Del diario de Silas Flannery
En una tumbona, en la terraza de un chalet al fondo del valle, hay una joven que lee. Todos los días antes de ponerme a trabajar me quedo un rato mirándola con el catalejo En este aire transparente y sutil me parece captar en su figura inmóvil los signos de ese movimiento invisible que es la lectura, el curso de la mirada y de la respiración, pero aún más el recorrido de las palabras a través de la persona, su fluir o detenerse, los impulsos, las demoras, las pausas, la atención que se concentra o se dispersa, las vueltas atrás, ese recorrido que parece uniforme y en cambio es siempre mudable y accidentado.
¿Hace cuántos años que no puedo concederme una lectura desinteresada? ¿Hace cuántos años que no logro abandonarme a un libro escrito por otros, sin ninguna relación con lo que debo escribir yo? Me vuelvo y veo el escritorio que me espera, la máquina con el folio en el rodillo, el capítulo que hay que comenzar. Desde que me he convertido en un forzado de la pluma, el placer de la lectura ha terminado para mí. Lo que hago tiene como fin el estado de ánimo de esa mujer en la tumbona enmarcada por las lentes de mi catalejo, y es un estado de ánimo que me está vedado.
Todos los días antes de ponerme a trabajar miro a la mujer de la tumbona: me digo que el resultado del esfuerzo innatural al que me someto escribiendo debe ser la respiración de esta lectora, la operación del leer convertida en un proceso natural, la corriente que lleva las frases a rozar el filtro de su atención, a detenerse por un instante antes de ser absorbidas por los circuitos de su mente y desaparecer transformándose en sus fantasmas interiores, en lo que en ella es personal e incomunicable.
A veces me asalta un deseo absurdo: que la frase que estoy a punto de escribir sea la que la mujer está leyendo en ese mismo momento. La idea me sugestiona tanto que me convenzo de que es verdad: escribo la frase a toda prisa, me levanto, voy a la ventana, asesto el catalejo para comprobar el efecto de mi frase en su mirada, en el pliegue de sus labios, en el cigarrillo que enciende, en los desplazamientos de su cuerpo sobre la tumbona, en las piernas que se cruzan o se extienden.
A veces me parece que la distancia entre mi escribir y su leer es incolmable, que cualquier cosa que escriba lleva el sello del artificio y de la incongruencia: si lo que estoy escribiendo apareciese en la pulida superficie de la página que ella lee, rechinaría como una uña sobre cristal y ella lanzaría el libro a lo lejos con espanto.
A veces me convenzo de que la mujer está leyendo mi verdadero libro, el que hace mucho tiempo debería escribir, pero que no lograré jamás escribir, que ese libro está allá, palabra por palabra, lo veo al final de mi catalejo pero no puedo leer lo que está escrito, no puedo saber lo que ha escrito ese yo que no he conseguido ni conseguiré ser. Es inútil que me siente ante mi escritorio, que me esfuerce por adivinar, por copiar mi verdadero libro leído por ella: cualquier cosa que escriba será una falsificación respecto a mi libro verdadero que nadie salvo ella leerá nunca.
¿Y si, al igual que yo la miro mientras lee, ella asestase un catalejo sobre mí mientras escribo? Me siento al escritorio de espaldas a la ventana y hete aquí que noto un ojo detrás de mí que aspira el flujo de las frases, guía el relato en direcciones que se me escapan. Los lectores son mis vampiros. Siento una multitud de lectores que asoman la mirada por encima de mis hombros y se apropian de las palabras a medida que se depositan sobre el folio. No soy capaz de escribir si hay alguien que me mira: siento que lo que escribo no me pertenece. Quisiera desaparecer, abandonar a la espera que apremia en sus ojos el folio metido en la máquina, a lo sumo mis dedos que golpean las teclas.
¡Qué bien escribiría si no existiera! ¡Si entre la hoja en blanco y la ebullición de palabras e historias que toman forma y se desvanecen sin que nadie las escriba no se metiera en medio ese incómodo diafragma que es mi persona! El estilo, el gusto, la filosofía personal, la subjetividad, la formación cultural, la experiencia vivida, la psicología, el talento, los trucos del oficio: todos los elementos que hacen que lo que escribo sea reconocible como mío, me parecen una jaula que limita mis posibilidades. Si fuera sólo una mano, una mano trunca que empaña una pluma y escribe… ¿Quién movería esa mano? ¿La anónima multitud? ¿El espíritu de los tiempos? ¿El inconsciente colectivo? No lo sé. No es para poder ser el portavoz de algo definible por lo que quisiera anularme a mi mismo. Sólo para transmitir lo escribible que espera ser escrito, lo narrable que nadie cuenta.
Quizá la mujer que observo con el catalejo sabe lo que debería yo escribir; o sea no lo sabe, porque precisamente espera de mí que escriba lo que no sabe; pero lo que ella sabe con certeza es su espera, ese vacío que mis palabras deberían llenar.
A veces pienso en la materia del libro que debo escribir como algo que ya existe: pensamientos ya pensados, diálogos ya pronunciados, historias ya ocurridas, lugares y ambientes vistos; el libro no debería ser sino el equivalente del mundo no escrito traducido a escritura. Otras veces en cambio me parece comprender que entre el libro que debo escribir y las cosas que ya existen puede haber sólo una especie de complementariedad: el libro debería ser el contrapunto escrito del mundo no escrito; su materia debería ser lo que no es ni podrá ser salvo cuando esté escrito, pero cuyo vacío siente oscuramente lo que es en su propia imperfección.
Veo que de un modo u otro sigo dándole vueltas a la idea de una interdependencia entre el mundo no escrito y el libro que debería escribir. Por eso el escribir se me presenta como una operación de tal peso que quedo aplastado. Pego el ojo al catalejo y lo asesto sobre la lectora. Entre sus ojos y la página vuela una mariposa blanca. Fuera lo que fuera lo que estuviese leyendo, ahora es seguro que la mariposa ha capturado su atención. El mundo no escrito tiene su culmen en esa mariposa. El resultado al que debo tender es algo concreto, concentrado, ligero.
Mirando a la mujer de la tumbona me había entrado la necesidad de escribir «del natural», es decir escribir no sobre ella sino sobre su lectura, escribir cualquier cosa, pero pensando en que debe pasar a través de su lectura.
Ahora, mirando la mariposa que se posa sobre mi libro, quisiera escribir «del natural» teniendo presente a la mariposa. Escribir por ejemplo un crimen atroz, pero que en cierto modo «se parezca» a la mariposa, sea ligero y sutil como la mariposa.
Podría también describir la mariposa, pero teniendo presente la escena atroz de un crimen, de modo que la mariposa se convierta en algo espantoso.
