Sin los gravatónicos, la moto se comportó como cualquier moto normal al caer de lado a gran velocidad.
Lo cual no es bueno.
Me solté inmediatamente, la moto resbaló debajo de mí mientras mi pierna golpeaba el suelo y la fricción me impelía hacia atrás. Megan no tuvo tanta suerte en la caída. Quedó atrapada bajo la moto, cuyo peso la aplastó contra el suelo. El aparato chocó finalmente contra la pared del pasillo tubular de acero.
El túnel osciló. La pierna me ardía de dolor. Cuando rodé hasta detenerme y las cosas dejaron de temblar, me di cuenta de que seguía vivo. Me pareció increíble.
Detrás de nosotros, en un hueco que habíamos dejado atrás, dos hombres con armaduras completas de Control salieron de las sombras. En el borde del hueco había unas débiles lucecitas. Gracias a esas luces vi que los soldados parecían relajados. Juraría que oí a uno de ellos reírse mientras le decía algo a su compañero por la unidad de comunicación del casco. Daban por hecho que después de semejante choque Megan y yo estaríamos muertos, o al menos incapacitados para pelear.
«A Calamity con todo eso», pensé, con las mejillas encendidas de furia. Sin pararme a pensar, saqué la pistola que llevaba en la sobaquera, la que había matado a mi padre, y disparé cuatro veces contra los hombres, casi a quemarropa. No apunté hacia el pecho porque llevaban armadura. El punto débil era el cuello.
Ambos cayeron. Tomé una bocanada de aire, con la mano y la pistola temblando delante de mí. Parpadeé unas cuantas veces, sorprendido de haberlos alcanzado. Tal vez Megan tuviera razón respecto a las pistolas.
Gemí, luego conseguí sentarme. Llevaba la chaqueta de Reckoner hecha jirones; muchos diodos de su cara interna, los que generaban el campo protector, humeaban o se habían soltado por completo. Tenía una abrasión fea en una pierna. Aunque me dolía a rabiar, no era demasiado profunda. Pude ponerme en pie tambaleándome y caminar. Más o menos.
El dolor era bastante desagradable.
«¡Megan!». El pensamiento se abrió paso a través de la bruma, y, por estúpido que fuera, no comprobé si los dos soldados estaban realmente muertos o no. Me acerqué cojeando hasta el lugar donde la moto caída había chocado contra la pared. La única luz era la de mi móvil. Hice a un lado los restos y encontré a Megan debajo, con la chaqueta aún en peor estado que la mía.
No tenía buen aspecto. No se movía, tenía los ojos cerrados y el casco resquebrajado hasta la mitad. La sangre le corría por la mejilla. Era del color de sus labios. Tenía el brazo torcido en un ángulo extraño y todo el costado, de la pierna al torso, manchado de sangre. Me arrodillé, aturdido, mientras la fría e impasible luz de mi móvil revelaba horribles heridas allá donde la enfocaba.
—¿David? —La voz de Tia sonó suavemente en el móvil, que seguía en su bolsillo de la chaqueta. Era un milagro que todavía funcionara a pesar de haber perdido el auricular—. ¿David? No consigo contactar con Megan. ¿Puedo saber qué está pasando?
—Megan está herida. Su móvil ha desaparecido. Se habrá roto, probablemente. —Lo llevaba en la chaqueta, que había quedado casi por completo destrozada.
«La respiración. Tengo que ver si respira. —Me agaché, tratando de usar la pantalla del móvil para captar su aliento. Luego le busqué el pulso—. Estoy en estado de shock. No pienso con claridad». ¿Se podía actuar cuando no estabas pensando con claridad?
Apreté los dedos contra el cuello de Megan. La piel estaba pegajosa.
—¡David! —dijo Tia urgentemente—. David, hay actividad en los canales de Control. Saben dónde estáis. Múltiples unidades se dirigen hacia vosotros. De Infantería y blindados. ¡Marchaos!
Encontré el pulso. Débil, irregular, pero estaba allí.
