Lector, ya es hora de que tu zarandeada navegación tenga su arribada. ¿Qué puerto puede acogerte más seguro que una gran biblioteca? Ciertamente hay una en la ciudad de donde habías partido y a la que regresaste tras tu vuelta al mundo de un libro a otro. Te queda aún una esperanza, que las diez novelas que se han volatilizado entre tus manos apenas emprendiste su lectura, se encuentren en esta biblioteca.
Por fin se abre ante ti un día libre y tranquilo; vas a la biblioteca, consultas el catálogo; contienes a duras penas un grito de júbilo, más aún: diez gritos; todos los autores y títulos que buscas figuran en el catálogo, diligentemente registrados.
Llenas una ficha y la entregas; te comunican que en el catálogo debe haber un error de numeración; el libro no se encuentra; de todos modos, harán investigaciones. Pides en seguida otro: te dicen que consta en lectura, pero no logran aclarar quién lo ha pedido y cuándo. El tercero que pides está en encuadernación; lo tendrás de vuelta dentro de un mes. El cuarto se conserva en un ala de la biblioteca cerrada por obras. Sigues llenando fichas; por una u otra razón, ninguno de los libros que pides está disponible.
Mientras el personal continúa su búsqueda, esperas con paciencia sentado a una mesa junto con otros lectores más afortunados, inmersos en sus volúmenes. Alargas el cuello a derecha e izquierda para atisbar los libros ajenos: quién sabe si uno de ellos no estará leyendo uno de los libros que buscas.
La mirada del lector de enfrente de ti, en vez de posarse en el libro abierto entre sus manos, vaga por el aire. No son unos ojos distraídos los suyos, empero: una intensa fijeza acompaña los movimientos de los iris azules. De vez en cuando vuestras miradas se encuentran. En cierto momento te dirige la palabra, o mejor dicho habla como al vacío, aunque ciertamente se dirige a ti:
—No se asombre de verme siempre vagando con los ojos. En realidad éste es mi modo de leer, y sólo así la lectura me resulta fructífera. Si un libro me interesa realmente, no logro seguirlo más que unas cuantas líneas sin que mi mente, captando un pensamiento que el texto le propone, o un sentimiento, o un interrogante, o una imagen, se salga por la tangente y salte de pensamiento en pensamiento, de imagen en imagen, por un itinerario de razonamientos y fantasías que siento la necesidad de recorrer hasta el final, alejándome del libro hasta perderlo de vista. El estímulo de la lectura me es indispensable, y de una lectura sustanciosa, aunque sólo consiga leer unas cuantas páginas de cada libro. Pero ya esas pocas páginas encierran para mí universos enteros, a cuyo fondo no consigo llegar.
—Lo comprendo muy bien —tercia otro lector, alzando el rostro céreo y los ojos enrojecidos de las páginas de su volumen—, la lectura es una operación discontinua y fragmentaria. O mejor dicho: el objeto de la lectura es una materia puntiforme y pulviscular. En la inmensa extensión de la escritura la atención del lector distingue segmentos mínimos, uniones de palabras, metáforas, nexos sintácticos, tránsitos lógicos, peculiaridades léxicas que se revelan de una densidad de significado sumamente concentrada. Son como las partículas elementales que componen el núcleo de la obra, en torno al cual gira todo el resto. O bien como el vacío en el fondo de un remolino, que aspira y traga las corrientes. Y a través de estos atisbos, por relámpagos apenas perceptibles, se manifiesta la verdad que el libro puede aportar, su sustancia última. Mitos y misterios consisten en granitos impalpables como el polen que queda en las patitas de las mariposas; sólo quien ha entendido esto podrá esperar revelaciones e iluminaciones. Por eso mi atención, al contrario de lo que usted decía, caballero, no puede apartarse de las líneas escritas ni siquiera un instante. No debo distraerme si no quiero descuidar cualquier valioso indicio. Cada vez que me topo con uno de estos coágulos de significado debo continuar excavando a su alrededor para ver si la pepita se extiende en un filón. Por eso mi lectura no tiene fin nunca: leo y releo cada vez buscando la comprobación de un nuevo descubrimiento entre los pliegues de las frases.
