Cuando regresamos, Cody había salido en misión de exploración para Tia, que nos indicó con un gesto las raciones que había en la mesa del fondo de la habitación principal esperando a ser consumidas.
—Ve a contarle al Profesor lo que has descubierto —me dijo Abraham en voz baja, caminando hacia el almacén.
Megan se acercó a la comida.
—¿Adónde vas? —le pregunté a Abraham.
—Por lo visto necesito un arma nueva —dijo él con una sonrisa, mientras cruzaba la puerta.
No me había echado la bronca por lo que había hecho con su ametralladora: comprendía que había salvado al equipo. Al menos esperaba que así lo entendiera. Sin embargo, se le notaba en la voz que acusaba la pérdida. Le gustaba aquella ametralladora y era fácil ver por qué: yo nunca había poseído un arma tan bonita como esa.
El Profesor no estaba en la habitación principal, y Tia me miró enarcando una ceja.
—¿Qué tienes que contarle al Profesor?
—Yo te lo explicaré —dijo Megan, sentándose a su lado.
Como de costumbre, Tia tenía la mesa llena de papeles y latas de refresco de cola. Por lo visto había encontrado los archivos de las aseguradoras que Cody había mencionado y los tenía en pantalla, delante de ella.
Si el Profesor no estaba allí, supuse que estaría en su habitación de pensar con el creador de imágenes. Me acerqué y llamé suavemente a la pared: la puerta era solo una tela.
—Pasa, David —respondió la voz del Profesor desde dentro.
Vacilé. No había vuelto a entrar en la habitación desde que le conté mi plan al grupo. Los otros casi nunca entraban. Era el santuario del Profesor, y normalmente era él quien salía en vez de invitar a entrar a alguien con quien necesitara hablar. Miré a Tia y a Megan. Ambas parecieron sorprendidas, pero ninguna dijo nada.
Aparté la cortina. Me había imaginado lo que estaría haciendo el Profesor con los creadores de imágenes de las paredes; tal vez sirviéndose de la conexión del equipo con la red espía para moverse por la ciudad y estudiar a Steelheart y sus sicarios.
No hacía nada tan teatral.
—¿Pizarras? —le pregunté.
El Profesor se volvió. Estaba de pie, en la pared del fondo, escribiendo con tiza. Las cuatro paredes, el techo y el suelo se habían convertido en pizarras y estaban llenas de escritura blanca.
—Lo sé —dijo el Profesor, haciéndome una seña para que pasara—. No es muy moderno, ¿verdad? Tengo tecnología para representar cualquier cosa del modo que quiera y prefiero las pizarras. —Sacudió la cabeza, divertido por su propia excentricidad—. Pienso mejor de esta forma. La costumbre, supongo.
Me acerqué a él y vi que no había escrito en las paredes. Lo que el Profesor tenía en la mano era un pequeño punzón en forma de tiza. La máquina interpretaba sus movimientos, haciendo aparecer las palabras a medida que las iba trazando.
La cortina había vuelto a caer, ocultando la luz de las otras habitaciones. Apenas distinguía al Profesor; la única luz procedía del suave brillo de las letras blancas de las seis superficies. Me sentí como si flotara en el espacio y las palabras fueran estrellas y galaxias que me iluminaban desde rincones lejanos.
—¿Qué es esto? —le pregunté, mirando hacia el techo y leyendo.
El Profesor había encuadrado partes para distinguirlas del resto y había trazado flechas y líneas apuntando a secciones diferentes. No le vi mucho sentido. El texto estaba en inglés, más o menos, porque muchas palabras eran muy pequeñas y parecían escritas con algún tipo de taquigrafía.
—El plan —dijo el Profesor, ausente. No llevaba las gafas ni la bata (ambas estaban en el suelo), y se había arremangado la camisa negra hasta los codos.
—¿Mi plan? —pregunté.
La sonrisa del Profesor quedó iluminada por el pálido brillo de las líneas de tiza.
—Ya no. Pero quedan semillas.
Sentí una profunda sensación de decepción.
—Pero, quiero decir…
El Profesor me miró, y luego me puso una mano en el hombro.
—Hiciste un gran trabajo, hijo, considerando las circunstancias.
—¿Qué tenía de malo? —pregunté. Me había pasado años, en realidad toda la vida, con ese plan, y confiaba bastante en lo que se me había ocurrido.
