Prólogo

He visto sangrar a Steelheart.

Sucedió hace diez años, cuando yo tenía ocho. Estaba con mi padre en el First Union Bank de la calle Adams. Por entonces, antes de la Anexión, usábamos los antiguos nombres de las calles.

El banco era enorme: una sala diáfana, con columnas blancas alrededor de un suelo de mosaico, al fondo de la cual unas enormes puertas se abrían al centro del edificio. Daban a la calle dos grandes puertas giratorias flanqueadas por otras dos, estas convencionales. Hombres y mujeres entraban y salían, como si la sala fuera el corazón de una bestia enorme que latiera con la savia de las personas y el dinero.

Yo estaba arrodillado de cara al respaldo de una silla demasiado grande para mí, contemplando el ir y venir de la gente. Me gustaba observar los diferentes rostros, los peinados, la ropa, las expresiones. ¡Todos eran tan distintos en aquella época! Era emocionante.

—David, siéntate bien, por favor —dijo mi padre. Tenía una voz suave. No lo había oído gritar más que una vez, en el funeral de mi madre. Recordar el calvario por el que pasó aquel día todavía me estremece.

Me volví, huraño. Nos encontrábamos al lado de la sala principal del banco, en una de las oficinas donde trabajaban los encargados de las hipotecas. Los tabiques del cubículo eran de vidrio, lo que lo hacía menos agobiante, pero seguía pareciendo de mentira. Había fotos con marco de madera de familiares en las paredes, un tarro de caramelos baratos con tapa de cristal en la mesa y un jarrón con flores de plástico descoloridas sobre el archivador.

Era un hogar confortable tan de imitación como la sonrisa del hombre que teníamos delante.

—Si tuviéramos más avales… —sugirió el de las hipotecas, mostrando los dientes.

—Todo lo que poseo está ahí —dijo mi padre, indicando el papel del escritorio que teníamos delante. Tenía las manos callosas y la piel bronceada de tanto trabajar al sol. Mi madre se habría avergonzado si lo hubiera visto acudir a una cita tan importante como esa con los vaqueros de trabajo y una camiseta vieja con un personaje de cómic.

Al menos se había peinado, aunque se estaba quedando calvo. No parecía importarle tanto como a otros. «Así no tendré que cortarme tantas veces el pelo, Dave», me había dicho riendo y pasándose los dedos por el cabello pajizo. Yo no le había hecho notar que se equivocaba: tendría que cortárselo el mismo número de veces, al menos hasta que se le cayera todo.

—Me temo que no puedo hacer nada —dijo el de las hipotecas—. Ya se lo habían dicho.

—El otro empleado dijo que con esto sería suficiente —respondió mi padre, con las grandes manos entrelazadas. Parecía preocupado, muy preocupado.

El de las hipotecas dio un golpecito al fajo de papeles que había sobre el escritorio sin dejar de sonreír.

—El mundo es ahora un lugar mucho más peligroso, señor Charleston. El banco ha decidido no correr riesgos.

—¿Peligroso? —preguntó mi padre.

—Bueno, ya sabe. Los Épicos…

—¡Pero si no son peligrosos! —exclamó mi padre con vehemencia—. Los Épicos están para ayudarnos.

«Otra vez no», pensé.

La sonrisa del de las hipotecas se esfumó por fin, como si el tono de mi padre lo hubiera sorprendido.

—¿No lo ve? —dijo mi padre, inclinándose hacia delante—. No son tiempos peligrosos. ¡Son tiempos maravillosos!

El empleado ladeó la cabeza.

—¿No fue un Épico quien destruyó su casa?

—Donde hay villanos, habrá héroes —respondió mi padre—. Espere y verá. Vendrán.

Yo así lo creía. Un montón de gente pensaba como él en esa época. Solo hacía dos años que Calamity había aparecido en el cielo. Hacía solo uno que los hombres corrientes habían empezado a cambiar y a convertirse en Épicos: casi como los superhéroes de las historietas.

Todavía teníamos esperanza, y éramos muy ignorantes.

