Cuando alzan el vuelo los buitres es señal de que la noche está a punto de terminar, me había dicho mi padre. Y yo sentía las pesadas alas batir en el cielo oscuro y veía su sombra empañar las verdes estrellas. Era un vuelo fatigoso, que tardaba en apartarse de tierra, de la sombra de las matas, como si sólo volando las plumas se convencieran de ser plumas y no hojas espinosas. Desvanecidas las rapaces, las estrellas reaparecían, grises, y el cielo verde. Era el alba, y yo cabalgaba por los caminos desiertos en dirección al pueblo de Oquedal.
—Nacho —había dicho mi padre—, en cuanto yo muera, coge mi caballo, mi carabina, víveres para tres días, y remonta el torrente seco más arriba de San Ireneo, hasta que veas el humo subir sobre las azoteas de Oquedal.
—¿Por qué Oquedal? —le pregunté—. ¿Quién hay en Oquedal? ¿A quién tengo que buscar?
La voz de mi padre se volvía cada vez más feble y lenta, y su cara cada vez más violácea.
—Debo revelarte un secreto que he guardado durante muchos años… Es una larga historia.
Mi padre estaba gastando en aquellas palabras el último resuello de su agonía, y yo, conociendo su tendencia a divagar, a intercalar en cada conversación digresiones y paréntesis y vueltas atrás, temía que nunca llegara a comunicarme lo esencial.
—Rápido, padre, dime el nombre de la persona por la que debo preguntar, al llegar a Oquedal…
—Tu madre… Tu madre, a la que no conoces, vive en Oquedal… Tu madre, que no te ha vuelto a ver desde que llevabas pañales…
Sabía que antes de morir me hablaría de mi madre. Me lo debía, tras haberme dejado vivir toda la infancia y la adolescencia sin saber qué cara tenía ni qué nombre llevaba la mujer que me había parido, ni por qué él me había arrancado de aquel seno cuando aún mamaba su leche, para arrastrarme consigo en su vida de vagabundo y de prófugo.
—¿Quién es mi madre? ¡Dime su nombre!
Sobre mi madre me había contado muchas historias, en la época en que aún no me cansaba de preguntarle por ella, pero eran historias, invenciones, que se contradecían unas a otras: ora era una pobre mendiga, ora una señora extranjera que viajaba en un automóvil rojo, ora era una monja de clausura, ora una écuyère de un circo, ora había muerto al darme a luz, ora se había perdido en el terremoto. Conque un día decidí que no haría más preguntas y que esperaría que fuera él quien me hablara. Acababa de cumplir yo dieciséis años, cuando mi padre cayó enfermo de fiebre amarilla.
—Déjame contar desde el principio —jadeaba—. Cuando hayas subido a Oquedal, y hayas dicho: «Soy Nacho, el hijo de Don Anastasio Zamora», tendrás que escuchar muchas cosas, sobre mí, historias no ciertas, maledicencias, calumnias. Quiero que sepas…
—¡El nombre, el nombre de mi madre, rápido!
—Ahora. Ha llegado el momento de que sepas…
No, ese momento no llegó. Tras haberse alargado en vanos preámbulos la cháchara de mi padre se perdió en un estertor y se apagó para siempre. El joven que ahora cabalgaba en la oscuridad por los empinados caminos de más arriba de San Ireneo seguía ignorando a cuáles orígenes estaba a punto de volver a unirse.
Había cogido el camino que bordea el torrente seco dominando desde lo alto la profunda garganta. El alba que permanecía colgada sobre los recortados contornos de la selva parecía abrirme no un nuevo día sino un día que venía antes de todos los demás días, nuevo en el sentido del tiempo en el cual aún los días eran nuevos, como el primer día en que los hombres habían comprendido qué era un día.
Y cuando hubo bastante luz para ver la otra orilla del torrente, advertí que también por allí corría un camino y un hombre a caballo avanzaba paralelo a mí en la misma dirección, con un fusil de guerra de cañón largo colgado al hombro.
