¿Cuál historia espera su fin allá abajo?

Caminando por la gran Perspectiva de nuestra ciudad, borro mentalmente los elementos que he decidido no tomar en consideración. Paso junto al edificio de un ministerio, cuya fachada está cargada de cariátides, columnas, balaustres, plintos, ménsulas, metopas, y siento la necesidad de reducirla a una lisa superficie vertical, a una lámina de vidrio opaco, a un diafragma que delimite el espacio sin imponerse a la vista. Pero también así simplificado ese edificio sigue pesando sobre mí de forma opresiva: decido abolirlo por completo; en su lugar un cielo lactescente se alza sobre la tierra desnuda. Del mismo modo borro otros cinco ministerios, tres bancos y un par de rascacielos de grandes sociedades. El mundo es tan complicado, enmarañado y sobrecargado que para ver un poco claro en él es necesario podar, podar.

En el tráfago de la Perspectiva encuentro continuamente personas cuya vista me resulta por varias razones desagradable: mis superiores jerárquicos porque me recuerdan mi condición de subalterno, mis subalternos porque detesto sentirme investido de una autoridad que me parece mezquina, como mezquinos son la envidia, el servilismo y el rencor que suscita. Borro a unos y otros, sin vacilar; con el rabillo del ojo los veo adelgazar y desvanecerse en una ligera baba de niebla.

En esta operación debo andarme con ojo para perdonar a los transeúntes, a los extraños, a los desconocidos que nunca me han fastidiado: más aún, las caras de algunos de ellos, al observarlas sin ningún prejuicio, me parecen dignas de sincero interés. Pero si del mundo que me circunda queda sólo una multitud de extraños no tardo en advertir una sensación de soledad y morriña: más vale pues que los borre también a ellos, así en bloque, y no lo piense más.

En un mundo simplificado tengo más probabilidades de encontrar a las pocas personas que me da gusto encontrar, por ejemplo, a Franziska. Franziska es una amiga que cuando me la encuentro experimento una gran alegría. Nos decimos cosas ingeniosas, reímos, nos contamos hechos insignificantes pero que a lo mejor a otros no les contaríamos y que en cambio al charlar entre nosotros resultan interesantes para ambos, y antes de despedirnos nos decimos que tenemos decididamente que vernos lo más pronto posible. Después pasan los meses, hasta que nos ocurre que nos encontramos una vez más por casualidad en la calle; aclamaciones festivas, carcajadas, promesas de volver a vernos, pero ni ella ni yo hacemos nunca nada para provocar un encuentro; quizá porque sabemos que ya no sería lo mismo. Ahora, en un mundo simplificado y reducido, en el cual quedase despejado el campo de todas esas situaciones preestablecidas gracias a las cuales el hecho de que Franziska y yo nos viéramos más a menudo implicaría una relación entre nosotros que en cierto modo se definiría, a lo mejor con vistas a un matrimonio o en cualquier caso a considerarnos una pareja, presuponiendo un lazo extensible a las respectivas familias, a las parentelas ascendentes y descendentes y a los hermanos y primos, y un lazo entre ambientes de la vida de relación e implicaciones en la esfera de las rentas y de los bienes patrimoniales, una vez desaparecidos todos estos condicionamientos que se ciernen silenciosamente sobre nuestros diálogos y hacen que no duren sino unos minutos, encontrar a Franziska debería ser aún más hermoso y grato. Es natural pues que yo trate de crear las condiciones más favorables para que coincidan nuestros recorridos, incluida la abolición de todas las jóvenes que llevan un abrigo de pieles claro como el que ella llevaba la última vez de modo que al verla de lejos yo pueda estar seguro de que es ella sin exponerme a equívocos y desilusiones, y la abolición de todos los jovenzuelos que tienen pinta de ser amigos de Franziska y que nada excluye que estén a punto de encontrarla a lo mejor intencionadamente y entretenerla en grata conversación en el momento en que debería ser yo quien la encuentre, por casualidad.