—Bueno —dijo el de las hipotecas, uniendo las manos sobre la mesa, junto a la foto de unos sonrientes niños de varias etnias—. Por desgracia, nuestros evaluadores de riesgos no están de acuerdo con su valoración. Tendrá usted que…

Siguieron hablando, pero ya no les presté atención. Me arrodillé otra vez en la silla, de espaldas a ellos, mirando a la gente. Mi padre estaba demasiado inmerso en la conversación para reñirme. Así que vi claramente al Épico entrar en el banco. Lo detecté de inmediato, aunque nadie más le prestó atención. La gente dice que no se distingue a un Épico de un hombre corriente a menos que use sus poderes, pero se equivoca. Los Épicos se comportan de un modo diferente, con una sutil autocomplacencia, confiando en sí mismos. Siempre he sido capaz de identificarlos.

A pesar de que era un niño, supe que aquel hombre tenía algo distinto. Llevaba un traje negro holgado con camisa color canela, sin corbata. Era alto y esbelto, pero recio, como suelen ser los Épicos, musculoso. Estaba en forma y se notaba incluso a pesar de la ropa holgada.

Se situó en el centro de la sala. Llevaba unas gafas de sol en el bolsillo de la pechera y sonrió mientras se las ponía. Luego apuntó despreocupadamente con un dedo a una señora que pasaba.

La mujer se desintegró, convertida en polvo; la ropa ardió; el esqueleto se desplomó hacia delante y repiqueteó en el suelo. Los pendientes y el anillo de boda, sin embargo, no se disolvieron. Tintinearon en el embaldosado con tanta claridad que lo oí a pesar del ruido de la sala, una sala que de pronto se quedó en completo silencio.

La gente se quedó paralizada de horror y las conversaciones cesaron, aunque el de las hipotecas siguió soltándole el rollo a mi padre y no se calló hasta que empezaron los gritos.

No recuerdo cómo me sentía. ¿No es extraño? Recuerdo la iluminación: aquellas magníficas lámparas de techo que bañaban la sala de chispitas de luz. Recuerdo el olor de limón y amoníaco del suelo recién fregado. Recuerdo con toda exactitud los penetrantes gritos de terror, la cacofonía de la gente corriendo despavorida hacia las puertas.

Lo que mejor recuerdo es al Épico sonriendo de oreja a oreja, casi con lascivia, mientras iba señalando a los que pasaban y reduciéndolos a ceniza y polvo con un mero gesto.

Me quedé petrificado. Seguramente estaba conmocionado. Me aferré al respaldo de la silla, contemplando la matanza con los ojos como platos.

Algunas personas que estaban cerca de las puertas escaparon. Todo el que se acercó demasiado al Épico murió. Varios empleados y clientes se acurrucaron juntos en el suelo o se escondieron detrás de los escritorios. Por raro que parezca, la sala quedó en silencio. El Épico siguió de pie en el mismo lugar, como si estuviera solo, mientras revoloteaban por el aire pedazos de papel, con los huesos y la ceniza negra esparcidos por el suelo a su alrededor.

—Me llamo Deathpoint —dijo—. No es el más acertado de los nombres, lo admito. Pero lo encuentro fácil de recordar.

Lo dijo con un curioso desenfado, como si conversara con unos amigos tomándose una copa.

Empezó a caminar por la sala.

—Esta mañana se me ha ocurrido una idea —dijo. La sala era lo bastante grande para que su voz creara eco—. Me estaba duchando y se me ocurrió. Me he dicho: «Deathpoint, ¿para qué vas a robar hoy un banco?».

Apuntó perezosamente a un par de guardias de seguridad que habían salido de un pasillo lateral situado justo detrás de los cubículos de las hipotecas. Los guardias se convirtieron en polvo: placas, cinturones, armas y huesos golpearon el suelo. Oí los esqueletos chocar entre sí mientras caían. Hay un montón de huesos en el cuerpo de un hombre, más de los que creía, e hicieron un ruido tremendo cuando se desplomaron. Un curioso detalle para recordar de aquella escena tan horrible, pero lo recuerdo claramente.

Una mano me agarró por el hombro. Mi padre se había agachado delante de su silla. Intentaba hacerme bajar de la mía e impedir que el Épico me viera; pero yo no me movía, y mi padre no podía obligarme a hacerlo sin montar una escena.

—Llevo semanas planeando esto, ¿saben? —dijo el Épico—. Pero la idea se me ha ocurrido esta misma mañana. ¿Por qué? ¿Por qué robar el banco? ¡Puedo tener cuanto quiera de todas formas! ¡Es absurdo!

Rodeó de un salto un mostrador y la cajera que estaba escondida detrás gritó. Yo apenas la veía porque estaba acurrucada en el suelo.