—Está viva —dije—. ¡Tia, está viva!
—¡Tenéis que salir de ahí, David!
Mover a Megan podía no ser bueno para ella, pero dejarla sería muchísimo peor. Si se la llevaban la torturarían y la ejecutarían. Me quité la chaqueta hecha jirones y la utilicé para vendarme la pierna. Mientras trabajaba palpé algo que llevaba en el bolsillo. Lo saqué. El bolígrafo explosivo y los detonadores.
En un momento de lucidez, pegué un detonador en la célula de combustible de la moto. Había oído que las podías desestabilizar y hacer estallar, si sabías lo que estabas haciendo… lo cual no era mi caso. Pero me pareció buena idea. No tenía otra. Me sujeté el móvil a la muñeca. Luego, tras tomar aliento, aparté de un empujón la moto destrozada (la rueda delantera se había soltado) y levanté a Megan.
El casco roto se le cayó y se quebró contra el suelo. Los cabellos de Megan cayeron en cascada sobre mi hombro. Pesaba más de lo que parecía. Suele pasar. Aunque era pequeña, era compacta, densa. Decidí que probablemente no le gustaría oírme describirla de esa forma.
Me la cargué sobre los hombros y avancé tambaleándome por el túnel. Las diminutas luces amarillas que colgaban a intervalos del techo apenas daban luz suficiente para ver, ni siquiera para un habitante de las calles subterráneas como yo.
Pronto mis hombros y mi espalda empezaron a quejarse. Seguí avanzando, un pie delante del otro. No me movía muy rápido. Tampoco pensaba muy bien.
—David. —La voz del Profesor, tranquila, intensa.
—No voy a dejarla —dije con los dientes apretados.
—No querría que hicieras una cosa así —dijo el Profesor—. Antes preferiría que plantaras cara e hicieras que Control os abatiera a los dos.
No resultaba muy reconfortante.
—Pero no vamos a llegar a eso, hijo —prosiguió—. La ayuda va de camino.
—Creo que los oigo —dije. Por fin había llegado al final del túnel, que daba a una estrecha encrucijada de calles subterráneas. No había edificios, solo pasillos de acero. Yo no conocía bien esa zona de la ciudad.
El techo era sólido, sin aberturas al exterior como las que había en la zona donde me crie. Lo que oía resonar a la derecha eran definitivamente gritos. Oí sonidos metálicos detrás, pies de acero pisoteando el suelo de acero. Más gritos. Habían encontrado la moto.
Me apoyé contra la pared, cambiando el peso de Megan, luego pulsé el botón del bolígrafo. Me sentí aliviado al escuchar un pop cuando la célula de combustible de la moto estalló. Hubo gritos. Tal vez me había llevado a alguno por delante con la explosión. Si tenía suerte, pensarían que me ocultaba cerca de los restos de la moto y les había lanzado una granada o algo.
Cargué otra vez con Megan y giré a la izquierda en el cruce. Su sangre me había empapado la ropa. Probablemente ya estaba muerta…
No. No quería pensar en eso. Un pie delante del otro. La ayuda estaba de camino. El Profesor había prometido que venía ayuda. Y vendría. El Profesor no mentía. Era Jonathan Phaedrus, fundador de los Reckoners, un hombre a quien comprendía. Si había alguien en el mundo en quien consideraba que podía confiar, era en él.
Caminé unos cinco minutos antes de verme obligado a detenerme. El túnel que tenía delante terminaba en un muro de acero. Era un callejón sin salida. Miré por encima del hombro y vi moverse luces y sombras. No podía escapar por ahí.
El pasillo era ancho, medía unos veinte pasos de anchura, y alto. Había material de obra en el suelo, antiguo, aunque la mayor parte parecía haber sido robado ya por los oportunistas. Quedaban unos cuantos montones de ladrillos rotos y bloques de cemento. Alguien había estado construyendo allí más habitaciones recientemente. Bueno, quizá nos permitieran escondernos.