Proyecto de relato. Dos escritores, que viven en dos chalets en vertientes opuestas del valle, se observan recíprocamente. Uno de ellos suele escribir por la mañana, el otro por la tarde. Mañana y tarde, el escritor que no escribe asesta el catalejo sobre el que escribe.
Uno de los dos es un escritor productivo, el otro es un escritor atormentado. El escritor atormentado mira al escritor productivo llenar folios de líneas uniformes, al manuscrito crecer en una pila de folios ordenados. Dentro de poco el libro estará terminado: con seguridad una nueva novela de éxito —piensa el escritor atormentado con cierto desdén pero también con envidia—. Él considera al escritor productivo nada más que como un hábil artesano, capaz de sacar a la luz novelas hechas en serie para secundar el gusto del público; pero no puede reprimir una intensa sensación de envidia de aquel hombre que se expresa a sí mismo con tan metódica seguridad. No es sólo envidia la suya, es también admiración, sí, admiración sincera: en el modo en que aquel hombre pone todas sus energías en escribir hay ciertamente una generosidad, una confianza en la comunicación, al dar a los demás lo que los demás esperan de él sin plantearse problemas introvertidos. El escritor atormentado pagaría quién sabe cuánto por parecerse al escritor productivo; quisiera tomarlo de modelo; su máxima aspiración es ya ser como él.
El escritor productivo observa al escritor atormentado mientras éste se sienta a su escritorio, se come las uñas, se rasca, rompe un folio, se levanta para ir a la cocina a hacerse un café, después un té, después una manzanilla, después lee una poesía de Hölderlin (cuando está claro que Hölderlin nada tiene que ver con lo que está escribiendo), recopia una página ya escrita y luego la tacha toda línea tras línea, telefonea a la tintorería (cuando habían quedado en que los pantalones azules no podrían estar listos antes del jueves), luego escribe unas notas que le valdrán no ahora pero acaso después, luego va a consultar en la enciclopedia la voz Tasmania (cuando está claro que en lo que escribe no hay la menor alusión a Tasmania), rompe dos folios, pone un disco de Ravel. Al escritor productivo nunca le han gustado las obras del escritor atormentado; al leerlas, le parece siempre estar a punto de aferrar la clave decisiva, pero esa clave se le escapa y le queda una sensación de malestar. Pero ahora que lo mira escribir, siente que ese hombre está luchando con algo oscuro, una maraña, un camino que hay que excavar sin saber a dónde lleva; a veces le parece verlo caminar por una cuerda colgada sobre el vacío y se siente presa de un sentimiento de admiración. No sólo admiración: también envidia; porque siente cuan limitado y superficial es su propio trabajo en comparación con lo que el escritor atormentado está buscando.
En la terraza de un chalet del valle una joven toma el sol leyendo un libro. Los dos escritores la miran con el catalejo. «¡Qué absorta está, con el aliento entrecortado! ¡Con qué gesto febril vuelve las páginas! —piensa el escritor atormentado—. ¡Seguro que lee una novela de gran efecto como las del escritor productivo!» «¡Qué absorta está, casi transfigurada en la meditación, como si viese revelarse una verdad misteriosa! —piensa el escritor productivo—, ¡seguro que lee un libro cargado de significados ocultos, como los del escritor atormentado!»
El mayor deseo del escritor atormentado sería ser leído como lee aquella joven. Se pone a escribir una novela como piensa que la escribiría el escritor productivo. Mientras tanto el mayor deseo del escritor productivo sería ser leído como lee aquella joven; se pone a escribir una novela como piensa que la escribiría el escritor atormentado.
Primero un escritor y luego el otro abordan a la joven. Ambos le dicen que quieren dejarle leer las novelas que acaban de escribir.
La joven recibe los dos manuscritos. Unos días después invita a los autores a su casa, juntos, con gran sorpresa de ellos.
—Pero ¿qué broma es ésta? —dice—, ¡me han dado dos ejemplares de la misma novela!
O bien:
La joven confunde los dos manuscritos. Devuelve al productivo la novela del atormentado escrita a la manera del productivo, y al atormentado la novela del productivo escrita a la manera del atormentado. Ambos al verse imitados tienen una violenta reacción y recobran la propia vena.
O bien:
Un golpe de viento descompagina los dos manuscritos. La lectora trata de ordenarlos de nuevo. Sale una única novela, bellísima, que los críticos no saben a quién atribuir. Es la novela que tanto el escritor productivo como el atormentado habían soñado siempre con escribir.
O bien:
La joven había sido siempre una apasionada lectora del escritor productivo y detestaba al escritor atormentado. Al leer la nueva novela del escritor productivo, la encuentra falsa y comprende que todo lo que éste había escrito era falso; en cambio al recordar las obras del escritor atormentado las encuentra ahora bellísimas y no ve la hora de leer su nueva novela. Pero encuentra algo totalmente distinto de lo que se esperaba y lo manda al diablo también a él.
O bien:
Idem, sustituyendo «productivo» por «atormentado» y «atormentado» por «productivo».
O bien:
La joven había, etc., etc., lectora del productivo y detestaba al atormentado. Al leer la nueva novela del productivo no se da cuenta en absoluto de que algo ha cambiado: le gusta, sin especial entusiasmo. En cuanto al manuscrito del atormentado, lo encuentra insípido como todo lo demás de este autor. Responde a los dos escritores con frases genéricas. Ambos se convencen de que no debe de ser una lectora muy atenta y no le vuelven a hacer caso.
O bien:
Idem, sustituyendo, etc.
He leído en un libro que la objetividad del pensamiento se puede expresar usando el verbo pensar en la tercera persona impersonal: no decir «yo pienso», sino «piensa», como se dice «llueve». Hay pensamiento en el universo, ésta es la constatación de la que debemos partir cada vez.
¿Podré decir alguna vez: «hoy escribe», al igual que «hoy llueve», «hoy hace viento»? Sólo cuando me salga con naturalidad usar el verbo escribir en impersonal podré esperar que a través de mí se exprese algo menos circunscrito que la individualidad de un ser aislado.
¿Y con el verbo leer? ¿Se podrá decir «hoy lee» como se dice «hoy llueve»? Pensándolo bien, la lectura es un acto necesariamente individual, mucho más que el escribir. Admitiendo que la escritura logre superar la limitación del autor, sólo seguirá teniendo un sentido cuando sea leída por una persona aislada y atraviese sus circuitos mentales. Sólo el poder ser leído por un individuo determinado prueba que lo que está escrito participa del poder de la escritura, un poder basado en algo que va más allá del individuo. El universo se expresará a sí mismo mientras alguien pueda decir: «Yo leo luego él escribe.»
