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Bajé atropelladamente por el hueco de una escalera y choqué contra la grava de acero del fondo. Jadeando, corrí por una de las oscuras calles subterráneas de Chicago Nova. Habían transcurrido diez años desde la muerte de mi padre, desde el aciago día que la gente llamaba «la Anexión».

Llevaba una chaqueta de cuero holgada, vaqueros y el rifle al hombro. La calle estaba oscura a pesar de ser uno de los callejones subterráneos con rejas y respiraderos por los que se veía el cielo.

Siempre está oscuro en Chicago Nova. Nightwielder fue uno de los primeros Épicos en jurar fidelidad a Steelheart, y es miembro de su círculo íntimo. Por culpa de Nightwielder no hay amaneceres ni luna, solo absoluta oscuridad en el firmamento: a todas horas, todos los días. Lo único que se ve en las alturas es a Calamity, que parece un brillante cometa o una enana roja. Calamity comenzó a brillar un año antes de que los hombres empezaran a convertirse en Épicos. Nadie sabe por qué o cómo sigue brillando en medio de la oscuridad. Naturalmente, nadie sabe tampoco por qué empezaron a aparecer los Épicos ni qué relación tienen con Calamity.

Seguí corriendo, maldiciéndome por no haber salido antes. Las luces del techo de la vía subterránea fluctuaban, con las carcasas teñidas de azul. La calle estaba repleta de los perdedores habituales: adictos en las esquinas, camellos (o algo peor) en los callejones. Algunos grupos de obreros iban o venían apresuradamente del trabajo, con el cuello del grueso abrigo vuelto para ocultar el rostro. Caminaban encorvados, con la cabeza gacha.

Yo llevaba casi una década entre gente como ellos, trabajando en un lugar al que simplemente llamábamos «la Fábrica». En parte orfanato y en parte escuela, era principalmente un modo de explotar a los niños como mano de obra gratuita. Al menos la Fábrica me había dado cobijo y alimento todo ese tiempo. Era mucho mejor que vivir en la calle, y no me importaba nada trabajar a cambio de comida. Las leyes que regulaban el trabajo infantil eran reliquias de una época en que la gente podía preocuparse por ese tipo de cosas.

Me abrí paso entre un puñado de obreros. Uno me maldijo en un idioma vagamente similar al español. Alcé la cabeza para situarme. En la mayoría de las intersecciones los nombres de calles estaban pintados con espray en las brillantes paredes metálicas.

Cuando la Gran Transfiguración convirtió la mayor parte de la ciudad vieja en acero sólido, también transmutó el suelo y la roca hasta varios metros de profundidad. Durante los primeros años de su gobierno, Steelheart fingió ser un dictador benévolo, aunque implacable. Sus Zapadores habían perforado varios estratos de túneles, calles subterráneas con sus edificios, y la gente había acudido en masa a Chicago Nova para trabajar.

Si aquí la vida resultaba difícil, en el resto de los lugares era un caos: los Épicos luchaban entre sí por el territorio y varios grupos militares del Estado o paragubernamentales intentaban recuperar terreno. En Chicago Nova era diferente. Podía asesinarte casualmente un Épico al que no le gustara la manera en que lo mirabas, pero al menos había electricidad, agua y comida. La gente se adapta. Eso hacemos todos, menos los que no quieren.

«Vamos —pensé, comprobando la hora en el móvil que llevaba en la manga del abrigo—. Maldito corte de la vía férrea». Tomé otro atajo, corriendo por un callejón. Era sombrío, pero después de diez años de vivir en penumbra perpetua te acostumbras a ello.

Pasé ante las formas encogidas de los mendigos dormidos, salté por encima de uno tendido en la calle, al fondo del pasadizo, y salí a la calle Siegel, una avenida más ancha y mejor iluminada que la mayoría. Aquí, a un piso bajo tierra, los Zapadores habían abierto habitáculos que se usaban como tiendas. Todavía estaban cerradas, aunque a la entrada de más de una había alguien vigilando con una escopeta recortada. La policía de Steelheart teóricamente patrullaba las calles subterráneas, pero no solía acudir a no ser en casos extremos.

Steelheart había hablado de una grandiosa ciudad subterránea que se extendería docenas de niveles, al principio, antes de que los Zapadores se volvieran locos, antes de que él dejara de fingir que se preocupaba por los habitantes de las calles subterráneas. Con todo, esos niveles superiores no eran terribles. Al menos daban sensación de organización y había en ellos un montón de agujeros excavados que servían como hogar.

