—Te digo que he oído algo —dijo uno de los guardias, mirando hacia abajo. Parecía estar mirándome directamente. Pero el hueco del ascensor estaba oscuro, más oscuro de lo que yo pensaba que estaría con las puertas abiertas.
—Yo no veo nada —dijo el otro. Su voz resonó suavemente.
El primero sacó una linterna del cinturón.
El corazón me dio un vuelco.
Apreté la mano contra la pared; fue lo único que se me ocurrió. El tensor empezó a vibrar y traté de concentrarme, pero era difícil con aquellos dos ahí arriba. La linterna chasqueó.
—¿Oyes eso?
—Parece el horno —dijo el segundo guardia secamente.
Mi mano sacudía la pared con un soniquete mecánico. Hice una mueca, pero continué. La luz de la linterna iluminó el hueco. A punto estuve de perder el control de la vibración.
Era imposible que no me vieran con esa luz. Estaban demasiado cerca.
—No hay nada —refunfuñó el guardia.
¿Qué? Alcé la cabeza. De algún modo, a pesar de estar solo a corta distancia, no me habían visto. Fruncí el ceño, confuso.
—Hum —dijo el otro—. Pues yo oigo algo.
—Viene de… ya sabes —respondió el primero.
—¡Oh! —dijo el otro—. Cierto.
El primer guardia volvió a meterse la linterna en el cinturón. ¿Cómo podía no haberme visto? Me había enfocado con ella.
Los dos se apartaron de la abertura y dejaron que las puertas se cerraran.
«Por los fuegos de Calamity, ¿qué…?», pensé. ¿Podían no habernos visto en la oscuridad?
Mi tensor se apagó.
Yo me había estado preparando para desintegrar la pared formando un agujero en el que escondernos para salir de su línea de fuego llegado el caso. Pero como no estaba concentrado en el estallido, arranqué un gran pedazo de la pared que tenía delante y mi asidero desapareció repentinamente. Me agarré al borde del agujero que había hecho, logrando a duras penas aferrarme.
Un gran estallido de polvo cayó y llovió sobre Megan. Agarrándome con fuerza al lado del agujero, miré hacia abajo y me la encontré observándome con mala cara, parpadeando para librarse del polvo que le había entrado en los ojos. Parecía querer sacar la pistola.
«¡Calamity!», me dije, sobresaltado.
Megan, con el pañuelo y la piel cubiertos de polvo plateado, me miraba furiosa. Creo que no había visto una expresión como esa nunca en los ojos de nadie; no dirigida a mí, al menos. Fue como si pudiera sentir el odio surgiendo de ella.
Siguió acercando la mano a la pistola que llevaba al costado.
—¿M-Megan?
Se detuvo. No sé qué había visto, pero desapareció repentinamente. Parpadeó y su expresión se suavizó.
—Cuidado con lo que destruyes, Knees —comentó, sacudiéndose el polvo de la cara.
—Sí. —Miré de nuevo el agujero al que me agarraba—. ¡Eh, aquí hay una habitación! —Iluminé el agujero con el móvil para ver mejor.
Era una habitación pequeña, con unas cuantas mesas con ordenadores en una pared y archivadores en la otra. Tenía dos puertas, una de ellas de seguridad, de metal reforzado con cerradura digital.
—Megan, esto es sin duda una habitación. Y no parece que haya nadie. Vamos. —Me aupé y entré arrastrándome.
En cuanto estuve dentro ayudé a Megan a terminar de subir y salir del hueco. Ella vaciló antes de aceptar mi mano y, cuando la hube sacado, pasó de largo sin decir palabra. Parecía haber recuperado su frialdad hacia mí, incluso cierta crueldad.
Me quedé de rodillas junto al negro agujero del hueco del ascensor. No podía librarme de la sensación de que acababa de suceder algo muy extraño. Para empezar, el guardia no nos había visto, y luego Megan había pasado de abrirse a mí a cerrarse por completo en cuestión de segundos. ¿Después de lo que había compartido conmigo le preocupaba que yo le dijera al Profesor que estaba en contra de matar a Steelheart?
—¿Qué es este lugar? —dijo Megan desde el centro de la habitación.
El techo era tan bajo que casi tenía que encorvarse; yo, desde luego, tendría que hacerlo. Se quitó el pañuelo, que soltó una nube de polvo de metal. Puso mala cara y se sacudió la ropa.
—Ni idea —respondí, comprobando mi móvil y el mapa que había cargado Tia—. La habitación no está en el mapa.
