5

El cadáver de Fortuity se desplomó encima del capó. Megan se cernió sobre él, con mi rifle en una mano y apoyado en la cadera, su pistola en la otra. Los faros del coche la iluminaban.

—¡Caray! —exclamó—. No me puedo creer que haya funcionado.

«Ha disparado las dos armas a la vez. Le ha dado jaque mate con dos disparos», me dije. Probablemente solo había funcionado porque estaba saltando: en el aire le habría resultado más difícil apartarse. Pero, con todo, disparar así era increíble. ¿Con un arma en cada mano, y una de ellas un rifle?

«Caray», pensé, imitándola. Habíamos ganado.

Megan arrastró el cadáver de Fortuity para hacerlo caer del capó y le comprobó el pulso.

—Muerto —dijo. Le disparó dos veces en la cabeza—. Y doblemente muerto, para asegurarnos.

En ese momento, una docena de matones de Spritz aparecieron por el extremo del callejón, empuñando Uzis.

Maldije y me pasé al asiento trasero. Megan saltó sobre el capó, se metió por el parabrisas roto y se agazapó en el asiento del acompañante mientras una andanada de balas asaltaba el vehículo.

Traté de abrir la puerta de atrás, pero las paredes del callejón estaban demasiado cerca. La ventanilla trasera se hizo añicos y trozos del relleno de los asientos volaron por los aires cuando el fuego de los Uzis los destrozó.

—¡Calamity! —exclamé—. Menos mal que no es mi coche.

Megan me miró, puso los ojos en blanco, y se sacó algo de la camiseta: un cilindro pequeño como un lápiz de labios. Giró el extremo inferior, esperó a una pausa en los disparos y lo lanzó por el parabrisas.

—¿Qué es eso? —grité por encima de los tiros.

Me respondió una explosión que sacudió el coche y nos cubrió de basura del callejón. Las balas cesaron un momento y oí a los hombres gritar de dolor. Megan, todavía con mi rifle, saltó por encima del asiento destrozado, salió ágilmente por el parabrisas trasero roto y echó a correr.

—¡Eh! —dije, reptando tras ella; los pedacitos del cristal de seguridad se me caían de la ropa. Salté al suelo y corrí hasta el fondo del callejón, lanzándome a un lado justo cuando los supervivientes de la explosión empezaban a disparar de nuevo.

«Sabe disparar como nadie y lleva granadas diminutas en la camiseta —pensé, estupefacto—. Creo que podría estar enamorándome».

Oí un grave rumor por encima del tiroteo y un camión blindado apareció en la esquina siguiente. Avanzó rugiendo hacia Megan. Era grande y verde, imponente, con unos faros enormes. Y se parecía mucho a…

—¿Un camión de la basura? —pregunté, corriendo para reunirme con Megan.

Un negro de aspecto duro viajaba en el asiento del acompañante. Le abrió la puerta a Megan.

—¿Quién es ese? —dijo, señalándome con la cabeza. Hablaba con leve acento francés.

—Un tarugo —respondió ella, lanzándome el rifle—. Aunque es útil. Sabe de nosotros, pero no creo que sea una amenaza.

No era exactamente una recomendación deslumbrante, pero valía. Sonreí mientras ella subía a la cabina, empujando al hombre al centro del asiento.

—¿Lo dejamos? —preguntó el tipo con un inconfundible acento francés.

—No —respondió el conductor. No pude distinguirlo: era solo una sombra, pero tenía una voz potente y vibrante—. Viene con nosotros.

Sonreí y subí ansioso al camión. ¿Podía el conductor ser Hardman, el francotirador? Ese me había visto ayudarlos. La gente de dentro me hizo sitio a regañadientes. Megan se pasó al asiento trasero de la cabina y se acomodó junto a un hombre delgado con chaleco de camuflaje de cuero que empuñaba un rifle de francotirador con muy buena pinta. Probablemente ese sí que era Hardman. A su otro lado había una mujer pelirroja de mediana edad con la melena hasta los hombros. Llevaba gafas y traje sastre.

