—¿Y el arma? —dijo Abraham mientras caminábamos—. El banco y los contenidos de la cámara acorazada podían ser una pista falsa, ¿no? ¿Y si había algo especial en el arma con la que le disparó tu padre?
—Esa pistola la dejó caer un agente de seguridad cualquiera —respondí—. Era una Smith and Wesson M&P nueve milímetros, semiautomática. No tenía nada de particular.
—¿Recuerdas la pistola exacta?
Le di una patada a la basura mientras caminábamos por el túnel subterráneo de paredes de acero.
—Como decía, recuerdo al detalle ese día. Además, entiendo de armas. —Tras una breve vacilación, lo admití—. Cuando era pequeño, llegué a pensar que el arma debía haber sido especial. Ahorré con la idea de comprar una, pero nadie quiso vendérsela a un chico de mi edad. Planeaba colarme en el palacio y dispararle.
—Colarte en el palacio —dijo Abraham.
—Bueno, sí.
—Y dispararle a Steelheart.
—Tenía diez años —dije—. No me niegues el mérito.
—Un niño con tales aspiraciones tiene todo mi respeto, pero no le prestaría dinero ni le haría un seguro de vida. —Abraham parecía divertido—. Eres un hombre interesante, David Charleston, pero parece que fuiste un niño aún más interesante.
Sonreí. Aquel expresivo canadiense de hablar quedo, con su leve acento francés, tenía algo que despertaba el afecto de uno. Casi no te fijabas en la enorme ametralladora con el lanzagranadas montado que llevaba al hombro.
Todavía estábamos en las catacumbas de acero, donde ni siquiera un armamento de aquel calibre llamaba la atención. Pasamos ante grupos ocasionales de personas arracimadas en torno a hogueras o calefactores enchufados a redes eléctricas pirata. Más de uno llevaba rifle de asalto.
En los días anteriores, yo me había aventurado a salir del escondite un par de veces, siempre en compañía de uno u otro de los Reckoners. Que me hicieran de niñera me molestaba, pero lo comprendía. No podía esperar que confiaran por completo en mí todavía. Además, aunque yo nunca lo hubiese admitido en voz alta, no quería caminar solo por las catacumbas de acero.
Había evitado aquellas profundidades durante años. En la Fábrica contaban historias de gente depravada, de monstruos terribles que vivían ahí abajo. De bandas que se alimentaban literalmente de los necios que se perdían en pasadizos olvidados, matándolos y comiéndose su carne. De asesinos, criminales y adictos; pero no como los criminales y adictos que teníamos arriba, tampoco, sino especialmente depravados.
Tal vez fueran exageraciones. La gente con la que nos cruzábamos parecía peligrosa, pero más bien de un modo hostil, no demencial. Te miraban con expresión un tanto sombría y seguían todos tus movimientos hasta que finalmente te perdías de vista.
Esa gente quería estar sola. Eran los parias de los parias.
—¿Por qué los deja Steelheart vivir aquí abajo? —pregunté mientras pasábamos ante otro grupo.
Megan no respondió (caminaba delante de nosotros, algo apartada), pero Abraham miró por encima del hombro la hoguera y la fila de gente que se había asomado para asegurarse de que nos marchábamos.
—Siempre habrá gente como ellos —dijo Abraham—. Steelheart lo sabe. Tia piensa que ideó este lugar para ellos; para tenerlos localizados. Es útil saber dónde se reúnen tus parias. Mejor conocerlos que no poder preverlos.
Me sentí incómodo. Creía que estábamos completamente fuera del alcance de Steelheart ahí abajo. Tal vez aquel lugar no fuera tan seguro como había supuesto.
—No se puede mantener confinado a todo el mundo constantemente sin disponer de una buena prisión —dijo Abraham—. Así que permites cierto grado de libertad a quienes realmente la quieren. De ese modo, no se convierten en rebeldes. Eso si lo haces bien.
—Con nosotros lo hizo mal —mascullé.
—Sí. En efecto.
Seguí mirando hacia atrás mientras caminábamos. No podía librarme de la sensación de que alguien podía atacarnos en esas catacumbas. Sin embargo, no lo hicieron. Ellos…
Me sobresalté al darme cuenta de que, en ese momento, algunos nos seguían.
—¡Abraham! —susurré—. Nos están siguiendo.