—Para mí el dinero no vale nada —dijo el Épico—. Absolutamente nada.

Apuntó. La mujer quedó reducida a ceniza y huesos.

El Épico giró sobre sus talones y fue señalando sucesivamente hacia varios puntos de la sala, matando a los que intentaban huir. Por último, me apuntó directamente.

Por fin sentí una emoción: una punzada de terror.

Detrás de nosotros, un cráneo rebotó en el escritorio y cayó al suelo esparciendo ceniza. El Épico no me estaba apuntado a mí, sino al de las hipotecas, agazapado junto a su escritorio, detrás de mí. ¿Había intentado huir?

El Épico se volvió hacia los cajeros del mostrador. La mano de mi padre me seguía sujetando el hombro, tensa. Sentí su preocupación por mí casi como algo físico, recorriendo su brazo hasta el mío.

Entonces se apoderó de mí un terror tan intenso que, incapaz de moverme, me acurruqué en la silla, gimiendo, temblando, tratando de desterrar de mi mente las imágenes de las terribles muertes que acababa de presenciar.

Mi padre me soltó.

«No te muevas», leí en sus labios.

Asentí, demasiado asustado para hacer otra cosa. Mi padre se asomó por un lado de su silla. Deathpoint hablaba con un cajero. Aunque yo no los vi, oí caer los huesos. Los estaba ejecutando uno a uno.

El rostro de mi padre se ensombreció y miró hacia un pasillo lateral. ¿Para huir?

No. Allí era donde habían caído los guardias. Vi a través del tabique de cristal del cubículo una pistola en el suelo con el cañón enterrado en ceniza y parte de la culata asomando de una caja torácica. Mi padre, que de joven había pertenecido a la Guardia Nacional, la estaba viendo.

«¡No lo hagas! —pensé, presa del pánico—. ¡Papá, no!». Pero no fui capaz de articular palabra. Me tembló la barbilla cuando intenté hablar, como si tuviera frío, y me castañetearon los dientes. ¿Y si el Épico me oía?

¡No podía permitir que mi padre hiciera esa locura! Era la única persona que me quedaba en el mundo. No tenía casa, ni familia, ni madre. Cuando se dispuso a actuar, hice un esfuerzo para agarrarlo del brazo. Negué con la cabeza, tratando de encontrar el modo de detenerlo.

—Por favor —conseguí susurrarle—. Los héroes… Has dicho que vendrían. ¡Deja que ellos lo detengan!

—A veces, hijo, hay que ayudar a los héroes. —Se libró de mis dedos, miró a Deathpoint y se escabulló hasta el siguiente cubículo.

Yo contuve la respiración y me asomé con mucho cuidado por un lado de mi silla. Tenía que enterarme. Aunque acobardado y tembloroso, tenía que ver aquello.

Deathpoint saltó el mostrador y aterrizó al otro lado, donde estábamos nosotros.

—Así que tanto da —dijo, todavía en tono coloquial, caminando por la sala—. Robando un banco conseguiría dinero, pero en realidad no necesito comprar nada. —Alzó un dedo asesino—. Un enigma. Por suerte, mientras me duchaba me he dado cuenta de otra cosa: matar a alguien cada vez que quieres algo resulta un incordio. Mejor sería asustar a todo el mundo, demostrar mi poder de modo que, en adelante, nadie me negara nada de lo que deseara. —Rodeó de un salto una columna, sorprendiendo a una mujer que llevaba en brazos a su hijo—. No, robar un banco por dinero no habría tenido sentido; pero demostrar lo que puedo hacer… eso sigue teniendo importancia. Por tanto, he seguido adelante con mi plan. —Apuntó y mató al niño, con lo que dejó a la horrorizada mujer sosteniendo un montón de huesos y ceniza—. ¿No se alegran?

Jadeé al ver que la aterrorizada mujer trataba de sujetar con fuerza la mantita mientras los huesos del pequeño se le escurrían y caían. En ese instante todo adquirió un tinte mucho más real para mí, espantosamente real. De pronto sentí náuseas.

Deathpoint nos daba la espalda.

Mi padre salió del cubículo y se apoderó del arma caída. Dos personas ocultas detrás de una columna cercana corrieron hacia la puerta más próxima y empujaron a mi padre en su precipitación, derribándolo casi.

Deathpoint se volvió. Mi padre seguía arrodillado, intentando apuntar con la pistola. El metal cubierto de ceniza le resbalaba entre los dedos.

