Gemí, tirando de la cuerda, mano sobre mano. La polea emitía un quejido de protesta con cada tirón, como si hubiera atado un desdichado ratón a un aparato de tortura y le estuviera dando vueltas alegremente.
Habíamos emplazado la construcción en torno al túnel, en el escondite de los Reckoners, que era la única vía de entrada y de salida. Habían pasado cinco días desde nuestro ataque a la central eléctrica, y habíamos sido discretos todo ese tiempo, planeando nuestro siguiente movimiento: el ataque a Conflux para socavar a Control.
Abraham acababa de volver con suministros, lo cual significaba que yo había dejado de ser uno de los especialistas en tensores del grupo para ser su fuente de trabajo juvenil gratis.
Seguí tirando, el sudor me goteaba por la frente y empezaba a empaparme la camiseta. Por fin el cajón surgió de las profundidades del agujero y Megan tiró de las ruedas de la plataforma y lo metió en la habitación. Solté la cuerda, enviando la plataforma con ruedas y la cuerda al túnel para que Abraham pudiera cargar otro cajón de suministros.
—¿Quieres encargarte del siguiente? —le pregunté a Megan, secándome la frente con una toalla.
—No —me respondió como si tal cosa. Pasó el cajón a una carretilla que empujó para almacenarla con las demás.
—¿Estás segura? —pregunté, con los brazos doloridos.
—Estás haciendo un buen trabajo —dijo ella—. Y el ejercicio es bueno. —Aseguró el cajón y se sentó en una silla; puso los pies sobre la mesa y empezó a tomarse una limonada mientras leía un libro en su móvil.
Sacudí la cabeza. Esa mujer era increíble.
—Considéralo una muestra de caballerosidad —dijo Megan, ausente, pulsando la pantalla para pasar el texto—. Proteger a una chica indefensa del dolor y todo eso…
—¿Indefensa? —pregunté mientras Abraham llamaba. Suspiré, luego empecé a tirar de nuevo de la cuerda.
Ella asintió.
—En sentido abstracto.
—¿Cómo puede alguien estar indefenso en sentido abstracto?
—Hace falta mucho esfuerzo —dijo ella, y tomó un sorbo de su bebida—. Parece fácil, pero no lo es. Igual que el arte abstracto.
Yo gemí.
—¿El arte abstracto? —pregunté, tirando de la cuerda.
—Sí. Ya sabes. Un tipo pinta una raya negra en un lienzo, dice que es una metáfora y lo vende por millones.
—Eso no ha pasado nunca.
Ella me miró, divertida.
—Claro que sí. ¿No aprendiste nada del arte abstracto en la escuela?
—Fui a la escuela en la Fábrica —contesté—. Estudié matemáticas elementales, geografía, historia y aprendí a leer. No había tiempo para nada más.
—Pero antes de eso, antes de Calamity…
—Tenía ocho años y vivía en el centro de Chicago, Megan. Mi educación consistía principalmente en evitar las bandas y mantener la cabeza gacha en clase.
—¿Eso aprendiste cuando tenías ocho años? ¿En la escuela primaria?
Me encogí de hombros y seguí tirando. Ella parecía preocupada por lo que acababa de decirle, pero confieso que a mí me preocupaba lo que había dicho ella. La gente no pagaba tantísimo dinero por cosas tan absurdas, ¿no? Me había dejado patidifuso. Antes de Calamity, la gente era muy rara.
Icé la siguiente caja y Megan saltó de la silla para moverla. No creía que le diera tiempo a leer mucho, pero no parecía molesta por las interrupciones. La miré mientras me tomaba un largo sorbo de agua.
Las cosas habían sido… diferentes entre nosotros desde su confesión en el hueco del ascensor. En muchos aspectos, estaba más relajada conmigo, cosa que no tenía mucho sentido. ¿No tendría que haber sido todo más embarazoso? Me había enterado de que no apoyaba nuestra misión. Eso me parecía bastante importante; pero era una profesional. No estaba de acuerdo en que hubiera que matar a Steelheart, pero no abandonaba a los Reckoners, ni siquiera pedía que la trasladaran a otra célula. Yo no sabía cuántas había (al parecer solo lo sabían Tia y el Profesor), pero había al menos otra.