—Sí —dijo él, tranquilo—. Algunos nos esperan también más allá.
Delante de nosotros el túnel se estrechaba. En efecto, allí había un grupo de siluetas, esperando en la oscuridad. Llevaban la ropa harapienta y dispareja propia de muchos habitantes de las catacumbas, y cargaban con viejos rifles y pistolas envueltos en cuero, armas que probablemente solo funcionaban un día de cada dos y habían pasado por una docena de manos en los últimos diez años.
Los tres dejamos de andar, y el grupo de detrás nos alcanzó, dejándonos atrapados. No les veía la cara. Ninguno llevaba móvil y, sin su luz, estaba oscuro.
—Bonito equipo, amigo —dijo uno de los del grupo que teníamos delante.
Nadie hizo ningún movimiento claramente hostil. Empuñaban las armas pero sin apuntarnos directamente.
Empecé a descargar el rifle del hombro, con cuidado, el corazón latiéndome enloquecidamente. Abraham, sin embargo, me detuvo con una mano. Llevaba su enorme ametralladora en la otra, con el cañón apuntando hacia arriba, y vestía una chaqueta de los Reckoners, como Megan, aunque la suya era gris y blanca, con el cuello alto y varios bolsillos, mientras que la de ella era de cuero marrón corriente.
Siempre llevaban la chaqueta cuando salían del escondite. Yo nunca había visto funcionar una, y no sabía cuánta protección ofrecían realmente.
—Tranquilo —me dijo Abraham.
—Pero…
—Yo me encargo de esto —insistió, la voz perfectamente tranquila mientras daba un paso adelante.
Megan se colocó a mi lado, con la mano en la pistolera. No parecía más tranquila que yo. Los dos tratábamos de vigilar a la gente que teníamos delante y detrás al mismo tiempo.
—¿Os gusta nuestro equipo? —preguntó Abraham amablemente.
—Deberíais dejar las armas —replicó el matón—. Continuad.
—Eso no tiene sentido —respondió Abraham—. Si tengo armas que queréis, eso implica que mi potencia de fuego es mayor que la vuestra. Si vamos a pelear, perderíais. ¿Ves? Tu intimidación no funciona.
—Somos más que vosotros, amigo —dijo el tipo en voz baja—. Y estamos dispuestos a morir. ¿Y vosotros?
Sentí un escalofrío en la nuca. No, esos no eran los asesinos que yo creía que vivían ahí abajo. Eran más peligrosos, como una manada de lobos.
Lo noté por la forma en que se movían, por la forma en que los grupos nos habían mirado pasar. Eran parias, pero parias unidos para ser uno solo. Ya no vivían como individuos, sino como grupo.
Y armas como las que llevaban Abraham y Megan aumentarían sus probabilidades de sobrevivir. Estaban dispuestos a apoderarse de ellas, aunque eso significara perder a varios de sus miembros. Eran una docena de hombres y mujeres contra solo tres, y estábamos rodeados. Las probabilidades eran escasísimas. Yo ansiaba empuñar mi rifle y empezar a disparar.
—No nos habéis emboscado —señaló Abraham—. Esperáis poner fin a esto sin que haya muertes.
Los ladrones no respondieron.
—Sois muy amables al ofrecernos esa opción —dijo Abraham, asintiendo. Había una extraña sinceridad en él: dicho por otra persona, aquello habría parecido condescendiente o sarcástico, pero viniendo de él parecía sincero—. Nos habéis dejado pasar varias veces cruzando un territorio que consideráis vuestro. También por eso os doy las gracias.
—Las armas —dijo el matón.
—No puedo dároslas —contestó Abraham—. Las necesitamos. Aparte de eso, si os las diéramos, os iría mal a ti y a los tuyos. Otros las verían y las desearían. Otras bandas querrían quitároslas como vosotros habéis querido quitárnoslas a nosotros.
—Eso no es asunto tuyo.
—Tal vez no. Sin embargo, en honor al respeto que nos habéis demostrado, te ofrezco un trato. Un duelo entre tú y yo. Solo tiene que morir un hombre. Si nosotros ganamos, nos dejaréis en paz y nos permitiréis pasar libremente por esta zona en el futuro. Si ganas tú, mis amigos entregarán sus armas y podréis hacer lo que queráis con mi cadáver.