Me he extendido en detalles de orden personal, pero eso no debe hacer creer que en mis borrados esté movido predominantemente por inmediatos intereses individuales míos, cuando en cambio trato de actuar en interés de todo el conjunto (y por tanto también de mí mismo, pero indirectamente). Si para empezar he hecho desaparecer todas las oficinas públicas que se me pusieron a tiro, y no sólo los edificios, con sus escalinatas y las entradas con columnas y los pasillos y las antesalas, y ficheros y circulares y legajos, sino también a los jefes de sección, a los directores generales, los subinspectores, los suplentes, los empleados de plantilla y temporeros, lo he hecho porque creo que su existencia es nociva y superflua para la armonía del conjunto.

Es la hora en que el personal administrativo abandona en tropeles las oficinas recalentadas, se abotona los abrigos con solapas de piel sintética y se apiña en los autobuses. Parpadeo y han desaparecido: sólo raros transeúntes se distinguen en lontananza en las calles despobladas, de las que ya me he preocupado de eliminar coches, camiones y autobuses. Me gusta ver el suelo callejero despejado y liso como la pista de una bolera.

Después me dedico a abolir cuarteles, cuerpos de guardia, comisarías; todas las personas de uniforme se desvanecen como si nunca hubieran existido. Quizá se me ha ido la mano; me doy cuenta de que sufren la misma suerte los bomberos, los carteros, los barrenderos municipales y otras categorías que podían merecidamente aspirar a distinto trato; pero a lo hecho pecho: uno no puede estar siempre hilando tan fino. Para no crear inconvenientes me apresuro a abolir los incendios, las basuras, y también el correo, que en resumidas cuentas no trae más que engorros.

Compruebo que no hayan quedado en pie hospitales, clínicas, hospicios: borrar médicos, enfermeros, enfermos me parece la única salud posible. Después los tribunales llenos de magistrados, abogados, acusados y demandantes; las cárceles con presos y guardianes. Luego borro la universidad con todo el cuerpo académico, la academia de ciencias letras y artes, el museo, la biblioteca, los monumentos con sus correspondientes conservadores, el teatro, el cine, la televisión, los periódicos. Si creen que me podrán detener con el respeto a la cultura, se equivocan.

Después les toca a las estructuras económicas que llevan demasiado tiempo imponiendo su desmandada pretensión de determinar nuestras vidas. ¿Qué se creen? Disuelvo una por una las tiendas, empezando por las de artículos de primera necesidad para acabar con los consumos de lujo y superfluos: primero desproveo los escaparates de géneros, después borro los mostradores, los estantes, las dependientas, las cajeras, los gerentes. La multitud de clientes se queda un segundo confusa tendiendo las manos al vacío, viendo volatilizarse los carritos de ruedas; luego también ella es tragada por la nada. Del consumo me remonto a la producción: abolida la industria, ligera y pesada, extinguidas las materias primas y las fuentes de energía.

¿Y la agricultura? ¡Fuera también! Y para que no se diga que tiendo a retroceder a las sociedades primitivas, excluyo también la caza y la pesca.

La naturaleza… Ja, ja, no crean que no he comprendido que también ésta de la naturaleza es una linda impostura: ¡muera! Basta con que quede una capa de corteza terrestre lo bastante sólida bajo los pies, y el vacío por todas las demás partes.

Continúo mi paseo por la Perspectiva, que ahora ya no se distingue de la ilimitada llanura desierta y helada. No hay ya muros en lo que alcanza la vista, ni tampoco montañas o colinas; ni un río, ni un lago, ni un mar: sólo una extensión llana y gris de hielo compacto como el basalto. Renunciar a las cosas es menos difícil de lo que se cree: todo estriba en empezar. Una vez que has logrado prescindir de algo que creías esencial, adviertes que puedes pasarte también sin alguna otra cosa, y luego aún sin otras muchas cosas. Aquí estoy pues recorriendo esta superficie vacía que es el mundo. Hay un viento a ras de tierra que arrastra con ráfagas de cellisca los últimos residuos del mundo desaparecido: un racimo de uvas maduras que parece recién cogido del sarmiento, un peúco de lana, una articulación cardán bien aceitada, una página que se diría arrancada de una novela en lengua española con un nombre de mujer: Amaranta. ¿Era hace unos segundos o hace muchos siglos cuando todo ha cesado de existir? He perdido ya el sentido del tiempo.