El Épico alzó la mano.

—¿Qué estás haciendo aquí? —tronó una voz.

El Épico dio la espalda a mi padre. Creo que todo el mundo se volvió hacia aquella voz grave y potente.

Una figura se recortaba en la puerta de la calle. A contraluz, era poco más que una silueta debido al brillo del sol: una silueta asombrosa, hercúlea, formidable.

Probablemente hayan visto ustedes imágenes de Steelheart, pero permítanme que les diga que las imágenes no le hacen justicia. Ninguna fotografía, vídeo ni dibujo podría captar jamás la esencia de ese hombre. Vestía de negro: camisa, tensa sobre un pecho inhumanamente grande y fuerte; pantalones anchos pero no bombachos. No llevaba máscara, como hacían algunos de los primeros Épicos, sino una magnífica capa plateada.

No necesitaba máscara. Aquel hombre no tenía ningún motivo para esconderse. Extendió los brazos a los costados y el viento abrió las puertas. A su alrededor, la ceniza se esparció por el suelo y los papeles volaron. Steelheart se elevó en el aire unos pocos centímetros, con la capa ondeando, y entró flotando en la sala. Sus brazos eran como vigas de hierro, las piernas como montañas, el cuello como el tronco de un árbol. Sin embargo, no era lento ni torpe. Con el pelo negro azabache, la mandíbula cuadrada, un físico imposible y casi dos metros diez de altura, era majestuoso.

Y aquellos ojos de mirada intensa, exigente, intransigente.

Mientras Steelheart entraba volando con elegancia en la sala, Deathpoint alzó rápidamente un dedo y lo señaló con él. Un trocito de la camisa de Steelheart crepitó como si hubieran quemado la tela con un cigarrillo, pero él no se inmutó. Bajó flotando los escalones y aterrizó suavemente a poca distancia de Deathpoint. La enorme capa se posó a su alrededor.

Deathpoint apuntó de nuevo, frenético. Otro breve chisporroteo. Steelheart avanzó hacia el otro Épico, más pequeño, alzándose sobre él.

Supe en ese momento que eso era lo que mi padre había estado esperando. Ese era el héroe cuya aparición había estado aguardando todo el mundo, el que compensaría las maldades de los demás Épicos. Aquel hombre estaba allí para salvarnos.

Steelheart extendió la mano y agarró a Deathpoint cuando, demasiado tarde, este intentaba escapar. Lo paró de golpe. Las gafas de sol se le cayeron y abrió la boca de dolor.

—Te he hecho una pregunta —dijo Steelheart con una voz como el rumor de un trueno. Obligó a Deathpoint a volverse y lo miró a los ojos—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Deathpoint se retorció. Parecía dominado por el pánico.

—Yo… yo…

Steelheart levantó la otra mano, alzando un dedo.

—He reclamado esta ciudad, pequeño Épico. Es mía. —Hizo una pausa—. A mí me corresponde dominar a esta gente, no a ti.

Deathpoint ladeó la cabeza.

«¿Qué?», pensé.

—Pareces fuerte, pequeño Épico —dijo Steelheart, mirando los huesos repartidos por toda la sala—. Aceptaré tu obediencia. Júrame lealtad o muere.

No podía creer las palabras de Steelheart. Me golpearon con tanta fuerza como habían hecho los asesinatos de Deathpoint.

«Sírveme o muere», se convertiría en la piedra angular de su gobierno. Miró en derredor y habló a la sala con voz resonante.

—Ahora soy emperador de esta ciudad. Me obedeceréis. Poseo esta tierra. Poseo estos edificios. Cuando paguéis impuestos, vendrán a mí. Si desobedecéis, moriréis.

«Imposible —pensé—. Él no». No podía aceptar que aquel ser increíble fuera igual que todos los demás.

No fui el único.

—Se supone que no debe ser así —dijo mi padre.

Steelheart se volvió, aparentemente sorprendido al escuchar a uno de los asustados y acobardados peones de la sala.

Mi padre dio un paso adelante, la pistola a su lado.

—No —dijo—. Tú no eres como los demás. Lo noto: eres mejor que ellos. —Se detuvo a pocos pasos de los dos Épicos—. Has venido a salvarnos.

La sala quedó en silencio, a excepción de los sollozos de la mujer que todavía sostenía en brazos los restos de su hijo muerto. Intentaba en vano reunir los huesos, no dejar ni una diminuta vértebra en el suelo, frenética, con el vestido lleno de ceniza.

