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Estás tomando el té con Arkadian Porphyritch, una de las personas intelectualmente más finas de Ircania, que merecidamente ocupa el cargo de Director General de los archivos de la Policía del Estado. Es la primera persona con quien te han ordenado ponerte en contacto, en cuanto llegaras a Ircania, en la misión que te han confiado los altos mandos ataguitanos. Te recibió en las acogedoras salas de la biblioteca de su oficina, «la más completa y actualizada de Ircania —como te ha dicho en seguida—, donde los libros secuestrados son clasificados, catalogados, microfilmados y conservados, tanto si se trata de obras impresas como ciclostiladas o mecanografiadas o manuscritas».

Cuando las autoridades de Ataguitania que te mantenían prisionero te prometieron la liberación con tal de que aceptases cumplir una misión en un país lejano («misión oficial con aspectos secretos, así como misión secreta con aspectos oficiales») tu primera reacción fue de rechazo. La escasa propensión a encargos oficiales, la falta de vocación profesional de agente secreto, el modo oscuro y tortuoso con que se te presentaban las tareas que deberías desarrollar, eran razones suficientes para hacerte preferir tu celda de la cárcel modelo a la incertidumbre de un viaje a las tundras boreales de Ircania. Pero la idea de que permaneciendo en sus manos podías esperarte lo peor, la curiosidad por este encargo «que creemos que puede interesarle en cuanto lector», el cálculo de que podías fingir que te dejabas complicar para hacer luego saltar por los aires su plan, te convencieron de aceptar.

El Director General Arkadian Porphyritch, que parece perfectamente al tanto de tu situación, incluso de la psicológica, te habla con tono alentador y didáctico:

—Lo primero que no debemos nunca perder de vista es esto: la policía es la gran fuerza unificadora en un mundo destinado, si no, a la disgregación. Es natural que las policías de regímenes distintos e incluso contrarios reconozcan intereses comunes en pro de los cuales colaborar. En el terreno de la circulación de los libros…

—¿Se llegará a uniformar los métodos de censura de los distintos regímenes?

—No a uniformarlos, sino a crear un sistema en el cual se equilibren y se sostengan recíprocamente…

El Director General te invita a observar el planisferio colgado de la pared. Los distintos colores indican:

los países donde todos los libros son secuestrados sistemáticamente;

los países donde pueden circular sólo los libros publicados o aprobados por el Estado;

los países donde existe una censura tosca, imprecisa e imprevisible;

los países donde la censura es sutil, erudita, atenta a las implicaciones y a las alusiones, regida por intelectuales meticulosos y malignos;

los países donde las redes de difusión son dos: una legal y otra clandestina;

los países donde no hay censura porque no hay libros, pero hay muchos lectores potenciales;

los países donde no hay libros y nadie lamenta su falta;

los países, por último, donde se publican todos los días libros para todos los gustos y todas las ideas, entre la indiferencia general.

—Nadie tiene hoy en tan alto valor la palabra escrita como los regímenes policíacos —dice Arkadian Porphyritch—. ¿Qué dato permite distinguir mejor las naciones donde la literatura disfruta de auténtica consideración que las sumas asignadas a controlarla y reprimirla? Allí donde es objeto de tales atenciones, la literatura adquiere una autoridad extraordinaria, inimaginable en los países donde se la deja vegetar como un pasatiempo inocuo y carente de riesgos. También la represión debe dejar momentos de respiro, eso sí, cerrar un ojo de vez en cuando, alternar abusos con indulgencia, con cierta imprevisibilidad en sus arbitrariedades, pues de no ser así, si no existe ya nada que reprimir, todo el sistema se enmohece y deteriora. Digámoslo francamente: todo régimen, incluso el más autoritario, sobrevive en una situación de equilibrio inestable, por lo que necesita justificar continuamente la existencia del propio aparato represivo, y por lo tanto de algo que reprimir. La voluntad de escribir cosas que fastidien a la autoridad constituida es uno de los elementos necesarios para mantener este equilibrio. Por ello, basándonos en un tratado secreto con países de régimen social contrario al nuestro, hemos creado una organización común, con la que usted ha aceptado inteligentemente colaborar, para exportar los libros prohibidos aquí e importar los libros prohibidos allá.

—Esto implicaría que los libros prohibidos aquí son tolerados allá, y viceversa…

—Ni lo sueñe. Los libros prohibidos aquí, allá están prohibidísimos, y los libros prohibidos allá están ultraprohibidos aquí. Pero al exportar al régimen adversario los propios libros prohibidos y al importar los suyos, cada régimen obtiene al menos dos ventajas importantes: alienta a los opositores al régimen adversario y establece útiles intercambios de experiencias entre los servicios de policía.

