Te abrochas el cinturón. El avión está aterrizando. Volar es lo contrario del viaje: atraviesas una discontinuidad del espacio, desapareces en el vacío, aceptas no estar en ningún lugar durante un tiempo que es también una especie de vacío en el tiempo; luego reapareces, en un lugar y en un momento sin relación con el dónde y el cuándo en que habías desaparecido.
Mientras tanto, ¿qué haces? ¿Cómo ocupas esta ausencia tuya del mundo y del mundo de ti? Lees; no apartas los ojos del libro de un aeropuerto al otro, porque más allá de la página está el vacío, el anonimato de las escalas aéreas, del útero metálico que te contiene y te nutre, de la muchedumbre pasajera siempre distinta y siempre igual. Da lo mismo aferrarte a esta otra abstracción de recorrido, realizada a través de la anónima uniformidad de los caracteres tipográficos: también aquí es el poder de evocación de los nombres lo que te persuade de que estás volando sobre algo y no sobre la nada. Te das cuenta de que se necesita una buena dosis de inconsciencia para confiarse a máquinas inseguras, guiadas imprecisamente; o quizá esto prueba una imparable tendencia a la pasividad, a la regresión, a la dependencia infantil. (Pero ¿estás reflexionando sobre el viaje en avión o sobre la lectura?)
El aparato está aterrizando: no has logrado terminar la novela Sobre la alfombra de hojas iluminadas por la luna de Takakumi Ikoka. Sigues leyendo mientras bajas la escalerilla, en el autobús que cruza el campo, en la cola de control de pasaportes y en la aduana. Avanzas sosteniendo el libro abierto ante tus ojos, cuando alguien te lo quita de la mano, y como al alzarse un telón ves alineados ante ti policías enjaezados con bandoleras de cuero, guarnecidos de armas automáticas, dorados con águilas y charreteras.
—Pero mi libro… —das un vagido, extendiendo con gesto de bebé una inerme mano hacia aquella autorizada barrera de botones brillantes y bocas de fuego.
—Secuestrado, señor. Este libro no puede entrar en Ataguitania. Es un libro prohibido.
—Pero ¿cómo puede ser…? ¿Un libro sobre las hojas de otoño…? ¿Con qué derecho…?
—Está en la lista de libros que hay que secuestrar. Nuestra ley es ésa. ¿Quiere darnos lecciones? —rápidamente, de una palabra a otra, de una sílaba a otra, el tono seco se vuelve brusco, el brusco intimidatorio, el intimidatorio amenazador.
—Pero yo… Me faltaba poco para terminarlo…
—Déjalos —susurra una voz detrás de ti—. No te enzarces con ellos. Por el libro no te preocupes, tengo un ejemplar yo también, luego hablamos…
Es una viajera de aire seguro, una larguirucha con pantalones, gafosa, cargada de paquetes, que pasa los controles con el aire de quien está acostumbrado a ellos. ¿La conoces? Aunque te parece conocerla, finges que no: seguro que ella no quiere que la vean mientras habla contigo. Te ha hecho un ademán de seguirla: no la pierdas de vista. Fuera del aeropuerto sube a un taxi y te hace un ademán de que cojas el taxi siguiente. En campo abierto su taxi se para, ella baja con todos sus paquetes y sube al tuyo. Si no fuera por el pelo cortísimo y las enormes gafas dirías que se parece a Lotaria.
Tratas de decir:
—Pero ¿tú eres…?
—Corinna, llámame Corinna.
Tras haber hurgado en sus bolsas, Corinna saca un libro y te lo da.
—Pero no es éste —dices, viendo en la portada un título y un nombre de autor desconocidos: En torno a una fosa vacía, de Calixto Bandera—, ¡El que me han secuestrado es un libro de Ikoka!
—Es el que te he dado. En Ataguitania los libros sólo pueden circular con portadas falsas.
Mientras el taxi se adentra a toda velocidad por una polvorienta periferia, no puedes resistirte a la tentación de abrir el libro para comprobar si Corinna ha dicho la verdad. De eso nada. Es un libro que ves por primera vez y que no tiene pinta de una novela nipona: empieza con un hombre que cabalga por una meseta entre pitas y ve volar aves rapaces llamadas zopilotes.