—Nada, nada —dijo el Profesor—. Las ideas son buenas, notablemente buenas. Convencer a Steelheart de que tiene un rival en la ciudad, atraerlo para que salga, atacarlo. Aunque está el hecho patente de que no sabes cuál es su punto débil.
—Bueno, sí —admití.
—Tia trabaja en ello. Si alguien puede descubrir la verdad es ella —dijo el Profesor. Tras una breve pausa, continuó—: La verdad es que no tendría que haber dicho que este no es tu plan. Lo es, y hay algo más que semillas en él. He examinado tus cuadernos de notas. Has pensado muy bien las cosas.
—Gracias.
—Pero tu visión era demasiado estrecha, hijo. —El Profesor apartó la mano de mi hombro y se acercó a la pared. La golpeó con el punzón que imitaba una tiza y el texto de la habitación rotó. Él ni siquiera pareció darse cuenta, pero yo me mareé cuando las paredes giraron a mi alrededor hasta que un nuevo texto se situó delante del Profesor.
»Déjame empezar por lo siguiente —dijo—. Aparte de no saber el punto débil exacto de Steelheart, ¿cuál es el mayor fallo de tu plan?
—Yo… —Fruncí el ceño—. ¿Eliminar a Nightwielder, tal vez? Pero, Profesor, acabamos…
—No, no es eso.
Fruncí el ceño aún más. No creía que mi plan tuviera ningún fallo. Los había resuelto todos, limándolos como la crema exfoliante elimina las espinillas de la barbilla de un adolescente.
—Vamos por partes —dijo el Profesor, que alzó el brazo y despejó un trozo de pared como si limpiara barro de una ventana. Las palabras se agruparon a un lado sin borrarse, amontonándose como si hubiera desenrollado una nueva sección de pared tirando de un carrete. Acercó la tiza al espacio despejado y empezó a escribir—. Primer paso: imitar a un Épico poderoso. Segundo paso: empezar a matar a los Épicos importantes de Steelheart para conseguir que se preocupe. Tercer paso: atraerlo. Cuarto paso: matarlo. Al hacer esto devuelves la esperanza al mundo y animas a la gente a seguir peleando.
Asentí.
—Pero hay un problema —observó el Profesor, sin dejar de escribir en la pared—. Si conseguimos matar a Steelheart, lo habremos hecho imitando a un Épico poderoso. Todo el mundo pensará entonces que un Épico ha sido el causante de la derrota. ¿Y qué ganamos pues?
—Después podemos anunciar que ha sido cosa de los Reckoners.
El Profesor negó con la cabeza.
—No funcionaría. Nadie nos creería. No después de todas las molestias que nos habremos tomado para que Steelheart se lo crea.
—Bueno, ¿qué importa? —dije—. Estará muerto. —Entonces, en voz más baja, añadí—: Y yo me habré vengado.
El Profesor vaciló, tiza en mano.
—Sí —afirmó—. Supongo que te habrás vengado.
—Usted también lo quiere muerto —dije, dando un paso hacia él—. Lo sé. Lo veo.
—Quiero que todos los Épicos mueran.
—Más que eso —dije—. Se lo noto.
Me miró con severidad.
—Eso no importa. Es vital que la gente sepa que estamos detrás de esto. Tú mismo lo has dicho: no podemos matar a todos los Épicos que hay ahí fuera. Los Reckoners dan vueltas en círculos. La única esperanza que tenemos, la única esperanza que tiene la humanidad, es convencer a la gente de que puede contraatacar. Para que eso suceda, deben ser los humanos quienes acaben con Steelheart.
—Pero, para que salga, tiene que creer que un Épico lo amenaza —dije.
—¿Ves el problema?
—Yo… —Estaba empezando a verlo—. Entonces, ¿no vamos a imitar a un Épico?
—Sí —dijo el Profesor—. Me gusta la idea. Solo estoy señalando los problemas que debemos resolver. Si este… Limelight va a matar a Steelheart, necesitamos un modo de asegurarnos de poder convencer a la gente de que fuimos en realidad nosotros. No es imposible, pero por eso he tenido que mejorar el plan, que ampliarlo.
—De acuerdo —acepté, relajándome. Así que seguíamos adelante según lo previsto. Con un Épico falso. El alma del plan seguía intacta.
—Por desgracia, hay un problema más grave —dijo el Profesor, marcando la pared con su tiza—. Tu plan exige que matemos a los Épicos de la administración de Steelheart, para amenazarlo y hacerlo salir. Según tú debemos hacerlo para demostrar que un nuevo Épico ha llegado a la ciudad. Sin embargo, no va a funcionar.