—También yo siento la necesidad de releer los libros que ya he leído —dice un tercer lector—, pero en cada relectura me parece leer por vez primera un libro nuevo. ¿Seré yo que sigo cambiando y veo nuevas cosas que antes no había advertido? ¿O bien la lectura es una construcción que toma forma al juntar un gran número de variables y no puede repetirse dos veces siguiendo el mismo dibujo? Cada vez que trato de revivir la emoción de una lectura precedente, extraigo impresiones distintas e inesperadas, y no encuentro las de antes. En ciertos momentos me parece que entre una lectura y otra hay un progreso: en el sentido, por ejemplo, de penetrar más en el espíritu del texto, o de aumentar el distanciamiento crítico. En otros momentos en cambio me parece conservar el recuerdo de las lecturas de un mismo libro una junto a otra, entusiastas o frías u hostiles, diseminadas en el tiempo sin una perspectiva, sin un hilo que las una. La conclusión a la que he llegado es que la lectura es una operación sin objeto; o que su verdadero objeto es ella misma. El libro es un soporte accesorio o incluso un pretexto.
Interviene un cuarto:
—Si pretenden insistir en la subjetividad de la lectura puedo estar de acuerdo con ustedes, pero no en el sentido centrífugo que le atribuyen. Cada nuevo libro que leo entra a formar parte de ese libro total y unitario que es la suma de mis lecturas. Esto no ocurre sin esfuerzo: para componer ese libro general, cada libro particular debe transformarse, entrar en relación con los libros que he leído anteriormente, convertirse en su corolario o su desarrollo o refutación o glosa o texto de referencia. Hace años que frecuento esta biblioteca y la exploro libro a libro, estante a estante, pero podría demostrarles que no he hecho sino avanzar en la lectura de un único libro.
—También para mí todos los libros que leo llevan a un único libro —dice un quinto lector asomando tras una pila de volúmenes encuadernados—, pero es un libro de tiempo atrás, que aflora apenas de mis recuerdos. Hay una historia que para mí viene antes que todas las demás historias y de la cual todas las historias que leo me parecen llevar un eco que de inmediato se pierde. En mis lecturas no hago sino buscar aquel libro leído en mi infancia, pero lo que recuerdo de él es demasiado poco para hallarlo.
Un sexto lector que estaba de pie pasando revista a las estanterías con la nariz en alto, se acerca a la mesa.
—El momento que más me importa es el que precede a la lectura. A veces el título basta para encender en mí el recuerdo de un libro que acaso no existe. A veces es el comienzo del libro, las primeras frases… En suma: si a ustedes les basta con poco para poner en marcha la imaginación, a mí me basta aún con menos: la promesa de la lectura.
—Para mí, en cambio, lo que importa es el final —dice un séptimo—, pero el final de verdad, último, oculto en la oscuridad, el punto de llegada al que el libro quiere llevarte. También yo al leer busco atisbos —dice señalando al hombre de los ojos enrojecidos—, pero mi mirada excava entre las palabras para tratar de distinguir qué se perfila en lontananza, en los espacios que se extienden más allá de la palabra «fin».
Ha llegado el momento de que también tú eches tu cuarto a espadas.
—Señores, debo anteponer que a mí en los libros me gusta leer sólo lo que está escrito; y relacionar los detalles con todo el conjunto; y considerar ciertas lecturas como definitivas; y me gusta separar bien un libro de otro, cada uno por lo que tiene de distinto y de nuevo; y sobre todo me gustan los libros que se leen desde el principio hasta el fin. Pero hace un poco de tiempo que todo me sale torcido: me parece que ahora en el mundo existen sólo historias que quedan en suspenso y se pierden por el camino.
Te responde el quinto lector:
—De aquella historia de la que les hablaba también yo recuerdo perfectamente el comienzo, pero he olvidado todo lo demás. Debía de ser un relato de Las Mil y Una Noches. Estoy cotejando las diversas ediciones, las traducciones a todas las lenguas. Las historias similares son muchas y con muchas variantes, pero ninguna es aquélla. ¿La habré soñado? Y sin embargo, sé que no me quedaré tranquilo hasta que la haya encontrado y sepa cómo acaba.