—La tarea que se me ha confiado —te apresuras a precisar— se limita a los contactos con los funcionarios de la policía ircánica, porque sólo a través de sus canales pueden llegar a nuestras manos los escritos de la oposición. (Me guardo muy mucho de decirle que en los objetivos de mi misión entran también las relaciones directas con la red clandestina de los opositores, y según los casos puedo disponer mi juego en favor de los unos contra los otros o viceversa.)

—Nuestro archivo está a su disposición —dice el Director General—. Podría enseñarle manuscritos muy raros, la redacción original de obras que han llegado al público sólo tras haber pasado por el filtro de cuatro o cinco comisiones de censura y cada vez han sido cortadas, modificadas, aguadas, y finalmente publicadas en una versión mutilada, edulcorada, irreconocible. Para leer de veras es preciso venir aquí, mi querido señor.

—¿Y usted lee?

—¿Quiere decir si leo no sólo por deber profesional? Sí, diría que cada libro, cada documento, cada cuerpo del delito de este archivo yo lo leo dos veces, dos lecturas completamente distintas. La primera, de prisa, en resumen, para saber en qué armario debo conservar el microfilm, en qué sección catalogarlo. Después, por la tarde (me paso aquí las tardes, después de las horas de oficina: el ambiente es tranquilo, relajado, ya lo ve usted), me tumbo en este sofá, meto en el microlector la película de un escrito raro, de un fascículo secreto, y me permito el lujo de saborearlo para mi exclusivo placer.

Arkadian Porphyritch cruza las piernas calzadas con botas, se pasa un dedo entre el cuello y la tirilla del uniforme cargado de condecoraciones. Agrega:

—No sé si usted cree en el Espíritu, caballero. Yo creo. Creo en el diálogo que el Espíritu despliega ininterrumpidamente consigo mismo. Y siento que este diálogo se realiza a través de mi mirada que escruta estas páginas prohibidas. También la Policía es Espíritu, el Estado al que sirvo, la Censura, al igual que los textos sobre los cuales se ejerce nuestra autoridad. El aliento del Espíritu no necesita un gran público para manifestarse, prospera en las sombras, en la relación oscura que se perpetúa entre el secreto de los conspiradores y el secreto de la Policía. Para hacerlo vivir basta mi lectura desinteresada, aunque siempre atenta a todas las implicaciones lícitas a ilícitas, a la luz de esta lámpara, en el gran edificio de oficinas desiertas, en cuanto puedo desabrocharme la guerrera y dejarme visitar por los fantasmas de lo prohibido que durante las horas diurnas debo mantener inflexiblemente a distancia…

Debes reconocer que las palabras del Director General te comunican una sensación de consuelo. Si este hombre sigue experimentando deseo y curiosidad por la lectura, significa que en el papel escrito en circulación hay todavía algo que no ha sido fabricado o manipulado por las omnipotentes burocracias, que fuera de estas oficinas existe todavía un fuera…

—Y de la conjuración de los apócrifos —preguntas, con voz que trata de ser fríamente profesional— ¿están ustedes al corriente?

—Claro. He recibido bastantes informes sobre la cuestión. Durante cierto tiempo nos hicimos la ilusión de poder controlarlo todo. Los servicios secretos de las mayores potencias se afanaban por apoderarse de esa organización que parecía tener ramificaciones en todas partes… Pero el cerebro de la conjura, el Cagliostro de las falsificaciones, ése se nos escapaba siempre… No es que no lo conociéramos: teníamos todos sus datos en nuestros ficheros, había sido identificado hacía tiempo en la persona de un traductor entrometido y embrollón; pero las verdaderas razones de su actividad seguían siendo oscuras. Parecía no tener ya relaciones con las diversas sectas en que se había dividido la conspiración fundada por él, y sin embargo, ejercía aún una influencia indirecta en sus intrigas… Y cuando logramos echarle mano, advertimos que no era fácil plegarlo a nuestros fines… Su resorte no era el dinero, ni el poder, ni la ambición. Parece que lo hacía todo por una mujer. Por reconquistarla, o quizá sólo por tomarse un desquite, por ganar una apuesta con ella. Si queríamos seguir los movimientos de nuestro Cagliostro, era a esa mujer a la que debíamos entender. Pero no conseguimos saber quién era. Y sólo por medio de deducciones he llegado a saber muchas cosas de ella, cosas que no podría exponer en ningún informe oficial: nuestros órganos dirigentes no son capaces de captar ciertas finuras…

