6

—Analízalo, Tia —dijo el Profesor.

Retrocedí, empuñando nervioso el rifle. Detrás del Profesor, Megan se apoyó contra una pared. Había vuelto a ponerse la chaqueta y a enfundar la pistola en la sobaquera. Llevaba algo en la mano que hacía girar: el cargador de repuesto de mi rifle. No había llegado a devolvérmelo. Sonrió. Me había devuelto el rifle allá arriba en la calle, pero tuve la desalentadora intuición de que había vaciado el cargador. Empecé a sentir pánico.

La pelirroja, Tia, se me acercó. Llevaba en la mano algún tipo de aparato; plano y redondo, del tamaño de un plato, con una pantalla lateral. Me apuntó con él.

—No hay lecturas.

—Análisis de sangre —dijo el Profesor, ceñudo.

Tia asintió.

—No nos obligues a sujetarte —me dijo, sacando un brazalete de tela del costado del aparato; unos cables lo conectaban al disco—. Esto te pinchará, pero no sentirás ningún dolor.

—¿Qué es? —pregunté.

—Un brazalete zahorí.

Un brazalete zahorí: un dispositivo para determinar si eras o no un Épico.

—Yo… creía que esas cosas no eran más que un mito.

—Entonces no te importará, ¿verdad, amigo? —me preguntó Abraham con su acento francés—. ¿Qué importa que un aparato «mitológico» te dé un pinchacito? —Sonrió, con la enorme ametralladora al costado. Era delgado, fibroso y parecía muy tranquilo en comparación con lo tensos que estaban Tia y el propio Profesor.

Eso no me consoló, pero los Reckoners eran un grupo de asesinos experimentados que se dedicaban a matar a grandes Épicos. No tenía opción.

La mujer me rodeó el brazo con la ancha banda, parecida a las que se usan para tomar la tensión. Los cables la conectaban al aparato que tenía en la mano. Había una cajita en la cara interna del brazalete; me pinchó.

Tia estudió la pantalla.

—Está limpio con toda seguridad —dijo, mirando al Profesor—. Tampoco hay nada en el análisis de sangre.

El Profesor asintió. No parecía sorprendido.

—Muy bien, hijo. Es hora de que respondas a unas cuantas preguntas. Piensa con mucho cuidado antes de responder.

—De acuerdo —dije, mientras Tia me quitaba el brazalete. Me froté el pinchazo del brazo.

—¿Cómo descubriste dónde íbamos a dar el golpe? —me preguntó el Profesor—. ¿Quién te dijo que Fortuity era nuestro objetivo?

—No me lo dijo nadie.

Su rostro se ensombreció. Junto a él, Abraham alzó una ceja, sopesando el arma.

—¡Nadie! ¡De verdad! —insistí, sudando—. Vale… Oí decir a alguien en la calle que tal vez estuvieran ustedes en la ciudad.

—No le dijimos a nadie nuestro objetivo —repuso Abraham—. Aunque supieras que estábamos aquí, ¿cómo sabías a qué Épico intentaríamos matar?

—Bueno —dije—, ¿a quién si no?

—Hay miles de Épicos en esta ciudad, hijo —dijo el Profesor.

—Claro —repliqué—. Pero la mayoría no llaman la atención. Ustedes eliminan a los grandes Épicos, y de esos solo hay unos pocos centenares en Chicago Nova, de los cuales solo un par de docenas tienen invencibilidad suprema… y ustedes siempre se centran en quienes tienen invencibilidad suprema. Sin embargo, no irían detrás de alguien demasiado poderoso ni excesivamente influyente, porque lo considerarían demasiado bien protegido. Eso elimina a Nightwielder, Conflux y Firefight… a todo el círculo íntimo de Steelheart. También descarta a la mayoría de los barones de los barrios.

»Quedaban una docena de objetivos, y Fortuity era el peor del grupo. Todos los Épicos son asesinos, pero él ha matado, con diferencia, a muchos más inocentes. Además, esa forma tan retorcida que tenía de jugar con las entrañas de la gente es exactamente el tipo de atrocidad con que los Reckoners querrían acabar. —Los miré nervioso, luego me encogí de hombros—. Como les he dicho, nadie tuvo que contármelo: era obvio a quién acabarían escogiendo.

Todos guardaron silencio en la pequeña habitación.

—¡Ja! —dijo el francotirador, que todavía montaba guardia junto a la puerta—. Damas y caballeros, creo que esto significa que tal vez nos estemos volviendo un poquito predecibles.

—¿Qué es la invencibilidad suprema? —me preguntó Tia.

—Lo siento —dije, advirtiendo que no conocían mis términos—. Es como llamo a un poder Épico que neutraliza los medios convencionales de asesinato. Ya saben: regeneración, piel impenetrable, precognición, autoencarnación, ese tipo de cosas.

Un gran Épico tenía alguno de esos poderes. Afortunadamente, nunca había oído de ninguno que tuviera dos.

—Vamos a aceptar de momento que realmente lo descubriste por tu cuenta —dijo el Profesor—. Eso no explica cómo sabías dónde montaríamos nuestra encerrona.

—Fortuity asiste a la función del teatro de Spritz el primer sábado de cada mes invariablemente —dije—, y siempre busca diversión después. Era el único momento en que podían encontrarlo solo y en un estado mental favorable para conducirlo a una trampa.