Allí las luces del techo eran levemente verdes y amarillas, alternativamente. Si conocías las pautas de colores de las calles, podías navegar bastante bien por las subterráneas. Por los niveles superiores al menos. Incluso los veteranos de la ciudad solían evitar los inferiores, las catacumbas de acero, donde era muy fácil perderse.

«Dos manzanas hasta la calle Schuster», pensé, mirando por un tragaluz los brillantes y mejor iluminados rascacielos de arriba. Corrí las dos manzanas y tomé una escalera de subida cuyos peldaños de acero reflejaban las tenues luces semifuncionales.

Salí a una calle de metal y me metí inmediatamente en un callejón. Un montón de gente decía que las calles de arriba no eran tan peligrosas como las subterráneas, pero yo nunca me sentía cómodo en ellas. A decir verdad, nunca me sentía a salvo en ninguna parte, ni siquiera en la Fábrica, con los demás estudiantes. Pero ahí arriba… ahí arriba había Épicos.

Llevar rifle en las calles subterráneas era una práctica común, pero arriba llamaría la atención de los soldados de Steelheart o de cualquier Épico que pasara. Era mejor que me mantuviera oculto. Me agazapé junto a algunas cajas del callejón, recuperando el aliento. Consulté el móvil, localicé un mapa básico de la zona y alcé la vista.

Justo delante había un edificio con letreros de neón rojo: el teatro Reeve. Mientras lo miraba, la gente empezó a salir. Dejé escapar un suspiro de alivio. Había conseguido llegar justo cuando la obra terminaba.

Eran todos de las calles de arriba, con trajes oscuros y vestidos de colores. Algunos serían Épicos, pero la mayoría, en cambio, simplemente eran personas a quienes de algún modo les había ido bien en la vida. Tal vez Steelheart los favorecía por las tareas que realizaban o habían nacido ricos. Steelheart podía tomar todo lo que se le antojara, pero para tener un imperio necesitaba gente que lo ayudara a gobernar. Burócratas, oficiales de su ejército, contables, hombres de negocios, diplomáticos. Como la elite de una dictadura de la vieja escuela, esa gente vivía de las migajas que Steelheart dejaba a su paso.

Eso significaba que eran casi tan culpables como los Épicos de la opresión en que vivíamos el resto, pero yo no les tenía demasiada inquina. Tal como estaba el mundo, uno hacía lo que podía para sobrevivir.

Vestían de manera anticuada; era lo que se estilaba: los hombres con sombrero, las mujeres con vestidos que parecían sacados de las fotos que yo había visto de la época de la Prohibición, en contraste absoluto con los modernos edificios de acero y el lejano sonido de un helicóptero militar avanzando.

Los ricos se apartaron de pronto para dejar sitio a un hombre con un traje de raya diplomática rojo vivo, sombrero rojo de fieltro y capa roja y negra.

Me agaché un poco más. Era Fortuity, un Épico con el poder de la precognición, capaz de adivinar los números que saldrían en una tirada de dados, por ejemplo, o de predecir el tiempo. También presentía el peligro, y eso lo elevaba al estatus de gran Épico. No se podía matar a un hombre así de un disparo de rifle. Intuía de dónde venía el tiro y lo esquivaba sin darte tiempo a apretar el gatillo. Sus poderes eran tan precisos que podía evitar una descarga de ametralladora y también saber si le habían envenenado la comida o si un edificio estaba repleto de explosivos.

Los grandes Épicos son tremendamente difíciles de matar.

Fortuity era un miembro de nivel moderadamente alto en el Gobierno de Steelheart. No formaba parte de su círculo íntimo, como Nightwielder, Firefight o Conflux, pero era lo bastante poderoso para que la mayoría de los Épicos menores de la ciudad lo temieran. Tenía un rostro alargado y nariz de halcón. Paseó por la acera del teatro, encendiendo un cigarrillo mientras los otros parroquianos se dispersaban a su paso, con una mujer elegante de cada brazo.

Deseé poder llevarme el rifle a la cara y dispararle. Era un monstruo sádico. Decía que sus poderes funcionaban mejor cuando estudiaba las entrañas de criaturas muertas para adivinar el futuro. Prefería usar vísceras humanas, y le gustaban frescas.

Me contuve. En el momento en que decidiera dispararle, sus poderes se activarían. Fortuity no tenía nada que temer de un francotirador solitario. Probablemente pensaba que no tenía nada que temer de nadie en absoluto. Si mi información era correcta, estaba a punto de enterarse de lo equivocado que estaba.

«Vamos —pensé—. Este es el mejor momento para atacarlo. Tengo razón. Tengo que tenerla».