Me acerqué y escondí a Megan detrás del montón más grande, luego cambié mi móvil a modo manual de respuesta. El Profesor y los demás no podrían oírme a menos que yo tocara la pantalla para transmitir, pero tampoco descubrirían mi posición al intentar contactar conmigo.
Me agazapé detrás de los ladrillos. El montículo no me ocultaba por completo, pero era mejor que nada. Acorralado, sin armas ni manera de…
De repente, me sentí como un idiota. Rebusqué en el bolsillo de mi pantalón. Saqué triunfante mi tensor. Tal vez pudiera abrirme paso hasta las catacumbas de acero, o incluso cavar a un lado y encontrar un camino más seguro.
Me puse el guante, y entonces advertí que el tensor estaba roto. Lo miré con desesperación y frustración. Lo llevaba en el bolsillo de la pierna que me había golpeado al caer y el bolsillo se había agujereado. Al tensor le faltaban dos dedos y los componentes electrónicos estaban destrozados: las piezas colgaban como los ojos en las cuencas de un zombi de una antigua película de terror.
Casi me eché a reír mientras me sentaba. Los soldados de Control buscaban por los pasillos. Gritos. Pisadas. Linternas. Se acercaban.
Mi móvil parpadeó suavemente. Reduje el volumen y luego pulsé la pantalla y me lo acerqué a la boca.
—¿David? —preguntó Tia en voz muy baja—. David, ¿dónde estás?
—He llegado al fondo del túnel —susurré, el móvil pegado a la boca—. He girado a la izquierda.
—¿A la izquierda? Eso es un callejón sin salida. Tienes que…
—Lo sé. Había soldados en las otras direcciones. —Miré a Megan, que yacía en el suelo. Comprobé de nuevo su carótida.
Seguía teniendo pulso. Cerré aliviado los ojos. «No es que eso importe ahora».
—¡Calamity! —maldijo Tia. Oí disparos y di un respingo, creyendo que eran en mi posición. Pero no. Los oía por el móvil.
—¿Tia? —susurré.
—Están aquí —respondió ella—. No te preocupes por mí. Puedo defender esta posición. David, tienes que…
—¡Eh, tú! —llamó una voz desde la encrucijada.
Me agaché, pero el montón de ladrillos no era lo bastante grande para ocultarme por completo a menos que me tendiera completamente en el suelo.
—¡Hay alguien ahí! —gritó la voz. Potentes linternas de Control enfocaron hacia mí. La mayoría estarían adosadas a los cañones de los rifles de asalto.
Mi móvil parpadeó. Lo pulsé.
—David. —Era la voz del Profesor. Parecía cansado—. Usa el tensor.
—Está roto —susurré—. Se ha estropeado en el choque.
Silencio.
—Inténtalo de todas formas —instó el Profesor.
—Profesor, está inutilizado.
Me asomé por encima de los ladrillos. Un montón de soldados se reunían al otro lado de la encrucijada. Algunos se arrodillaban y apuntaban con sus armas en mi dirección, los ojos en la mira. Me agaché.
—Hazlo —ordenó el Profesor.
Suspiré, luego apoyé la mano contra el suelo. Cerré los ojos, pero me costaba concentrarme.
—¡Levanta los brazos y avanza despacio! —gritó una voz en el pasillo—. Si no sales, nos veremos obligados a abrir fuego.
Traté de ignorarlos como pude. Me concentré en el tensor, en las vibraciones. Momentáneamente me pareció notar algo: un leve zumbido, grave, poderoso.
Cesó. Aquello era una estupidez. Era como intentar taladrar un agujero en la pared usando una botella de refresco.
—Lo siento, Profesor —dije—. Está roto del todo. —Comprobé el cargador de la pistola de mi padre. Quedaban cinco balas. Cinco preciosas balas que podrían herir a Steelheart. Nunca tendría ocasión de averiguarlo.
—¡Te estás quedando sin tiempo, amigo! —me gritó el soldado.
—Tienes que aguantar —me instó el Profesor. Su voz sonaba frágil con el volumen tan bajo.