—Si es falsa la portada —observas—, también será falso el texto.
—¿Qué te esperabas? —dice Corinna—. El proceso de falsificación, una vez puesto en marcha, no se detiene jamás. Estamos en un país donde todo lo falsificable ha sido falsificado: cuadros de los museos, lingotes de oro, billetes de autobús. La contrarrevolución y la revolución luchan entre sí a golpe de falsificaciones; el resultado es que nadie puede estar seguro de lo que es verdadero y de lo que es falso, la policía política simula acciones revolucionarias y los revolucionarios se disfrazan de polis.
—¿Y quién gana, al final?
—Es pronto para decirlo. Habrá que ver quién sabe servirse mejor de las falsificaciones propias y ajenas: si la policía o nuestra organización.
El conductor del taxi esa aguzando el oído. Le haces un gesto a Corinna como para evitar que diga frases imprudentes.
Pero ella:
—No tengas miedo. Este es un falso taxi. Lo que me alarma es que otro taxi nos sigue.
—¿Falso o de veras?
—Seguramente falso, pero no sé si es de la policía o de los nuestros.
Echas un vistazo a la carretera, detrás.
—Pero —exclamas— hay un tercer taxi que sigue al segundo…
—Podrían ser los nuestros que controlan los movimientos de la policía, pero podría ser también la policía tras las huellas de los nuestros…
El segundo taxi os adelanta, se para, saltan de él hombres armados que os hacen bajar de vuestro taxi:
—¡Policía! ¡Están detenidos!
Os esposan a los tres y os hacen subir al segundo taxi: tú, Corinna y vuestro chófer. Corinna, tranquila y sonriente, saluda a los agentes:
—Soy Gertrude. Este es un amigo. Llévennos al puesto de mando.
¿Te has quedado con la boca abierta? Corinna-Gertrude te susurra, en tu lengua:
—No tengas miedo. Son falsos policías: en realidad son de los nuestros.
Apenas os habéis puesto en marcha cuando el tercer taxi bloquea al segundo. Saltan de él otros hombres armados, con la cara tapada; desarman a los policías, os quitan las esposas a ti y a Corinna-Gertrude, esposan a los policías, os amontonan a todos dentro de su taxi.
Corinna-Gertrude parece indiferente:
—Gracias, amigos —dice—. Soy Ingrid y éste es uno de los nuestros. ¿Nos lleváis al cuartel general?
—¡Cierra el pico, tú! —dice uno que parece el jefe—. ¡No os hagáis los listos! Ahora tenemos que vendaros. Sois nuestros rehenes.
No sabes ya qué pensar, también a causa de que a Corinna-Gertrude-Ingrid se la han llevado en otro taxi. Cuando se te permite recobrar el uso de tus miembros y de tus ojos, te encuentras en un despacho de una comisaría de policía o de un cuartel. Suboficiales de uniforme te fotografían de frente y de perfil, te toman las huellas digitales. Un oficial llama:
—¡Alfonsina!
Ves entrar a Gertrude-Ingrid-Corinna, también de uniforme, que tiende al oficial una carpeta de documentos para firmar.
Tú mientras tanto sigues tu rutina de un escritorio a otro: un agente recibe en depósito tus documentos, otro el dinero, un tercero tus ropas que son sustituidas por un mono de presidiario.
—Pero ¿qué trampa es ésta? —consigues preguntarle a Ingrid-Gertrude-Alfonsina que se te ha acercado en un momento en que los guardias te dan la espalda.
—Entre los revolucionarios hay contrarrevolucionarios infiltrados que nos han hecho caer en una emboscada de la policía. Pero afortunadamente en la policía hay muchos revolucionarios infiltrados que han fingido reconocerme como una funcionaría de esta comandancia. En cuanto a ti, te mandarán a una falsa cárcel, o sea a una cárcel de veras pero que no está controlada por ellos sino por nosotros.
No puedes menos de pensar en Marana. ¿Quién si no él puede haber inventado semejante maquinación?
—Me parece reconocer el estilo de vuestro jefe —le dices a Alfonsina.