Fortuity le dio una calada a su cigarrillo y saludó con la cabeza a unos cuantos viandantes. No llevaba guardaespaldas. ¿Para qué los necesitaba? Los dedos le brillaban repletos de anillos, aunque la riqueza no significaba nada para él. Incluso sin las leyes de Steelheart que le garantizaban el derecho a coger lo que quisiera, Fortuity podía ganar una fortuna en cualquier casa de juegos el día que le diera la gana.

No sucedió nada. ¿Estaría yo equivocado? Estaba tan seguro… La información de Bilko solía estar al día. En las calles subterráneas se decía que los Reckoners habían vuelto a Chicago Nova. Fortuity era el Épico al que habían elegido. Yo lo sabía. Había tomado por costumbre (por misión, incluso) estudiar a los Reckoners. Yo…

Una mujer pasó por delante de Fortuity. De unos veinte años, alta, esbelta y de cabello dorado, llevaba un vestido rojo de tela fina con un escote de vértigo. A pesar de llevar a dos bellezas del brazo, Fortuity se volvió para mirarla. Ella le devolvió la mirada, indecisa. Luego sonrió y se le acercó, balanceando las caderas.

No oí lo que dijeron, pero la recién llegada fue quien acabó alejándose con Fortuity calle abajo, susurrándole al oído y riendo. Las otras dos mujeres se quedaron allí plantadas, cruzadas de brazos, sin atreverse a protestar. A Fortuity no le gustaba que sus mujeres le replicaran.

Eso tenía que ser. Quise adelantarme a ellos, pero no podía hacerlo por la calle, así que retrocedí por unos cuantos callejones. Me conocía la zona al dedillo: el estudio de los mapas del distrito teatral era lo que casi me había hecho llegar tarde.

Rodeé un edificio, oculto en la sombra, hasta otro callejón, a cuya boca me asomé para ver la misma calle desde otro ángulo. Fortuity caminaba por la acera de metal.

La zona estaba iluminada por bombillas que colgaban de las farolas. Las farolas en sí se habían convertido en acero durante la Gran Transfiguración, componentes electrónicos y bombillas incluidos; ya no funcionaban, pero valían para colgar las que creaban los charcos de luz en los que la pareja entraba y salía.

Contuve la respiración, observando atentamente. Fortuity iba armado con toda seguridad. El corte del traje ocultaba el bulto del sobaco, pero distinguí la funda de la pistola.

Fortuity no tenía ningún poder ofensivo directo, pero en realidad eso daba igual. Gracias a su precognición nunca Faultlineba con un arma, no importaba lo desviado que estuviera el disparo. Si decidía matarte, tenías un par de segundos para responder o estabas muerto.

La mujer no parecía ir armada, aunque no podía estar seguro. Aquel vestido se le pegaba a las curvas. ¿Una pistola sujeta al muslo, tal vez? La estudié con más atención cuando entró en otro charco de luz, pero la miré a ella en vez de buscar armas. Era una verdadera belleza de ojos relucientes, brillantes labios rojos y melena dorada. Y aquel escote…

Me estremecí. «Idiota —pensé—. Tienes un propósito. Las mujeres interfieren en los propósitos».

Pero incluso un sacerdote ciego de noventa años se habría parado a mirar a esa mujer. De no haber sido ciego, quiero decir.

«¡Qué comparación más estúpida! —me dije—. Tengo que mejorar en eso. —Las comparaciones no son lo mío—. Concéntrate».

Alcé el rifle sin quitar el seguro y usé la mira telescópica. ¿Dónde iban a atacarlo? La calle se extendía durante varias manzanas de oscuridad interrumpida solo por las bombillas, antes de llegar al cruce con Burnley, centro neurálgico de la movida nocturna. Probablemente la mujer había convencido a Fortuity para que fuera con ella a su club. La ruta más rápida era por esa calle oscura y menos transitada.

La calle desierta era muy buena señal. Los Reckoners rara vez atacaban a un Épico que estuviera en una zona demasiado concurrida. No les gustaban las bajas de inocentes. Escruté las ventanas de los edificios con la mira del rifle. Habían vuelto a poner cristales en algunas de las ventanas convertidas en acero. ¿Había alguien vigilando por ellas?

Yo llevaba años siguiendo a los Reckoners. Eran los únicos que todavía contraatacaban: un grupo clandestino que acechaba, emboscaba y asesinaba a los Épicos poderosos. Los Reckoners, ellos sí que eran héroes. No como mi padre había imaginado: sin poderes épicos, sin disfraces deslumbrantes. No defendían la verdad, el ideal americano, ni ninguna otra tontería.