—¡Eh! —grité—. ¿A cuánto estamos de Oquedal?
Ni siquiera se volvió; o sea, fue peor que eso, porque por un instante mi voz le hizo volver la cabeza (si no, hubiera podido creerlo sordo), pero en seguida fijó la mirada al frente y siguió cabalgando sin dignarse darme una respuesta ni hacer un gesto de saludo.
—¡Eh! ¡Hablo contigo! ¿Estás sordo? ¿Eres mudo? —gritaba, mientras él seguía bamboleándose en la silla al paso de su caballo negro.
Quién sabe cuánto tiempo llevábamos avanzando emparejados así en la noche, separados por la abrupta garganta del torrente. Lo que me había parecido el eco irregular de los cascos de mi cabalgadura que rebotaba contra la accidentada roca calcárea de la otra orilla, era en realidad el ruido de aquellos pasos que me acompañaban.
Era un joven todo espalda y todo cuello, con un sombrero de paja desflecado. Ofendido por su actitud poco hospitalaria, espoleé mi cabalgadura para dejarlo atrás y no tenerlo delante de mi vista. Apenas lo había adelantado cuando no sé qué inspiración me hizo volver la cabeza hacia él. Se había descolgado el fusil del hombro y lo estaba levantando como para apuntarlo hacia mí. Bajé en seguida la mano a la culata de mi carabina, metida en la funda de la silla. Él volvió a embrazar la correa de su fusil, como si nada hubiera pasado. A partir de ese momento avanzamos al mismo paso, por las orillas opuestas, vigilándonos, cuidando de no darnos la espalda. Era mi cabalgadura la que ajustaba su paso al del caballo negro, como si hubiera entendido.
Es el relato el que ajusta su paso al lento avance de los cascos herrados por senderos en cuesta, hacia un lugar que contenga el secreto del pasado y del futuro, que contenga el tiempo enrollado sobre sí mismo como un lazo colgado del pomo de la silla. Ya sé que el largo camino que me lleva a Oquedal será menos largo que el que me quedará por recorrer una vez alcanzado ese último pueblo en los confines del mundo habitado, en los confines del tiempo de mi vida.
—Soy Nacho, el hijo de Don Anastasio Zamora —le he dicho al viejo indio acurrucado junto al muro de la iglesia—. ¿Dónde está la casa?
«Quizá él lo sepa», pensaba.
El viejo ha levantado los párpados rojos y rugosos como los de los pavos. Un dedo —un dedo seco como las pajitas que se usan para encender la lumbre— ha salido de debajo del poncho y ha apuntado hacia el palacio de los Alvarado, el único palacio en este montón de barro cuajado que es el pueblo de Oquedal: una fachada barroca que parece caída allí por equivocación, como un trozo de escenario de teatro abandonado. Alguien hace muchos siglos debe de haber creído que ésta era la tierra del oro; y cuando advirtió su error, para el palacio recién construido se iniciaba el lento destino de las ruinas.
Siguiendo los pasos cortos de un criado que se ha hecho cargo de mi caballo recorro una serie de lugares que deberían ser cada vez más interiores mientras que en cambio me encuentro cada vez más fuera, de un patio paso a otro patio, como si en este palacio todas las puertas sirvieran sólo para salir y nunca para entrar. El relato debería dar la sensación de extrañeza de los lugares que veo por vez primera, pero también de lugares que han dejado en la memoria no un recuerdo sino un vacío. Ahora las imágenes tratan de volver a ocupar esos vacíos, pero no consiguen sino teñirse también con el color de los sueños olvidados en el mismo instante en que aparecen.
Se suceden un patio donde están tendidas alfombras para batir (voy buscando en mi memoria recuerdos de una cuna en una morada fastuosa), un segundo patio atestado de sacos de alfalfa (trato de despertar recuerdos de una explotación agrícola en mi primera infancia), un tercer patio al que dan las cuadras (¿habré nacido en medio de establos?). Debería ser pleno día y sin embargo la sombra que envuelve el relato no tiene trazas de aclarar, no transmite mensajes que la imaginación visual pueda completar en figuras bien delineadas, no recoge palabras dichas sino sólo voces confusas, cantos amortiguados.