—El Califa Harún al Raschid —así comienza la historia que, en vista de tu curiosidad, accede a contar—, una noche, presa del insomnio, se disfraza de mercader y sale por las calles de Bagdad. Una barca lo transporta por la corriente del Tigris hasta las verjas de un jardín. En el borde de un estanque una mujer bella como la luna canta acompañándose con un laúd. Una esclava hace entrar a Harún en el palacio y le hace ponerse una capa de color azafrán. La mujer que cantaba en el jardín está sentada en una butaca de plata. En los cojines en torno a ella están siete hombres envueltos en capas de color azafrán. «Faltabas sólo tú —dice la mujer—, llegas con retraso», y lo invita a sentarse en un cojín a su lado. «Nobles señores, habéis jurado obedecerme ciegamente, y ahora ha llegado el momento de poneros a prueba», y la mujer se quita del cuello una gargantilla de perlas. «Este collar tiene siete perlas blancas y una negra. Ahora romperé el hilo y dejaré caer las perlas en una copa de ónix. Quien saque a suertes la perla negra deberá matar al Califa Harún al Raschid y traerme su cabeza. Como recompensa me ofreceré a mí misma. Pero si se niega a matar al Califa, lo matarán a él los otros siete, que repetirán el sorteo de la perla negra». Con un escalofrío Harún al Raschid abre la mano, ve la perla negra y, dirigiéndose a la mujer: «Obedeceré las órdenes de la suerte y las tuyas, a condición de que me cuentes qué ofensa del Califa desencadenó tu odio», pregunta, ansioso de escuchar el relato.
También este resto de una lectura infantil debería figurar en tu lista de libros interrumpidos. Pero ¿qué título tiene?
—Si tenía un título, lo olvidé también. Póngale usted uno.
Las palabras con que la narración se interrumpe te parecen expresar perfectamente el espíritu de Las Mil y Una Noches. Escribes, pues, Pregunta, ansioso de escuchar el relato en la lista de títulos que has pedido inútilmente en la biblioteca.
—¿Me deja verlo? —pide el sexto lector, coge la lista de títulos, se quita las gafas de lejos, las guarda en el estuche, abre otro estuche, se pone las gafas de cerca y lee en voz alta: Si una noche de invierno un viajero, fuera del poblado de Malbork, asomándose desde la abrupta costa sin temer el viento y el vértigo, mira hacia abajo donde la sombra se adensa en una red de líneas que se entrelazan, en una red de líneas que se intersecan sobre la alfombra de hojas iluminadas por la luna en torno a una fosa vacía, «¿Cuál historia espera su fin allá abajo?», pregunta, ansioso de escuchar el relato.
Levanta las gafas sobre la frente.
—Sí, una novela que empieza así —dice—, juraría que la he leído… Usted tiene sólo este comienzo y quisiera encontrar la continuación, ¿verdad? Lo malo es que antaño comenzaban todas así, las novelas. Había alguien que pasaba por un camino solitario y veía algo que le llamaba la atención, algo que parecía ocultar un misterio, o una premonición; entonces pedía explicaciones y le contaban una larga historia…
—Pero, oiga, hay un equívoco —tratas de advertirle—, esto no es un texto…, son sólo los títulos… el Viajero…
—Oh, el viajero aparecía sólo en las primeras páginas y luego no se volvía a hablar de él, su función había acabado… La novela no era su historia…
—Pero no es esta historia la que querría saber cómo acaba…
Te interrumpe el séptimo lector:
—¿Usted cree que toda historia debe tener un principio y un final? Antiguamente un relato sólo tenía dos maneras de acabar: pasadas todas las pruebas, el héroe y la heroína se casaban o bien morían. El sentido último al que remiten todos los relatos tiene dos caras: la continuidad de la vida, la inevitabilidad de la muerte.
Te paras un momento a reflexionar sobre estas palabras. Luego decides fulminantemente que quieres casarte con Ludmilla.