Fuera como fuese, Megan seguía en el barco y no dejaba que sus sentimientos la distrajeran del trabajo. Puede que no estuviera de acuerdo en que Steelheart tuviera que morir, pero por lo que yo le había sonsacado, creía en combatir a los Épicos. Era como un soldado que opina que una batalla concreta no es acertada desde el punto de vista táctico, pero que apoya a los generales lo suficiente para librarla de todas formas.
La respetaba por eso. ¡Caray, me gustaba cada vez más! Y aunque no se había mostrado particularmente afectuosa conmigo últimamente, ya no era declaradamente hostil y fría. Eso me dejaba margen de maniobra para utilizar un poco de magia seductora. ¡Ojalá hubiese tenido algo!
Colocó la caja en su sitio y esperé a que Abraham llamara para empezar a tirar de nuevo. Quien apareció en la boca del túnel fue él, sin embargo, que se puso a desmontar el sistema de poleas. Se había curado del disparo del hombro con el reparador, el aparato Reckoner que ayudaba a la carne a recuperarse de forma extraordinariamente rápida.
Yo no sabía mucho al respecto, aunque había hablado con Cody, que lo llamaba «el último de los tres». Había tres piezas de tecnología increíble que los Reckoners tenían de los días del Profesor como científico: los tensores, las chaquetas, el reparador. Por lo que me había dicho Abraham, el Profesor había desarrollado cada elemento y luego lo había robado del laboratorio en el que trabajaba con la intención de iniciar su propia guerra contra los Épicos.
Abraham desmontó las últimas piezas de la polea.
—¿Hemos terminado? —pregunté.
—Así es.
—Había contado más cajas que las que he subido.
—Las otras son demasiado grandes y no pasan por el túnel —respondió Abraham—. Cody las llevará al hangar.
Así era como llamaban al sitio donde guardaban los vehículos. Yo había estado en él. Era una gran cámara en la que había unos cuantos coches y una furgoneta, no tan segura como el escondite: el hangar necesitaba acceso a la ciudad de la superficie, así que no podía formar parte de las calles subterráneas.
Abraham se acercó a la docena de cajas que habíamos llevado al escondite. Se frotó la barbilla, inspeccionándolas.
—Podríamos descargarlas —dijo—. Tengo otra hora libre.
—¿Antes de qué? —le pregunté, acercándome a él.
No me respondió.
—Has estado saliendo mucho estos días —le comenté.
Siguió sin responderme.
—No va a decirte dónde ha estado, Knees —me dijo Megan desde su cómoda posición, junto al escritorio—. Acostúmbrate. El Profesor lo envía a un montón de misiones secretas.
—Pero… —Me sentía herido. Creía haberme ganado mi puesto en el grupo.
—No te apenes, David. —Abraham cogió una palanca para abrir uno de los cajones—. No es una cuestión de confianza. Tenemos que mantener algunas cosas en secreto, incluso dentro del grupo, por si uno de nosotros es capturado. Steelheart tiene su forma de sonsacar lo que ocultas… Nadie excepto el Profesor debe saber todo lo que hacemos.
Era una razón de peso. Por eso seguramente no podía saber nada de las otras células de Reckoners; sin embargo, seguía resultándome molesto. Mientras Abraham abría otra caja, metí la mano en la bolsa que llevaba al cinto y saqué el tensor. Con él, desintegré las tapas de madera de unas cuantas cajas.
Abraham me miró, enarcando una ceja.
—¿Qué? —dije—. Cody me dijo que siguiera practicando.
—Te estás volviendo muy bueno —dijo Abraham. Metió la mano dentro de una caja que yo había abierto y cogió una manzana cubierta de serrín—. Muy bueno. Pero a veces la palanca es más efectiva, ¿eh? Además, puede que queramos volver a utilizar estas cajas.
Suspiré pero asentí. Era… bueno, difícil. Me costaba olvidar la sensación de fuerza que había experimentado durante la incursión en la central eléctrica. Al abrir los agujeros en las paredes y crear aquellos asideros había doblegado la materia a voluntad. Cuanto más utilizaba el tensor, más me entusiasmaban sus posibilidades.
—También es importante evitar dejar pistas de lo que podemos hacer —dijo Abraham—. Imagina si todo el mundo supiera de la existencia de esas cosas, ¿eh? Sería un mundo diferente, más difícil para nosotros.
Asentí, y guardé reacio el tensor.