—Para esta mujer —continúa Arkadian Porphyritch, viendo con cuánta atención te bebes sus palabras— leer quiere decir despojarse de toda intención y de todo prejuicio, para estar dispuesta a captar una voz que se deja oír cuando menos se la espera, una voz que viene no se sabe de dónde, de alguna parte al margen del libro, al margen del autor, al margen de las convenciones de la escritura: de lo no dicho, de lo que el mundo aún no ha dicho de sí y no tiene aún palabras para decir. En cuanto a él, en cambio, quería demostrarle que tras la página escrita está la nada; el mundo existe sólo como artificio, ficción, mal entendido, mentira. Si no era más que esto, nosotros podíamos darle los medios para demostrar lo que él quería; digo nosotros, colegas de los diversos países y de los diversos regímenes, dado que éramos muchos los que le ofrecíamos nuestra colaboración. Y él no la rechazaba, al contrario… Pero no lográbamos comprender si era él quien aceptaba nuestro juego o nosotros los que hacíamos de peones en el suyo… ¿Y si se tratara simplemente de un loco? Sólo yo podía desentrañar su secreto: lo mandé raptar por nuestros agentes, trasladar aquí, mantener una semana en nuestras celdas de aislamiento, y luego lo interrogué yo mismo. No era locura la suya; acaso sólo desesperación; la apuesta con la mujer estaba perdida hacía tiempo; era ella la ganadora, era su lectura siempre curiosa y siempre insaciable la que conseguía descubrir verdades ocultas en la falsificación más descarada, y falsedades sin atenuantes en las palabras que pretenden ser más veraces. ¿Qué le quedaba a nuestro ilusionista? Con tal de no romper el último hilo que lo ligaba a ella, seguía sembrando la confusión entre los títulos, los nombres de los autores, los pseudónimos, las lenguas, las traducciones, las ediciones, las portadas, las portadillas, los capítulos, los comienzos, los finales, para que ella se viese obligada a reconocer aquellas señales de su presencia, aquel saludo suyo sin esperanza de respuesta. «He comprendido mis límites —me dijo—. En la lectura ocurre algo sobre lo que no tengo poder.» Habría podido decirle que éste es el límite que ni siquiera la más omnipresente policía puede franquear. Podemos impedir que se lea: pero en el decreto que prohíbe la lectura se leerá algo de la verdad que no quisiéramos que se leyera nunca…

—¿Y qué ha sido de él? —preguntas con una solicitud que acaso ya no está dictada por la rivalidad sino por una comprensión solidaria.

—Era un hombre acabado; podíamos hacer con él lo que quisiéramos: mandarlo a trabajos forzados o darle un puesto de rutina en nuestros servicios especiales. Pero…

—Pero…

—Lo dejé escapar. Una falsa evasión, una falsa expatriación clandestina, y ha vuelto a hacer perder sus huellas. Creo reconocer su mano, de vez en cuando, en los materiales que caen bajo mis ojos… Su calidad ha mejorado… Ahora practica la mistificación por la mistificación… Nuestra fuerza ya no hace mella en él. Por suerte…

—¿Por suerte?

—Algo que se nos escape debe de quedar siempre… Para que el poder tenga un objeto sobre el cual ejercerse, un espacio en el cual alargar sus brazos… Mientras sé que en el mundo hay alguien que hace juegos de prestidigitación sólo por amor al juego, mientras sé que hay una mujer que ama la lectura por la lectura, puedo convencerme de que el mundo continúa… Y cada tarde también yo me abandono a la lectura, como esa lejana lectora desconocida…

Rápidamente arrancas de tu mente la indebida superposición de imágenes del Director General y de Ludmilla, para disfrutar con la apoteosis de la Lectora, visión radiante que se alza de las desencantadas palabras de Arkadian Porphyritch, y saborear la certeza, confirmada por el omnisciente Director, de que entre ella y tú no existen ya obstáculos ni misterios, mientras que de tu rival Cagliostro no queda sino una sombra patética cada vez más lejana…

Pero tu satisfacción no puede ser plena mientras no se rompa el encantamiento de las lecturas interrumpidas. Tratas de entrar en el tema con Arkadian Porphyritch también sobre este punto:

—Como contribución a su colección, nos habría gustado ofrecerles uno de los libros prohibidos más pedidos en Ataquitania: En torno a una fosa vacía, de Calixto Bandera, pero por un exceso de celo nuestra policía mandó a la guillotina la tirada entera. Nos consta sin embargo que una traducción a la lengua ircánica de esta novela circula de mano en mano en su país en una edición clandestina a ciclostil. ¿Sabe usted algo de eso?

