Convencerla a ella.
«Magnífico —pensé. Los ojos de Megan podrían haber taladrado agujeros en… bueno, en cualquier cosa, supongo. Puesto que los ojos no taladran agujeros en nada, el símil es válido en cualquier caso, ¿no? La mirada de Megan habría agujereado la mantequilla—. ¿Convencerla? Imposible».
Pero no iba a rendirme sin intentarlo. Me acerqué a la pared de metal brillante que mostraba el trazado de Chicago Nova.
—¿El creador de imágenes puede enseñarnos cualquier cosa? —pregunté.
—Todo lo que la red espía básica observa o escucha —me explicó Abraham, apartándose del aparato.
—¿La red espía? —dije, incómodo de pronto.
Di un paso adelante. El aparato era asombroso; realmente me sentía igual que si estuviera en el terrado de un edificio, fuera, en la ciudad, en vez de enclaustrado en una habitación. No era una ilusión perfecta: si me fijaba con atención todavía podía ver las esquinas de la habitación donde estábamos, y las imágenes tridimensionales de los objetos cercanos no eran demasiado buenas.
Con todo, mientras no me acercara excesivamente (y no prestara atención a la ausencia de viento y de olores de la ciudad) podía imaginarme de verdad que estaba fuera. ¿Construían esa imagen utilizando la red espía? Aquello era el sistema de vigilancia de la ciudad de Steelheart, el medio por el cual los Controladores se mantenían al corriente de todo cuanto acontecía respecto a los habitantes de Chicago Nova.
—Sabía que nos estaba vigilando —dije—, pero no era consciente de que las cámaras fueran tantas…
—Por fortuna —informó Tia—, encontramos algunos métodos para influir en lo que ve y oye la red. Así que no te preocupes de que Steelheart nos espíe.
Seguía sintiéndome incómodo, pero no merecía la pena pensar en aquello en ese momento. Me acerqué al borde del edificio y contemplé la calle de abajo. Unos cuantos coches pasaron y el creador de imágenes reprodujo los sonidos. Apoyé la mano en la pared de la habitación y fue como apoyarla en algo invisible que hubiera en el aire. Aquello iba a ser muy desorientador.
Al contrario que con los tensores, yo había oído hablar de las salas de imágenes: la gente pagaba una fortuna para ver películas hechas con creadores de imágenes. La conversación con Cody me había dejado pensativo. ¿Habíamos aprendido a hacer cosas como esa de los Épicos con poderes de ilusión?
—Yo… —empecé a decir.
—No —replicó Megan—. Si tiene que convencerme, entonces yo llevaré la conversación. —Se colocó a mi lado.
—Pero…
—Adelante, Megan —dijo el Profesor.
Refunfuñé para mis adentros y me aparté para no sentirme al borde de una caída de muchos pisos de altura.
—Es sencillo —dijo Megan—. Tenemos un problema enorme para enfrentarnos a Steelheart.
—¿Uno solo? —preguntó Cody, apoyándose en la pared. Parecía que estuviera haciéndolo en el aire—. Veamos: tiene una fuerza increíble, puede disparar rayos mortales de energía con las manos, transformar todo lo que no esté vivo a su alrededor en acero, controlar los vientos y volar con perfecto control… Ah, y es completamente invulnerable a las balas, las armas afiladas, el fuego, la radiación, los golpes, la asfixia y las explosiones. Eso son al menos tres cosas, chavala. —Alzó cuatro dedos.
Megan puso los ojos en blanco.
—Todo eso es cierto —dijo, y se volvió hacia mí—. Pero nada de todo eso es el problema fundamental.
—Encontrarlo es el problema fundamental —dijo el Profesor en voz baja. Había sacado una silla plegable, al igual que Tia, y los dos estaban sentados en el centro del terrado imaginario—. Steelheart es un paranoico. Se asegura de que nadie sepa dónde está.