—Deberías irte, Tia —dije, preparándome.
—Ella estará bien —insistió el Profesor—. Abraham va de camino para ayudarla, y el escondite fue diseñado para resistir ataques. Puede sellar la entrada e impedirles el acceso. David, tienes que aguantar hasta que yo llegue.
—Me encargaré de que no nos cojan con vida, Profesor —prometí—. La seguridad de los Reckoners es más importante que mi vida. —Busqué en el costado de Megan, saqué su pistola y le quité el seguro. SIG Sauer P226, calibre 40. Bonita arma.
—Ya voy, hijo —dijo el Profesor en voz baja—. Aguanta todo lo que puedas.
Eché un vistazo. Los agentes avanzaban sin dejar de apuntarme. Probablemente querían capturarme con vida. Bueno, tal vez eso me permitiera eliminar a unos cuantos antes de caer.
Alcé la pistola de Megan y solté una serie de disparos rápidos. Tuvieron el efecto pretendido: los agentes se dispersaron para ponerse a cubierto. Algunos dispararon a su vez, y las lascas saltaron a mi alrededor cuando los ladrillos se rompieron bajo el fuego de las armas automáticas.
«Bueno, se acabó eso de esperar que me quisieran con vida».
Estaba sudando.
—Una forma cojonuda de marcharnos, ¿eh? —le dije a Megan, me agaché y disparé a un agente que se había acercado demasiado.
Creo que una bala le atravesó la armadura, porque cojeaba cuando saltó para ponerse a cubierto tras unos cuantos barriles oxidados.
Me agaché de nuevo. Los disparos de los rifles de asalto sonaban como petardos en una lata metálica. Lo cual, ahora que lo pensaba, era más o menos en lo que estábamos. «Voy mejorando». Sonreí amargamente mientras cambiaba el cargador de la pistola de Megan.
—Lamento dejarte tirada —le dije a su forma inmóvil. Su respiración se había vuelto más entrecortada—. Te mereces sobrevivir a esto, aunque yo no lo haga.
Traté de seguir disparando, pero los disparos de los hombres de Control me obligaron a agacharme antes de poder hacerlo. Jadeé, limpiándome la sangre de la mejilla. Algunas lascas me habían alcanzado y me habían rasgado la piel.
—¿Sabes? —dije—. Creo que me enamoré de ti el primer día. Qué estúpido, ¿no? Amor a primera vista. Menudo tópico.
Disparé tres veces, pero los soldados eran cada vez más intrépidos. Habían deducido que estaba solo y que no llevaba más que una pistola. Probablemente seguía con vida porque había volado la moto y temían que tuviera explosivos.
—Ni siquiera sé si puedo llamarlo amor —susurré, mientras volvía a cargar—. ¿Estoy enamorado? ¿Es solo encaprichamiento? Nos conocemos desde hace menos de un mes y me has tratado como a una mierda la mitad de las veces. Pero aquel día que luchamos contra Fortuity y también ese día en la central eléctrica me pareció que teníamos algo… Un… No sé. Algo juntos. Algo que yo quería. —Miré su figura pálida e inmóvil—. Creo que hace un mes te habría dejado con la moto porque quería vengarme de él con todas mis fuerzas.
¡Bam, bam, bam!
El montón de ladrillos se estremeció, como si los soldados intentaran abrirse paso a través de ellos para alcanzarme.
—Eso me da un poco de miedo —dije en voz baja, sin mirar a Megan—. Por cierto, gracias por hacer que me preocupara por algo distinto a Steelheart. No sé si te amo. Pero, sea cual sea esta emoción, es la más fuerte que he sentido en años. Gracias. —Disparé a discreción, pero me retiré cuando una bala me rozó el brazo.
El cargador estaba vacío. Suspiré, dejé caer la pistola de Megan y empuñé la de mi padre. Entonces apunté hacia ella.
Vacilé con el dedo en el gatillo. Sería un acto de piedad. Mejor una muerte rápida que sufrir torturas y ser ejecutada. Hice un esfuerzo por apretar el gatillo.