Es en el tercer patio donde las sensaciones comienzan a tomar forma. Primero los olores, los sabores, luego una luz de llama ilumina los rostros sin edad de los indios reunidos en la vasta cocina de Anacleta Higueras, su piel lampiña que podría ser viejísima o adolescente, quizá ya eran ancianos en la época en que mi padre estaba aquí, quizá son hijos de sus coetáneos que ahora miran a su hijo como sus padres lo miraban a él, forastero llegado una mañana con su caballo y su carabina.
Sobre el fondo del lar negro y de llama se destaca el alto esqueleto de la mujer envuelta en una manta de rayas ocre y rosa. Anacleta Higueras me prepara un plato de albóndigas picantes.
—Come, hijo, que has andado dieciséis años para encontrar el camino de casa —dice, y yo me pregunto si «hijo» es el apelativo que siempre una mujer de edad usa para dirigirse a un joven o si en cambio quiere decir lo que la palabra quiere decir. Y los labios me arden por las especias picantes con que Anacleta ha sazonado su plato como si ese sabor debiera contener todos los sabores llevados al extremo, sabores que yo no sé distinguir ni nombrar y que ahora se mezclan en mi paladar como llamaradas de fuego. Me remonto a través de todos los sabores que he probado en mi vida para reconocer este sabor múltiple, y llego a una sensación contraria pero quizá equivalente que es la de la leche para el recién nacido, como primer sabor que contiene en sí todo sabor.
Miro el rostro de Anacleta, el hermoso rostro indio que la edad apenas ha espesado sin grabar en él una sola arruga, miro el vasto cuerpo envuelto en la manta y me pregunto si es en la alta terraza de su pecho ahora en declive donde me he aferrado de niño.
—Entonces ¿has conocido a mi padre, Anacleta?
—Ojalá no lo hubiera conocido, Nacho. No fue un buen día aquél en que puso los pies en Oquedal…
—¿Y eso por qué, Anacleta?
—De él no vino más que mal para la gente india… y tampoco para la gente blanca vino ningún bien… Después desapareció… Pero tampoco el día en que se marchó de Oquedal fue un buen día…
Todos los ojos de los indios están clavados en mí, ojos que como los de los niños miran un eterno presente sin perdón.
Amaranta es la hija de Anacleta Higueras. Tiene ojos de largo corte oblicuo, nariz afilada y tensa en las ventanillas, labios finos de dibujo ondulado. Yo tengo ojos parecidos a los suyos, nariz igual, labios idénticos.
—¿Verdad que nos parecemos, Amaranta y yo? —pregunto a Anacleta.
—Todos los nacidos en Oquedal se parecen. Indios y blancos tienen caras que se confunden. Somos un pueblo de unas cuantas familias aislado en las montañas. Hace siglos que nos casamos sólo entre nosotros.
—Mi padre venía de fuera…
—Ahí lo tienes. Si no nos gustan los forasteros, nuestras razones tendremos.
Las bocas de los indios se abren en un lento suspiro, bocas de escasos dientes sin encías, de una decrepitud corroída, de esqueletos.
Hay un retrato que he visto al pasar por el segundo patio, la fotografía olivácea de un joven rodeada por coronas e iluminada por una lamparilla de aceite.
—También el muerto del retrato tiene el aire de familia… —digo a Anacleta.
—Ese es Faustino Higueras, ¡Dios lo tenga en la resplandeciente gloria de sus arcángeles! —dice Anacleta, y entre los indios se alza un murmullo de plegarias.
—¿Era tu marido, Anacleta? —pregunto.
—Mi hermano era, la espada y el escudo de nuestra casa y de nuestra gente, hasta que el enemigo se atravesó en su camino…
—Tenemos los mismos ojos —le digo a Amaranta, alcanzándola entre los sacos del segundo patio.