Solo mataban. Su objetivo era eliminar a todos los Épicos que se consideraran por encima de la ley, uno por uno. Y como ese era el caso de casi todos los Épicos, tenían un montón de trabajo por delante.

Seguí escrutando las ventanas. ¿Cómo intentarían matar a Fortuity? Había pocas formas de hacerlo. Podían intentar atraparlo en una situación sin salida. Sus poderes de precognición lo llevarían por el camino de autoconservación más seguro, pero si preparabas una situación en la que todos los caminos conducían a la muerte, podías matarlo.

Llamamos a eso «jaque mate». Pero un jaque mate es muy difícil de preparar.

Lo más probable era que los Reckoners conocieran el punto flaco de Fortuity. Todo Épico tiene al menos uno: un objeto, un estado mental, una acción de algún tipo que te permite despojarlo de sus poderes.

«Allí». El corazón me dio un vuelco cuando enfoqué una silueta oscura acurrucada en una ventana del tercer piso de un edificio situado al otro lado de la calle. No la veía con detalle, pero probablemente estaba siguiendo a Fortuity también con un rifle de mira telescópica.

Eso era. Sonreí. Los había encontrado. Después de todas mis prácticas y búsquedas, los había encontrado.

Seguí mirando, cada vez más ansioso. El francotirador sería solamente una pieza del plan para matar al Épico. Las manos me empezaron a sudar. Otra gente se entusiasma con los eventos deportivos o las películas de acción, pero yo no tengo tiempo para emociones prefabricadas. Aquello, sin embargo… La oportunidad de ver a los Reckoners en acción, de ser testigo directo de una de sus encerronas… Bueno, era literalmente mi mayor sueño hecho realidad, a pesar de ser solo la primera etapa de mi plan. No estaba allí únicamente para ver cómo asesinaban a un Épico. Antes de que terminara la noche, tenía intención de haber logrado que los Reckoners me permitieran unirme a ellos.

—¡Fortuity! —gritó una voz cercana.

Bajé rápidamente el rifle y me pegué a la pared. Una figura pasó corriendo por la boca del callejón al cabo de un momento: un hombre recio con esmoquin y pantalones negros.

—¡Fortuity! —volvió a gritar—. ¡Espera!

Yo apunté de nuevo con la mirilla para inspeccionar al recién llegado. ¿Formaba parte del plan de los Reckoners?

No. Ese era Donny Curveball Harrison, un Épico menor con un único poder: la habilidad de disparar un arma sin que se le acabaran nunca las balas. Era guardaespaldas y pistolero en la organización de Steelheart. Resultaba imposible que formara parte del plan de los Reckoners: no trabajaban con Épicos. Nunca. Los Reckoners odiaban a los Épicos. Solo mataban a los peores, pero nunca habrían permitido que uno de ellos se uniera a su equipo.

Maldiciendo para mis adentros, vi a Curveball detenerse junto a Fortuity y la mujer. Ella, con los labios fruncidos y los hermosos ojos entornados, parecía preocupada. Sí, lo estaba. Era de los Reckoners con toda seguridad.

Curveball empezó a explicar algo y Fortuity frunció el ceño. ¿Qué estaba pasando?

Presté atención a la mujer. «Tiene algo…», pensé, sin quitarle ojo. Era más joven de lo que había creído en un principio, probablemente tuviera dieciocho o diecinueve años, pero aquellos ojos la hacían parecer mucho mayor.

Su expresión de preocupación desapareció repentinamente, sustituida por otra intencionadamente insípida, cuando se volvió hacia Fortuity y le hizo un gesto para que continuara. Fuera cual fuese la trampa, necesitaba que estuviera más adelante en la calle. Eso tenía sentido. Atrapar a un precog es difícil. Si su sentido del peligro capta aunque sea un leve aroma a encerrona, reaccionará. Ella tenía que conocer su punto débil, pero probablemente no intentaría aprovecharse de él hasta que estuvieran más aislados. Y aun así, tal vez no funcionara. Fortuity seguiría siendo un hombre armado, y el punto débil de muchos Épicos era dificilísimo de aprovechar.

Seguí mirando. Fuera cual fuese el problema de Curveball, no parecía tener nada que ver con la mujer. Hacía gestos hacia el teatro. Si convencía a Fortuity para que regresara…

La trampa no saltaría nunca. Los Reckoners se retirarían y escogerían un nuevo objetivo. Podría pasarme años buscando otra oportunidad como aquella.

No iba a dejar que eso sucediera. Tras inspirar profundamente, me llevé el rifle al hombro, salí a la calle y eché a correr hacia Fortuity.

Era hora de entregar mi currículum a los Reckoners.