28

La mayoría de la gente no ha visto nunca a un gran Épico «en toda su gloria». Así lo llaman cuando invocan sus poderes al máximo, cuando se elevan en su poderío, sus emociones reducidas a la ira y la furia.

Hay un brillo en ellos. El aire se vuelve afilado, como si se llenara de electricidad. Los corazones se detienen. El viento contiene la respiración. El salto de Nightwielder hacía de esta la tercera vez que yo veía algo similar.

Iba vestido de noche y la negrura giraba en volutas a su alrededor. Su cara era pálida, traslúcida, con los ojos como ascuas y los labios fruncidos en una mueca de odio. Era la mueca de un dios apenas tolerante incluso con sus aliados. Había venido a destruir.

Al mirarlo, el terror se apoderó de mí.

—¡Calamity! —maldijo Megan, apretando el acelerador a fondo y haciendo virar a un lado la furgoneta mientras las sombras saltaban de Nightwielder hacia nosotros. Se movían como dedos espectrales.

—¡Abortad! —ordenó Tia—. ¡Salid de ahí!

No había tiempo. Nightwielder se movió en el aire, ignorando cosas como el viento y la gravedad. Voló como un espectro delante de su coche y se nos acercó. Sin embargo, él no era el auténtico peligro: el auténtico peligro eran aquellos tentáculos de oscuridad. La furgoneta no podía esquivarlos todos, los había a docenas.

Olvidando mi miedo, apunté con el rifle. La furgoneta se sacudía y se estremecía. Volutas de oscuridad se alzaron envolviendo el vehículo.

«Idiota», pensé. Solté el rifle y me metí la mano en el bolsillo de la chaqueta. ¡La linterna! Muerto de pánico, la encendí y apunté directamente el haz hacia la cara de Nightwielder cuando se acercó flotando a mi ventana. Volaba con la cara por delante, como si nadara en el aire.

La reacción fue inmediata. Aunque la linterna daba poca luz visible, la cara de Nightwielder perdió inmediatamente su incorporeidad. Aquellos ojos se apagaron y la oscuridad desapareció alrededor de su cabeza. El rayo de luz invisible penetró los oscuros tentáculos como un láser un rebaño de ovejas.

A la luz ultravioleta, el rostro de Nightwielder no parecía divino, sino frágil, humano y muy, muy sorprendido. Me esforcé por coger el rifle para dispararle, pero era demasiado difícil de manejar y tenía la pistola de mi padre en la sobaquera, de modo que no podía desenfundarla sin soltar la linterna.

Nightwielder me miró apenas un segundo con los ojos muy abiertos, llenos de terror, y huyó en un parpadeo, apartándose de la furgoneta y virando hacia un lado. No estuve seguro, pero me pareció que perdía altura cuando lo apuntaba con la linterna, como si todos sus poderes se estuvieran debilitando.

Desapareció por una calle adyacente y las sombras que se habían estado moviendo alrededor de la furgoneta se retiraron con él. Tuve la impresión de que no iba a volver pronto, no después del susto que acababa de darle.

El fuego de ametralladoras estalló a nuestro alrededor y las balas impactaron en el costado de la furgoneta con tañidos metálicos. Maldije y me agaché mientras mi ventana se hacía añicos. Los motoristas habían abierto fuego. Ahora que estaba agachado, vi una cosa terrible: un helicóptero negro de Control salía de detrás de los edificios comerciales que teníamos delante, cobrando altura.

—¡Calamity, Tia! —gritó Megan, girando el volante—. ¿Cómo no has visto eso?

—No lo sé —respondió Tia—. Yo…

Una bola de luz seguida de una larga columna de humo serpenteó en el cielo y explotó en el costado del helicóptero. El aparato se ladeó en el aire, lamido por las llamas. Llovieron trozos de metal. Con las aspas perdiendo velocidad, el aparato empezó a caer.

«Un lanzacohetes —pensé—. Del Profesor».