—Lástima que tuviéramos que dejar ese agujero para que lo viera Diamond.
Abraham vaciló solo un instante.
—Sí —dijo—. Lástima.
Lo ayudé a descargar los suministros. Megan también nos ayudó y se puso a trabajar con su clásica eficacia. Acabó dedicándose a supervisarnos, diciéndonos dónde almacenar cada alimento. Abraham aceptaba sus indicaciones sin quejarse, aunque ella fuera la más joven del equipo.
A mitad del proceso de descarga, el Profesor salió de su habitación. Se acercó a nosotros estudiando los papeles de un clasificador.
—¿Te has enterado de algo, Profesor? —le preguntó Abraham.
—Por una vez, los rumores nos favorecen. —Dejó caer el clasificador sobre la mesa de Tia—. La ciudad bulle con la noticia de que un nuevo Épico ha venido a desafiar a Steelheart. La mitad de la gente habla de eso, mientras que la otra mitad se esconde en el sótano a la espera del enfrentamiento.
—¡Eso es magnífico! —dije.
—Sí. —El Profesor parecía preocupado.
—¿Qué hay de malo entonces? —pregunté.
Indicó el clasificador.
—¿Te dijo Tia lo que contenía uno de esos chips de datos que trajiste de la central eléctrica?
Negué con la cabeza, tratando de ocultar mi curiosidad. ¿Iba a decírmelo? Tal vez eso me diera una pista de lo que había estado haciendo Abraham esos últimos días.
—Propaganda —dijo el Profesor—. Creemos que encontraste un ala de manipulación pública del Gobierno de Steelheart. Los archivos que trajiste son comunicados de prensa, esbozos de rumores para difundir y relatos de hazañas de Steelheart. La mayoría de esas historias y rumores son falsos, por lo que Tia ha podido determinar.
—No sería el primer gobernante que inventa una historia grandiosa para sí —comentó Abraham, guardando algunas latas de carne de pollo en uno de los estantes excavados en la pared del fondo.
—Pero ¿para qué necesita Steelheart hacer algo así? —pregunté, secándome la frente—. Quiero decir… Es prácticamente inmortal. No le hace falta parecer más poderoso de lo que es.
—Es arrogante —contestó Abraham—. Todo el mundo lo sabe. Se le nota en los ojos, en la forma de hablar, en lo que hace.
—Sí —afirmó el Profesor—. Y por eso estos rumores son tan confusos. Los artículos no lo alaban o, si lo hacen, es de un modo extraño. La mayoría describen las atrocidades que ha cometido. Hablan de la gente a la que ha asesinado, de los edificios, incluso de las pequeñas ciudades que supuestamente ha arrasado. Nada de lo cual ha sucedido de verdad.
—¿Está divulgando rumores acerca de que ha arrasado ciudades llenas de gente? —preguntó Megan, preocupada.
—Eso parece —dijo el Profesor. Empezó a ayudarnos a vaciar las cajas. Advertí que desde que él estaba presente Megan había dejado de dar órdenes—. Alguien, al menos, quiere que Steelheart parezca más terrible de lo que es en realidad.
—Tal vez hemos dado con algún grupo revolucionario —dije, ansioso.
—Lo dudo —respondió el Profesor—. ¿Dentro de uno de los principales edificios del gobierno? ¿Con tantísima seguridad? Además, por lo que me dijiste, parece que los guardias conocían ese sitio. De todas formas, muchos de los artículos van acompañados de documentación que confirma que son obra del propio Steelheart. Incluso advierten de su falsedad y de la necesidad de darles sustancia con hechos comprobados.
—Está alardeando e inventándose cosas… —dedujo Abraham—. Solo que ahora su ministerio tiene que hacer que todas esas supuestas acciones parezcan auténticas; en caso contrario, quedará como un idiota.
El Profesor asintió, y yo me sentí abatido. Daba por hecho que habíamos encontrado algo importante. En cambio, todo lo que habíamos descubierto era un departamento dedicado a hacer que Steelheart pareciera bueno. Y más malvado. O algo.
—Así que Steelheart no es tan terrible como le gusta que pensemos —dijo Abraham.
—¡Oh, lo es bastante! —respondió el Profesor—. ¿No te parece, David?