—Exactamente —coincidió Megan, alzando las manos y haciendo un gesto con los pulgares para controlar el creador de imágenes.
Sobrevolamos la ciudad, los edificios convertidos en un borrón bajo nosotros.
Me tambaleé, el estómago me dio un vuelco. Extendí la mano hacia la pared, pero no estaba seguro de dónde se encontraba y trastabillé hasta que di con ella. Nos detuvimos bruscamente, flotando en el aire, y contemplamos el palacio de Steelheart.
Era una oscura fortaleza de acero anodizado que se alzaba en el extrarradio de la ciudad, construida sobre la porción del lago convertida en acero. Se extendía en todas direcciones: una larga línea de metal oscuro con torres, vigas y pasarelas; mezcla de antigua mansión victoriana, castillo medieval y plataforma petrolífera. Unas violentas luces rojas surgían de las profundidades de diversos huecos y de las chimeneas salía humo negro contra el cielo negro.
—Dicen que construyó intencionadamente el lugar para que fuera confuso —dijo Megan—. Tiene cientos de habitaciones y duerme en una diferente cada noche, come en una distinta cada comida. Por lo visto ni siquiera el personal sabe dónde estará. —Se volvió hacia mí, hostil—. Nunca lo encontrarás. Ese es el primer problema.
Me tambaleé, todavía sintiéndome de pie en el aire, aunque ninguno de los otros parecía tener problemas.
—¿Podríamos…? —pregunté, mareado, mirando a Abraham.
Él se echó a reír, hizo un gesto y nos devolvió al terrado de un edificio cercano. Había una pequeña chimenea y cuando «aterrizamos» en ella se chafó, volviéndose bidimensional. Aquello no era un holograma: por lo que yo sabía, nadie había imitado el nivel del poder de ilusión por medio de la tecnología. No era más que un uso muy avanzado de seis pantallas y unas imágenes tridimensionales.
—Bien —dije, sintiéndome más seguro—. Vale, puede que eso sea un problema.
—¿Pero…? —preguntó el Profesor.
—Pero no tenemos que buscar a Steelheart —respondí—. Él vendrá a nosotros.
—Rara vez se muestra ya en público —dijo Megan—. Y, cuando lo hace, es de manera errática. ¿Cómo, por los fuegos de Calamity, vas a…?
—Faultline —dije. La Épica que había hecho que la tierra se tragara el banco aquel terrible día en que murió mi padre, y que más tarde había desafiado a Steelheart.
—David tiene razón —me apoyó Abraham—. Steelheart salió de su escondite para luchar contra ella cuando trató de apoderarse de Chicago Nova.
—Y cuando Idus Hatred vino aquí a desafiarlo —recordé—. Steelheart aceptó el desafío personalmente.
—Que yo recuerde —dijo el Profesor—, destruyeron un bloque de edificios entero en esa lucha.
—Menuda fiesta —comentó Cody.
—Sí —afirmé yo. Tenía fotos de aquella pelea.
—Entonces estás diciendo que tenemos que convencer a un Épico poderoso para que venga a Chicago Nova y lo desafíe —dijo Megan, sin inflexiones—. Entonces sabremos dónde va a estar. Parece fácil.
—No, no —dije, volviéndome para mirarlos, de espaldas a la oscura y humeante extensión del palacio de Steelheart—. Esa es la primera parte del plan. Hacemos creer a Steelheart que un Épico poderoso va a venir a desafiarlo.
—¿Cómo haríamos eso? —preguntó Cody.
—Ya hemos empezado —expliqué—. Ahora hacemos correr la voz de que a Fortuity lo mataron agentes de un nuevo Épico. Empezamos a atacar a más Épicos, para que dé la impresión de que todo es obra del mismo rival. Entonces le lanzamos un ultimátum a Steelheart: si quiere detener los asesinatos de sus seguidores, tendrá que salir a luchar.