Antes de que ninguno de los dos Épicos acertara a responder, las puertas laterales se abrieron de golpe. Hombres con armaduras negras y rifles de asalto irrumpieron en el banco y abrieron fuego.

El Gobierno no había arrojado todavía la toalla, por tanto. Seguía intentando combatir a los Épicos, someterlos a las leyes de los mortales. Había quedado claro desde el principio que, en lo referido a los Épicos, no se vacilaba, no se negociaba. Entrabas disparando y esperabas que al Épico al que te enfrentabas lo mataran las balas corrientes.

Mi padre echó a correr, el instinto de combate lo indujo a protegerse tras una columna, cerca de la entrada del banco.

Steelheart se volvió, con cara divertida, mientras una ráfaga de balas impactaba en él. Las balas le rebotaron en la piel; le perforaron la ropa, pero no le causaron ni un solo rasguño.

Los Épicos como él fueron la razón por la que Estados Unidos aprobó la Ley de Capitulación que daba a todos los Épicos inmunidad absoluta. Los disparos no le causaban ningún daño a Steelheart: los cohetes, los tanques, las armas más avanzadas del hombre no le hacían el menor daño. Aunque lograran capturarlo, ninguna prisión lo retendría.

El Gobierno declaró que hombres como Steelheart eran fuerzas naturales, igual que los huracanes o los terremotos. Pretender decirle a Steelheart que no podía coger lo que quisiera habría sido como intentar aprobar una ley para prohibir que soplara el viento.

Ese día, en el banco, vi con mis propios ojos por qué tantos han decidido no contraatacar. Steelheart alzó una mano y la energía empezó a brillar a su alrededor con una fría luz amarilla. Deathpoint se puso tras él a cubierto de las balas. Al contrario que Steelheart, parecía temer que le dispararan. No todos los Épicos son inmunes a las armas de fuego, solo los más poderosos.

Steelheart liberó de su mano un estallido de energía, desintegrando a un grupo de soldados. Se desencadenó el caos. Los soldados corrieron para ponerse a cubierto donde pudieron; el aire se llenó de humo y volaron lascas de mármol. Uno de los soldados disparó una especie de cohete, pero no acertó a Steelheart (que continuó rociando a sus enemigos de energía), sino que impactó en el fondo del banco y reventó la cámara acorazada.

Empezaron a volar billetes en llamas. Las monedas se esparcieron por el suelo.

Hubo gritos, alaridos, locura.

Los soldados sucumbieron rápidamente. Yo continué agazapado en mi silla, tapándome los oídos con las manos. Todo sonaba tan fuerte…

Deathpoint estaba todavía de pie detrás de Steelheart. Mientras yo miraba, sonrió y alzó las manos hacia el cuello de Steelheart. No sé qué se proponía. Probablemente tenía un segundo poder. La mayoría de los Épicos tan fuertes como él poseen más de uno.

Tal vez hubiera sido suficiente para matar a Steelheart. Lo dudo, pero fuera como fuese, nunca lo sabremos.

Se oyó un único estallido, tan fuerte que me dejó sordo. Apenas reconocí el sonido como un disparo. Mientras el humo de la explosión se despejaba, vi a mi padre. Se hallaba a poca distancia de Steelheart con los brazos estirados hacia delante, las manos juntas, la espalda contra la columna. Tenía en el rostro una expresión decidida y empuñaba la pistola con la que apuntaba a Steelheart.

No. A Steelheart no. A Deathpoint, que estaba justo detrás de él.

Deathpoint se desplomó, con una herida de bala en la frente. Steelheart se volvió bruscamente, mirando al Épico inferior. Luego miró a mi padre y se llevó una mano a la cara. En la mejilla, justo por debajo del ojo, tenía una línea de sangre.

Al principio creía que sería del muerto, pero cuando se la frotó, continuó sangrando.

Mi padre le había disparado a Deathpoint, pero la bala había pasado rozando a Steelheart. Aquella bala lo había herido, mientras que las de los soldados habían rebotado en él.

—Lo siento —dijo mi padre, ansioso—. Iba a agarrarte. Yo…

Steelheart abrió mucho los ojos y se miró la mano sucia de sangre. Parecía completamente atónito. Miró la cámara acorazada que tenía detrás, luego a mi padre. En medio del polvo y el humo que se posaban, las dos figuras permanecieron de pie, una frente a otra. Un enorme y regio Épico frente a un hombrecito sin hogar con una camiseta tonta y vaqueros viejos.