—Más de diecisiete mil muertes confirmadas en su haber —dije, ausente—. Consta en mis anotaciones. Muchas de esas víctimas eran inocentes. Todas no pueden ser inventadas.
—Y no lo son —dijo el Profesor—. Es un individuo terrible y espantoso. Solo quiere asegurarse de que todos lo sepamos.
—¡Qué extraño! —exclamó Abraham.
Rebusqué en la caja de quesos, saqué las piezas envueltas en papel y las puse en el hueco refrigerado, al otro lado de la habitación. Muchos de los alimentos de los Reckoners eran cosas que yo nunca había podido permitirme. Queso, fruta fresca. La mayor parte de la comida de Chicago Nova tenía que ser importada debido a la oscuridad. Era imposible cultivar frutas y verduras en el exterior, y Steelheart mantenía un férreo control sobre las granjas que rodeaban la ciudad.
Alimentos caros. Ya me estaba acostumbrando a comerlos. Era curioso lo rápidamente que me había habituado a ellos.
—Profesor —dije, colocando un queso en el hueco—, ¿se ha preguntado alguna vez si Chicago Nova estará peor sin Steelheart que con él?
Al otro lado de la habitación, Megan se volvió bruscamente hacia mí, pero yo no la miré.
«No le diré que lo dijiste tú, así que deja de mirarme. Solo quiero saberlo».
—Probablemente lo estará —contestó el Profesor—. Durante un tiempo, al menos. La infraestructura de la ciudad se colapsará. Escaseará la comida. A menos que alguien poderoso ocupe el lugar de Steelheart y asegure el control, habrá saqueos.
—Pero…
—¿Querías venganza, hijo? Bien, ese es el precio. No te doraré la píldora. Intentamos no dañar a inocentes, pero cuando matemos a Steelheart, causaremos sufrimiento.
Me senté junto al agujero refrigerante.
—¿Nunca habías pensado en eso? —me preguntó Abraham. Se había sacado de debajo de la camisa aquel colgante que llevaba y lo estaba acariciando—. En todos esos años de planificación, de preparación para matar al hombre al que odiabas, ¿no tuviste en cuenta nunca lo que sucedería en Chicago Nova?
Me ruboricé, pero luego negué con la cabeza. No. No lo había pensado.
—Entonces… ¿qué hacemos?
—Continuar como hasta ahora —respondió el Profesor—. Nuestro trabajo es amputar la carne podrida. Solo entonces podrá empezar a sanar el cuerpo. Pero al principio va a ser muy doloroso.
—Pero…
El Profesor se volvió hacia mí y vi algo en su expresión: un profundo agotamiento, el cansancio de quien lleva librando una guerra mucho, mucho tiempo.
—Es bueno que pienses en esto, hijo. Reflexiona. Preocúpate. Permanece despierto por las noches, asustado por las bajas que causará tu ideología. Te hará bien comprender el precio de la lucha.
»Sin embargo, tengo que advertirte algo: no hay respuestas; no hay decisiones acertadas. Sometimiento a un tirano o caos y sufrimiento. Al final yo elegí lo segundo, aunque me duela en el alma. Si no luchamos, la humanidad está acabada. Lentamente nos convertimos en ovejas de los Épicos, en esclavos y criados… estancados.
»Esto no es solo por venganza o desquite. Es por la supervivencia de nuestra especie. Para que los hombres sean dueños de su propio destino. Yo elijo el sufrimiento y la incertidumbre antes que convertirme en un perrito faldero.
—Todo eso de elegir por uno mismo está muy bien, Profesor —dijo Megan—. Pero usted no elige por usted mismo. Elige por toda la ciudad.
—Así es. —El Profesor guardó algunas latas en el estante.
—En última instancia no serán dueños de su propio destino. Si no los domina Steelheart se las tendrán que apañar solos; al menos hasta que aparezca otro Épico que vuelva a dominarlos.
—Entonces lo mataremos también —repuso el Profesor en voz baja.
—¿A cuántos va a matar? No puede matar a todos los Épicos, Profesor. Tarde o temprano, uno se impondrá. ¿Cree que será mejor que Steelheart?
—Basta, Megan —dijo el Profesor—. Ya hemos hablado de esto, y he tomado mi decisión.