Esta es la especial beatitud que veo aflorar en el rostro de la lectora, y que a mí me está negada.
En la pared de enfrente de mi mesa he colgado un póster que me han regalado. Está el perrito Snoopy sentado ante la máquina de escribir y en el bocadillo se lee la frase: «Era una noche oscura y tormentosa…». Cada vez que me siento aquí leo «Era una noche oscura y tormentosa…» y la impersonalidad de ese incipit parece abrir el paso de un mundo a otro, del tiempo y del espacio de aquí y ahora al tiempo y el espacio de la página escrita; siento la exaltación de un comienzo al que podrán seguir desarrollos múltiples, inagotables; me convenzo de que no hay nada mejor que un inicio convencional, que un principio del que se pueda esperar todo y nada; y me doy también cuenta de que ese perro mitómano nunca logrará añadir a las seis primeras palabras otras seis u otras doce sin romper el encanto. La facilidad de la entrada en otro mundo es una ilusión: uno se lanza a escribir anticipándose a la felicidad de una futura lectura y el vacío se abre sobre el papel en blanco.
Desde que tengo ese póster colgado ante los ojos, ya no consigo terminar una página. Es preciso que descuelgue lo más pronto posible de la pared a ese condenado Snoopy, pero no me decido; ese muñeco infantil se ha convertido para mí en un emblema de mi condición, una advertencia, un desafío.
La fascinación novelesca que se da en estado puro en las primeras frases del primer capítulo de muchísimas novelas no tarda en perderse al continuar la narración: es la promesa de un tiempo de lectura que se extiende ante nosotros y que puede acoger todos los desarrollos posibles. Quisiera escribir un libro que fuese sólo un incipit, que mantuviese en toda su duración la potencialidad del inicio, la espera aún sin objeto. Pero ¿cómo podría estar construido, semejante libro? ¿Se interrumpiría después del primer párrafo? ¿Prolongaría indefinidamente los preliminares? ¿Ensamblaría un comienzo de narración con otro, como las Mil y una noches?
Hoy me pondré a copiar las primeras frases de una novela famosa, para ver si la carga de energía contenida en ese comienzo se comunica a mi mano, que una vez recibido el impulso exacto debería correr por su cuenta.
En un atardecer muy caluroso de principios de julio, un joven salió del cuchitril que había realquilado en la callejuela de Stoliarny y se encaminó lentamente, como indeciso, hacia el puente de Kamenny.
Copiaré también el segundo párrafo, indispensable para dejarme transportar por la corriente de la narración:
Había logrado dar esquinazo a su patrona en la escalera. El cuchitril del joven se encontraba debajo del tejado mismo de una alta casa de cinco pisos, y más que una habitación parecía un armario.
Y así sigue hasta: Endeudado hasta la coronilla con la casera, temía encontrarse con ella.
En este punto la frase siguiente me atrae tanto que no puedo dejar de copiarla: No se podía decir que fuese miedoso o tímido, sino todo lo contrario; pero, desde hacía cierto tiempo, el joven se hallaba en un estado de excitación y angustia rayano en la hipocondría. En vista de que estoy en ello podría proseguir todo el párrafo, más aún, unas cuantas páginas, hasta que el protagonista se presenta a la vieja usurera:
—Soy Raskólnikov, el estudiante; estuve aquí hará un mes —tartamudeó precipitadamente el joven, a la vez que se inclinaba, recordando que debía mostrarse amable.
Me paro antes de que se apodere de mí la tentación de copiar todo Crimen y castigo[2]. Por un instante me parece entender cuál debe haber sido el sentido y la fascinación de una vocación hoy inconcebible: la de copista. El copista vivía simultáneamente en dos dimensiones temporales, la de la lectura y la de la escritura; podía escribir sin la angustia del vacío que se abre ante la pluma; leer sin la angustia de que el propio acto no se concrete en algún objeto material.
Ha venido a verme un tipo que dice ser un traductor mío, para advertirme de un abuso que nos perjudica a ambos: la publicación de traducciones no autorizadas de mis libros. Me ha enseñado un volumen que hojeé sin sacar gran cosa de él: estaba escrito en japonés y las únicas palabras en alfabeto latino eran mi nombre y apellido en la portada.
—Ni siquiera consigo entender de cuál de mis libros se trata —he dicho, devolviéndole el volumen—, por desgracia no conozco el japonés.
—Aunque conociese la lengua no reconocería el libro —ha dicho mi visitante—. Es un libro que usted no ha escrito nunca.
Me ha explicado que la gran habilidad de los japoneses para fabricar perfectos equivalentes de los productos occidentales se ha ampliado a la literatura. Una empresa de Osaka ha conseguido apropiarse de la fórmula de las novelas de Silas Flannery y consigue producirlas absolutamente inéditas y de primer orden, tales que pueden invadir el mercado mundial. Retraducidas al inglés (o mejor dicho, traducidas al inglés del cual se finge que han sido traducidas), ningún crítico podría distinguirlas de las auténticas Flannery.
La noticia de esta diabólica estafa me ha trastornado; pero no es sólo la comprensible rabia por los perjuicios económicos y morales; siento también una trepidante atracción por esas falsificaciones, por este acodo de mí mismo que germina en el terreno de otra cultura. Me imagino a un viejo japonés con kimono que pasa por un puentecillo curvado: es el yo mismo nipón que está imaginando una de mis historias y llega a identificarse conmigo como resultado de un itinerario espiritual que me es completamente ajeno. Por lo cual los falsos Flannery publicados por la estafadora empresa de Osaka serían, sí, vulgares imitaciones, pero al mismo tiempo contendrían una sabiduría refinada y arcana de la cual los auténticos Flannery carecen por completo.
Naturalmente, al encontrarme ante un extraño, he debido ocultar la ambigüedad de mis reacciones, y me mostré interesado sólo en recoger todos los datos necesarios para entablar un proceso.
—¡Demandaré a los falseadores y a quien coopere a la difusión de los libros imitados! —dije mirando fijamente al traductor a los ojos con intención, porque me había entrado la sospecha de que este jovenzuelo no fuera ajeno al sucio negocio. Dijo llamarse Ermes Marana, un nombre que yo nunca había oído. Tiene una cabeza oblonga en sentido horizontal, de dirigible, y parece esconder muchas cosas tras la convexidad de la frente.
Le he preguntado dónde vive.
—De momento, en Japón —me ha respondido.
Se declara indignado de que alguien pueda hacer uso indebido de mi nombre, y dispuesto a ayudarme a terminar con la estafa, pero añade que a fin de cuentas no hay por qué escandalizarse, pues según él la literatura es válida por su poder de mistificación, tiene en la mistificación su verdad; conque una falsificación, en cuanto mistificación de una mistificación, equivale a una verdad a la segunda potencia.