—No, los míos son más grandes —dice.
—Vamos a medirlos —y acerco mi rostro a su rostro de modo que los arcos de las cejas coincidan, después, apretando una de mis cejas contra la suya, vuelvo la cara de modo que sean las sienes y las mejillas las que se adhieran—. Ya ves, las comisuras de nuestros ojos terminan en el mismo punto.
—No veo nada —dice Amaranta, pero no aparta el rostro.
—Y las narices —digo, poniendo mi nariz contra la suya, un poco al sesgo, tratando de hacer coincidir nuestros perfiles—, y los labios… —gimo con la boca cerrada, porque también nuestros labios se encuentran ahora pegados, o más exactamente la mitad de mi boca y la mitad de la suya.
—¡Me haces daño! —dice Amaranta mientras yo la empujo con todo el cuerpo contra los sacos y siento el botón de los senos que despuntan y el deslizamiento del vientre.
—¡Canalla! ¡Animal! ¡Para esto has venido a Oquedal! ¡Tal cual tu padre! —truena la voz de Anacleta en mis oídos y sus manos me han agarrado del pelo y me golpean contra las pilastras, mientras Amaranta, abofeteada por un revés, gime caída en los sacos—. ¡Tú a esta hija mía no la tocas ni la tocarás en la vida!
—¿Por qué en la vida? ¿Qué podría impedírnoslo? —protesto—. Yo soy hombre y ella mujer… Si el destino quisiera que nos gustásemos, no hoy, un día, quién sabe, ¿por qué no podría pedirla por esposa?
—¡Maldición! —aulla Anacleta—. ¡No se puede! ¡No se puede ni pensarlo, entiendes?
«Entonces, ¿es mi hermana? —me pregunto—. ¿Qué espera para admitir que es mi madre?», y le digo:
—¿Por qué gritas tanto, Anacleta? ¿Acaso hay un lazo de sangre entre nosotros?
—¿De sangre? —Anacleta se reporta, los bordes de la manta se alzan hasta tapar sus ojos—. Tu padre venía de lejos… ¿Qué lazo de sangre puedes tener con nosotros?
—Pero yo nací en Oquedal… de una mujer de aquí…
—Tus lazos de sangre búscatelos en otra parte, no entre los pobres indios… ¿No te lo ha dicho, tu padre?
—No me ha dicho nunca nada, te lo juro, Anacleta. Yo no sé quién es mi madre…
Anacleta alza una mano y señala hacia el primer patio.
—¿Por qué el ama no ha querido recibirte? ¿Por qué te ha mandado alojar aquí, con los criados? Es a ella a quien te ha enviado tu padre, no a nosotros. Ve y preséntate a Doña Jazmina, dile: «Soy Nacho Zamora y Alvarado, mi padre me ha enviado a arrodillarme a tus pies.»
Aquí el relato debería representar mi ánimo sacudido como por un huracán ante la revelación de que la mitad de mi nombre que se me había ocultado era la de los señores del Oquedal y que estancias vastas como provincias pertenecían a mi familia. Y en cambio es como si mi viaje hacia atrás en el tiempo no hiciera sino atornillarme a un remolino oscuro donde los sucesivos patios del palacio Alvarado aparecen encajados unos en otros, igualmente familiares y ajenos para mi memoria desierta. La primera idea que se me pasa por la cabeza es la que proclamo a Anacleta agarrando por una trenza a su hija:
—¡Entonces soy vuestro amo, el amo de tu hija, y la tomaré cuando quiera!
—¡No! —grita Anacleta. —Antes de que toques a Amaranta, ¡os mato! —y Amaranta se retrae con una mueca que le descubre los dientes no sé si en un gemido o en una sonrisa.
El comedor de los Alvarado está mal iluminado por candelabros encostrados por la cera de años, quizá para que no se distingan los estucos desconchados y los encajes de las cortinas hechos jirones. Me ha invitado a cenar el ama. El rostro de Doña Jazmina está cubierto por una capa de polvos que parece a punto de desprenderse y caer sobre el plato. También ella es una india, bajo el pelo teñido de cobre y ondulado con tenacillas. Los pesados brazaletes centellean a cada cucharada. Jacinta, su hija, se ha educado en un internado y lleva un suéter blanco de tenis pero es igual que las muchachas indias en miradas y gestos.
