—Abraham, más sangre —dijo Tia, trabajando frenética.
Abraham, con el brazo en cabestrillo manchado de rojo por su propia sangre, corrió al frigorífico.
Megan yacía en la mesa de reuniones de acero, en la sala principal de nuestro escondite. En el suelo, donde yo los había arrojado, había montones de papeles y algunas de las herramientas de Abraham. Estaba sentado a un lado, sintiéndome impotente, exhausto y aterrado. El Profesor nos había abierto paso hasta el escondite desde atrás: la entrada principal la había sellado Tia con algunas clavijas de metal y un tipo especial de granada incendiaria.
Yo no entendía gran cosa de lo que estaba haciendo Tia mientras atendía a Megan, con vendajes e intentos de sutura. Al parecer, Megan tenía heridas internas que Tia encontraba aún más inquietantes que las enormes cantidades de sangre que había perdido.
Podía ver el rostro de Megan vuelto hacia mí, con los ojos de ángel cerrados suavemente. Tia le había quitado casi toda la ropa, revelando la gravedad de sus heridas, unas heridas horribles.
Resultaba extraño que su rostro estuviera tan sereno. Pero creía entenderlo. Yo mismo estaba aturdido.
«Un paso tras otro…». La había llevado de regreso al escondite. Esa experiencia era un borrón, un borrón de dolor y miedo, de angustia y mareo.
El Profesor no se había ofrecido a ayudar ni una sola vez y había estado a punto de dejarme atrás en varias ocasiones.
—Toma —le dijo Abraham a Tia. Traía otra bolsa de sangre.
—Cuélgala —dijo Tia, distraída, sin dejar de trabajar en el costado de Megan, al otro lado de donde yo estaba. Veía sus guantes quirúrgicos manchados de sangre reflejando la luz. No había tenido tiempo para cambiarse y tenía la ropa que solía llevar (una chaqueta sobre una blusa y vaqueros) manchada de regueros rojos. Trabajaba con intensa concentración, pero su voz traicionaba el pánico.
El móvil de Tia emitía un suave pitido: tenía servicio médico, y lo había colocado sobre el pecho de Megan para detectar los latidos de su corazón. Lo cogía de vez en cuando para hacerle rápidas ecografías de abdomen. La parte de mi cerebro que todavía podía pensar estaba impresionada por la preparación de los Reckoners. Ni siquiera sabía que Tia tuviera formación médica, mucho menos que dispusiéramos de un banco de sangre y de equipo quirúrgico.
«No debería tener ese aspecto tan vulnerable —pensé, parpadeando para espantar las lágrimas que no sabía que se me estaban formando—. Así desnuda sobre la mesa. Megan es más fuerte. ¿No deberían cubrirla un poco con una sábana o algo mientras trabajan?».
Sin apenas ser consciente de ello, me levanté a coger algo para taparla, por una cuestión de pudor, pero luego me di cuenta de la inutilidad de mi acción. Cada segundo era crucial y no podía entrometerme y distraer a Tia.
Me senté. Estaba cubierto de sangre de Megan. Ya no la olía porque el olfato se me había acostumbrado.
«Tiene que ponerse bien —pensé, aturdido—. La he salvado. La he traído aquí. Tiene que ponerse bien ahora mismo. Es así como funciona».
—Esto no debería estar sucediendo —dijo Abraham en voz baja—. El reparador…
—No funciona con todo el mundo —repuso Tia—. No sé por qué. ¡Ojalá lo supiera, maldita sea! Nunca ha funcionado bien con Megan, igual que siempre ha tenido problemas con los tensores.
«¡Deja de hablar de sus flaquezas!», le grité mentalmente.
Los latidos del corazón de Megan se iban haciendo cada vez más débiles. Los oía, amplificados por el teléfono de Tia: bip, bip, bip. Sin poder contenerme, me puse en pie. Me volví hacia la habitación de pensar del Profesor. Cody no había vuelto al escondite: seguía vigilando al Épico capturado en un lugar aparte, tal como le habían ordenado. Pero el Profesor estaba en la habitación contigua. Se había metido en ella nada más llegar, sin mirarnos siquiera a Megan ni a mí.
—¡David! —exclamó Tia bruscamente—. ¿Qué haces?
—Yo… yo… —tartamudeé, tratando de encontrar las palabras—. Voy a llamar al Profesor. Él hará algo. La salvará. Sabe qué hacer.
—Jon no puede hacer nada —dijo Tia—. Siéntate.
La brusca orden se abrió paso en mi confusión. Me senté y contemplé los ojos cerrados de Megan mientras Tia trabajaba, maldiciendo en voz baja. Las maldiciones casi iban al ritmo del corazón de Megan. Abraham permaneció de pie a un lado, impotente.