»Y saldrá. Siempre y cuando seamos lo bastante convincentes. Dijo usted que es paranoico, Profesor. Tiene razón. Lo es… y no puede soportar que desafíen su autoridad. Quiere encargarse personalmente de sus rivales Épicos, igual que hizo con Deathpoint hace tantos años. Si hay algo en lo que los Reckoners son buenos es matando. Si cazamos suficientes Épicos en la ciudad durante un breve espacio de tiempo, Steelheart lo considerará una amenaza. Podremos hacerlo salir, escoger nuestro propio campo de batalla. Podremos hacer que venga a nosotros y se meta directamente en nuestra trampa.
—Eso no sucederá —dijo Megan—. Enviará a Firefight o a Nightwielder.
Firefight y Nightwielder, dos grandes Épicos inmensamente poderosos que actuaban como guardaespaldas el uno y el otro como mano derecha de Steelheart. Eran casi tan peligrosos como él.
—Os he dicho cuál es el punto flaco de Nightwielder —dije—. Es la luz del sol, la radiación ultravioleta. No es consciente de que nadie lo sepa. Podemos utilizar ese conocimiento para detenerlo.
—No has demostrado nada —desestimó Megan—. Nos has dicho que tiene un punto flaco, pero todos los Épicos lo tienen. No sabes si es la luz del sol.
—He repasado sus datos —dijo Tia—. Parece… parece que David tiene algo.
Megan apretó la mandíbula. Si todo se reducía a convencerla de que estuviera de acuerdo con mi plan, iba a fracasar. No parecía dispuesta a estarlo, por buenos que fuesen mis argumentos.
Pero yo no estaba convencido de que necesitara su apoyo, a pesar de lo que había dicho el Profesor. Había visto cómo lo miraban los otros Reckoners. Si él decidía que aquella era una buena idea, lo seguirían. Solo tenía que lograr que mi razonamiento fuera lo bastante bueno para él, aunque me hubiera dicho que tenía que convencer a Megan.
—Firefight —dijo Megan—. ¿Qué hay de él?
—Fácil —respondí, animándome un poco—. Firefight no es lo que parece.
—¿Y eso qué significa?
—Necesitaré mis notas para explicarlo —dije—. Pero será el más fácil de abatir de los tres; eso te lo prometo.
Megan puso cara de ofendida, molesta porque yo no estaba dispuesto a discutir con ella sin mis notas.
—Como quieras —dijo. Hizo un gesto, la habitación giró en círculos y me desequilibré de nuevo, aunque no hubo impulso. Me miró, y vi el atisbo de una sonrisa en sus labios. Bueno, al menos había una cosa que podía con su frialdad: verme a punto de devolver el almuerzo.
Cuando la habitación dejó de girar, nuestro punto de vista se elevó en ángulo. Casi todo mi ser me dijo que debería deslizarme y apretarme contra la pared, pero supe que todo se hacía con perspectivas.
Directamente delante de nosotros un grupo de tres helicópteros volaba bajo, justo por encima de la ciudad. Eran negros y estilizados, con dos grandes rotores cada uno. En sus costados, pintado en blanco, llevaban el emblema de la espada y el escudo de Control.
—Probablemente ni siquiera llegará a mandar a Firefight y Nightwielder —dijo Megan—. Tendría que haber mostrado esto primero: los Controladores.
—Tiene razón —afirmó Abraham—. Steelheart está siempre rodeado de soldados de Control.
—Por eso los eliminaremos antes —respondí—. Es lo que un Épico rival haría: inutilizar el ejército de Steelheart para poder actuar en la ciudad. Eso ayudará a convencerlo de que somos un Épico rival. Los Reckoners nunca se enfrentarían a Control.
—¡No lo haríamos porque sería una absoluta estupidez! —exclamó Megan.
—Parece un poco lejos de nuestras posibilidades, hijo —dijo el Profesor, aunque noté que lo tenía intrigado. Me observaba con interés. Le gustaba la idea de hacer salir a Steelheart. Era el tipo de cosa que los Reckoners sí que harían: jugar con la arrogancia de los Épicos.