—¿Qué? ¿Por qué no?
—Porque es lo que harían los Reckoners —dijo el Profesor—. Matar Épicos en silencio, sin descubrirse nunca. Recelará. Tenemos que pensar como lo haría un auténtico rival. Todo el que quiera Chicago Nova pensará en términos más ambiciosos que nosotros. Cualquier Épico que pueda haber ahí fuera es capaz de tener una ciudad propia, no es tan difícil. Para querer Chicago Nova hay que ser ambicioso. Tienes que querer ser rey. Tienes que querer que los Épicos estén a tu entera disposición. Y por eso matarlos uno a uno no tiene sentido. ¿Lo ves?
—Los querrías con vida para que te sirvieran —dije, comprendiendo lentamente—. Cada Épico que mataras reduciría tu poder cuando te apoderaras de Chicago Nova.
—Exactamente. Nightwielder, Firefight, tal vez Conflux tendrán que morir. Pero debes tener mucho cuidado con a quién matas y a quién intentas comprar.
—Y no podríamos comprarlos —deduje—. No podríamos convencerlos de que somos un Épico. No a largo plazo.
—Ahí tienes otro problema —dijo el Profesor.
Tenía razón. Me vine abajo, como un refresco abierto toda la noche que se queda sin burbujas. ¿Cómo no había visto yo ese fallo de mi plan?
—He estado trabajando en estos dos problemas —dijo el Profesor—. Si vamos a imitar a un Épico (y pienso que deberíamos hacerlo), tenemos que ser capaces de demostrar que nosotros estábamos detrás. De esa forma, la verdad puede propagarse por Chicago Nova y, desde aquí, a los Estados Fracturados. No basta con matarlo simplemente: tenemos que filmarnos haciéndolo. Y tenemos, en el último minuto, que enviar información sobre nuestro plan a las personas adecuadas de la ciudad, para que lo sepan y respondan por nosotros. Gente como Diamond, magnates del crimen que no sean Épicos, gente con influencia pero sin relación directa con el Gobierno de Steelheart.
—De acuerdo. Pero ¿qué hay del segundo problema?
—Tenemos que golpear a Steelheart donde le duela, pero no durante demasiado tiempo, y no podemos concentrarnos en los Épicos. Necesitamos uno o dos golpes a gran escala que lo hagan sangrar, considerarnos una amenaza, y actuando además como un rival que quiere desbancarlo.
—Entonces…
El Profesor tocó la pared, haciendo subir el texto desde el suelo hasta tenerlo delante de los ojos. Pulsó una sección y una parte empezó a brillar en verde.
—¿Verde? —dije, divertido—. ¿No le gustan las cosas a la vieja usanza?
—Se pueden usar tizas de colores en una pizarra —gruñó él rodeando tres palabras: «Sistema de alcantarillado».
—¿Sistema de alcantarillado? —dije. Esperaba algo un poco más grandioso, un poco menos escatológico.
El Profesor asintió.
—Los Reckoners nunca atacamos las infraestructuras: nos centramos en los Épicos. Si golpeamos una de las principales infraestructuras de la ciudad, Steelheart creerá que no han sido los Reckoners quienes han actuado contra él, sino alguna otra fuerza cuyo objetivo es en concreto derrocarlo, ya sean rebeldes de la ciudad u otro Épico que ha entrado en su territorio.
»El funcionamiento de Chicago Nova se basa en dos principios: el miedo y la estabilidad. La ciudad tiene instalaciones básicas de las que muchas otras ciudades carecen y que atraen a la gente. El miedo a Steelheart los mantiene a raya. —Volvió a hacer rodar las palabras, acercando una serie de dibujos que había hecho con “tiza” en la pared más alejada. Parecían un plano algo burdo—. Si empezamos a atacar sus infraestructuras actuará más rápido contra nosotros que si atacamos a sus Épicos. Steelheart es listo. Sabe por qué viene la gente a Chicago Nova. Si pierde las cosas básicas (el sistema de alcantarillado, la energía, las comunicaciones), perderá la ciudad.
Asentí lentamente.
—Me pregunto por qué.
—¿Por qué? Acabo de explicártelo… —El Profesor se calló y me miró. Frunció el ceño—. No te refieres a eso.
—Me pregunto por qué le importa. ¿Por qué tomarse tantas molestias en crear una ciudad donde quiera vivir la gente? ¿Por qué le importa que la población tenga comida o agua o electricidad? Mata cruelmente a sus habitantes y, sin embargo, se encarga de que estén atendidos.