Contemplé sus ojos. Contemplé su rostro tranquilo y sereno mientras los pitidos se hacían más débiles. Finalmente se detuvieron. No hubo ninguna línea plana en el móvil. Solo un silencio preñado de significado. La nada repleta de datos.
—Está… —dije, parpadeando para espantar las lágrimas—. Quiero decir… La he traído hasta aquí, Tia…
—Lo siento —me respondió. Se llevó una mano a la cara, manchándose de sangre la frente, suspiró y se apoyó en la pared, exhausta.
—Haz algo —le pedí. No era una orden sino una súplica.
—He hecho cuanto he podido —dijo Tia—. Ha muerto, David.
Silencio.
—Las heridas eran graves —continuó Tia—. Tú has hecho también todo lo que has podido. No es culpa tuya. Para ser sinceros, aunque la hubieras traído aquí inmediatamente, no sé si habría sobrevivido.
—Yo… —No podía pensar.
La cortina crujió. Me volví. El Profesor estaba en la puerta de su habitación. Se había cepillado el polvo de la ropa e iba pulcro y digno en agudo contraste con los demás. Volvió los ojos hacia Megan.
—¿Ha muerto? —preguntó. Su voz se había suavizado un poco, aunque seguía sin sonar como de costumbre.
Tia asintió.
—Recoged todo lo que podáis —dijo el Profesor, echándose una mochila al hombro—. Vamos a abandonar esta posición. Corremos peligro.
Tia y Abraham asintieron, como si hubieran estado esperando esa orden. Abraham se detuvo para colocar una mano sobre el hombro de Megan e inclinar la cabeza. Luego se tocó el colgante del cuello y corrió a recoger sus herramientas.
Cogí una manta del petate de Megan (no tenía sábanas) y me acerqué para cubrirla. El Profesor me miró y pareció a punto de poner pegas a tan frívola acción, aunque se mordió la lengua. Coloqué la manta sobre los hombros de Megan, pero dejé su cabeza al descubierto. No sé por qué la gente cubre la cabeza de los muertos. La cara es lo único que queda que sigue bien. La acaricié con los dedos. La piel estaba aún cálida.
«Esto no está sucediendo —pensé aturdido—. Los Reckoners no fallan así».
Por desgracia, los hechos, mis propios hechos, inundaban mi mente. Los Reckoners sí que fallaban, sus miembros sí que morían. Lo había investigado. Lo había estudiado. Sucedía.
Pero no debería haberle sucedido a Megan.
«Tengo que encargarme de que se ocupen de su cadáver», pensé, inclinándome para cogerla en brazos.
—Deja el cadáver —me ordenó el Profesor.
No le hice caso. Entonces sentí que me agarraba por el hombro. Miré con ojos llorosos y vi su expresión de dureza. Los ojos, muy abiertos y llenos de furia, se suavizaron mientras lo miraba.
—Lo hecho, hecho está —dijo el Profesor—. Quemaremos este agujero y será un entierro adecuado para ella. Además, intentar llevarnos el cuerpo nos retrasaría, tal vez haría que nos matasen. Es probable que los soldados sigan vigilando la entrada. No podemos saber cuánto tardarán en descubrir el nuevo agujero que he abierto ahí atrás. —Vaciló—. Está muerta, hijo.
—Tendría que haber corrido más rápido —susurré, oponiéndome frontalmente a lo que había dicho Tia—. Tendría que haber podido salvarla.
—¿Estás furioso? —me preguntó el Profesor.
—Yo…
—Abandona la culpa. Abandona la negación. Steelheart es quien le ha hecho esto a Megan. Es nuestro objetivo. Ese tiene que ser tu objetivo. No tenemos tiempo para la pena: solo tenemos tiempo para la venganza.
Asentí. Muchos habrían considerado esas palabras una equivocación, pero a mí me sirvieron. El Profesor tenía razón. Si me dejaba vencer por el desánimo y el dolor, moriría. Necesitaba algo para sustituir esas emociones, algo fuerte: furia contra Steelheart; eso valdría. Me había quitado a mi padre y ahora me había quitado a Megan. Tenía la deprimente sensación de que, mientras viviera, seguiría quitándome todo lo que yo amara.
Odiar a Steelheart. Usar ese odio para continuar. Sí, podía hacer eso. Asentí.
—Recoge tus notas —dijo el Profesor—, y luego guarda el creador de imágenes. Nos marchamos dentro de diez minutos y destruiremos todo lo que dejemos aquí.
Me volví para contemplar el nuevo túnel que el Profesor había abierto para entrar en el escondite. Una viva luz roja brillaba al fondo, una pira funeraria para Megan. La carga que Abraham había colocado era lo bastante potente para derretir el acero. Se notaba el calor desde la distancia a la que estábamos.