Alcé las manos, imitando los gestos que los demás habían estado haciendo, y las lancé hacia delante intentando hacer que la sala de imágenes se moviera hacia el cuartel general de Control. La habitación se movió con torpeza, se ladeó y surcó la ciudad para estrellarse contra el costado de un edificio. Se quedó allí, incapaz de penetrar en la construcción porque la red espía no entraba en ella. Toda la habitación tembló, como desesperada por cumplir mi exigencia pero insegura de adónde ir.
Me incliné hacia la pared y caí al suelo, mareado.
—Uh…
—¿Quieres que me encargue yo? —preguntó Cody, divertido, desde la puerta.
—Sí, gracias. Cuartel general de Control, por favor.
Cody hizo los gestos pertinentes, elevó la habitación, la estabilizó, luego la hizo girar y la movió por la ciudad hasta que estuvimos flotando cerca de un gran edificio negro y cuadrado. Se parecía vagamente a una prisión, aunque no albergaba delincuentes. Bueno, solo a delincuentes que contaban con la aprobación del Estado.
Me levanté, decidido a no quedar como un idiota delante de los demás, aunque no estaba seguro de que eso fuera posible a esas alturas.
—Hay una forma muy sencilla de neutralizar a Control —dije—: eliminar a Conflux.
Por una vez, una idea mía no provocó un clamor. Incluso Megan se quedó pensativa, allí de pie, a poca distancia de mí, con los brazos cruzados. «Me encantaría volver a verla sonreír», pensé, pero inmediatamente hice un esfuerzo para descartar la idea. No debía desconcentrarme; era el momento de pisar terreno firme. Bueno… en sentido figurado, al menos.
—Habéis pensado en esto —deduje, mirando en derredor—. Atacasteis a Fortuity, pero hablasteis de intentarlo con Conflux.
—Sería un golpe fuerte —dijo Abraham en voz baja, apoyado en la pared, cerca de Cody.
—Abraham lo sugirió —reconoció el Profesor—. Vehementemente, por cierto. Usando algunos de los mismos argumentos que tú: que no estábamos haciendo lo suficiente, que no nos encargábamos de Épicos que fueran lo bastante importantes.
—Conflux es más que el jefe de Control —dije, entusiasmado. Finalmente parecía que me estaban escuchando—. Es un dador.
—¿Un qué? —preguntó Cody.
—Es argot —respondió Tia—: un modo de referirse a un Épico de transferencia.
—Sí —dije yo.
—Magnífico —comentó Cody—. ¿Y qué es un Épico de transferencia?
—¿Es que no prestas atención nunca? —preguntó Tia—. Ya hemos hablado de eso.
—Estaba limpiando sus armas —dijo Abraham.
—Yo soy un artista —dijo Cody.
Abraham asintió.
—Es un artista.
—Y la limpieza es primordial para ser letal —añadió Cody.
—¡Oh, por favor! —exclamó Tia, volviéndose hacia mí.
—Un dador es un Épico con la capacidad de transferir sus poderes a otros —expliqué—. Conflux tiene dos poderes que puede dar a otros, ambos increíblemente fuertes; tal vez incluso más fuertes que los de Steelheart.
—Entonces, ¿por qué no gobierna él? —preguntó Cody.
Me encogí de hombros.
—¿Quién sabe? Probablemente porque es frágil. No se dice que tenga poderes de inmortalidad. Así que permanece oculto. Nadie conoce siquiera su aspecto. Sin embargo, lleva con Steelheart más de un lustro, dirigiendo Control. —Miré de nuevo hacia el cuartel general—. Puede extraer de su cuerpo enormes cantidades de energía. Proporciona la electricidad a los jefes de equipo de los núcleos de Control: por eso manejan sus trajes mecanizados y sus rifles energéticos. Sin Conflux no habrá armaduras de poder ni armas de energía.