Arkadian Porphyritch se levanta a consultar un fichero.

—¿De Calixto Bandera, ha dicho? Aquí está: hoy por hoy no creo que esté disponible. Pero si tiene la paciencia de esperar una semana, como máximo dos, le reservo una sorpresa superfina. Uno de nuestros más importantes autores prohibidos, Anatoly Anatolin, según nos indican nuestros confidentes, trabaja hace tiempo en una transposición de la novela de Bandera a ambientes ircánicos. Por otras fuentes sabemos que Anatolin está a punto de terminar una nueva novela titulada ¿Cuál historia espera su fin allá abajo?, cuyo secuestro ya tenemos preparado mediante una operación policial por sorpresa, con objeto de impedir que entre en el circuito de difusión clandestina. En cuanto nos hayamos apoderado de él, me apresuraré a proporcionarle un ejemplar y usted mismo podrá darse cuenta de si se trata del libro que busca.

En un relámpago decides tu plan. Con Anatoly Anatolin tienes modo de ponerte en contacto directamente; debes conseguir ganar tiempo a los agentes de Arkadian Porphyritch, entrar en posesión del manuscrito antes que ellos, librarlo del secuestro, ponerlo a salvo y salvarte tú mismo, tanto de la policía ircánica como de la ataguitana…

Esa noche tienes un sueño. Estás en el tren, un largo tren que atraviesa Ircania. Todos los viajeros leen gruesos volúmenes encuadernados, cosa que en los países donde periódicos y revistas son poco atractivos sucede más fácilmente que en otros lugares. Se te ocurre la idea de que algunos de los viajeros, o todos, están leyendo una de las novelas que tú has debido interrumpir, más aún, que todas esas novelas se encuentran allí en el departamento, traducidas a una lengua que desconoces. Te esfuerzas por leer qué está escrito en el lomo de las encuadernaciones, aun cuando sepas que es inútil porque es una escritura para ti indescifrable.

Un viajero sale al pasillo y deja su volumen para reservar su sitio, con un registro entre las páginas. En cuanto ha salido alargas la mano hacia el libro, lo hojeas, te convences de que es el que buscas. En ese momento adviertes que todos los otros viajeros se han vuelto hacia ti con ojeadas de amenazadora desaprobación por tu indiscreto comportamiento.

Para ocultar tu confusión, te levantas, te asomas a la ventanilla, llevando siempre en la mano el volumen. El tren está parado entre rieles y postes de señales, quizá en agujas antes de cualquier estación perdida. Hay niebla y nieve, no se ve nada. En la vía contigua se ha parado otro tren que va en dirección contraria, con los cristales todos empañados. En la ventanilla frente a la tuya el movimiento circular de una mano enguantada devuelve al crjstal un poco de transparencia: aparece una figura de mujer entre una nube de pieles.

—Ludmilla… —la llamas—, Ludmilla, el libro —tratas de decirle, más con gestos que con la voz—, el libro que buscas, lo he encontrado, está aquí… —y te afanas por bajar el cristal para pasárselo a través de los canutos de hielo que recubren el tren con una espesa costra.

—El libro que busco —dice la figura difuminada que alarga también un volumen parecido al tuyo— es el que da la sensación del mundo después del fin del mundo, la sensación de que el mundo es el final de todo lo que hay en el mundo, de que lo único que hay en el mundo es el fin del mundo.

—No es eso —gritas, y buscas en el libro incomprensible una frase que pueda desmentir las palabras de Ludmilla. Pero los dos trenes se ponen en marcha, se alejan en direcciones opuestas.

Un viento gélido barre los jardines públicos de la capital de Ircania. Estás sentado en un banco esperando a Anatoly Anatolin que te va a entregar el manuscrito de su nueva novela ¿Cuál historia espera su fin allá abajo? Un joven de larga barba rubia, largo gabán negro y una gorra de hule se sienta a tu lado.

—Finja que no pasa nada. Los jardines siempre están muy vigilados.

Un seto os protege de ojos extraños. Un pequeño manojo de hojas pasa del bolsillo interior del largo abrigo de Anatoly al bolsillo interior de tu corto sobretodo. Anatoly Anatolin saca otras hojas de un bolsillo interior de la chaqueta.

—He tenido que repartir las páginas entre los distintos bolsillos, para que el bulto no llamase la atención —dice, sacando un rollo de páginas de un bolsillo interior del chaleco. El viento se le lleva una hoja de entre los dedos; se precipita a recogerla. Va a extraer otro mazo de páginas del bolsillo trasero de los pantalones, pero del seto saltan dos agentes de paisano que lo detienen.