Ha continuado exponiéndome sus teorías, según las cuales el autor de cada libro es un personaje ficticio que el autor existente inventa para hacer de él el autor de sus ficciones. Muchas de sus afirmaciones me inclino a compartirlas, pero me he guardado muy bien de dárselo a entender. Dice que se interesa por mí debido a dos razones sobre todo: primero, porque soy un autor falsificable; segundo, porque piensa que tengo las dotes necesarias para ser un gran falsificador, para crear apócrifos perfectos. Podría pues encarnar lo que para él es el autor ideal, es decir, el autor que se disuelve en la nube de ficciones que recubre el mundo con su espesa envoltura. Y como el artificio es para él la auténtica sustancia de todo, el autor que idease un sistema perfecto de artificios lograría identificarse con el todo.
No puedo dejar de pensar en mi conversación de ayer con el tal Marana. También yo quisiera borrarme a mí mismo y encontrar para cada libro otro yo, otra voz, otro nombre, renacer; pero mi meta es capturar en el libro el mundo ilegible, sin centro, sin yo.
Pensándolo bien, este escritor total podría ser una persona muy modesta: lo que en América llaman el ghost-writer, el «escritor fantasma», o negro, profesión de reconocida utilidad aunque de no mucho prestigio: el anónimo redactor que da forma de libro a lo que tienen que contar otras personas que no saben escribir o no tienen tiempo, la mano escribiente que da palabras a existencias demasiado ocupadas en existir. Quizá mi auténtica vocación era ésa y he fracasado. Habría podido multiplicar mis yos, anexar los yos ajenos, fingir los yos más opuestos a mí y entre sí.
Pero si una verdad individual es la única que un libro puede encerrar, más vale que acepte escribir la mía. ¿El libro de mi memoria? No, la memoria es auténtica mientras no se la fija, mientras no se la encierra en una forma. ¿El libro de mis deseos? También ellos son auténticos cuando su impulso actúa con independencia de mi voluntad consciente. La única verdad que puedo escribir es la del instante que vivo. Acaso el verdadero libro sea este diario en donde trato de anotar la imagen de la mujer de la tumbona en las distintas horas del día, tal como la voy observando al cambiar la luz.
¿Por qué no admitir que mi insatisfacción revela una ambición desmesurada, quizá un delirio megalómano? Ante el escritor que quiere anularse a sí mismo para dar voz a cuanto existe fuera de él se abren dos caminos: o escribir un libro que pueda ser el libro único, capaz de agotar el todo en sus páginas; o escribir todos los libros, de modo que persiga al todo a través de sus imágenes parciales. El libro único, que contiene el todo, no podría ser sino el texto sagrado, la palabra total revelada. Pero yo no creo que la totalidad sea contenible en el lenguaje; mi problema es lo que queda fuera, lo no-escrito, lo no-escribible. No me queda otro camino que escribir todos los libros, escribir los libros de todos los autores posibles.
Si pienso que debo escribir un libro, todos los problemas de cómo ese libro debe ser y de cómo no debe ser me bloquean y me impiden proseguir. Si en cambio pienso que estoy escribiendo toda una biblioteca, me siento repentinamente aligerado: sé que cualquier cosa que escriba se verá integrada, contradicha, equilibrada, amplificada, enterrada por los cientos de volúmenes que me quedan por escribir.
El libro sagrado del que mejor se conocen las condiciones en que fue escrito es el Corán. Las mediaciones entre la totalidad y el libro eran por lo menos dos: Mahoma escuchaba la palabra de Alá y se la dictaba a su vez a sus escribanos. Una vez —cuentan los biógrafos del Profeta— al dictar al escribano Abdulah, Mahoma dejó una frase a medias. El escribano, instintivamente, le sugirió la conclusión. Distraído, el Profeta aceptó como palabra divina lo que había dicho Abdulah. Este hecho escandalizó al escribano, que abandonó al Profeta y perdió la fe.
Se equivocaba. La organización de la frase, en definitiva, era una responsabilidad que a él atañía; era él quien tenía que arreglárselas con la coherencia interna de la lengua escrita, con la gramática y la sintaxis, para acoger la fluidez de un pensamiento que se expande al margen de toda lengua antes de hacerse palabra, y de una palabra particularmente fluida como la de un profeta. La colaboración del escribano resultaba necesaria para Alá, desde el momento en que había decidido expresarse en un texto escrito. Mahoma lo sabía y dejaba al escribano el privilegio de concluir las frases; pero Abdulah no tenía conciencia de los poderes de que estaba investido. Perdió la fe en Alá porque le faltaba la fe en la escritura, y en sí mismo como agente de la escritura.
Si a un infiel le estuviera permitido inventar variantes a las leyendas sobre el Profeta, propondría ésta: Abdulah pierde la fe porque al escribir al dictado se le escapa un error y Mahoma, pese a haberlo notado, decide no corregirlo, encontrando preferible la dicción errada. También en este caso Abdulah se equivocaría al escandalizarse. Es en la página, y no antes, cuando la palabra, incluso la del rapto profético, se convierte en definitiva, esto es, en escritura. Sólo a través de la limitación de nuestro acto de escribir la inmensidad de lo no-escrito se vuelve legible, esto es a través de las incertidumbres de la ortografía, las equivocaciones, los lapsus, los saltos incontrolados de la palabra y de la pluma. Si no, que lo que está fuera de nosotros no pretenda comunicar mediante la palabra, hablada o escrita: mande por otras vías sus mensajes.
Aquí está la mariposa blanca que ha cruzado todo el valle y desde el libro de la lectora ha volado a posarse en el folio que estoy escribiendo.
Gente rara circula por este valle: agentes literarios que esperan mi nueva novela por la cual han cobrado ya los anticipos de editores de todo el mundo; agentes publicitarios que quieren que mis personajes vistan ciertas prendas y beban ciertos zumos de frutas; programadores electrónicos que pretenden terminar con un ordenador mis novelas inacabadas. Trato de salir lo menos posible; evito el pueblo; si quiero pasear tomo por los senderos de la montaña.
Hoy he encontrado una pandilla de chicos con pinta de boy-scouts, entre exaltados y meticulosos, que disponían lonas sobre un prado formando figuras geométricas.
—¿Señalización para los aviones? —pregunté.
—Para los platillos volantes —me respondieron—. Somos observadores de objetos no identificados. Esta es una localidad de paso, una especie de canal aéreo muy frecuentado en los últimos tiempos. Se cree que es porque por aquí vive un escritor y los de los otros planetas quieren servirse de él para comunicar.
—¿Qué os lo hace pensar? —pregunté.