—Quien sea el jefe no importa. Podría ser un falso jefe, que finge trabajar para la revolución con el único objeto de favorecer la contrarrevolución, o que trabaja abiertamente para la contrarrevolución, convencido de que así abrirá el camino a la revolución.
—¿Y tú colaboras con él?
—Mi caso es distinto. Yo soy una infiltrada, una revolucionaria auténtica infiltrada en el campo de los revolucionarios falsos. Pero para que no me descubran debo fingir que soy una contrarrevolucionaria infiltrada entre los revolucionarios auténticos, Y de hecho lo soy, ya que estoy a las órdenes de la policía; pero no de la auténtica, porque dependo de los revolucionarios infiltrados entre los infiltradores contrarrevolucionarios.
—Si no he entendido mal, aquí son todos infiltrados: en la policía y en la revolución. ¿Cómo os las arregláis para distinguiros unos de otros?
—Para cada persona hay que ver quiénes son los infiltradores que la han hecho infiltrar. Y, antes aún, hay que saber quién ha infiltrado a los infiltradores.
—¿Y seguís combatiéndoos hasta el último aliento, incluso sabiendo que nadie es lo que dice ser?
—¿Qué tiene que ver eso? Cada cual debe representar su papel hasta el final.
—Y yo, ¿qué papel debería representar?
—Quédate tranquilo y espera. Sigue leyendo tu libro.
—¡Maldita sea! Lo perdí cuando me liberaron, no, cuando me arrestaron…
—No importa. A donde irás ahora es a una cárcel modelo, con una biblioteca provista de las últimas novedades.
—¿También de libros prohibidos?
—¿Dónde iban a encontrarse, los libros prohibidos, si no en la cárcel?
(Has venido hasta aquí, a Ataguitania, para cazar a un falsificador de novelas y te encuentras prisionero de un sistema en el cual cada hecho de la vida es una falsificación. O bien: estabas decidido a adentrarte en selvas, praderas, mesetas, cordilleras tras las huellas del explorador Marana, que se perdió buscando las fuentes de las novelas-río, pero tropiezas con las rejas de la sociedad carcelaria que se extienden por el planeta constriñendo a la aventura dentro de sus corredores mezquinos y siempre iguales… ¿Sigue siendo tu historia ésta, Lector? El itinerario que has emprendido por amor a Ludmilla te ha llevado tan lejos de ella que la has perdido de vista: si ella no te guía, no te quedará sino confiarte a su imagen especularmente opuesta, Lotaria…
Pero ¿será realmente Lotaria?
—No sé qué perra te ha dado. Sueltas nombres que no conozco —te ha respondido cada vez que has intentado referirte a episodios pasados. ¿Será la regla de la clandestinidad la que se lo impone? A decir verdad, no estás nada seguro de la identificación… ¿Será una falsa Corinna o una falsa Lotaria? Con seguridad sabes sólo que su función en tu historia es similar a la de Lotaria, conque el nombre que le corresponde es Lotaria y no sabrías llamarla de otro modo.
—¿Vas a negarme que tienes una hermana?
—Tengo una hermana pero no veo la relación.
—¿Una hermana a la que le gustan las novelas con personajes de psicología inquietante y complicada?
—Mi hermana dice siempre que le gustan las novelas donde se siente una fuerza elemental, primordial, telúrica. Dice eso mismo: telúrica.)
—Usted ha hecho una reclamación a la biblioteca de la cárcel, por un volumen incompleto —dice el alto oficial sentado tras un alto escritorio.
Lanzas un suspiro de alivio. Desde que un celador fue a llamarte a tu celda y te hizo cruzar corredores, bajar escaleras, recorrer pasadizos subterráneos, volver a subir peldaños, cruzar antesalas y despachos, la aprensión te daba escalofríos y oleadas de fiebre. En cambio, ¡querían simplemente contestar a tu reclamación sobre En torno a una fosa vacía, de Calixto Bandera! En lugar de angustia, sientes despertarse en ti la contrariedad que te asaltó cuando te viste en las manos una portada despegada que mantenía unidos unos cuantos quinternos desflecados y gastados.