El Profesor miró a Abraham, luego a Tia. Ella se encogió de hombros.

—No lo sé.

—Creo que está diciendo la verdad, Profesor —dijo Megan, con los brazos cruzados y la chaqueta sin abrochar.

«No mires…», tuve que recordarme.

El Profesor la miró.

—Tiene sentido —prosiguió ella—. Si Steelheart hubiera sabido a quién íbamos a atacar, nos habría preparado algo más elaborado que un chico con un rifle. Además, Knees, aquí presente, ha tratado de ayudar. Más o menos.

—¡He ayudado! Estarías muerta de no ser por mí. Díselo, Hardman.

Los Reckoners parecían confundidos.

—¿Quién? —preguntó Abraham.

—Hardman —dije, señalando hacia el francotirador de la puerta.

—Me llamo Cody, chaval —dijo él, divertido.

—Entonces, ¿dónde está Hardman? —pregunté—. Megan me he dicho que estaba apuntándome con su rifle desde arriba… —Guardé silencio.

«Nunca ha habido ningún francotirador —comprendí—. Al menos no uno a quien hayan ordenado específicamente vigilarme».

Megan me lo había dicho simplemente para que me quedara quieto.

Abraham se rio de buena gana.

—Has caído en el viejo truco del francotirador invisible, ¿eh? Te ha hecho quedarte allí arrodillado pensando que te pegaría un tiro en cualquier momento. ¿Por eso te llama Knees?

Me ruboricé.

—Está bien, hijo —dijo el Profesor—. Voy a ser bueno contigo y fingir que nada de esto ha sucedido nunca. Cuando salgamos por esa puerta, quiero que cuentes hasta mil, muy, muy despacio. Luego puedes marcharte. Si intentas seguirnos, te dispararé. —Hizo una señal a los otros.

—¡No, espere! —dije, intentando agarrarlo.

En un abrir y cerrar de ojos, los otros cuatro me apuntaron a la cabeza.

Tragué saliva, luego bajé la mano.

—Esperen, por favor —dije, un poco más tímidamente—. Quiero unirme a ustedes.

—¿Quieres hacer qué? —preguntó Tia.

—Unirme a ustedes —repetí—. Por eso he venido hoy. No quería implicarme. Quería solicitar mi ingreso.

—No aceptamos solicitudes exactamente —contestó Abraham.

El Profesor me estudió.

—Ha sido de cierta ayuda —dijo Megan—. Y yo… admito que dispara decentemente. Tal vez deberíamos aceptarlo, Profesor.

Bueno, pese a todo lo que pudiera haber pasado, había conseguido impresionarla. Eso me pareció casi una victoria tan grande como eliminar a Fortuity.

El Profesor negó con la cabeza.

—No estamos reclutando a nadie, hijo. Lo siento. Vamos a marcharnos, y no quiero volver a verte cerca de ninguna de nuestras operaciones jamás: no quiero ni imaginar siquiera que estás en la misma ciudad que nosotros. Quédate en Chicago Nova. Después del jaleo de hoy, no volveremos en mucho tiempo.

Eso pareció dejar zanjado el tema para todos ellos. Megan me miró y se encogió de hombros, casi a modo de disculpa, como para indicar que había dicho lo que había dicho para agradecerme haberla salvado de los matones de los Uzis. Los demás se reunieron en torno al Profesor y lo siguieron cuando se encaminó hacia la puerta.

Me quedé atrás, sintiéndome frustrado e impotente.

—Están ustedes fracasando —les dije, con un hilo de voz.

Por algún motivo, esto hizo que el Profesor vacilara. Se volvió para mirarme. Casi todos los demás habían cruzado ya la puerta.

—Nunca van tras los verdaderos objetivos —me quejé amargamente—. Siempre escogen a los que, como Fortuity, son un tiro seguro. Épicos a los que pueden aislar y matar. Monstruos, sí, pero relativamente poco importantes. Nunca a los monstruos de verdad, los Épicos que nos hicieron pedazos y convirtieron nuestra nación en un caos.

—Hacemos lo que podemos —dijo el Profesor—. Que nos hiciéramos matar intentando eliminar a un Épico invencible no le sería de utilidad a nadie.

—Matar a hombres como Fortuity tampoco sirve de nada —dije—. Son demasiados, y si siguen escogiendo objetivos como él, nadie los tendrá en cuenta. Solo son una molestia. Así no podrán cambiar el mundo.

—No lo intentamos —dijo el Profesor—. Solo matamos Épicos.

—¿Qué quieres que hagamos, chaval? —dijo Hardman (quiero decir, Cody), divertido—. ¿Que nos enfrentemos al mismísimo Steelheart?

—Sí —dije, envalentonado, dando un paso adelante—. ¿Queréis cambiar las cosas? ¿Queréis darles miedo? ¡Es a él a quien hay que atacar! ¡Demostradles que nadie escapa a nuestra venganza!

El Profesor negó con la cabeza. Continuó su camino; la negra bata de laboratorio susurró.

—Tomé esta decisión hace muchos años, hijo. Tenemos que librar batallas que podamos ganar.

Salió al pasillo. Me quedé solo en la pequeña habitación. La lámpara que habían dejado atrás proyectaba un frío resplandor en la cámara de acero.

Había fracasado.