—El hecho de que desde hace algún tiempo ese escritor está en crisis y ya no consigue escribir. Los periódicos se preguntan cuál será la razón. Según nuestros cálculos, podrían ser los habitantes de otros mundos los que lo mantienen inactivo para que se vacíe de los condicionamientos terrestres y se vuelva receptivo.
—Pero ¿por qué precisamente él?
—Los extraterrestres no pueden decir las cosas directamente. Necesitan expresarse de modo indirecto, figurado, por ejemplo, mediante historias que provoquen emociones insólitas. Al parecer ese escritor es alguien con buena técnica y cierta elasticidad de ideas.
—Pero ¿habéis leído sus libros?
—Lo que ha escrito hasta ahora no interesa. Es en el libro que escribirá cuando haya salido de la crisis donde podría hallarse la comunicación cósmica.
—Transmitida ¿cómo?
—Por vía mental. Él ni siquiera debería darse cuenta. Creería estar escribiendo a su aire; pero el mensaje que viene del espacio en ondas captadas por su cerebro se infiltraría en lo que escribe.
—¿Y vosotros conseguiríais descifrar el mensaje?
No me han contestado.
Si pienso que la espera interplanetaria de estos jóvenes se verá desilusionada, experimento cierto pesar. En el fondo bien podría enhebrar en mi próximo libro algo que les pueda parecer la revelación de una verdad cósmica. De momento no tengo la menor idea de qué podría inventar, pero si me pongo a escribir ya se me ocurrirá una idea.
¿Y si ocurriera como ellos dicen? ¿Si mientras creo estar escribiendo en broma, lo que escribo me fuera dictado de verdad por los extraterrestres?
Por más que espere una revelación de los espacios siderales, mi novela no avanza. Si de un momento a otro recomenzase a llenar hojas y hojas, sería señal de que la galaxia dirige hacia mí sus mensajes.
Pero lo único que consigo escribir es este diario, la contemplación de una joven que lee un libro que no sé cuál es. ¿El mensaje extraterrestre estará contenido en mi diario? ¿Ó en su libro?
Ha venido a verme una chica que escribe una tesis sobre mis novelas para un seminario de estudios universitarios muy importante. Veo que mi obra le sirve perfectamente para demostrar sus teorías, y esto es ciertamente un hecho positivo, para las novelas o para las teorías, no lo sé. Por sus razonamientos, muy detallados, me he hecho la idea de un trabajo realizado seriamente: pero mis libros vistos a través de sus ojos me resultan irreconocibles. No pongo en duda que esta Lotaria (se llama así) los haya leído concienzudamente, pero creo que los ha leído sólo para encontrar en ellos algo de lo que ya estaba convencida antes de leerlos.
Traté de decírselo. Replicó, un poco resentida:
—¿Por qué? ¿Usted querría que leyese en sus libros sólo aquello de lo que está convencido usted?
Le he respondido:
—No es eso. De los lectores espero que lean en mis libros algo que yo no sabía, pero puedo esperármelo sólo de los que esperan leer algo que ellos no sabían.
(Por fortuna puedo mirar con el catalejo a esa otra mujer que lee y convencerme de que no todos los lectores son como esta Lotaria.)
—Lo que usted quiere sería un modo de leer pasivo, evasivo y regresivo —ha dicho Lotaria—. Mi hermana lee así. Y al verla devorar las novelas de Silas Flannery una tras otra sin plantearse ningún problema, se me ha ocurrido la idea de escogerlas como tema de mi tesis. Por eso he leído sus obras, señor Flannery, si quiere saberlo: para demostrar a mi hermana Ludmilla cómo se lee a un autor. Aunque sea Silas Flannery.
—Gracias por el «aunque sea». Pero ¿por qué no ha venido con su hermana?
—Ludmilla sostiene que a los autores es mejor no conocerlos personalmente, porque la persona real no corresponde nunca a la imagen que uno se hace de ella leyendo los libros.
Diría que podría ser mi lectora ideal, la tal Ludmilla.
Ayer por la tarde al entrar en mi despacho he visto la sombra de un desconocido que escapaba por la ventana. Traté de perseguirlo, pero no encontré su rastro. A menudo me parece sentir gente escondida en las matas de alrededor de la casa, en especial de noche.
Aunque salgo de casa lo menos posible, tengo la impresión de que alguien anda revolviendo en mis papeles. Más de una vez he descubierto que de mis manuscritos habían desaparecido folios. Unos días después encontraba los folios en su sitio. Pero a menudo me pasa que no reconozco ya mis manuscritos, como si hubiese olvidado lo que he escrito, o como si de un día para otro hubiera cambiado hasta el punto de no reconocerme ya en el yo mismo de ayer.
Le he preguntado a Lotaria si ha leído ya algunos libros míos que le había prestado. Me ha dicho que no, porque aquí no dispone de una computadora electrónica.
Me ha explicado que una computadora debidamente programada puede leer una novela en unos minutos y registrar la lista de todos los vocablos contenidos en el texto, por orden de frecuencia.
—Puedo disponer así en seguida de una lectura ya llevada a término —dice Lotaria—, con una economía de tiempo inestimable. ¿Qué es la lectura de un texto sino el registro de ciertas repeticiones temáticas, de ciertas insistencias en formas y significados? La lectura electrónica me proporciona una lista de frecuencias, que me basta hojear para hacerme una idea de los problemas que el libro plantea a mi estudio crítico. Naturalmente en las frecuencias más altas están registradas sartas de artículos, pronombres, partículas, pero no fijo mi atención en eso. Apunto en seguida a las palabras más ricas en significado, que me pueden dar una imagen del libro bastante concreta.
Lotaria me ha traído algunas novelas transcritas electrónicamente en forma de listas de vocablos ordenados por frecuencias.
—En una novela de entre cincuenta mil y cien mil palabras —me ha dicho— le aconsejo que observe en seguida los vocablos que aparecen unas veinte veces. Mire aquí. Palabras que aparecen diecinueve veces:
araña, centinela, cinturón, comandante, dientes, disparos, en seguida, haces, juntos, responde, sangre, té, tienen, tuya, vida, visto…
—Palabras que aparecen dieciocho veces:
aquellos, basta, bello, comer, francés, gorra, mientras, muchachos, muerto, nuevo, pasa, patatas, punto, tarde, viene, voy…
—¿No tiene ya una idea clara de qué se trata? —dice Lotaria—. No cabe duda de que es una novela de guerra, toda acción, de escritura seca, con cierta carga de violencia. Una narración totalmente superficial, se diría; pero para aclararlo conviene siempre hacer algún sondeo en la lista de las palabras que aparecen una sola vez, y que no por eso son las menos importantes. Esta secuencia, por ejemplo:
sotana, sótano, sotavento, soterrado, soterrarla, submarino, suboficial, subordinado, subproletario, substrato, subterráneo, subterráneos, subversión…
—No, no es un libro del todo superficial como parecía. Debe haber algo oculto; con esta pista podré orientar mis investigaciones.
