—. Después de todo lo que ha hecho, esto es un asunto menor». A pesar de todo, era importante, o tal vez era que yo me aferraba a lo primero que distraía mi atención de Megan.
—Desconéctalo —dijo el Profesor.
—¿Perdona? —dijo Edmund—. ¿Que desconecte qué?
—Eres un dador —dijo el Profesor—. Un Épico transferidor. Retira tu energía de la gente a la que se la has dado. Retírala de las unidades mecanizadas, los helicópteros, las centrales eléctricas. Quiero que desconectes a todas las personas a las que les has dado tu poder.
—Si lo hago —respondió Edmund, dubitativo—, Steelheart no estará muy contento conmigo cuando me recupere.
—Puedes decirle la verdad —dijo el Profesor, alzando una pistola con una mano para que apuntara delante del punto de luz—. Si te mato, el poder desaparecerá. No tengo miedo de dar ese paso. Recupera tu poder, Edmund. Luego seguiremos hablando.
—Muy bien —respondió Edmund.
Y, sin más, desconectó Chicago Nova.