—Nada de pánico. —La voz del Profesor era firme—. Podemos sobrevivir a esto. Cody, Abraham, preparaos para separaros.

—¡Profesor! —dijo Abraham—. Creo que…

—¡Vienen cuatro helicópteros más! —lo interrumpió Tia exaltada—. Seguramente los tenían ocultos en almacenes, a lo largo de la ruta de la limusina. No sabían dónde íbamos a atacar: ese era el más cercano. Yo… Megan, ¿qué estás haciendo?

El helicóptero estaba fuera de control. Brotaba humo de un lado, giraba en círculo descendente hacia la calzada, justo delante de nosotros. Megan no cedió; pisó a fondo el acelerador, inclinada sobre el volante y lanzó la furgoneta en un frenético acelerón hacia donde iba a caer el helicóptero.

Me tensé, pegado al asiento y agarrando la puerta, muerto de pánico. ¡Se había vuelto loca!

No había tiempo para poner objeciones. Las balas llovían prácticamente sobre nosotros, la calle era un borrón. Megan pasó con la furgoneta por debajo del helicóptero justo antes de que este se estrellara contra la calzada. La tierra bajo nosotros tembló.

Algo chirrió de un modo espectral contra el techo de la furgoneta, metal contra metal, y giramos de lado, golpeando la pared de un edificio de ladrillo y arrastrando mi lado de la furgoneta. Ruido, caos, chispas. Mi puerta se soltó. Los ladrillos rechinaron contra el acero apenas a unos centímetros de mí. Pareció durar una eternidad.

Un segundo después, la furgoneta se detuvo. Temblando, inspiré profundamente. Estaba cubierto de pedacitos de cristal de seguridad: el parabrisas se había hecho trizas.

Megan respiraba entrecortadamente al volante, con la cara crispada y los ojos muy abiertos. Me miró.

—¡Calamity! —exclamé, al tiempo que echaba un vistazo por el retrovisor al helicóptero en llamas. Había chocado contra la calzada justo después de que pasáramos por debajo, bloqueando a los motoristas e impidiendo la persecución—. ¡Calamity, Megan! ¡Eso ha sido asombroso!

Megan sonrió de oreja a oreja.

—¿Estáis bien ahí atrás? —preguntó, mirando por la ventanita de la parte trasera de la furgoneta.

—Es como si hubiera estado en una centrifugadora —se quejó Cody, gimiendo—. Creo que el escocés ha caído a mis pies y el americano ha flotado hasta mis orejas.

—Profesor —dijo Abraham—, todavía tenía el zahorí conectado tras la huida de Nightwielder y estaba localizando Épicos. Tengo lecturas confusas, pero hay otro Épico en esa limusina. Tal vez un tercero. Eso no tiene sentido…

—No, sí que lo tiene —dijo Megan, que abrió rápidamente su puerta y saltó a la calle—. Estaban trasladando de verdad a Conflux: no sabían si atacaríamos o no. Solo querían estar preparados por si lo hacíamos. Iba en ese coche. Eso es lo que notabas, Abraham. Probablemente también iba un tercer Épico menor como medida de seguridad.

Solté rápidamente el cinturón de seguridad y al palpar me di cuenta de que el lado derecho de la furgoneta había desaparecido mientras rozábamos contra la pared. Me estremecí, luego salí por el lado de Megan.

—Daos prisa, vosotros cuatro —dijo el Profesor. Oí un motor acelerando en su extremo de la conexión—. Esos otros helicópteros están ya casi encima de vosotros, y las motos darán la vuelta.

—Los estoy viendo —dijo Tia—. Tenéis como mucho un minuto.

—¿Dónde está Nightwielder?

—David lo ha espantado con una linterna —dijo Megan, buscando en la parte de atrás de la furgoneta y abriendo las puertas.

—Buen trabajo —dijo el Profesor.

Sonreí con satisfacción mientras llegaba a la parte trasera de la furgoneta. Lo hice justo a tiempo de ver a Cody y a Abraham sacar de ella una caja enorme. No los había visto cargarla, porque lo habían hecho en el hangar.