—¡Claro que reclamé! —respondes—. Presumen tanto de la biblioteca modelo de la cárcel modelo, y luego, cuando uno va a pedir un volumen fichado normalmente en un catálogo, ¡encuentra un montón de hojas sueltas! ¡Me pregunto cómo pueden proponerse la reeducación de los detenidos con estos sistemas!
El hombre del escritorio se quita lentamente las gafas. Sacude la cabeza con aire triste.
—No entro en la esencia de su reclamación. No es de mi incumbencia. Nuestro negociado, aunque mantiene estrechas relaciones tanto con las cárceles como con las bibliotecas, se ocupa de problemas más vastos. Lo hemos mandado llamar, sabiendo que lee novelas, porque necesitamos asesoría. Las fuerzas del orden —ejército, policía, magistratura— han tenido siempre dificultades para juzgar si hay que prohibir o tolerar una novela: falta de tiempo para lecturas prolongadas, incertidumbre de los criterios estéticos y filosóficos en los que basar el juicio… No, no tema que queramos obligarlo a asistirnos en nuestro trabajo de censura. La tecnología moderna nos pondrá pronto en condiciones de desempeñar estas tareas con rapidez y eficacia. Tenemos máquinas capaces de leer, analizar, juzgar cualquier texto escrito. Pero debemos realizar controles sobre la fiabilidad de los instrumentos. Usted figura en nuestros ficheros como un lector del tipo correspondiente al medio, y nos consta que ha leído, al menos en parte, En torno a una fosa vacía, de Calixto Bandera. Nos parece oportuno un cotejo de sus impresiones de lectura con los resultados de la máquina lectora.
Te hace pasar a la sala de aparatos.
—Le presento a nuestra programadora, Sheila.
Delante de ti, con una bata blanca abotonada hasta el cuello, ves a Corinna-Gertrude-Alfonsina, que atiende una batería de lisos muebles metálicos, parecidos a lavavajillas.
—Estas son las unidades de memoria que han almacenado todo el texto de En torno a una fosa vacía. El terminal es una unidad impresora que, como usted ve, puede reproducir la novela palabra por palabra desde el principio al fin —dice el oficial. Una larga hoja se desenrolla de una especie de máquina de escribir que con rapidez de ametralladora la va recubriendo de fríos caracteres mayúsculos.
—No tenga prisa —dice el oficial—, lo dejo con Sheila, que meterá el programa que nos hace falta.
Lector, has encontrado el libro que buscabas; ahora podrás reanudar el hilo interrumpido; la sonrisa vuelve a tus labios. Pero ¿te parece que puede continuar así, esta historia? No, no la de la novela: ¡la tuya! ¿Hasta cuándo seguirás dejándote arrastrar pasivamente por la peripecia? Te habías lanzado a la acción lleno de impulso aventurero: ¿y después? Tu función se ha reducido pronto a la de quien registra situaciones decididas por otros, sufre arbitrariedades, se encuentra complicado en acontecimientos que escapan a su control. Entonces, ¿de qué te sirve tu papel de protagonista? Si sigues prestándote a este juego significa que tú también eres cómplice de la mistificación general.
Agarras a la chica por la muñeca:
—¡Basta de disfraces, Lotaria! ¿Hasta cuándo seguirás dejándote manejar por un régimen policial?
Esta vez Sheila-Ingrid no logra ocultar cierta turbación. Libera la muñeca de tu apretón.
—No entiendo a quién estás acusando, no sé nada de tus historias. Yo sigo una estrategia muy clara. El contrapoder debe infiltrarse en los mecanismos del poder para poder derribarlo.
—¡Y para reproducirlo luego tal cual! ¡Es inútil que te camufles, Lotaria! ¡Si desabrochas un uniforme hay siempre debajo otro uniforme!
Sheila te mira con aire desafiante.
—¿Desabrochar…? Prueba…
Ahora has decidido dar la batalla, no puedes echarte atrás. Con mano espasmódica desabrochas la bata blanca de la programadora Sheila y descubres el uniforme de agente de policía de Alfonsina, arrancas los botones de oro de Alfonsina y encuentras el anorak de Corinna, bajas la cremallera de Corinna y ves las insignias de Ingrid…
Ella misma se arranca las prendas que le quedan: aparecen dos tetas macizas en forma de melón, un estómago ligeramente cóncavo, un ombligo hundido, un vientre ligeramente convexo, dos caderas llenas, de falsa flaca, un pubis orgulloso, dos muslos sólidos y largos.