Lotaria me enseña otra serie de listas.
—Esta es una novela muy distinta. Se ve en seguida. Mire las palabras que aparecen unas cincuenta veces:
marido, poco, Riccardo, suyo, tenido (51), cosa, estación, estado, delante, respondió, tiene (48), algunas, apenas, habitación, Mario, todos, veces (47), cual, fue, mañana, parecía (46), debía (45), hasta, mano, sientes, tuviera (43), años, Cecina, Delia, manos, muchacha, quien, seis, tarde (42), casi, hombre, podía, regresó, sola, ventana (41), mí, quería (40), vida (39)…
—¿Qué le parece? Narración intimista, sentimientos sutiles, apenas insinuados, un ambiente modesto, la vida provinciana de todos los días… Para confirmarlo, tomemos una muestra de palabras que aparecen una sola vez:
enfoscado, enfurruñada, enfrentado, enfriado, engañada, engordar, engullía, engullida, engulló, enigma, enjambre, enjuagar, enjundia, enjuto…
—Y así, ya nos hemos dado cuenta de la atmósfera, de los estados de ánimo, del fondo social… Podemos pasar a un tercer libro:
cuenta, cuerpo, dinero, Dios, fue, pelo, segundo, sobre todo, veces (39), alguien, estar, harina, lluvia, provisiones, razón, tarde, Vinzenzo, vino (38), dulce, huevos, muerte, piernas, pues, suyas, verde (36), bah, blanco, cabeza, coche, día, está, hacen, hasta, niños, negros, pechos, telas, tendremos, quedamos (35)…
—Yo diría que aquí estamos ante una historia, sanguínea, muy sólida, un poco brusca, con una sensualidad directa, sin refinamientos, un erotismo populachero. Pasemos también aquí a la lista de palabras con frecuencia uno. Aquí tiene, por ejemplo:
aventar, avergoncé, avergonzaba, avergonzada, avergonzándose, avergonzar, avergonzaremos, avergonzarte, avergonzase, avergüenzas, avergüenzo, avería, aviado, avidez, avizor…[3]
—¿Ha visto? ¡Ahí tiene un sentido de culpa como Dios manda! Un indicio precioso: la indagación crítica puede partir de ahí, proponer sus hipótesis de trabajo… ¿Qué le decía? ¿No es un sistema rápido y eficaz?
La idea de que Lotaria lea mis libros de este modo me crea problemas. Ahora cada palabra que escribo la veo ya centrifugada por el cerebro electrónico, dispuesta en gradación de frecuencias, junto a otras palabras que no sé cuáles puedan ser, y me pregunto cuántas veces la he usado, siento la responsabilidad del escribir que pesa toda sobre esas sílabas aisladas, trato de imaginarme qué conclusiones se pueden deducir de que he usado una vez o cincuenta veces esa palabra. Quizá sea mejor que la tache… Pero cualquier otra palabra con la que intente sustituirla no me parece resistir la prueba… Quizá en vez de un libro podría escribir listas de palabras, por orden alfabético, un alud de palabras aisladas en las cuales se exprese esa verdad que aún no conozco, y con las cuales la computadora, invirtiendo su propio programa, obtenga un libro, mi libro.
Se ha presentado la hermana de esa Lotaria que escribía una tesis sobre mí. Ha venido sin anunciar su visita, como si pasara por aquí por casualidad. Ha dicho:
—Soy Ludmilla. He leído todas sus novelas.
Sabiendo que no quería conocer personalmente a los autores, me asombré de verla. Ha dicho que su hermana tenía siempre una visión parcial de las cosas; precisamente por eso, después de que Lotaria le hablara de nuestras entrevistas, quiso comprobarlo personalmente, como para confirmar mi existencia, dado que yo correspondo a su modelo ideal de escritor.
Ese modelo ideal es —por decirlo con sus palabras— el del autor que hace libros «como una planta de calabaza hace calabazas». Ha usado también otras metáforas de procesos naturales que prosiguen imperturbables su curso: el viento que modela las montañas, los sedimentos de las mareas, los círculos anuales en la madera de los troncos; pero éstas eran metáforas de la creación literaria en general, míentras que en cambio la imagen de la calabaza se refería directamente a mí.
—¿Es que tiene algo contra su hermana? —le he preguntado, al notar en su conversación un tono polémico, como el de quien suele sostener sus propias opiniones en pugna con otros.
—No, con algún otro a quien usted también conoce —ha dicho.
Sin demasiado esfuerzo, he conseguido poner en claro los intríngulis de su visita. Ludmilla es la amiga, o la ex amiga, de aquel traductor Marana, para el cual la literatura es válida en la medida en que consiste en artificios complicados, en un conjunto de engranajes, de trucos, de trampas.
—¿Y yo haría algo distinto, según usted?
—Siempre he pensado que usted escribe como hay animales que excavan guaridas o construyen hormigueros y colmenas.
—No estoy seguro de que lo que dice sea muy halagüeño para mí —he replicado—. De todos modos, ya está, ahora me ve, espero que no se haya desilusionado. ¿Respondo a la imagen que se había hecho de Silas Flannery?
—No estoy desilusionada, al contrario. Pero no porque usted responda a una imagen: porque usted es una persona como otra cualquiera, como esperaba.
—¿Mis novelas le dan la idea de una persona cualquiera?
—No, mire… Las novelas de Silas Flannery son algo muy bien caracterizado… parece como si existieran antes, antes de que usted las escribiese, con todos sus detalles… Parece como si pasaran a través de usted, sirviéndose de usted que sabe escribir porque siempre debe haber alguien que las escriba… Quisiera poder observarlo mientras escribe, para comprobar si es justamente así…
Siento una punzada dolorosa. Para esta mujer yo no soy sino una impersonal energía gráfica, dispuesta a trasladar de lo inexpresado a la escritura un mundo imaginario que existe independientemente de mí. ¡Ay, si supiese que no me queda ya nada de lo que ella cree: ni la energía expresiva ni nada que expresar!
—¿Qué cree que va a ver? No consigo escribir, si alguien me mira… —objeto.
Explica que cree haber comprendido que la verdad de la literatura consiste sólo en la corporeidad del acto de escribir.
«La corporeidad del acto»…, estas palabras empiezan a remolinear en mi mente, se asocian con imágenes que en vano trato de alejar.