Cody llevaba una chaqueta verde oscura y gafas, el uniforme que habíamos diseñado para Limelight. Clavé los ojos en lo que había dentro de la caja: tres relucientes motocicletas verdes.

—¡Las motos de la tienda de Diamond! —exclamé, señalando—. ¡Las compraste!

—Pues claro que sí —dijo Abraham, mientras pasaba la mano por el estilizado acabado verde oscuro de una de las motos—. No iba a dejar escapar unas máquinas como estas.

—Pero… ¡si me dijiste que no!

Abraham se echó a reír.

—He oído cómo conduces, David. —Sacó una rampa de la parte trasera de la furgoneta y bajó una moto para Megan. Ella montó y la puso en marcha. Unos pequeños óvalos en los laterales brillaron en verde. Los había visto en la tienda de Diamond.

«Gravatónicos —pensé—. ¿Para que las motos sean más livianas, tal vez?». Los gravatónicos no podían hacer volar las cosas, pero se usaban para reducir el retroceso o para que los artículos pesados fueran más fáciles de mover.

Abraham bajó otra moto.

—Ibas a conducir una, David —dijo Cody, sacando rápidamente las cosas de la parte de atrás de la furgoneta, incluido el zahorí—. Pero quien yo me sé ya se ha cargado la furgoneta.

—Nunca habría dejado atrás los helicópteros, de todas formas —dijo Megan—. Dos tendremos que compartir la moto.

—Yo llevaré a David —dijo Cody—. Coge ese paquete, chaval. ¿Dónde están los cascos?

—¡Rápido! —exclamó Tia impaciente.

Salté a coger el paquete que me había indicado Cody. Pesaba.

—¡Puedo pilotar yo! —dije.

Megan me miró mientras se ponía el casco.

—Te cargaste dos señales tratando de doblar una esquina.

—¡Eran señales pequeñas! —me excusé, colgándome el paquete y corriendo hacia la moto de Cody—. ¡Y estaba sometido a mucha presión!

—¿De verdad? —replicó Megan—. ¿Más o menos como ahora?

Vacilé. «Guau. Se lo he puesto en bandeja».

Cody y Abraham arrancaron. Solo había tres cascos. No pedí uno: con suerte, mi chaqueta de Reckoner sería suficiente.

Antes de poder acercarme a Cody, oí el sonido de un helicóptero por encima de nuestras cabezas. Una furgoneta blindada de Control apareció por una bocacalle con un agente en la torreta de la ametralladora que abrió fuego.

—¡Calamity! —Cody aceleró a tope mientras las balas alcanzaban el suelo a su alrededor. Yo me caí junto a los restos de nuestra furgoneta.

—¡Sube! —me gritó Megan; era la que estaba más cerca—. ¡Vamos!

Corrí a gachas hasta su motocicleta, me subí de un salto detrás de ella y me agarré a su cintura cuando aceleraba. Salimos a toda velocidad, zigzagueando por el callejón mientras las motos de Control salían rugiendo por otra bocacalle.

Perdimos de vista a Cody y a Abraham en un segundo. Me agarré con fuerza a Megan, algo que admito deseé poder haber hecho en circunstancias menos peligrosas. La mochila de Cody me golpeaba la espalda.

«Me he dejado el rifle en la furgoneta», advertí con pesar. No me había dado cuenta con las prisas por recoger el paquete de Cody y subir a la moto.

Me sentí fatal, como si hubiera abandonado a un amigo.

Salimos del callejón y Megan se incorporó a una calle y aceleró hasta lo que me pareció una velocidad demencial. El viento me daba en la cara con tanta fuerza que tuve que agacharme y apretarme contra la espalda de Megan.

—¿Adónde vamos? —chillé.

Por fortuna, aún teníamos los móviles y los auriculares. Aunque no podía oírla directamente, su voz sonó en mi oído.