—En este salón estaban en aquella época las mesas de juego —cuenta Doña Jazmina—. A estas horas empezaban las partidas y duraban incluso toda la noche. Hay quien perdió estancias enteras. Don Anastasio Zamora se había establecido aquí por el juego, no por otra cosa. Ganaba siempre, y entre nosotros había corrido la voz de que era un tahúr.
—Pero nunca ganó ninguna estancia —me siento en el deber de precisar.
—Tu padre era un hombre que lo que ganaba durante la noche lo había perdido ya al alba. Y además con todos sus líos de faldas, necesitaba poco para comerse lo poco que le quedaba.
—¿Tuvo asuntos en esta casa, asuntos de faldas…? —me aventuro a preguntarle.
—Allá, allá, al otro patio, iba a buscarlas, por la noche… —dice Doña Jazmina, señalando hacia los alojamientos de los indios.
Jacinta estalla en risas tapándose la boca con las manos. Comprendo en ese momento que es idéntica a Amaranta, aunque va vestida y peinada de muy distinto modo.
—Todos se parecen, en Oquedal —digo—. Hay un retrato en el segundo patio que podría ser el retrato de todos…
Me miran, un poco turbadas. La madre dice:
—Era Faustino Higueras… De sangre, era sólo medio indio, la otra mitad era blanco. De ánimo, en cambio, era todo indio. Estaba con ellos, tomaba su defensa… y así acabó.
—¿Era blanco por parte de padre, o de madre?
—Cuántas cosas quieres saber…
—¿Son todas así, las historias de Oquedal? —digo—. Blancos que van con indias… Indios que van con blancas…
—Blancos e indios en Oquedal se parecen. La sangre está mezclada desde los tiempos de la Conquista. Pero los señores no deben juntarse con los criados. Podemos hacer todo lo que queramos, nosotros, con cualquiera de los nuestros, pero eso no, nunca… Don Anastasio había nacido en una familia de propietarios, aunque estaba más pelado que un pordiosero…
—¿Qué tiene que ver mi padre en todo esto?
—Haz que te expliquen la canción que cantan los indios: …Después de pasar Zamora… la cuenta queda igualada… Un niño en la cuna… y un muerto en la fosa…
—¿Has oído lo que ha dicho tu madre? —le digo a Jacinta, en cuanto podemos hablar a solas—. Tú y yo podemos hacer lo que queramos.
—Si quisiéramos. Pero no queremos.
—Yo podría querer algo.
—¿Qué?
—Morderte.
—Si es eso, puedo pelarte como a un hueso —y muestra los dientes.
En la habitación hay una cama con sábanas blancas que no se sabe si está deshecha o si está abierta para la noche, rodeada por un tupido mosquitero que cuelga de un baldaquín. Empujo a Jacinta entre los pliegues del velo, mientras no se sabe bien si ella se resiste o me arrastra; trato de levantarle las faldas; ella se defiende arrancándome hebillas y botones.
—¡Oh, también tú tienes un lunar ahí! ¡En el mismo sitio que yo! ¡Mira!
En ese momento una granizada de puñetazos se abate sobre mi cabeza y sobre mi espalda y Doña Jazmina se nos echa encima como una furia:
—¡Apartaos, por caridad! ¡No lo hagáis, no podéis! ¡Apartaos! ¡No sabéis lo que hacéis! ¡Eres un sinvergüenza como tu padre!
Me recompongo lo mejor que puedo.
—¿Por qué, Doña Jazmina? ¿Qué quiere decir? ¿Con quién lo hizo mi padre? ¿Con usted?
—¡Grosero! ¡Vete con los criados! ¡Quítate de nuestra vista! ¡Con las criadas, como tu padre! ¡Vuelve con tu madre, vete!