Steelheart saltó hacia delante con cegadora velocidad y golpeó con la palma de la mano a mi padre en el pecho, aplastándolo contra la columna de piedra blanca. Los huesos se le rompieron y de la boca le manó sangre.

—¡No! —grité. Mi propia voz me sonó extraña, como si estuviera debajo del agua. Quise correr hacia él, pero estaba demasiado asustado. Todavía pienso en mi cobardía ese día, y me asquea.

Steelheart dio un paso a un lado y recogió la pistola que mi padre había dejado caer. Con la furia ardiéndole en los ojos, apuntó directamente al pecho de mi padre y le disparó un solo tiro.

Hace eso. A Steelheart le gusta matar a las personas con el arma que han estado usando. Se ha convertido en una de sus peculiaridades. Tiene una fuerza increíble y puede disparar rayos de energía con las manos, pero cuando se trata de matar a alguien especial, prefiere hacerlo con sus armas.

Steelheart dejó que mi padre resbalara por la columna y arrojó la pistola a sus pies. Luego se dedicó a lanzar estallidos de energía en todas direcciones, incendiando sillas, paredes, mostrador, todo. Yo me caí de la silla cuando uno de los rayos impactó cerca, y rodé por el suelo.

Las explosiones desataron una lluvia de astillas y cristales. La sala se estremecía. En pocos segundos, Steelheart causó suficiente destrucción para que el instinto asesino de Deathpoint pareciera mansedumbre. Sembró el caos en la sala, derribando columnas, matando a todo el que veía. No estoy seguro de cómo sobreviví. Me arrastré sobre los cristales y las astillas de madera; la escayola y el polvo caían a mi alrededor.

Steelheart soltó un grito de ira e indignación. Apenas lo oí, pero pude sentirlo rompiendo las ventanas que quedaban, haciendo vibrar las paredes. Luego brotó de él algo, una oleada de energía, y el suelo a su alrededor cambió de color, convirtiéndose en metal.

La transformación se extendió por toda la sala a increíble velocidad. El enlosado debajo de mí, las paredes a mi lado, los cristales del suelo… todo se convirtió en acero. Ahora sabemos que la ira de Steelheart transmuta los objetos inanimados que tiene alrededor en acero, aunque no afecta a los seres vivos ni a nada que estos tengan cerca.

Cuando su grito se apagó, casi todo el banco se había convertido en acero, aunque un gran trozo del techo seguía siendo de madera y escayola, al igual que un pedazo de pared. Steelheart despegó de pronto y atravesó el techo y varios pisos para saltar al cielo.

Me acerqué dando tumbos a mi padre, con la esperanza de hacer algo, de detener de algún modo aquella locura. Sufría espasmos, tenía la cara y el pecho, abierto por la herida de bala, ensangrentados. Me agarré a su brazo, dominado por el pánico.

Increíblemente, consiguió hablar, pero no oí lo que decía. A esas alturas me había quedado completamente sordo. Con una mano temblorosa me cogió la barbilla. Dijo algo más, pero seguí sin poder oírlo.

Me sequé los ojos con la manga y traté de tirar del brazo para que se levantara y viniera conmigo. Todo el edificio temblaba.

Mi padre me agarró del hombro. Lo miré con los ojos llenos de lágrimas. Dijo una sola palabra, que entendí por el movimiento de sus labios.

—Vete.

Comprendí entonces que acababa de suceder algo tremendo, algo que ponía en evidencia a Steelheart, algo que lo aterrorizaba. Por aquel entonces era un Épico nuevo, poco conocido en la ciudad, pero yo había oído hablar de él. Se suponía que era invulnerable.

Aquel disparo lo había herido y todos habían visto su vulnerabilidad. No iba a permitir que siguiéramos con vida: tenía que mantener su secreto.

Con las lágrimas resbalándome por las mejillas, sintiéndome un completo cobarde por abandonar a mi padre, me volví y eché a correr. El edificio siguió temblando por las explosiones; las paredes se agrietaron, secciones del techo se desmoronaron. Steelheart intentaba derribarlo.

A algunos, que salieron huyendo por las puertas delanteras, Steelheart los mató desde arriba. Otros corrieron hacia las puertas laterales, que conducían al interior del banco, de modo que, cuando la mayor parte del edificio se desplomó, murieron aplastados.