—Esto son las catacumbas de acero —dijo el hombre. Algunos de sus compañeros susurraban y los miró con hosquedad antes de continuar—. No es sitio para tratos.
—Y, sin embargo, ya nos has ofrecido uno —dijo Abraham tranquilamente—. Nos has honrado. Confío en que vuelvas a hacerlo.
A mí aquello no me parecía ningún honor. No nos habían atacado porque nos tenían miedo; querían las armas, pero no querían pelea. Su intención era intimidarnos.
El jefe de los matones, sin embargo, acabó por asentir.
—Bien —dijo—. Trato hecho. —Apuntó rápidamente con su rifle y disparó. La bala alcanzó a Abraham en el pecho.
Di un salto, maldiciendo, al tiempo que agarraba mi arma.
Pero Abraham no cayó. Ni tan siquiera pestañeó. Dos disparos más sonaron en el estrecho túnel y las balas lo alcanzaron, una en la pierna, otra en el hombro. Ignorando su poderosa ametralladora, Abraham se llevó la mano al costado y desenfundó su pistola. Luego le disparó al matón en el muslo.
El tipo gritó, dejó caer su viejo rifle y se desplomó, sujetándose la pierna herida. La mayoría de sus amigos parecían demasiado asombrados para responder, aunque unos cuantos bajaron las armas, nerviosos. Abraham volvió a enfundar la pistola como si tal cosa.
Sentí que el sudor me corría por la frente. La chaqueta parecía estar haciendo su trabajo, y mejor de lo que yo esperaba. Pero yo aún no tenía una de esas. Si los otros matones abrían fuego…
Abraham le entregó su ametralladora a Megan, luego avanzó y se arrodilló junto al matón caído.
—Por favor, aplica presión aquí —le dijo en tono amistoso, colocando la mano del hombre sobre su muslo—. Ahí, muy bien. Ahora, si no te importa, te vendaré la herida. Te he disparado donde la bala pudiera atravesar el músculo, para que no se te quedara alojada dentro.
El matón gimió de dolor mientras Abraham sacaba una venda y le vendaba la pierna.
—No podéis matarnos, amigo —continuó Abraham, hablando todavía con más suavidad—. No somos lo que creéis que somos. ¿Comprendes?
El matón asintió vigorosamente.
—Sería muy aconsejable que fuerais nuestros aliados, ¿no crees?
—Sí —dijo el matón.
—Magnífico —respondió Abraham, apretando la venda—. Cámbiatela dos veces al día. Usa vendas hervidas.
—Sí.
—Bien. —Abraham se levantó, recuperó su arma y se volvió hacia el resto del grupo del matón—. Gracias por dejarnos pasar —les dijo a los otros.
Parecían confundidos, pero se apartaron dejándonos paso. Abraham echó a andar y lo seguimos rápidamente. Miré por encima del hombro mientras el resto del grupo se congregaba en torno a su jefe caído.
—Eso ha sido sorprendente —dije mientras nos alejábamos.
—No. Era un grupo de gente asustada defendiendo lo poco que puede decir que es suyo: su reputación. Me he sentido mal por ellos.
—Te ha disparado. Tres veces.
—Les he dado permiso.
—¡Solo después de que nos amenazaran!
—Y solo después de que violáramos su territorio —dijo Abraham. Le entregó de nuevo la ametralladora a Megan y se quitó la chaqueta sin dejar de andar.
Vi que una de las balas la había atravesado. Manaba sangre de un agujero en su camisa.
—¿La chaqueta no lo para todo?
—No son perfectas —dijo Megan mientras Abraham se quitaba la camisa—. La mía falla cada dos por tres.
Nos detuvimos mientras Abraham se limpiaba la herida con un pañuelo y se extraía una pequeña lasca de metal. Era todo lo que quedaba de la bala, que al parecer se había desintegrado al golpear la chaqueta. Solo un pedacito la había atravesado hasta su piel.
—¿Y si te hubiera disparado a la cara? —pregunté.
—Las chaquetas ocultan un escudo avanzado —me explicó Abraham—. No es la chaqueta en sí lo que protege, en realidad, sino el campo que se extiende a partir de ella. Ofrece protección a todo el cuerpo; es una barrera invisible que resiste los impactos.
—¿Qué? ¿De verdad? Es sorprendente.