—¡Hay un plan! ¡Cada cual va por un camino distinto y nos reunimos luego!

—Pero vas en la dirección equivocada —dijo Tia, exasperada—. ¡Y Abraham también!

—¿Dónde está la limusina? —preguntó Abraham. Incluso con su voz en mi oído, me costaba oírlo debido al viento.

—Olvida la limusina —ordenó el Profesor.

—Todavía puedo ir por Conflux —dijo Abraham.

—No importa.

—Pero…

—Se acabó —decidió el Profesor con voz dura—. Huyamos.

Huimos.

Megan pilló un bache y yo di un bote, pero me agarré con fuerza. Pensé frenético cuando comprendí lo que estaba diciendo el Profesor. Un Épico que hubiese querido realmente derrotar a Steelheart no habría huido de Control: habría podido encargarse él solo de unos cuantos pelotones.

Al huir demostrábamos lo que éramos en realidad. Steelheart ya no se enfrentaría nunca a nosotros en persona.

—Entonces quiero hacer algo —dijo Abraham—; quiero hacerle daño antes de abandonar la ciudad. La mitad de Control va a perseguirnos. Esa limusina no está protegida y tengo algunas granadas.

—Jon, déjale que lo intente —pidió Tia—. Esto ya es un desastre. Al menos podemos hacer que le cueste algo a Steelheart.

Las luces de los semáforos eran un borrón. Oía las motos detrás de nosotros y me arriesgué a mirar por encima del hombro. «¡Calamity!», pensé. Estaban cerca, sus faros iluminaban la calle.

—No lo conseguirás —le dijo el Profesor a Abraham—. Tienes a los de Control encima.

—Nosotros los despistaremos —dije.

—Espera —dijo Megan—. ¿Nosotros qué?

—Gracias —dijo Abraham—. Reuníos conmigo en la Cuarta y Nodell, a ver si podéis quitarme algo de presión.

Megan trató de volver la cabeza y mirarme a través de la visera de su casco.

—¡Sigue conduciendo! —la urgí.

—Tarugo —replicó ella, y tomó la siguiente curva sin aminorar.

Grité, con la sensación de que íbamos a matarnos. La moto se puso casi en paralelo con el suelo, deslizándose por la calle, pero los gravatónicos del lateral brillaron con fuerza impidiendo que volcáramos. A medias patinamos y a medias recorrimos la esquina, casi como si estuviéramos sujetos a ella por un cable.

Nos enderezamos y dejé de gritar.

Hubo una explosión detrás de nosotros y la calle de acero tembló. Miré por encima del hombro, mi pelo agitándose al viento. Una de las motos negras de Control acababa de tomar mal la curva a toda velocidad y era un caos humeante pegado a un edificio de acero. Sus gravatónicos no eran tan buenos como los nuestros, si tenía.

—¿Cuántas hay? —preguntó Megan.

—Ahora tres. No, espera, hay dos más. Cinco. ¡Caray!

—Magnífico —murmuró Megan—. ¿Cómo esperas exactamente que aliviemos la presión de Abraham?

—No lo sé. ¡Improvisa!

—Están emplazando barricadas en las calles cercanas —nos advirtió Tia—. Jon, helicóptero en la Diecisiete.

—Voy para allá.

—¿Qué va a hacer? —pregunté.

—Intentar manteneros con vida —dijo el Profesor.

—Caray —maldijo Cody—. Barricada en la Octava. Cojo un callejón para llegar a Marston.

—No —replicó Tia—. Intentan que vayas por allí. Da la vuelta. Puedes escapar hacia las calles subterráneas en Moulton.

—De acuerdo —dijo Cody.

Megan y yo salimos a una gran avenida y, un segundo más tarde, la moto de Abraham salió muy inclinada de una bocacalle, delante de nosotros, casi a ras del suelo; los gravatónicos impedían que volcara por completo. Fue impresionante: las ruedas giraban y saltaban chispas de debajo. Gracias a los mecanismos gravatónicos las ruedas pudieron agarrarse al firme y la moto se enderezó, pero solo después de un largo deslizamiento.