El Profesor guardó silencio. Al cabo de un rato, sacudió la cabeza.
—¿Para qué ser rey si no tienes súbditos?
Recordé el día de la muerte de mi padre. «Esta ciudad es mía…». Mientras lo pensaba, me di cuenta de algo referente a los Épicos, algo que, a pesar de todos mis años de estudio, nunca había comprendido del todo.
—No es suficiente —susurró el Profesor—. No es suficiente tener poderes divinos, ser inmortal a todos los efectos, poder doblegar los elementos a voluntad y surcar los cielos. No es suficiente a menos que puedas utilizarlo para que los demás te sigan. En cierto modo, los Épicos no serían nada sin la gente corriente. Necesitan a alguien a quien dominar, necesitan alardear de sus poderes.
—Lo odio —susurré, aunque no pretendía decirlo en voz alta. Ni siquiera me había dado cuenta de que lo estaba pensando.
El Profesor me miró.
—¿Qué? —pregunté—. ¿Va a decirme que mi ira no sirve de nada?
Me lo habían dicho otras veces, Martha sobre todo. Decía que la sed de venganza me devoraría.
—Tus emociones son asunto tuyo, hijo —dijo el Profesor, dándole la espalda a la pizarra—. No me importa por qué luchas, mientras luches. Tal vez tu ira te consuma, pero es mejor consumirse que encogerse bajo el pulgar de Steelheart. —Hizo una pausa—. Además, decirte que pares sería como si el fuego le dijera al horno que se enfríe.
Asentí. Él lo comprendía. Lo sentía también.
—En cualquier caso, el plan está reencarrilado —dijo el Profesor—. Atacaremos la planta de tratamiento de aguas residuales, porque es la menos protegida. Lo difícil será asegurarse que Steelheart relacione el ataque con un Épico rival en vez de con los rebeldes.
—¿Sería malo que la gente pensara que hay una rebelión?
—No haría salir a Steelheart, para empezar —dijo el Profesor—. Y si pensara que la población se rebela, se lo haría pagar. No quiero que mueran inocentes por cosas que hayamos hecho nosotros.
—Pero ¿no se trata de eso? ¿La cuestión no es demostrar a los otros que pueden contraatacar? Lo cierto es que, ahora que lo pienso, podríamos establecernos definitivamente en Chicago Nova. Si ganamos, tal vez podamos gobernar cuando…
—Basta.
Fruncí el ceño.
—Nosotros matamos Épicos, hijo —explicó el Profesor, su voz súbitamente calma, intensa—. Y somos buenos en ello. Pero que no se te meta en la cabeza que somos revolucionarios, que vamos a derribar lo que existe y ponernos en su lugar. En el momento en que empecemos a pensar así, estaremos perdidos.
»Queremos que los demás contraataquen. Queremos inspirarlos. Pero no nos atrevamos a tomar el poder. Eso será el fin. Somos asesinos. Arrancaremos a Steelheart de su sitio y encontraremos un modo de arrancarle el corazón del pecho. Después, que otros decidan qué hacer con la ciudad. Yo no quiero formar parte de ello.
La ferocidad de esas palabras, aunque eran suaves, me hizo callar. No supe qué responder. Sin embargo, tal vez el Profesor tuviera razón. Se trataba de matar a Steelheart. Teníamos que permanecer centrados.
Me seguía pareciendo extraño que no me hubiera reprendido por mi pasión por la venganza. Era la primera persona que no me daba un sermón sobre el desquite.
—Bien —dije—. Pero creo que la estación de alcantarillado no es el lugar apropiado para atacar.
—¿Dónde atacarías tú?
—En la central eléctrica.
—Demasiado bien protegida. —El Profesor examinó sus notas y vi que también tenía un esquema de la central eléctrica con anotaciones alrededor. Lo había considerado.
Me gustó la idea de que los dos pensáramos de un modo parecido.
—Si está tan protegida —dije—, entonces volarla resultará mucho más impresionante. Además, podríamos robar una de las células de energía de Steelheart mientras estemos allí. Trajimos un arma de Diamond, pero está seca. Necesita una fuente de energía muy potente para funcionar.
Acerqué el móvil a la pared y descargué el vídeo del arma Gauss disparando. La imagen apareció en la pared, apartando algunos de los escritos con tiza del Profesor, y empezó a reproducirse.
Él observó en silencio y, cuando terminó, asintió.