—¿Y éste? ¿Es un uniforme, éste? —exclama Sheila.
Te has quedado turbado.
—No, éste no… —murmuras.
—¡Pues sí! —grita Sheila—. ¡El cuerpo es un uniforme! ¡El cuerpo es milicia armada! ¡El cuerpo es acción violenta! ¡El cuerpo es reivindicación de poder! ¡El cuerpo está en guerra! ¡El cuerpo se afirma como sujeto! ¡El cuerpo es un fin y no un medio! ¡El cuerpo significa! ¡Comunica! ¡Grita! ¡Impugna! ¡Subvierte!
Al decir esto Sheila-Alfonsina-Getrude se ha arrojado sobre ti, te ha arrancado de encima las ropas de presidiario, vuestros miembros desnudos se mezclan bajo los armarios de las memorias electrónicas.
Lector, ¿qué haces? ¿No te resistes? ¿No escapas? Ah, participas… Ah, te lanzas tú también… Eres el protagonista absoluto de este libro, de acuerdo, pero ¿crees que eso te da derecho a tener relaciones carnales con todos los personajes femeninos? Así, sin ninguna preparación… ¿No bastaba tu historia con Ludmilla para dar a la trama el calor y la gracia de una novela de amor? ¿Qué necesidad tienes de liarte también con su hermana (o con alguien que identificas con su hermana), con esta Lotaria-Corinna-Sheila que bien pensado ni siquiera te resulta simpática…? Es natural que quieras tomarte un desquite, después de que durante páginas y páginas has seguido los acontecimientos con pasiva resignación, pero ¿te parece ésta la manera? ¿O vas a decir que también en esta situación te encuentras complicado a tu pesar? Sabes perfectamente que esta chica lo hace todo con la cabeza, que lo que piensa en teoría lo pone en práctica hasta sus últimas consecuencias… Era una demostración ideológica lo que quería hacerte, no otra cosa… ¿Cómo es que esta vez te dejas convencer en seguida por sus argumentos? Ten cuidado, Lector, aquí todo es distinto de lo que parece, todo tiene una doble cara…
El relámpago de un flash y el clic repetido de un aparato fotográfico devoran la blancura de vuestras desnudeces convulsas y superpuestas.
—¡Una vez más, Capitán Alexandra, te dejas sorprender desnuda entre los brazos de un preso! —amonesta el invisible fotógrafo—. Estas instantáneas enriquecerán tu dossier personal… —y la voz se aleja riendo burlona.
Alfonsina-Sheila-Alexandra se levanta, se tapa, con aire aburrido.
—Nunca me dejan un momento en paz —bufa—, trabajar al mismo tiempo para dos servicios secretos que luchan entre sí tiene este inconveniente: tratan de chantajearte continuamente los dos.
Vas a levantarte también tú y te encuentras envuelto en los rollos tecleados por la impresora: el comienzo de la novela se alarga por el suelo como un gato que quiere jugar. Ahora son las historias que vives las que se interrumpen en el momento culminante: quizá ahora se te permitirá seguir hasta el final las novelas que lees…
Alexandra-Sheila-Corinna, preocupada, ha empezado otra vez a machacar teclas. He recuperado su pinta de muchacha diligente, que se mete del todo en cada cosa que hace.
—Hay algo que no funciona —murmura—, a estas horas ya debía haber salido todo… ¿Qué es lo que no marcha?
Ya te habías dado cuenta: tiene un día un poco nervioso hoy, Gertrude-Alfonsina; en cierto momento ha debido de darle a una tecla equivocada. El orden de las palabras del texto de Calixto Bandera, custodiado en la memoria electrónica para ser devuelto a la luz en cualquier momento, ha quedado borrado en una instantánea desmagnetización de los circuitos. Los cables multicolores muelen ahora el polvillo de las palabras sueltas: el el el el, de de de de, desde desde desde desde, que que que que, alineadas según las frecuencias respectivas. El libro está desmenuzado, disuelto, no recomponible ya, como una duna de arena barrida por el viento.