«Apuesto a que podría conducir una de esas cosas —me dije—. No parece demasiado difícil». Era como resbalar en una cáscara de plátano y doblar una esquina a ciento veinte kilómetros por hora. Chupado.

Miré por encima del hombro. Llevábamos al menos una docena de motos negras detrás, aunque íbamos demasiado rápido para que se atrevieran a dispararnos. Todo el mundo tenía que concentrarse en la conducción. Probablemente ese era el objetivo de ir tan rápido.

—¡Unidad blindada! —exclamó Tia—. ¡Justo delante!

Apenas tuvimos tiempo de reaccionar cuando un gigante blindado sobre dos patas y de seis metros de altura salió a la calle y abrió fuego con ambas ametralladoras giratorias. Las balas alcanzaron la pared del edificio de acero, a nuestro lado, creando una lluvia de chispas. Mantuve la cabeza gacha y los dientes apretados mientras Megan le daba una patada a una palanca de la moto y nos enviaba en un largo deslizamiento gravatónico, casi paralelo al suelo, para pasar bajo las balas.

El viento me tiraba de la chaqueta, las chispas me cegaban. Apenas pude distinguir dos enormes pies de acero a cada lado cuando pasamos bajo las patas del blindado. Megan hizo que la moto trazara un amplio giro doblando una esquina. Abraham rodeó el blindado por un lado, pero su moto dejaba un rastro de humo.

—Me han dado —dijo.

—¿Estás bien? —preguntó Tia, alarmada.

—La chaqueta me ha conservado de una pieza —refunfuñó Abraham.

—Megan —dije en voz baja—. No tiene muy buen aspecto. —Abraham perdía velocidad y se había llevado una mano al costado.

Ella lo miró y volvió rápidamente a la carretera.

—Abraham, cuando lleguemos a la siguiente curva, quiero que te metas en el primer callejón. Están tan atrás que puede que no lo vean. Yo seguiré recto y los atraeré.

—Se preguntarán dónde me he metido —dijo Abraham—. Es…

—¡Hazlo! —le ordenó Megan bruscamente.

Él no puso más objeciones. Doblamos la siguiente esquina, pero tuvimos que reducir velocidad para no dejar atrás a Abraham. Vi que sangraba y que su moto estaba llena de agujeros de bala. Era asombroso que siguiera funcionando.

Cuando describimos la curva, Abraham se volvió hacia la derecha. Megan aceleró y el viento se convirtió en un aullido mientras nos lanzábamos por una calle oscura. Me arriesgué a mirar atrás y casi perdí el paquete de Cody, que me resbaló por el hombro. Tuve que soltar una mano de Megan un momento y sujetarlo, lo cual me desequilibró y casi di con los huesos en el suelo.

—Ten cuidado —masculló Megan.

—Vale —dije, confundido. En ese momento de tensión, me pareció ver otra moto verde como la nuestra siguiéndonos de cerca.

Miré de nuevo. Las motos de Control parecían haber picado y nos seguían a nosotros y no a Abraham. Sus faros eran una ola de luz en la calle, los cascos de los agentes reflejaban la luz de las farolas. De la moto fantasma que me parecía haber visto no había ni rastro.

—Caray —dijo Tia—. Megan, han levantado barricadas por todas partes, sobre todo en los lugares que conducen a las calles subterráneas. Parece que han deducido que vamos a intentar escapar por ahí.

A lo lejos vi el destello de una explosión en el cielo y otro helicóptero empezó a escupir humo. Sin embargo, otro venía hacia nosotros: una silueta negra con luces que parpadeaban contra el cielo oscuro.

Megan aceleró.

—¿Megan? —dijo Tia, apremiante—. Vas directa hacia a una barricada.

Megan no respondió. Noté que se ponía más y más rígida entre mis brazos. Se inclinó hacia delante y la intensidad pareció impulsarla.