«Caray, está preciosa», pensé. Tenía el lado limpio de sangre vuelto hacia mí, con el pelo dorado suelto, la piel clara y los ojos cerrados, como si estuviera dormida.
¿Podía hacerlo de verdad?
Los disparos habían cesado. Me arriesgué a mirar por encima del montón de ladrillos medio desmoronado. Dos formas enormes avanzaban mecánicamente por el pasillo. Así que habían traído unidades blindadas. En parte me sentí orgulloso por haber representado un problema tan grande para ellos. El caos que los Reckoners habíamos causado ese día, la destrucción que habíamos creado entre los sicarios de Steelheart, los había llevado a un uso excesivo de la fuerza. Habían enviado un pelotón de veinte hombres y dos armaduras mecanizadas a eliminar a un tipo que solo poseía una pistola.
—Es hora de morir —susurré—. Creo que lo haré mientras disparo una pistola a una armadura blindada de cuatro metros y medio de altura. Al menos será una muerte teatral.
Inspiré profundamente, prácticamente rodeado por los agentes de Control, que se arrastraban hacia mí por el pasillo oscuro. Empecé a incorporarme, apuntando con mi arma a Megan con más firmeza esta vez. Le dispararía y luego obligaría a los soldados a abatirme.
Advertí que mi móvil parpadeaba.
—¡Fuego! —gritó un soldado.
El techo se derritió.
Lo vi claramente. Estaba mirando el túnel porque no quería mirar a Megan mientras le disparaba. Vi claramente cómo un círculo en el techo se convertía en una columna de polvo negro que caía en una lluvia de acero desintegrado. Como arena de una enorme espita, las partículas golpearon el suelo y se elevaron en una nube.
Cuando la bruma de acero se despejó, el dedo me temblaba sin haber apretado el gatillo todavía. Una figura se alzó entre el polvo: había caído desde arriba. Llevaba un gabán negro (fino como una bata de laboratorio), pantalones oscuros, botas negras y anteojos.
El Profesor había llegado, y llevaba un tensor en cada mano. Las luces verdes brillaban fantasmagóricas.
Los agentes abrieron fuego, lanzando una tormenta de balas por el pasillo. El Profesor alzó la mano e hizo un gesto con el brillante tensor. Casi pude sentir zumbar el aparato.
Las balas reventaron en el aire y alcanzaron al Profesor convertidas en pedacitos de metal no más peligrosos que granitos de arena. Lo rociaron a él y el suelo a su alrededor: las que fallaron se desintegraron en el aire, captando la luz. De pronto comprendí por qué se había puesto anteojos.
Me levanté, boquiabierto, la pistola olvidada en mi mano. Yo creía que era bueno con mi tensor, pero destruir esas balas… Eso iba más allá del alcance de mi comprensión.
El Profesor no dio tiempo de recuperarse a los sorprendidos soldados. No llevaba ninguna arma que yo pudiera ver, pero saltó por encima del polvo y se abalanzó hacia ellos. Las unidades mecanizadas empezaron a disparar, usando las ametralladoras giratorias, como si no pudieran creer lo que habían visto y pensaran que un calibre superior sería más efectivo.
Más balas reventaron en el aire, destruidas por el tensor del Profesor. Sus pies se deslizaron por el polvo del suelo y llegó junto a los soldados de Control.
Atacó a los hombres blindados con los puños.
Abrí los ojos como platos cuando lo vi abatir a un soldado de un puñetazo en la cara. El casco del hombre se hizo polvo con su golpe. «Está desintegrando la armadura al atacar». El Profesor giró entre dos soldados, moviéndose ágilmente, y descargó un puñetazo en el vientre de uno de ellos antes de pivotar y dar un codazo en la pierna de otro. El polvo saltó por los aires cuando las armaduras les fallaron, desintegrándose justo antes de que el Profesor golpeara.