—Techo bajo —dijo Megan—. Puerta de seguridad con código. —Me lanzó la mochila—. Pon un explosivo en el agujero que has hecho. Echaré un vistazo a todo esto.
Busqué un explosivo en la mochila mientras ella abría la puerta sin cerradura de seguridad y me asomé para colocarlo en el agujero que había abierto. Fue entonces cuando vi unos cables en la parte inferior de la pared.
Los seguí y estaba observando un trozo del suelo cuando Megan regresó.
—Hay otras dos habitaciones como esta —dijo—. Desocupadas, pequeñas y pegadas al hueco del ascensor. Lo que se me ocurre es que aquí tendrían que haber estado la caldera y el cuarto de mantenimiento del ascensor, pero ocultaron estas habitaciones y las borraron de los planos del edificio. Me pregunto si habrá espacio entre otras plantas y si hay habitaciones ocultas allí también.
—Mira esto —dije, señalando lo que había descubierto.
Ella se arrodilló a mi lado y miró la pared y los cables.
—Explosivos —dijo.
—La habitación está ya preparada para ser demolida —deduje—. Qué raro, ¿no?
—Sea lo que sea que hay aquí dentro, debe ser importante. Tan importante que merece la pena destruir toda una central eléctrica para impedir que se descubra.
Los dos miramos los ordenadores.
—¿Qué estáis haciendo? —sonó la voz de Cody en nuestros auriculares.
—Hemos encontrado esta habitación y…
—Seguid moviéndoos —me interrumpió él—. El Profesor y Abraham se han topado con unos guardias y se han visto obligados a dispararles. Los guardias han caído y han ocultado los cuerpos, pero pronto los echarán en falta. Con suerte, tenemos unos minutos antes de que alguien se dé cuenta de que ya no están de patrulla.
Maldije, rebuscando en el bolsillo.
—¿Qué es eso? —preguntó Megan.
—Uno de esos detonadores universales que le compré a Diamond —respondí—. Quiero ver si funcionan.
Nervioso, usé cinta adhesiva para pegar el borrador a los explosivos que habíamos encontrado bajo el suelo. En el bolsillo llevaba el detonador-bolígrafo.
—Según el mapa que nos dio Tia —dijo Megan—, solo estamos a dos habitaciones del almacén de células de energía, pero un poco por debajo.
Nos miramos antes de separarnos para explorar la habitación oculta. Tal vez no tuviéramos mucho tiempo, pero necesitábamos averiguar al menos qué información contenía. Megan abrió un archivador y sacó un puñado de carpetas clasificadoras. Yo me puse a abrir cajones del escritorio. En uno había un par de chips de datos. Los cogí, los agité ante Megan y los guardé en la mochila. Ella guardó las carpetas y buscó en otro escritorio mientras yo acercaba la mano a la pared y abría un agujero.
Como la habitación oculta estaba entre dos plantas, no estaba seguro de cómo se relacionaba con el resto del edificio. Hice un agujero en dirección hacia donde queríamos ir, pero cerca del techo.
El agujero desembocó en una habitación de la tercera planta, cerca del suelo. Así que nuestra habitación oculta y esa planta se solapaban en parte. Eché un vistazo al mapa y entendí cómo habían escondido la habitación. En los planos, el hueco del ascensor parecía un poco más grande de lo que era en realidad. También incluían un hueco de mantenimiento que en realidad no estaba, lo que explicaba la falta de asideros en el ascensor. Los constructores habían contado con que el hueco de mantenimiento proporcionaría el medio de atender el ascensor, sin saber que era la habitación oculta lo que iría en ese espacio.
Megan y yo subimos por el agujero y llegamos a la tercera planta. Cruzamos una habitación (una especie de sala de reuniones) y luego otra, que era una estación de control. Desintegré la pared y abrí un agujero que nos llevó a un almacén rectangular de techo bajo. Ese era nuestro objetivo, el lugar donde guardaban las células de energía.
—Estamos dentro —le dijo Megan a Cody mientras nos colábamos en la habitación llena de estantes en los cuales había material eléctrico que no queríamos.
Fuimos cada uno hacia un lado, buscando apresuradamente.
—Asombroso —dijo Cody—. Las células de energía tienen que estar en alguna parte. Buscad cilindros altos como la caña de una bota y de unos veinte centímetros de ancho.
Miré las taquillas de la pared del fondo, que tenían cerrojo en las puertas.
—Tal vez ahí dentro —le dije a Megan, acercándome. Me encargué rápidamente de los cerrojos con el tensor y abrí las puertas cuando ella llegó a mi lado. Dentro había un montón alto de cilindros verdes almacenados. Cada cilindro parecía una mezcla de barrilito de cerveza y batería de coche.