El camión de la basura se puso en marcha, moviéndose más rápido de lo que yo habría creído posible. Detrás de nosotros el grupo de matones salió del callejón y empezó a disparar. No les sirvió de mucho, aunque no habíamos escapado del peligro todavía. En el aire oí el claro sonido de los helicópteros de los Controladores. Probablemente también unos cuantos Épicos de nivel superior estaban de camino.

—¿Fortuity? —preguntó el conductor. Era un hombre mayor, de unos cincuenta y tantos, con un largo y fino gabán negro. Cosa rara, llevaba unas gafas protectoras en el bolsillo de la pechera del gabán.

—Muerto —respondió Megan desde atrás.

—¿Qué ha fallado? —preguntó el conductor.

—Tenía un poder oculto —dijo ella—. Superreflejos. Lo he esposado, pero se ha escapado.

—También ha sido cosa de este —añadió el de la chaqueta de camuflaje, el que yo estaba bastante seguro de que era Hardman—. Se ha inmiscuido y ha causado un montón de problemas. —Tenía un claro acento del sur.

—Hablaremos de él más tarde —dijo el conductor, doblando la esquina a toda velocidad.

El corazón se me aceleró y miré por la ventana, buscando los helicópteros en el cielo. No tardarían en decir a los Controladores lo que tenían que buscar, y el camión llamaba bastante la atención.

—Tendríamos que haberle disparado a Fortuity inmediatamente —dijo el hombre con acento francés—. Un tiro de la Derringer en el pecho.

—Creo que no habría funcionado, Abraham —repuso el conductor—. Sus poderes eran demasiado fuertes, ni siquiera la atracción podía con ellos. Teníamos que hacer algo menos letal primero: atraparlo, luego dispararle. Los precogs son duros.

En eso, probablemente, tenía razón. Fortuity poseía un sentido del peligro muy fuerte. Probablemente el plan era que Megan lo esposara y tal vez lo sujetara a la farola. Entonces, parcialmente inmovilizado, podría haberle puesto la derringer en el pecho y disparado. Si hubiera intentado eso de entrada, su poder posiblemente lo habría puesto en guardia. Habría dependido de la atracción que sintiera por ella.

—No esperaba que fuera tan poderoso —dijo Megan, como decepcionada consigo misma, poniéndose una chaqueta de cuero marrón y pantalones militares—. Lo siento, Profesor. No debería haber dejado que se me escapara.

Profesor. Ese nombre me sonaba de algo.

—Está hecho —dijo el conductor, el Profesor, aparcando el camión de basura con una sacudida—. Dejemos la máquina. Está comprometida.

Abrió la puerta y bajamos.

—Yo… —empecé a decir, intentando presentarme.

Sin embargo, el hombre mayor al que llamaban Profesor me dirigió una mirada amenazadora por encima del capó del camión de la basura. Me tragué las palabras. De pie en la oscuridad, con su largo gabán y ese rostro curtido, el pelo con canas grises, aquel hombre tenía pinta de ser peligroso.

Los Reckoners sacaron unas cuantas mochilas de equipo de la parte trasera del camión de la basura, incluida una enorme ametralladora que Abraham se echó al hombro. Me condujeron por varios tramos de escaleras hasta las calles subterráneas, donde el grupo siguió un camino lleno de giros y vueltas. Seguí bastante bien la pista de adónde se dirigían hasta que bajamos varios niveles por una escalera muy larga hacia las catacumbas de acero.

La gente inteligente no se acerca a las catacumbas. Los Zapadores se habían vuelto locos antes de que los túneles estuvieran terminados. Las luces del techo rara vez funcionaban, y el tamaño de los túneles cuadrados abiertos en el acero cambiaba a medida que se avanzaba.