—Más todavía —dijo el Profesor—. Eliminar a Conflux podría dejar sin energía la ciudad.
—¿Qué? —pregunté.
—Chicago Nova emplea más electricidad de la que genera —explicó Tia—. Todas esas luces constantemente encendidas… es un gasto enorme, tan enorme que habría sido difícil mantenerlo incluso antes de Calamity. Los nuevos Estados Fracturados no tienen la infraestructura necesaria para proporcionarle a Steelheart la energía suficiente para dirigir esta ciudad, pero él lo hace.
—Está utilizando a Conflux para aumentar sus reservas de energía —dijo el Profesor—. De algún modo.
—¡Eso convierte a Conflux en un objetivo aún mejor! —exclamé yo.
—Hablamos de esto hace meses —dijo el Profesor, inclinándose hacia delante, con los dedos entrelazados—. Decidimos que era demasiado peligroso atacarlo. Aunque tuviéramos éxito, llamaríamos demasiado la atención y el propio Steelheart nos daría caza.
—Que es lo que queremos —concluí.
Los demás seguían sin parecer convencidos. Dar ese paso, actuar contra el imperio de Steelheart y quedar expuestos… Se habría acabado lo de ocultarse en los subterráneos urbanos y atacar objetivos cuidadosamente escogidos. Se habría acabado la rebelión silenciosa. Matar a Conflux implicaba que no habría vuelta atrás hasta que Steelheart estuviera muerto o los Reckoners hubieran sido capturados, torturados y ejecutados.
«Va a decir que no», pensé, mirando al Profesor a los ojos. Parecía más viejo de lo que siempre había imaginado. Era un hombre de edad madura, con el pelo moteado de gris y un rostro que mostraba que había vivido el final de una época y trabajado duramente diez años intentando poner fin a la siguiente. Esos años le habían enseñado a ser cauto.
Abrió la boca para hablar, pero el móvil de Abraham sonó y lo interrumpió. Abraham lo sacó de su funda del hombro.
—La hora del Refuerzo —dijo, sonriendo.
«El Refuerzo». El mensaje diario de Steelheart a sus súbditos.
—¿Puedes mostrarlo en la pared? —pregunté.
—Claro —dijo Cody, que volvió su móvil hacia el proyector y pulsó un botón.
—Eso no será nece… —dijo el Profesor.
El programa ya había empezado. Esta vez salía Steelheart. Unas veces aparecía personalmente, otras no. Estaba de pie sobre una de las altas torres de radio de su palacio. Una capa completamente negra ondeaba tras él al viento.
Los mensajes eran todos pregrabados, imposible saber cuándo; como siempre, no había sol, y en la ciudad ya no crecían árboles que indicaran tampoco la estación. Yo casi había olvidado cómo era saber la hora del día con solo asomarme a la ventana.
Steelheart, iluminado por luces rojas, desde abajo, colocó un pie sobre un travesaño bajo, se inclinó hacia delante y escrutó la ciudad: su dominio.
Me estremecí viéndolo a tamaño natural, en la pared, delante de mí. El asesino de mi padre. El tirano. Se le veía tranquilo, pensativo. La melena negrísima le caía en ondas hasta los hombros; la camisa se le ajustaba a un cuerpo inhumanamente fuerte. Llevaba pantalones negros, una mejora de los anchos que usaba aquel día, hacía diez años. Pretendía dar la imagen de un dictador reflexivo y preocupado, como los antiguos líderes comunistas que yo había estudiado en la escuela de la Fábrica.