—Sí. —Abraham vaciló, luego volvió a ponerse la camisa—. Sin embargo, probablemente no habría detenido una bala directa a la cara. Así que tengo suerte de que no decidiera dispararme ahí.
—Como decía —intervino Megan—, distan mucho de ser perfectas. —Parecía molesta con Abraham—. El escudo funciona mejor para cosas como caídas y choques. Las balas son pequeñas e impactan a tanta velocidad que el escudo se sobrecarga rápidamente. Cualquiera de esos disparos podría haberte matado, Abraham.
—Pero no lo ha hecho.
—Podrían haberte herido. —La voz de Megan era severa.
—Me han herido.
Ella puso los ojos en blanco.
—Podrían haberte malherido.
—O podrían habernos disparado y matado a todos —dijo—. La jugada ha funcionado. Además, creo que ahora piensan que somos Épicos.
—A mí casi me lo has parecido —admití yo.
—Normalmente no revelamos esta tecnología —dijo Abraham, volviéndose a poner la chaqueta—. La gente no puede preguntarse si los Reckoners no son en realidad Épicos: eso sería perjudicial para lo que defendemos. Sin embargo, en este caso creo que servirá a nuestros intereses. Tu plan requiere que se rumoree que hay nuevos Épicos en la ciudad maquinando contra Steelheart. Esperemos que esa gente haga correr el rumor.
—Supongo —dije—. Ha sido una buena jugada, Abraham, pero, caray, por un momento he creído que estábamos muertos.
—Las personas rara vez quieren matar, David —dijo Abraham tranquilamente—. No es un deseo básico de la mente humana sana. En la mayoría de los casos, la gente se toma muchas molestias para evitar hacerlo. Recuerda eso, te será de ayuda.
—He visto matar a un montón de gente —respondí.
—Sí, y eso te indica algo. Una de dos: les pareció que no tenían otra opción (en cuyo caso, si hubieras podido darles otra probablemente la habrían aceptado) o no estaban mentalmente sanos.
—¿Y los Épicos?
Abraham se llevó la mano al cuello y acarició el pequeño colgante de plata.
—Los Épicos no son humanos.
Asentí. En eso estaba de acuerdo.
—Creo que han interrumpido nuestra conversación —dijo Abraham, que recogió el arma y se la puso al hombro tranquilamente mientras continuábamos caminando—. ¿Cómo resultó herido Steelheart? Puede que fuera por el arma que empleó tu padre. Nunca pusiste a prueba tu valiente plan de encontrar un arma idéntica y luego… ¿qué fue lo que dijiste? ¿Colarte en el palacio de Steelheart y dispararle?
—No, no llegué a intentarlo —respondí, ruborizándome—. Lo razoné detenidamente. Pero no creo que fuera cosa del arma, porque las M&P de nueve milímetros no son exactamente poco comunes. Alguien tiene que haber intentado dispararle con una. Además, nunca he oído hablar de ningún Épico cuyo punto flaco fuera que le disparan con un calibre especial de bala o una marca determinada.
—Tal vez —dijo Abraham—, pero los puntos flacos de muchos Épicos no tienen sentido. Puede haber sido por algo que tenía que ver con ese fabricante de armas en concreto o con la composición de la bala. Muchos Épicos son vulnerables a aleaciones concretas.
—Cierto —admití—. Pero ¿qué tendría esa bala en particular que no tuvieran las otras balas que le han disparado?
—No lo sé, aunque merece la pena reflexionar sobre ello. ¿Qué crees que lo debilitó?
—Tia piensa que algo que había en la cámara acorazada —dije, seguro solo a medias—. Eso o algún factor de la situación misma. Tal vez la edad de mi padre le permitió alcanzarlo (ya sé que es raro, pero había un Épico en Alemania a quien únicamente podía herir alguien que tuviera exactamente treinta y siete años) o puede que se debiera al número de personas que le estaban disparando. A Marca Cruzada, una Épica de México, solo pueden herirla cinco personas que intenten matarla a la vez.
—No importa —me interrumpió Megan, volviéndose en el pasillo y deteniéndose en el túnel a mirarnos—. Nunca vas a averiguarlo. Su punto flaco podría ser cualquier cosa. Incluso sabiendo la historia de David, suponiendo que no se la haya inventado, no hay forma de saberlo.