El equipo guardó silencio mientras continuaban recorriendo pasadizos, encendiendo las luces de los móviles que la mayoría llevaban sujetos a la pechera de la chaqueta. Yo me había estado preguntando si los Reckoners llevaban móvil, y el hecho de que así fuera me hacía sentir mejor. Todo el mundo sabía que la Fundición Knighthawk era neutral, y que las conexiones de los móviles eran completamente seguras, pero que los Reckoners utilizaran la red era una prueba más de que Knighthawk era de fiar.

Caminamos durante un rato. Los Reckoners se movían en silencio, cuidadosamente. Varias veces Hardman se adelantó para explorar; Abraham cubría la retaguardia con aquella temible ametralladora suya. Difícilmente podía saber dónde me hallaba: las catacumbas de acero eran un sistema subterráneo que a mitad de su construcción se había convertido en ratonera.

Había en ellas puntos ciegos, túneles sin salida y ángulos poco naturales. En algunos lugares los cables eléctricos colgaban de las paredes como esas arterias sinuosas que encuentras en un bocado de pollo. En otros, las paredes de acero no eran sólidas, porque la gente había arrancado pedazos de panelado buscando algo para vender, a pesar de que comerciar con chatarra no merecía la pena en Chicago Nova: había metal más que suficiente por todas partes.

Dejamos atrás grupos de adolescentes con caras sombrías arracimados alrededor de los cubos donde quemaban basura. No pareció hacerles gracia que hubiéramos interrumpido su rato de solaz, pero nadie se metió con nosotros. Tal vez debido a la enorme arma de Abraham, que contaba con gravatónicos que brillaban azules en la parte inferior para ayudarlo a sostenerla.

Nos abrimos camino por esos túneles durante más de una hora. De vez en cuando pasábamos por delante de respiraderos que insuflaban aire. Los Zapadores habían logrado que algunas cosas funcionaran ahí abajo, aunque la mayoría no tuviera sentido. Con todo, era aire fresco. A veces.

El Profesor nos guiaba con aquel largo gabán. «Es una bata de laboratorio —me dije cuando doblamos otra esquina—, pero la ha teñido de negro». Debajo llevaba una camisa negra.

Evidentemente, a los Reckoners les preocupaba que los siguieran, pero a mí me daba la impresión de que exageraban en su celo. A los quince minutos me había desorientado por completo, y los Controladores nunca bajaban hasta ese nivel. Había un acuerdo tácito: Steelheart ignoraba a los que vivían en las catacumbas de acero, y estos no hacían nada para que el peso de su ley cayera sobre ellos.

Naturalmente… los Reckoners habían incumplido aquel acuerdo. Un Épico importante había sido asesinado. ¿Cómo reaccionaría Steelheart a eso?

Por fin me hicieron doblar una esquina que parecía igual que cualquier otra, solo que esta conducía a una pequeña habitación tallada en el acero. Había un montón de lugares así en las catacumbas. Lugares donde los Zapadores habían planeado poner unos servicios, una tiendecita o una vivienda.

Hardman, el francotirador, se apostó en la puerta. Se había puesto una gorra de camuflaje con un emblema para mí desconocido en la parte delantera, una especie de blasón real. Los otros cuatro Reckoners se colocaron de cara hacia mí. Abraham sacó una linterna grande y pulsó un botón que encendía los laterales, convirtiéndola en un farol que dejó en el suelo.

El Profesor se cruzó de brazos, inexpresivo, inspeccionándome. La pelirroja estaba de pie a su lado. Parecía más pensativa. Abraham seguía sin soltar su enorme arma, y Megan se quitó la chaqueta de cuero y se puso una sobaquera. Traté de no mirarla, pero era como intentar no parpadear, solo que… bueno, más bien al revés.

Di un vacilante paso hacia atrás, advirtiendo que estaba acorralado. Había empezado a creer que iban a aceptarme en su equipo. Pero al mirar a los ojos del Profesor, me di cuenta de que no era el caso. Me consideraba una amenaza. No me habían llevado porque les hubiera prestado ayuda, sino porque no querían que anduviera suelto por ahí.

Era su prisionero. Y a esas profundidades, en las catacumbas de acero, nadie repararía en un grito o un disparo.