Alzó una mano, mirando intensamente la ciudad que tenía a sus pies, y la mano empezó a brillar con un fulgor perverso, blanco amarillento, en contraste con el violento rojo de abajo. El poder en torno a su mano no era eléctrico, sino energía pura. La acumuló un momento, hasta que brilló tanto que la cámara no captó más que la luz y la sombra de Steelheart delante. Luego señaló y lanzó una descarga de ardiente fuerza amarilla contra la ciudad. La energía alcanzó un edificio, abrió un agujero en un costado del mismo y las llamas y los restos de la explosión salieron por las ventanas del opuesto. Mientras ardía, la gente huyó. La cámara se acercó, asegurándose de mostrarla. Steelheart quería que supiéramos que estaba disparando a un bloque habitado.
Siguió otra descarga que sacudió el edificio. El acero de un lado se derritió y cedió hacia dentro. Disparó dos veces más a un edificio cercano, encendiendo también su interior. Las paredes se derritieron por el enorme poder de la energía que disparaba.
La imagen se alejó y se centró de nuevo en Steelheart, que continuaba en la misma postura, semiagachado, contemplando impasible la ciudad, la mandíbula cuadrada y los reflexivos ojos resaltados por la luz roja proveniente de abajo. No había ninguna explicación del porqué de la destrucción de aquellos edificios, aunque tal vez un mensaje posterior explicara los pecados, reales o percibidos, de los que eran culpables sus habitantes.
O tal vez no. Vivir en Chicago Nova conllevaba riesgos; uno era que Steelheart decidiera ejecutarte y matar a tu familia sin más explicaciones. La otra cara de la moneda era que, para compensar esos riesgos, vivías en un sitio con electricidad, agua corriente, empleo y comida: raras comodidades para la época.
Di un paso adelante, plantándome directamente ante la pared para estudiar a la criatura que acechaba allí. «Quiere aterrorizarnos —pensé—. De eso se trata. Quiere que pensemos que nadie puede desafiarlo».
Los primeros estudiosos se habían preguntado si tal vez los Épicos eran una nueva fase del desarrollo humano; un salto evolutivo. Yo no aceptaba esa idea. Esa cosa no era humana. Nunca lo había sido. Steelheart se volvió hacia la cámara, con un atisbo de sonrisa en los labios.
Una silla se movió detrás de mí y me di la vuelta. El Profesor se había levantado y miraba a Steelheart. Sí, había odio en aquella mirada: un odio profundo. El Profesor me miró a los ojos. De nuevo hubo un instante de mutua comprensión.
Cada uno de nosotros sabía cuál era la postura del otro.
—No has dicho cómo lo matarás —me dijo el Profesor—. No has convencido a Megan. Todo lo que has demostrado es que tienes un frágil plan sin concretar.
—Lo he visto sangrar —dije—. El secreto está en algún lugar de mi cabeza, Profesor. Es la mejor oportunidad que cualquiera tendrá jamás de matarlo. ¿Puede dejarla pasar? ¿Puede de verdad darse media vuelta cuando tiene una posibilidad?
El Profesor me miró largamente a los ojos. Detrás de mí, la transmisión de Steelheart terminó y la pared se volvió negra.
El Profesor tenía razón. Mi plan, por muy inteligente que me hubiera llegado a parecer, dependía mucho de la especulación. Hacer salir a Steelheart gracias a un falso Épico. Eliminar a sus guardaespaldas. Acabar con Control. Matar a Steelheart usando un punto débil secreto que podía estar oculto en algún lugar de mi memoria.
Un frágil plan, en efecto. Por eso necesitaba contactar con los Reckoners. Ellos podían llevarlo a cabo. Ese hombre, Jonathan Phaedrus, podía hacerlo realidad.
—Cody —dijo el Profesor, volviéndose—, empieza a entrenar al chico nuevo con un tensor. Tia, vamos a ver si podemos empezar a seguir los movimientos de Conflux. Abraham, vamos a necesitar una buena puesta en común para ver cómo imitar a un gran Épico, si eso es posible.
Sentí que el corazón me daba un vuelco.
—¿Vamos a hacerlo?
—Sí —dijo el Profesor—. Que Dios nos ayude, vamos a hacerlo.