Cuando terminó el giro, apoyó una mano en la pared de la sala de acero. El metal pulverizado se esparció y algo largo y fino cayó del muro a su mano. Una espada, tallada en el acero por una andanada de tensor increíblemente precisa.
El acero reverberó cuando el Profesor atacó a los desconcertados agentes. Algunos trataron de seguir disparando y otros atacaron con bastones, que el Profesor destruyó con la misma facilidad que había destruido las balas. Empuñaba la espada en una mano y con la otra lanzaba rayos casi invisibles que reducían a la nada el metal y el kevlar. El polvo surgía de los soldados que se le acercaban demasiado, haciendo que resbalaran y tropezaran, desequilibrados de pronto cuando los cascos se derretían en sus cabezas y la armadura corporal se desgajaba.
La sangre volaba delante de las linternas de alta potencia y los hombres caían. Habían pasado apenas unos segundos desde que el Profesor había entrado en el lugar, pero más de una docena de soldados habían caído ya.
Las unidades blindadas habían sacado los cañones de energía que llevaban montados en el hombro, pero el Profesor se había acercado ya demasiado. Cruzó a la carrera una nube de polvo de acero y avanzó a gachas, moviéndose con obvia familiaridad. Se desvió hacia un lado y sacudió el antebrazo, aplastando la pata de la unidad blindada. Saltó polvo detrás de ella cuando el brazo del Profesor la atravesó por completo.
Se deslizó hasta detenerse, todavía sobre una rodilla. El blindado se desplomó con un golpe sordo y resonante mientras el Profesor saltaba hacia delante y atravesaba con su puño la pata del segundo aparato. Cuando lo sacó, la pata se dobló y acabó por romperse mientras la unidad se desplomaba de lado disparando una descarga azul amarillenta que derritió una porción del suelo.
Un temerario miembro de Control trató de atacar al Profesor, que estaba de pie encima de los blindados caídos. El Profesor no se molestó en usar la espada. Lo esquivó y le descargó un puñetazo. Vi el puño acercarse a la cara del soldado y la visera del casco desintegrarse justo antes del impacto del Profesor.
El soldado cayó. El pasillo quedó en silencio. Chispeantes copos de acero flotaban en los rayos de luz como nieve a medianoche.
—Me llaman Limelight —dijo el Profesor con voz potente y segura—. Que sepa vuestro amo que estoy más que molesto por verme obligado a pelear con vosotros, gusanos. Por desgracia, mis lacayos son necios incapaces de seguir las órdenes más simples.
»Decidle a vuestro amo que se han acabado los juegos y los bailes. Si no viene a enfrentarse conmigo él mismo, desmantelaré esta ciudad pieza por pieza hasta que logre encontrarlo.
El Profesor pasó de largo ante los soldados restantes sin dirigirles siquiera una mirada.
Caminó hacia mí, dándoles la espalda. Me puse en tensión, a la espera de que intentaran algo, pero no lo hicieron. Se acobardaron. Los hombres no luchaban contra los Épicos. Les habían enseñado que así era y lo llevaban marcado a fuego.
—Eso ha sido genial —dije en voz baja.
—Recoge a la chica.
—No puedo creer que…
El Profesor me miró y vi finalmente sus rasgos. La mandíbula apretada, los ojos que parecían arder de intensidad. Había desdén en aquellos ojos, y verlo hizo que retrocediera sorprendido.
El Profesor temblaba con los puños cerrados, como si estuviera conteniendo algo terrible.
—Recoge a la chica —me repitió, acentuando cada palabra.
Asentí desconcertado, me guardé la pistola en el bolsillo y recogí a Megan.
—¿Jon? —La voz de Tia sonó en su móvil; el mío seguía en modo silencioso—. Jon, los soldados se han retirado de mi posición. ¿Qué está pasando?
El Profesor no respondió. Agitó una mano con el tensor y el suelo se derritió ante nosotros. El polvo se escurrió como la arena de un reloj, revelando un túnel improvisado a los niveles inferiores.
Lo seguí por el túnel y escapamos.