—La corporeidad del existir —farfullo—, mire, ya ve, yo estoy aquí, soy un hombre que existe, ante usted, ante su presencia física… —y unos celos punzantes me invaden, no de otras personas, sino de ese yo mismo de tinta y puntos y comas que ha escrito las novelas que ya no escribiré, el autor que sigue entrando en la intimidad de esta joven, mientras que yo, yo aquí y ahora, con mi energía física que siento surgir mucho más indefectible que el impulso creativo, estoy separado de ella por la inmensa distancia de un teclado y de un folio en blanco sobre el rodillo.
—La comunicación se puede establecer en varios niveles… —me pongo a explicar acercándome a ella con movimientos un poco precipitados, sí, pero en mi mente remolinean imágenes visuales y táctiles que me impulsan a eliminar toda separación y toda demora.
Ludmilla forcejea, se libera:
—Pero ¿qué hace, míster Flannery? ¡No es ésa la cuestión! ¡Se equivoca!
Ciertamente podía jugar la partida con un poco más de estilo, pero ahora es demasiado tarde para remediarlo: no me queda sino apostar el todo por el todo: sigo persiguiéndola alrededor del escritorio, profiriendo frases cuya sandez reconozco, como:
—Acaso cree usted que soy demasiado viejo, pero en cambio…
—Es todo un equívoco, míster Flannery —dice Ludmilla, y se detiene interponiendo entre nosotros la mole del diccionario universal Webster—, yo podría perfectamente hacer el amor con usted; usted es un señor amable y de agradable aspecto. Pero esto no tendría la menor importancia para el problema que estábamos discutiendo… No tendría nada que ver con el autor Silas Flannery cuyas novelas leo… Como le explicaba, son dos personas distintas, cuyas relaciones no pueden interferirse… No dudo de que usted sea concretamente esta persona y no otro, aun cuando lo encuentre muy parecido a muchos hombres que he conocido, pero el que me interesaba era el otro, el Silas Flannery que existe en las obras de Silas Flannery, con independencia de usted que está aquí…
Me enjugo el sudor de la frente. Me siento. Algo en mí ha desaparecido: quizá el yo; quizá el contenido del yo. Pero ¿no era eso lo que quería? ¿No es la despersonalización que trataba de alcanzar?
Quizá Marana y Ludmilla han venido para decirme la misma cosa: pero no sé si es una liberación o una condena. ¿Por qué vienen a buscarme justamente a mí, en el momento en que me siento más encadenado a mí mismo como en una prisión?
Apenas Ludmilla ha salido, he corrido al catalejo para encontrar consuelo en la visión de la mujer de la tumbona. No estaba. Me ha entrado una sospecha: ¿y si fuese la misma que ha venido a verme? Quizá es siempre y sólo ella el origen de todos mis problemas. Quizá hay un complot para impedirme escribir, del que forman parte tanto Ludmilla como su hermana y el traductor.
—Las novelas que más me atraen —ha dicho Ludmilla— son las que crean una ilusión de transparencia en torno a un nudo de relaciones humanas que es sumamente oscuro, cruel y perverso.
No entiendo si lo ha dicho para explicar lo que la atrae en mis novelas, o lo que en mis novelas quisiera encontrar y no encuentra.
La insaciabilidad me parece la característica de Ludmilla: de un día a otro sus preferencias semejan cambiar y hoy responden sólo a su inquietud. (Aunque al volver a verme parecía haber olvidado todo cuanto sucedió ayer.)
—Con mi catalejo puedo observar a una mujer que lee en una terraza al fondo del valle —le he contado—. Me pregunto si los libros que lee serán tranquilizantes o inquietantes.
—¿Cómo le parece la mujer? ¿Tranquila o inquieta?
—Tranquila.
—Entonces lee libros inquietantes.
Le he contado a Ludmilla las extrañas ideas que se me ocurren sobre mis manuscritos: que desaparecen, que retornan, que ya no son los de antes. Me ha dicho que tenga mucho cuidado: hay un complot de apócrifos que extiende por doquier sus ramificaciones. Le he preguntado si al frente del complot está su ex amigo.
—Las conjuras escapan siempre de manos de sus jefes —ha respondido, evasiva.
Apócrifo (del griego apókryphos, escondido, secreto): 1) se aplicó en su origen a los «libros secretos» de las sectas religiosas; a continuación se aplicó a los textos no reconocidos como canónicos en las religiones que han establecido un canon de las escrituras reveladas; 2) dícese de un texto falsamente atribuido a una época o a un autor.
Hasta aquí los diccionarios. Quizá mi verdadera vocación era la de autor de apócrifos, en los diversos significados del término: porque escribir es siempre esconder algo de manera que después sea descubierto; porque la verdad que puede salir de mi pluma es como una esquirla desprendida de una gran peña por un choque violento y proyectada a lo lejos; porque no hay certeza al margen de la falsificación.
Quisiera hallar a Ermes Marana para proponerle formar una sociedad e inundar el mundo de apócrifos. Pero ¿dónde está Marana ahora? ¿Ha regresado al Japón? Trato de hacer hablar a Ludmilla de él, esperando que me diga algo concreto. Según ella, el falsificador necesita para sus actividades ocultarse en territorios donde los novelistas sean numerosos y fecundos, de forma que pueda mimetizar sus manipulaciones mezclándolas con una pujante producción de materia prima auténtica.
—Entonces, ¿ha regresado al Japón? —pero Ludmilla parece ignorar cualquier conexión entre el Japón y ese hombre. Es en muy distinta parte del globo donde ella sitúa la base secreta de las maquinaciones del infiel traductor. Ateniéndose a sus últimos mensajes, Ermes habría hecho perderse su rastro en la proximidad de la Cordillera de los Andes. De todos modos a Ludmilla le interesa una sola cosa: que esté lejos. Se había refugiado en estas montañas para huir de él; ahora que está segura de no encontrarlo, puede regresar a su casa.
—¿Quieres decir que estás a punto de irte? —le pregunto.
—Mañana —me anuncia.
La noticia me da una gran tristeza. Repentinamente me siento solo.
He hablado de nuevo con los observadores de platillos volantes. Esta vez han venido ellos a buscarme, para comprobar si por casualidad no había escrito el libro dictado por los extraterrestres.
—No, pero sé dónde se puede encontrar ese libro —he dicho, acercándome al catalejo. Hacía tiempo que se me había ocurrido la idea de que el libro interplanetario podía ser el que lee la mujer de la tumbona.
En la terraza de costumbre no estaba la mujer. Desilusionado, asestaba el catalejo en torno al valle, cuando he visto, sentado en un talud de roca, un hombre con traje de calle, dedicado a leer un libro. La coincidencia venía tan a punto que no estaba fuera de lugar pensar en una intervención extraterrestre.
—Ahí tenéis el libro que buscáis —he dicho a los jóvenes, presentándoles el catalejo asestado sobre el desconocido.