Si los agentes de Control conseguían entrar en el escondite, lo único que encontrarían serían restos y polvo. Nos habíamos llevado todo lo posible, y Tia había dejado un poco más en un hueco oculto que había hecho abrir a Abraham en un pasillo cercano. Por segunda vez en un mes, veía arder un hogar que había conocido.
Este se llevaba algo muy apreciado consigo. Quise decir adiós, susurrarlo o al menos pensarlo. No pude articular la palabra. Supongo que no estaba preparado.
Me volví y seguí a los demás hasta perderme en la oscuridad.
Una hora más tarde seguía caminando por el oscuro pasillo, con la cabeza gacha y la mochila a la espalda. Estaba tan cansado que apenas podía pensar.
Sin embargo, cosa extraña, por fuerte que hubiera sido mi odio durante un breve espacio de tiempo, ya solo era tibio. Sustituir a Megan por odio parecía mal negocio.
Había movimiento delante y Tia se detuvo. Se había cambiado rápidamente la ropa manchada de sangre. También me había obligado a hacer lo mismo antes de abandonar el escondite. Me había lavado las manos también, aunque seguía teniendo sangre reseca bajo las uñas.
—Eh —me dijo Tia—. Tienes aspecto de estar bastante cansado.
Me encogí de hombros.
—¿Quieres hablar?
—De ella no. Ahora mismo… no.
—Muy bien. ¿De otra cosa, entonces?
«Algo que te distraiga», daba a entender su tono.
Bueno, tal vez; pero la única otra cosa de la que yo quería hablar era casi igualmente inquietante.
—¿Por qué está el Profesor tan cabreado conmigo? —pregunté en voz baja—. Parecía indignado por haber tenido que venir a rescatarme.
Eso me enfermaba. Cuando me había hablado por el móvil me había dado ánimos, decidido a ayudarme. Después parecía otra persona y así seguía mientras caminaba solo delante del grupo.
Tia siguió mi mirada.
—El Profesor tiene algunos… malos recuerdos asociados a los tensores, David. Detesta utilizarlos.
—Pero…
—No está cabreado contigo —dijo Tia—, y no está molesto por haber tenido que rescatarte, no importa lo que pueda parecer. Está cabreado consigo mismo. Únicamente necesita un poco de tiempo a solas.
—Pero es buenísimo con los tensores, Tia.
—Lo sé —respondió ella en voz baja—. Lo he visto. Hay problemas que no puedes comprender, David. A veces hacer cosas que solíamos hacer nos recuerda lo que fuimos, y no siempre para bien.
Eso no tenía mucho sentido para mí. Pero, claro, mi mente no estaba exactamente más despejada que nunca.
Llegamos por fin al nuevo refugio, mucho más pequeño que el escondite. Consistía únicamente en dos habitaciones pequeñas. Cody nos recibió hablando en voz baja. Obviamente, le habían informado de lo sucedido. Nos ayudó a llevar el equipo a la sala principal del nuevo escondite.
Conflux, el jefe de Control, estaba allí cautivo, en alguna parte. ¿De verdad creíamos que podríamos retenerlo? ¿Formaba todo eso parte de otra trampa? Supuse que el Profesor y Tia sabían lo que estaban haciendo.
Mientras trabajaba, Abraham flexionó el brazo en el que había recibido el tiro. Los pequeños diodos del reparador destellaban en sus bíceps y el agujero de la bala ya estaba cubierto por una costra. Una noche durmiendo con los diodos y podría usar el brazo sin problema por la mañana. Unos cuantos días y la herida solo sería una cicatriz.
«Sin embargo —pensé, entregándole la mochila a Cody y arrastrándome por el túnel para llegar a la sala superior—, a Megan no le ha servido. Nada de lo que hemos hecho le ha servido».
Había perdido a un montón de conocidos en los últimos diez años. La vida en Chicago Nova no era fácil, sobre todo para los huérfanos. Pero ninguna pérdida me había afectado tan profundamente desde la muerte de mi padre. Supongo que eso era algo positivo: estaba empezando a preocuparme de nuevo por los demás. A pesar de todo, era una putada en ese momento.
Cuando salí del túnel de entrada y llegué al nuevo escondite, el Profesor estaba diciendo que nos fuéramos todos a dormir. Quería que descansáramos antes de tratar con el Épico cautivo. Mientras preparaba mi saco de dormir, oí que les decía a Cody y Tia algo acerca de inyectarle al Épico cautivo un sedante para que permaneciera inconsciente.
—¿David? —preguntó Tia—. Estás herido. Debería conectarte el reparador y…
—Viviré —dije. Podían curarme al día siguiente. No me importaba en este momento. Me tendí en el saco y me volví de cara a la pared. Luego dejé por fin que las lágrimas salieran a raudales.