Allá al fondo de esa tira de nada que sigo llamando la Perspectiva, veo avanzar una figura esbelta con un chaquetón de piel clara: ¡es Franziska! Reconozco su ligero paso con las altas botas, el modo en que lleva los brazos recogidos en el manguito, la larga bufanda de rayas que flamea. El aire helado y el terreno despejado garantizan una buena visibilidad, pero braceo inútilmente con gestos de llamada: no puede reconocerme, aún estamos a demasiada distancia.

Avanzo a grandes pasos, al menos creo avanzar, pero me faltan puntos de referencia. Y he aquí que en la línea entre Franziska y yo se perfilan algunas sombras: son hombres, hombres con abrigo y sombrero. Me están esperando. ¿Quiénes pueden ser?

Cuando me he aproximado lo bastante, los reconozco: son los de la Sección D. ¿Cómo han quedado aquí? ¿Qué hacen? Creía haberlos abolido también a ellos cuando borré el personal de todas las oficinas. ¿Por qué se meten entre Franziska y yo? «¡Ahora los borro!», pienso, concentrándome. Pero nada: aún están allí en medio.

—Aquí estás —me saludan—. ¿También tú eres de los nuestros! ¡Estupendo! Nos has echado una mano como es debido y ahora todo está limpio.

—Pero ¿cómo? —exclamo—. ¿También vosotros estabais borrando?

Ahora me explico la sensación que tenía de haber llegado más lejos que otras veces en el ejercicio de hacer desaparecer el mundo que me circunda.

—Pero, decidme, ¿vosotros no erais de los que hablaban siempre de incrementar, de potenciar, de multiplicar?

—¿Y qué? No hay contradicción… Todo entra en la lógica de las previsiones… La línea de desarrollo vuelve a partir de cero… También tú te has dado cuenta de que la situación había llegado a un punto muerto, se deterioraba… No había más que secundar el proceso… Tendencialmente, lo que puede figurar como un pasivo a corto plazo, después, a largo plazo se puede transformar en un incentivo…

—Pero yo no pretendía lo mismo que vosotros… Mi propósito era otro… Yo borro de otro modo… —protesto, y pienso: «¡Si se creen que me van a hacer entrar en sus planes se equivocan!»

No veo la hora de dar marcha atrás, de hacer que vuelvan a existir las cosas del mundo, una por una o todas juntas, contraponer su abigarrada y tangible sustancia como un muro compacto contra sus designios de vanificación general. Cierro los ojos y los vuelvo a abrir, seguro de encontrarme de nuevo en la Perspectiva hormigueante de tráfico, con los faroles que a esta hora deben haberse encendido y la última edición de los periódicos que aparece en los mostradores de los quioscos. Y en cambio, nada: en torno al vacío hay cada vez más vacío, el perfil de Franziska en el horizonte se adelanta lentamente como si tuviera que remontar la curvatura del globo terrestre. ¿Somos los únicos supervivientes? Con creciente terror comienzo a darme cuenta de la verdad: el mundo que yo creía borrado por una decisión de mi mente que podía revocar en cualquier momento, había acabado de verdad.

—Hay que ser realistas —dicen los funcionarios de la Sección D—. Basta con mirar a nuestro alrededor. Es todo el universo el que se… digamos que está en fase de transformación… —y señalan al cielo donde las constelaciones ya no se reconocen, coaguladas aquí y allí enrarecidas, el mapa celeste trastornado por estrellas que estallan una tras otra mientras otras dan los últimos destellos y se apagan—. Lo importante es que, ahora que llegan los nuevos, encuentren a la Sección D en perfecta eficiencia, con la plantilla de sus mandos completa, sus estructuras funcionales operantes…

—¿Y quiénes son, estos «nuevos»? ¿Qué hacen? ¿Qué quieren? —pregunto, y sobre la superficie helada que me separa de Franziska veo una fina grieta que se extiende como una insidia misteriosa.