Abraham y yo nos detuvimos. Megan se había puesto colorada y parecía a punto de perder los estribos. Después de pasarse una semana actuando de manera fría y profesional, su furia fue para mí una gran sorpresa.
Se volvió y siguió caminando. Yo miré a Abraham, que se encogió de hombros.
Continuamos nuestro camino, pero la conversación languideció. Megan apretó el paso cuando Abraham trató de alcanzarla, así que la dejamos adelantarse. Tanto ella como Abraham habían recibido instrucciones para encontrarse con el traficante de armas, así que ella podía guiarnos igual que él. Al parecer ese tal Diamond iba a estar en la ciudad poco tiempo y durante sus visitas no hacía negocios nunca en el mismo lugar.
Recorrimos durante casi una hora el laberinto de catacumbas antes de que Megan nos hiciera detenernos en una intersección. Su móvil le iluminó el rostro cuando comprobó el mapa que le había cargado Tia.
Abraham se quitó el suyo del hombro de la chaqueta e hizo lo mismo.
—Casi hemos llegado —me dijo, señalando—. Por aquí. Al final de este túnel.
—¿Hasta qué punto podemos confiar en ese tipo? —pregunté.
—No podemos —contestó Megan. Su rostro había recuperado la habitual máscara de impasibilidad.
Abraham asintió.
—Es mejor no confiar nunca en un traficante de armas, amigo mío. Venden a ambos bandos, puesto que son los únicos que salen ganando si un conflicto continúa indefinidamente.
—¿A ambos bandos? —pregunté—. ¿También le vende a Steelheart?
—No lo admitirá si se lo preguntas —dijo Abraham—, pero seguro que sí. Incluso Steelheart sabe que no hay que hacer daño a un buen traficante de armas. Mata o tortura a un hombre como Diamond y los futuros traficantes no vendrán aquí. El ejército de Steelheart nunca tendrá buena tecnología comparada con la de sus vecinos. Eso no quiere decir que a Steelheart le guste: Diamond nunca podría abrir su negocio en las calles de arriba. Sin embargo, aquí abajo, Steelheart se hará el tonto mientras sus soldados continúen consiguiendo su equipo.
—Entonces, Steelheart sabrá lo que le compremos —dije.
—No, no —contestó Abraham. Parecía divertido, como si yo estuviera haciendo preguntas sobre algo tan simple como las reglas del juego del escondite.
—Los traficantes de armas no hablan de otros clientes… —dijo Megan—. Mientras esos clientes siguen con vida, al menos.
—Diamond volvió a la ciudad ayer mismo —dijo Abraham, guiándonos por el túnel—. Abrirá el negocio durante una semana. Si somos los primeros en llegar, podemos ver lo que tiene antes que la gente de Steelheart. De esta forma tendremos ventaja, ¿no? Diamond tiene a menudo artículos muy… interesantes.
«Muy bien, pues», pensé. Supuse que daba igual que Diamond fuera rastrero. Estaba dispuesto a utilizar cualquier medio para llegar hasta Steelheart. Las consideraciones morales habían dejado de turbarme hacía años. ¿Quién tenía tiempo para la ética en un mundo como ese?
Llegamos al pasillo que conducía a la tienda de Diamond. Esperaba encontrarme con guardias, quizá con armaduras de plena potencia. Sin embargo, la única persona que había allí era una niña con un vestido amarillo. Tendida en una sábana, en el suelo, dibujaba en un papel con un boli plateado. Nos miró y se puso a mordisquear el extremo del boli.
Abraham le tendió amablemente un pequeño chip de datos, que ella aceptó y examinó un momento antes de conectarlo a su móvil.
—Estamos con Phaedrus —dijo Abraham—. Tenemos una cita.
—Pasad —respondió la niña, lanzándole el chip.
Abraham lo atrapó al vuelo y seguimos pasillo abajo. Miré a la niña por encima del hombro.
—No es una medida de seguridad muy eficaz.
—Con Diamond siempre te encuentras algo nuevo —dijo Abraham, sonriendo—. Probablemente esconde algo elaborado, algún tipo de trampa que la niña puede activar. Explosivos, quizás. A Diamond le gustan los explosivos.
Doblamos una esquina y entramos en el cielo.
—Hemos llegado —anunció Abraham.