—Eso son las células de energía —dijo Cody, aliviado—. Me preocupaba que no hubiera ninguna. Menos mal que he traído mi trébol de cuatro hojas para esta operación.
—¿Un trébol de cuatro hojas? —se extrañó Megan con una mueca mientras sacaba algo de la mochila.
—Claro. De la tierra de mis antepasados.
—Eso es un símbolo irlandés, Cody, no escocés.
—Lo sé —dijo Cody sin perder un segundo—. Tuve que matar a un irlandés para conseguirlo.
Saqué una de las células de energía.
—No son tan pesadas como creía —dije—. ¿Estamos seguros de que será suficiente para alimentar el arma Gauss? Ese bicho necesita un montón de energía.
—Estas células las cargó Conflux —dijo Cody en mi oído—. Son muchísimo más potentes que ninguna otra cosa que nosotros pudiéramos crear o comprar. Si no funcionan, nada lo hará. Coged tantas como podáis.
Tal vez no fueran tan pesadas como yo había creído, pero abultaban lo suyo. Sacamos el resto del equipo de la mochila de Megan y el saquito que habíamos guardado en el fondo. Conseguí meter cuatro células en la mochila mientras Megan pasaba el resto de nuestro equipo (unas cuantas cargas explosivas, algo de cuerda y munición) al saco. También llevábamos batas de laboratorio para disfrazarnos. No las guardé: sospeché que las necesitaríamos para escapar.
—¿Cómo están el Profesor y Abraham? —pregunté.
—Van hacia la salida —respondió Cody.
—¿Y nuestra extracción? —pregunté—. El Profesor ha dicho que no bajemos por el hueco del ascensor.
—¿Tenéis las batas de laboratorio?
—Claro —respondió Megan—. Pero si salimos a los pasillos, pueden grabar nuestras caras.
—Es un riesgo que tendremos que correr —dijo Cody—. La primera explosión será dentro de dos minutos.
Nos pusimos las batas, y yo me agaché y dejé que Megan me ayudara a ponerme la mochila con las células de energía. Pesaba, pero podía moverme razonablemente bien. A Megan la bata le sentaba tan bien como cualquier cosa. Se echó al hombro el saco, menos pesado, y miró mi rifle.
—Se puede desmontar —le expliqué, y quité la culata del rifle, el cargador y el cartucho de la recámara. Puse el seguro, por si acaso, y lo metí todo en el saco.
Las batas tenían bordado el logotipo de la Central Siete, y ambos llevábamos placas de identidad falsas. Los disfraces no nos habrían servido para entrar (las medidas de seguridad eran demasiado férreas), pero en un momento de caos nos permitirían salir.
El edificio se estremeció con un ruido ominoso: la explosión número uno. Era más para impulsar la evacuación que para causar verdaderos daños.
—¡Vamos! —gritó Cody en nuestros oídos.
Desintegré la cerradura de la puerta de la habitación y los dos salimos corriendo al pasillo. La gente se asomaba a las puertas: parecía una planta muy concurrida, incluso de noche. Algunos formaban parte del personal de limpieza e iban con mono azul, pero otros eran técnicos con bata de laboratorio.
—¡Una explosión! —Hice lo que pude para parecer dominado por el pánico—. ¡Alguien está atacando el edificio!
El caos empezó inmediatamente y nos barrió la multitud que huía del edificio. Unos treinta segundos más tarde, Cody desencadenó la segunda explosión en una planta superior. El suelo tembló y la gente que nos rodeaba en el pasillo gritó, mirando al techo. Más o menos una docena aferraban sus maletines o sus ordenadores.
Corrimos a toda prisa por los pasillos y bajamos las escaleras, cuidando de mantener la cabeza gacha. Había algo extraño en aquel lugar y, mientras corríamos, me di cuenta de qué era. El edificio estaba limpio. Los suelos, las paredes, las habitaciones; todo demasiado limpio. En el momento de entrar estaba demasiado oscuro para que lo hubiera notado, pero con luz se veía todo prístino. Las calles subterráneas nunca estaban tan limpias. No parecía natural que todo estuviera tan pulcro, tan brillante.
Mientras corríamos quedó claro que el lugar era tan grande que ningún empleado tenía por qué conocer a todos los demás y, aunque según los datos que teníamos los oficiales de seguridad tenían las fotos de todos los empleados y las cotejaban con la base de datos, nadie nos interceptó.
La mayoría de esos oficiales corrían con la cada vez más nutrida multitud, tan preocupados por las explosiones como todos los demás, y eso aplacó mi temor aún más.