Me escondí en la cámara acorazada.

Quisiera poder decir que tomé una decisión inteligente, pero simplemente me caí. Recuerdo vagamente haberme arrastrado hasta un rincón oscuro y haberme encogido llorando mientras el resto del edificio se hacía pedazos. Como la mayor parte de la planta principal se había convertido en metal por la ira de Steelheart y la cámara acorazada era de acero, esas zonas no se desmoronaron como las demás.

Horas más tarde, una trabajadora de los equipos de rescate me sacó de los escombros. La luz me cegó cuando me liberaron. El espacio en el que me hallaba se había hundido parcialmente, inclinado lateralmente pero prodigiosamente intacto, con las paredes y casi todo el techo de acero. El resto del gran edificio era una completa ruina.

La trabajadora de los equipos de rescate me susurró al oído: «Finge estar muerto». Me llevó a una hilera de cadáveres y me cubrió con una manta. Había deducido lo que Steelheart les haría a los supervivientes. Cuando se marchó a buscar más, me entró el pánico y me escabullí de debajo de la manta. Fuera estaba oscuro, aunque no podía ser de noche todavía. Nightwielder había caído sobre nosotros. El reinado de Steelheart había comenzado.

Me alejé cojeando hasta un callejón. Eso me salvó la vida por segunda vez. Momentos después de que escapara, Steelheart regresó y descendió flotando más allá de las luces de rescate para aterrizar junto al caos. Llevaba a alguien consigo: una mujer delgada con el pelo recogido en un moño. Más tarde me enteraría de que se llamaba Faultline y su poder era mover la tierra. Aunque un día desafiaría a Steelheart, en ese momento le servía.

Faultline agitó la mano y el terreno tembló.

Escapé, confuso, asustado, dolorido. Detrás de mí, el suelo se abrió y se tragó lo que quedaba del banco, los cadáveres, a los supervivientes que recibían atención médica y a los miembros del equipo de rescate. Steelheart no quería dejar ninguna prueba. Hizo que Faultline los enterrara a todos bajo centenares de metros de tierra, matando a todo aquel que pudiera contar lo sucedido en ese banco.

Excepto a mí.

Esa misma noche, más tarde, Steelheart realizó la Gran Transfiguración, la asombrosa muestra de poder con la que transformó la mayor parte de Chicago (edificios, vehículos, calles) en acero, incluida una gran porción del lago Michigan, que se convirtió en una brillante extensión de metal negro. Fue allí donde construyó su palacio.

Sé, mejor que nadie, que ningún héroe vendrá a salvarnos. No hay Épicos buenos. Ninguno de ellos nos protege. El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente.

Convivimos con ellos. Tratamos de vivir a pesar de ellos. Cuando se aprobó la Ley de Capitulación, la mayor parte de la gente dejó de luchar. En algunas zonas de lo que ahora llamamos los Estados Fracturados, el antiguo Gobierno sigue teniendo marginalmente el control. Dejan que los Épicos hagan lo que les dé la gana, e intentan seguir adelante como una sociedad quebrada. Sin embargo, en casi todas partes reina el caos y la ley brilla por su ausencia.

En unos cuantos lugares, como Chicago Nova, un único Épico cuasidivino ejerce su tiranía. Steelheart no tiene rivales aquí. Todo el mundo sabe que es invulnerable. Es invulnerable a todo: a las balas, las explosiones y la electricidad. En los primeros años, otros Épicos intentaron derrocarlo y reclamar su trono, como intentó hacer Faultline.

Todos están muertos. Ahora rara vez alguno lo intenta.

Sin embargo, si a un hecho podemos aferrarnos es a este: todo Épico tiene un punto débil; algo que invalida sus poderes, que los convierte en personas corrientes aunque sea solo momentáneamente. Steelheart no es ninguna excepción: los acontecimientos de aquel día en el banco lo demuestran.

Tengo una pista acerca de cómo matar a Steelheart. Algo hubo en el banco, en la situación, la pistola o en mi padre que contrarrestó su invulnerabilidad. Muchos de ustedes probablemente conocen esa cicatriz que Steelheart tiene en la mejilla. Bueno, pues que yo sepa soy la única persona viva que sabe cómo se la hizo.

He visto sangrar a Steelheart.

Y lo veré sangrar de nuevo.