—Chicago Nova es uno de los sitios donde mejor se puede vivir en los Estados Fracturados —continuó Megan, ignorando el comentario del Profesor—. Tendríamos que concentrarnos en los Épicos que no son buenos administradores, en los lugares donde la vida es peor.
—No —dijo el Profesor con más hosquedad.
—¿Por qué no?
—¡Porque ese es el problema! —exclamó—. Todo el mundo habla de lo magnífica que es Chicago Nova. Pero no es magnífica, Megan. ¡Es buena solo en comparación con lo demás! Sí, hay lugares peores; pero mientras este agujero del infierno sea considerado el ideal, nunca llegaremos a ninguna parte. ¡No podemos permitir que nos convenzan de que esto es normal!
La habitación quedó en silencio. Megan estaba sorprendida por el exabrupto del Profesor.
Me senté, cabizbajo. Aquello no era como lo había imaginado. Los gloriosos Reckoners imponiendo justicia a los Épicos. Ni una sola vez se me había pasado por la cabeza el sentimiento de culpa que soportaban, las discusiones, la incertidumbre. Podía ver en ellos el mismo miedo que yo había sentido en la central eléctrica. La preocupación porque tal vez estuviéramos empeorando las cosas y pudiéramos acabar siendo tan malos como los Épicos.
El Profesor se marchó, agitando una mano, frustrado. Oí el roce de la cortina cuando se retiró a su habitación de pensar. Megan lo vio irse, roja de furia.
—No es tan malo, Megan —dijo Abraham en voz baja. Seguía pareciendo tranquilo—. No pasará nada.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Verás, no necesitamos derrotar a todos los Épicos —dijo Abraham. Sujetaba con la mano la cadena con el pequeño colgante—. Solo necesitamos aguantar lo suficiente.
—No voy a escuchar tus tonterías, Abraham —replicó ella—. Ahora no.
Dicho esto, nos dio la espalda, se marchó del almacén por el túnel que conducía a las catacumbas de acero y desapareció.
Abraham suspiró, luego se volvió hacia mí.
—No tienes buen aspecto, David.
—Estoy mareado —confesé—. Creía… Bueno, que si alguien tenía las respuestas serían los Reckoners.
—Nos confundes —dijo Abraham, acercándose a mí—. Confundes al Profesor. No busques en el verdugo el motivo por el que cae su espada. Y el Profesor es el verdugo de la sociedad, el guerrero de la humanidad. Otros vendrán a reconstruirla.
—¿Y eso no te molesta?
—No demasiado —respondió Abraham sencillamente, volviendo a ponerse el colgante—. Pero, claro, yo tengo una esperanza que los demás no tienen.
Vi claramente el colgante. Era pequeño y plateado: una estilizada «S». Me pareció reconocer ese símbolo de alguna parte. Me recordó a mi padre.
—Eres uno de los fieles —aventuré. Había oído hablar de ellos, aunque nunca había conocido a ninguno. La Factoría criaba realistas, no soñadores, y para ser uno de los fieles había que ser un soñador.
Abraham asintió.
—¿Cómo puedes creer todavía que vendrán buenos Épicos? —pregunté—. Me refiero a que han pasado más de diez años.
—Diez años no es tanto —contestó Abraham—. No en el contexto histórico. ¡La especie humana no es tan antigua en comparación! Los héroes vendrán. Algún día tendremos Épicos que no matarán, no odiarán, no dominarán. Estaremos protegidos.
«Idiota», pensé. Fue una reacción visceral, aunque inmediatamente me hizo sentir mal. Abraham no era ningún idiota. Era un hombre sabio, o me lo había parecido hasta ese momento. Pero ¿cómo podía pensar de verdad que habría alguna vez Épicos buenos? Era el mismo razonamiento que había matado a mi padre.
«Aunque él al menos tiene alguna esperanza». ¿Tan malo era desear que existiera un grupo mítico de Épicos heroicos, esperar que acudieran a salvarnos?
Abraham me dio un apretón en el hombro y me sonrió antes de marcharse. Me quedé allí y vi como seguía al Profesor a la habitación de pensar, algo que nunca había visto hacer a ninguno de los demás. Poco después, los oí conversar en voz baja.
Sacudí la cabeza. Pensé en continuar vaciando las cajas, pero no estaba de humor para hacerlo. Miré el túnel que conducía a las catacumbas. Sin pensármelo dos veces, entré en él por si podía encontrar a Megan.