Bajamos en tromba el último tramo de escaleras y salimos al vestíbulo.
—¿Qué pasa? —gritó un oficial de seguridad. Estaba de pie junto a la salida, apuntando con la pistola—. ¿Alguien ha visto algo?
—¡Un Épico! —dijo Megan, sin aliento—. Vestido de verde. ¡Lo he visto por el edificio lanzando descargas de energía!
La tercera explosión sacudió el edificio. Una serie de explosiones más pequeñas la siguieron. Otros grupos salían de las escaleras contiguas y de los pasillos de la planta baja.
El guardia soltó una maldición e hizo lo más inteligente: echó a correr también. No esperarían de él que se enfrentara a un Épico: de hecho, podía meterse en un lío si lo hacía, aunque el Épico actuara contra Steelheart. Los hombres corrientes dejaban a los Épicos en paz. Punto. En los Estados Fracturados esa era una ley que se imponía a todas las demás.
Salimos del edificio y llegamos a los terrenos adyacentes. Miré atrás y vi las columnas de humo que brotaban de la enorme estructura. Mientras lo hacía, se produjo otra serie de pequeñas explosiones con destellos verdes en una hilera de ventanas. El Profesor y Abraham no solo habían puesto bombas, sino que habían montado un espectáculo pirotécnico.
—Tiene que ser un Épico —jadeó una mujer que estaba cerca de mí—. ¿Quién sería tan necio como para…?
Le sonreí a Megan y nos unimos a la riada de gente que corría hacia la verja del muro que rodeaba las instalaciones. Los guardias intentaron contener a la gente, pero cuando la siguiente explosión tuvo lugar renunciaron y abrieron las puertas de la verja. Megan y yo seguimos a los demás hacia las oscuras calles de la ciudad, dejando atrás el humeante edificio.
—Las cámaras de seguridad siguen grabando —nos informó Cody a todos por el canal abierto—. Siguen evacuando el edificio.
—Retén las últimas explosiones —dijo el Profesor tranquilamente—. Pero lanza los panfletos.
Hubo un suave pop detrás: los panfletos que proclamaban que un nuevo Épico había llegado a la ciudad habían sido lanzados desde las plantas superiores y flotaban hacia la ciudad. Limelight, lo llamábamos: el nombre que yo había elegido. El panfleto estaba lleno de propaganda conminando a Steelheart a dar la cara, diciendo que Limelight era el nuevo señor de Chicago Nova.
Megan y yo llegamos a nuestro coche antes de que Cody diera la señal de todo despejado. Subí por el lado del conductor, y Megan me siguió por la misma puerta, empujándome hacia el asiento del acompañante.
—Sé conducir —dije.
—Destrozaste el último coche al rodear una manzana, Knees —dijo ella, poniendo en marcha el vehículo—. Derribaste dos señales, si mal no recuerdo. Y creo que vi los restos de varios cubos de basura mientras huíamos. —Sonreía levemente.
—No fue culpa mía —me excusé, entusiasmado por nuestro éxito mientras miraba a la Central Siete, que se alzaba en el cielo oscuro—. Esos cubos de basura se lo estaban buscando. Tarugos descarados.
—Voy a detonar la grande —dijo Cody en mi oído.
Resonaron una serie de explosiones, también las de los explosivos que Megan y yo habíamos colocado, supuse. El edificio se estremeció y salieron llamas por las ventanas.
—Vaya —dijo Cody, confundido—. No se ha derrumbado.
—Así está bien —respondió el Profesor—. Las pruebas de nuestra incursión han desaparecido y la central no funcionará durante algún tiempo.
—Sí —dijo Cody. Noté la decepción en su voz—. Ojalá hubiera sido un resultado un poco más dramático.
Saqué el bolígrafo detonador del bolsillo. Probablemente no haría nada: los explosivos que habíamos colocado en las paredes seguramente habrían detonado los del suelo. Pulsé el bolígrafo, de todas formas.
La explosión subsiguiente fue unas diez veces más potente que la anterior. Nuestro coche se estremeció y los escombros cayeron sobre la ciudad en una lluvia de cascotes y polvo. Megan y yo nos volvimos en nuestros asientos a tiempo de ver el edificio desmoronarse con un crujido espantoso.
—Guau —dijo Cody—. Mirad eso. Supongo que algunas de las células de energía han estallado.
Megan me miró, luego miró el bolígrafo y puso los ojos en blanco. En segundos corríamos calle abajo en dirección contraria a los camiones de bomberos y de los servicios de emergencia, camino del punto de encuentro con los otros Reckoners.