—Es pronto para decirlo. Para decirlo nosotros, en nuestros términos. Por ahora ni siquiera logramos verlos. Que existen, es seguro, y por lo demás ya antes teníamos informes, de que estaban a punto de llegar… Pero existimos también nosotros, y ellos no pueden no saberlo, nosotros que representamos la única continuidad posible con lo que había antes… Nos necesitan, no pueden dejar de recurrir a nosotros, de confiarnos la dirección práctica de lo que queda… El mundo recomenzará como nosotros lo queramos…

No, pienso, el mundo que quisiera que recomenzase a existir en torno a Franziska y a mí no puede ser el vuestro: quisiera concentrarme en pensar un lugar con todos sus detalles, un ambiente donde me gustaría encontrarme con Franziska en este momento, por ejemplo, un café lleno de espejos donde se reflejan arañas de cristal y una orquesta toca valses y los acordes de los violines ondean sobre los veladores de mármol y las tazas humeantes y los pasteles de nata. Mientras que fuera, al otro lado de los cristales empañados, el mundo lleno de personas y de cosas dejaría sentir su presencia: la presencia del mundo amigo y hostil, las cosas de que alegrarse o contra las cuales luchar… Lo pienso con todas mis fuerzas, pero ya sé que éstas no bastan para hacerlo existir: la nada es más fuerte y ha ocupado toda la tierra.

—Entrar en relación con ellos no será fácil —continúan los de la Sección D—, y es preciso andarse con ojo para no cometer errores y que no nos dejen fuera de juego. Hemos pensado en ti, para ganarnos la confianza de los nuevos. Has demostrado que sabes actuar, en la fase de liquidación, y eres el menos comprometido de todos con la vieja administración. Deberás ser tú el que te presentes, el que expliques qué es la Sección, cómo pueden utilizarla ellos, para tareas indispensables, urgentes… Bueno, tú verás como arreglar las cosas del mejor modo…

—Entonces me voy, me voy a buscarlos… —me apresuro a decir, porque comprendo que si no escapo ahora, si no me reúno en seguida con Franziska para ponerla a salvo, dentro de un minuto será demasiado tarde, la trampa va a saltar. Me alejo a la carrera antes de que los de la Sección D me retengan para hacerme preguntas y darme instrucciones; avanzo hacia ella sobre la corteza helada. El mundo ha quedado reducido a una hoja de papel donde sólo se logra escribir palabras abstractas, como si todos los nombres concretos se hubieran acabado; bastaría con lograr escribir la palabra «tarro» para que fuera posible escribir también «cacerola», «salsa», «tubo de la chimenea», pero el planteamiento estilístico del texto lo veda.

En el suelo que me separa de Franziska veo abrirse rajas, surcos, hendiduras; a cada momento uno de mis pies está a punto de ser tragado por un escotillón: estos intersticios se ensanchan, ¡pronto entre Franziska y yo se interpondrá una sima, un abismo! Salto de una orilla a otra, y abajo no veo ningún fondo sino sólo la nada que continúa hasta el infinito; corro sobre pedazos de mundo diseminados en el vacío; el mundo se está resquebrajando… Los de la Sección D me llaman, hacen gestos desesperados para que retroceda y no siga adelante… ¡Franziska! ¡Ya está, un último salto y estoy a tu lado!

Está aquí, está ante mí, sonriente, con un centelleo dorado en los ojos, su pequeña cara un poco enrojecida por el frío:

—¡Oh, si eres tú! ¡Cada vez que paso por la Perspectiva te encuentro! ¡No me dirás que te pasas los días paseando! Oye, conozco un café ahí en la esquina, lleno de espejos, con una orquesta que toca valses: ¿me invitas?