—Así que nuestro falso Épico tendrá poderes energéticos.
—Y por eso destruirá la central eléctrica —dije—. Una cosa tiene que ver con la otra. —A los Épicos les gustaban las líneas temáticas.
—Lástima que no baste con destruir la central eléctrica para neutralizar los equipos de Control —dijo el Profesor—. Conflux les da suministro directamente. También lo proporciona a parte de la ciudad, aunque según nuestros informes lo hace cargando las células de energía almacenadas aquí. —Recuperó el plano de la central eléctrica—. Una de estas células podría dar energía a esta arma: son muy compactas y cada una contiene más energía de lo que parece físicamente posible. Si volamos la central y el resto de estas células, causaremos graves daños a la ciudad. —Asintió—. Me gusta. Es peligroso, pero me gusta.
—Y no evitaremos tener que enfrentarnos a Conflux —dije—. Sería lógico incluso para un Épico rival. Primero destruir la central eléctrica, luego eliminar las fuerzas policiales. Caos. Saldrá especialmente bien si podemos matar a Conflux con esa arma y montando un buen espectáculo de luces.
El Profesor asintió.
—Tendré que estudiarlo un poco más —dijo, y alzó una mano para borrar el vídeo. Desapareció como si hubiera estado dibujado con tiza. Apartó otros párrafos y alzó el punzón para empezar a trabajar. Sin embargo, se detuvo y me miró.
—¿Qué? —pregunté.
Se acercó a su chaqueta de Reckoner, que estaba sobre la mesa, y sacó algo de debajo. Regresó y me lo dio. Era un guante: un tensor.
—¿Has estado practicando?
—Todavía no soy muy bueno.
—Mejora. Rápido. No quiero tener al equipo en desventaja, y Megan no parece capaz de hacer funcionar los tensores.
Cogí el guante sin decir nada, aunque quería preguntarle: «¿Por qué no usted, Profesor? ¿Por qué se niega a usar su propio invento?». La advertencia de Tia para que no curioseara demasiado me hizo morderme la lengua.
—Me he enfrentado a Nightwielder —farfullé, recodando el motivo por el que había ido a hablar con el Profesor.
—¿Qué?
—Estaba en la tienda de Diamond. He fingido ser un empleado. Yo… He usado un escáner dactilar de rayos ultravioleta que había para confirmar el punto flaco de Nightwielder.
El Profesor me estudió, impasible, sin delatar ninguna emoción.
—Has tenido una tarde muy ajetreada. Supongo que lo has hecho poniendo en riesgo a todo el equipo.
—Yo… Sí. —Mejor que se lo dijera yo a que lo hiciera Megan, que sin duda lo informaría, con todo detalle, de cómo me había desviado del plan.
—Eres prometedor —dijo el Profesor—. Corres riesgos, consigues resultados. ¿Tienes pruebas de lo que decías sobre Nightwielder?
—Tengo una grabación.
—Impresionante.
—A Megan no le ha hecho mucha gracia.
—A Megan le gustaban las cosas como estaban antes. Añadir un nuevo miembro al equipo siempre altera la dinámica. Además, creo que le preocupa que la superes. Todavía está molesta porque es incapaz de hacer funcionar los tensores.
¿Megan? ¿Preocupada por que yo la estuviera superando? El Profesor no debía de conocerla muy bien.
—Es cosa tuya, entonces —prosiguió—. Quiero que avances con el tensor cuando ataquemos la central eléctrica. Y no te preocupes demasiado por Megan…
—No lo haré. Gracias.
—Preocúpate por mí.
Me quedé helado.
El Profesor se puso a escribir en la pizarra y no se volvió hacia mí para hablar, pero sus palabras fueron punzantes.
—Obtienes resultados arriesgando la vida de los míos. Deduzco que nadie ha resultado herido, de lo contrario lo habrías mencionado ya. Eres prometedor, como he dicho, pero si tu intrepidez lleva a la muerte a uno de mi equipo, David Charleston, no será Megan tu problema. No dejaré de ti lo suficiente para que ella se moleste en empezar.
Tragué saliva. Se me había secado la garganta.
—Te confío sus vidas —dijo el Profesor, sin dejar de escribir—, y confío a ellos la tuya. No traiciones esa confianza, hijo. Controla tus impulsos. No actúes porque puedes: actúa porque es lo adecuado. Si recuerdas eso, no habrá ningún problema.
—Sí, señor —dije, y crucé a paso rápido la puerta cubierta con la cortina.