—¿Quién es mi madre?
—Anacleta Higueras, aunque no quiera reconocerlo, desde que Faustino murió.
Las casas de Oquedal de noche se aplastan contra la tierra, como si sintieran pesar sobre ellas la carga de la luna baja y envuelta en vapores malsanos.
—¿Qué es esa canción que cantan sobre mi padre, Anacleta? —pregunto a la mujer, quieta en el vano de la puerta como una estatua en el nicho de una iglesia—. Habla de un muerto, de una fosa…
Anacleta descuelga el farol. Juntos cruzamos los campos de maíz.
—En este campo tu padre y Faustino Higueras llegaron a las manos —explica Anacleta— y decidieron que uno de los dos sobraba en el mundo, y cavaron una fosa juntos. Desde el momento en que decidieron que debían luchar a muerte, fue como si el odio entre ellos se hubiera apagado: y trabajaron en amor y compañía cavando la fosa. Luego se pusieron uno a un lado y otro al otro de la fosa, cada cual empuñando una faca con la derecha, y con el brazo izquierdo envuelto en el poncho. Y uno de ellos, por turno, saltaba la fosa y atacaba al otro a navajazos, y el otro se defendía con el poncho y trataba de hacer caer al enemigo en la fosa. Lucharon así hasta el alba, y la tierra de alrededor de la fosa ya no levantaba polvo, tan empapada de sangre estaba. Todos los indios de Oquedal hacían corro en torno a la fosa vacía y a los dos jóvenes jadeantes y ensangrentados, y estaban mudos e inmóviles para no perturbar el juicio de Dios del que dependía la suerte de todos ellos, no sólo la de Faustino Higueras y de Nacho Zamora.
—Pero… Nacho Zamora soy yo.
—También a tu padre en aquella época le llamaban Nacho.
—¿Y quién ganó, Anacleta?
—¿Cómo puedes preguntármelo, muchacho? Zamora ganó: nadie puede juzgar los designios del Señor. Faustino fue enterrado en esta misma tierra. Pero para tu padre fue una amarga victoria, hasta el punto de que esa misma noche partió y no se le vio más por Oquedal.
—¿Qué me estás diciendo, Anacleta? ¡Esta es una fosa vacía!
—Durante los días siguientes los indios de los pueblos próximos y alejados vinieron en procesión a la tumba de Faustino Higueras. Partían a la revolución y me pedían reliquias para llevárselas en una caja de oro al frente de sus regimientos en batalla: un mechón de pelo, un borde del poncho, un coágulo de sangre de una herida. Entonces decidimos abrir la fosa y desenterrar el cadáver. Pero Faustino no estaba, su tumba estaba vacía. Desde ese día nacieron muchas leyendas: hay quien dice haberlo visto de noche corriendo por la montaña en su caballo negro y velando el sueño de los indios; hay quien dice que se le volverá a ver sólo el día en que los indios bajen al llano, cabalgando a la cabeza de las columnas…
«¡Entonces era él! ¡Yo lo he visto!», quisiera decir, pero estoy demasiado trastornado para articular palabra.
Los indios con antorchas se han acercado silenciosamente y ahora forman corro en torno a la fosa abierta.
Entre ellos se abre paso un joven de cuello largo, con un sombrero de paja desflecado en la cabeza, rasgos similares a los de muchos, aquí en Oquedal, quiero decir el corte de los ojos, la línea de la nariz, el dibujo de los labios que se parecen a los míos.
—¿Con qué derecho, Nacho Zamora, has puesto tus manos en mi hermana? —dice, y en su diestra brilla una hoja. El poncho está envuelto en el antebrazo izquierdo y un borde cae hasta el suelo.
De las bocas de los indios sale un sonido que no es un murmullo sino más bien un suspiro truncado.
—¿Quién eres?
—Soy Faustino Higueras. Defiéndete.
Me paro al otro lado de la fosa, me envuelvo el poncho en el brazo izquierdo, empuño la faca.