—¡Megan! —chillé, advirtiendo las luces que destellaban por delante mientras Control emplazaba su barricada: coches, furgonetas, camiones; una docena o más de soldados, una unidad mecanizada.

»¡MEGAN! —grité.

Ella se estremeció un momento, soltó una imprecación y desvió la moto mientras los disparos rociaban la calle a nuestro alrededor. Nos internamos en un callejón, la pared a escasos centímetros de mi codo; llegamos a la calle siguiente y describimos una amplia curva, lanzando chispas para doblar la esquina.

—Estoy fuera —dijo Abraham en voz baja, gimiendo—. Abandono la moto. Puedo llegar a uno de los escondites. No me han visto, pero han venido unos soldados que se han apostado en la escalera después de que yo pasara.

—Caray —murmuró Cody—. ¿Estás siguiendo las líneas de audio de Control, Tia?

—Sí —respondió esta última—. Están confundidos. Creen que es un ataque a gran escala contra la ciudad. El Profesor sigue derribando helicópteros y nos hemos dispersado todos en direcciones distintas. Control cree estar luchando contra docenas, tal vez contra centenares de insurgentes.

—Bien —dijo el Profesor—. Cody, ¿estás a salvo?

—Sigo esquivando motos —respondió él—. He terminado por dar la vuelta. —Vaciló—. Tia, ¿dónde está la limusina? ¿Sigue por ahí?

—Se dirige al palacio de Steelheart.

—Yo también voy hacia allí. ¿Por qué calle?

—Cody… —dijo el Profesor.

Disparos procedentes de atrás interrumpieron la conversación. Vi las motos, cuyos pilotos disparaban ametralladoras. Íbamos ya más despacio; Megan nos había llevado a un barrio de mala muerte, de calles más estrechas, y tenía que describir constantemente giros y quiebros.

—Megan, eso es peligroso —dijo Tia—. Hay un montón de callejones sin salida por ahí.

—El callejón sin salida está en dirección opuesta —respondió Megan. Parecía haberse recuperado del lapsus mental que la había llevado a enfilar directamente hacia la barricada.

—Voy a tener problemas para guiarte —dijo Tia—. Intenta girar a la derecha.

Megan inició la maniobra, pero una moto que se acercaba se dispuso a cortarnos el paso mientras el soldado nos disparaba con un subfusil ametrallador con una mano. Megan soltó una maldición y aminoró, permitiendo que el soldado nos adelantara. Luego se internó en un callejón de la izquierda. A punto estuvimos de chocar con un gran contenedor de basura que consiguió rodear. Deduje que apenas íbamos a treinta kilómetros por hora.

«Apenas a treinta», pensé. A treinta kilómetros por hora por callejones estrechos mientras nos disparaban. Seguía siendo una locura, pero un tipo diferente de locura.

Podía agarrarme bastante bien con un solo brazo a esa velocidad, mientras el paquete de Cody rebotaba contra mi espalda. Probablemente tendría que haberlo dejado caer a esas alturas. Ni siquiera sabía qué contenía…

Lo palpé y noté algo. Me lo puse con cuidado delante, entre Megan y mi cuerpo. Me sujeté a la moto con las rodillas, solté a Megan y descorrí la cremallera.

Dentro estaba el arma Gauss. Con forma de rifle de asalto normal, quizás un poco más largo, llevaba una de las células de energía. Se la habíamos conectado a un lado. La saqué. Con la célula de energía pesaba, pero podía manejarla.

—¡Megan! —dijo Tia—. Barricada delante.

Entramos en otro callejón y casi perdí el arma mientras me agarraba a Megan con un brazo.

—¡No! —dijo Tia—. ¡A la derecha no! Hay…

Una motocicleta nos siguió. Las balas alcanzaron la pared justo por encima de mi cabeza. Y el callejón terminaba en un muro. Megan trató de frenar.

No pensé. Agarré el arma con las dos manos, me eché hacia atrás y pasé el cañón por encima del hombro de Megan.

Disparé contra el muro.