Uno a uno han acercado el ojo a la lente, después se han mirado entre sí, me han dado las gracias y han salido.
Ha venido a buscarme un Lector, para someterme un problema que le preocupa: ha encontrado dos ejemplares de mi libro En una red de líneas que etc. exteriormente idénticos pero conteniendo dos novelas distintas. Una es la historia de un profesor que no soporta el timbre del teléfono, otra es la historia de un millonario que colecciona caleidoscopios. Por desgracia no podía contarme mucho más, ni enseñarme los volúmenes, porque antes de poderlos acabar se los habían robado los dos, el segundo a menos de un kilómetro de aquí.
Estaba aún totalmente trastornado por este extraño episodio; me contó que antes de presentarse en mi domicilio quiso asegurarse de que yo estuviera en casa y al mismo tiempo quería avanzar en la lectura del libro, para poder hablar de él conmigo sintiéndose seguro del asunto; se sentó, pues, con el libro en la mano en un talud de roca desde donde podía vigilar mi chalet. En cierto momento se vio rodeado por una tropa de dementes que se arrojaron sobre su libro. En torno a este libro aquellos enloquecidos habían improvisado una especie de rito, teniéndolo alzado uno de ellos y los otros contemplándolo con profunda devoción. Sin importarles sus protestas, se habían alejado por el bosque a la carrera, llevándose consigo el volumen.
—Por estos valles pululan tipos raros —le he dicho, para tratar de tranquilizarlo—, no piense más en ese libro, caballero; no ha perdido nada importante: era una falsificación, producto japonés. Para explotar fraudulentamente el éxito que mis novelas tienen en el mundo, una empresa sin escrúpulos del Japón difunde libros con mi nombre en la portada, pero que en realidad son plagios de novelas de autores nipones poco conocidos, que al no haber tenido suerte han acabado en la guillotina. Tras muchas indagaciones he logrado desenmascarar esa estafa de la cual somos víctimas tanto yo como los autores plagiados.
—A mí, realmente, aquella novela que estaba leyendo no me desagradaba —confiesa el Lector—, y siento no poder seguir la historia hasta el final.
—Si es sólo eso, puedo revelarle la fuente: se trata de una novela japonesa, sumariamente adaptada poniéndoles nombres occidentales a personajes y lugares: Sobre la alfombra de hojas iluminadas por la luna, de Takakumi Ikoka, autor por lo demás muy respetable. Puedo darle una traducción inglesa, para resarcirle por la pérdida sufrida.
Cogí el volumen que se encontraba sobre mi mesa y se lo di tras haberlo metido en un sobre, para que no se viese tentado a hojearlo y se diera cuenta en seguida de que no tenía nada en común con En una red de líneas que se intersecan ni con ninguna otra novela mía, apócrifa o auténtica.
—Sabía que circulaban por ahí falsos Flannery —ha dicho el Lector—, y estaba convencido ya de que al menos uno de aquellos dos era falso. Pero ¿qué puede decirme del otro?
Quizá no era prudente que siguiese poniendo a este hombre al corriente de mis problemas; traté de salir del paso con una frase:
—Los únicos libros que reconozco como míos son los que aún debo escribir.
El Lector se ha limitado a una sonrisita de condescendencia, después se ha puesto otra vez serio y ha dicho:
—Míster Flannery, sé quien está detrás de esta historia: no son los japoneses; es un tal Ermes Marana, que ha montado todo esto por celos de una joven que usted conoce, Ludmilla Vipiteno.
—¿Por qué viene en mi busca, entonces? —he replicado—. Vaya a ver a ese señor y pregúntele cómo están las cosas —me ha entrado la sospecha de que entre el Lector y Ludmilla existiera un lazo, y eso ha bastado para que mi voz adoptara un tono hostil.
—Es lo único que me queda por hacer —asintió el Lector—. Precisamente se me ha presentado la ocasión de hacer un viaje de trabajo a los lugares donde se encuentra, en América del Sur, y aprovecharé para buscarlo.
No me interesaba hacerle saber que, por lo que sé, Ermes Marana trabaja para los japoneses y tiene en Japón la central de sus apócrifos. Lo importante para mí es que este importuno se aleje lo más posible de Ludmilla; conque lo he animado a hacer su viaje y a emprender las más minuciosas investigaciones hasta encontrar al traductor fantasma.
El Lector está agobiado por coincidencias misteriosas. Me ha contado que desde hace algún tiempo, por las razones más diversas, interrumpe la lectura de las novelas al cabo de pocas páginas.
—Quizá le aburran —le he dicho yo, proclive como de costumbre al pesimismo.
—Al contrario, me veo obligado a interrumpir la lectura precisamente cuando resulta más apasionante. No veo la hora de reanudarla, pero cuando creo volver a abrir el libro que he empezado, me encuentro ante un libro completamente distinto.
—…que en cambio es aburridísimo… —insinúo yo.
—No, aún más apasionante. Pero tampoco consigo terminar ése. Y así sucesivamente.
—Su caso me da todavía esperanzas —le he dicho—. A mí me ocurre cada vez más a menudo que cojo una novela recién salida y me encuentro leyendo el mismo libro que he leído cien veces.
He reflexionado sobre mi último coloquio con aquel Lector. Quizá su intensidad de lectura es tal que aspira toda la sustancia de la novela al principio, de modo que ya no queda nada para la continuación. A mí esto me sucede al escribir: desde hace algún tiempo cualquier novela que me ponga a escribir se agota poco después del comienzo como si ya hubiera dicho todo lo que tenía que decir.
Se me ha ocurrido la idea de escribir una novela compuesta sólo por comienzos de novela. El protagonista podría ser un Lector que se ve continuamente interrumpido. El lector compra la nueva novela A del autor Z. Pero es un ejemplar defectuoso, y no consigue pasar del principio… Vuelve a la librería para cambiar el volumen…
Podría escribirlo todo en segunda persona: tú, Lector… Podría también hacer entrar a una Lectora, a un traductor falsario, a un viejo escritor que lleva un diario como este diario…
Pero no quisiera que por huir del Falsario la Lectora acabase entre los brazos del Lector. Me las arreglaré para que el Lector parta tras las huellas del Falsario, el cual se esconde en cualquier país muy lejano, de modo que el Escritor pueda quedarse solo con la Lectora.
Realmente, sin un personaje femenino, el viaje del Lector perdería vivacidad: es preciso que encuentre a alguna otra mujer en su recorrido. La Lectora podría tener una hermana…
Efectivamente, parece que el Lector está a punto de partir. Llevará consigo Sobre la alfombra de hojas iluminadas por la luna de Takakumi Ikoka para leerla durante el viaje.