Especular, reflejar: toda actividad del pensamiento me remite a los espejos. Según Plotino el alma es un espejo que crea las cosas materiales reflejando las ideas de la razón superior. Será quizá por eso por lo que yo para pensar necesito espejos: no sé concentrarme más que en presencia de imágenes reflejas, como si mi alma necesitase un modelo que imitar cada vez que quiere poner en práctica su virtud especulativa. (El vocablo aquí asume todos sus significados: yo soy a un tiempo un hombre que piensa y un hombre de negocios, amén de coleccionista de aparatos ópticos.)
Apenas acerco el ojo a un caleidoscopio siento que mi mente, siguiendo el reunirse y componerse de fragmentos heterogéneos de colores y líneas en figuras regulares, encuentra inmediatamente el procedimiento que hay que seguir: aunque fuese sólo la revelación perentoria y lábil de una construcción rigurosa que se deshace al mínimo golpe de uña sobre las paredes del tubo, para ser sustituida por otra en la que los mismos elementos convergen en un conjunto disímil.
Desde que, aún adolescente, me di cuenta de que la contemplación de los jardines esmaltados que remolinean al fondo de un pozo de espejos exaltaba mi aptitud para las decisiones prácticas y las previsiones arriesgadas, empecé a coleccionar caleidoscopios. La historia de este objeto, relativamente reciente (el caleidoscopio fue patentado en 1817 por el físico escocés Sir David Brewster, autor entre otras cosas de un Treatise on New Philosophical Instruments), constreñía mi colección a límites cronológicos angostos. Pero no tardé en orientar mis búsquedas hacia una especialidad de la anticuaria mucho más ilustre y sugestiva: las máquinas catóptricas del XVII, teatrillos de variadas formas en las que una figura se ve multiplicada al variar los ángulos entre los espejos. Mi intención es reconstruir el museo reunido por el jesuita Athanasius Kircher, autor del Ars magna lucis et umbrae (1646) e inventor del «teatro polidíptico» en el cual unos sesenta espejitos que tapizan el interior de una gran caja transforman una rama en un bosque, un soldadito de plomo en un ejército, un librito en una biblioteca.
Los nombres de negocios a los que, antes de las reuniones, hago visitar la colección, dirigen a estos aparatos extravagantes ojeadas de curiosidad superficial. No saben que he construido mi imperio financiero sobre el mismo principio de los caleidoscopios y de las máquinas catóptricas, multiplicando como en un juego de espejos sociedades sin capitales, agigantando créditos, haciendo desaparecer pasivos desastrosos en los ángulos muertos de perspectivas ilusorias. Mi secreto, el secreto de mis ininterrumpidos triunfos financieros en una época que ha visto tantas crisis y hundimientos en la Bolsa y bancarrotas, ha sido siempre éste: que nunca pensaba directamente en el dinero, en los negocios, en los beneficios, sino sólo en los ángulos de refracción que se establecen entre brillantes láminas con diversas inclinaciones.
Es mi imagen lo que quiero multiplicar, pero no por narcisismo o megalomanía como podría creerse con demasiada facilidad: al contrario, para esconder, entre tantos fantasmas ilusorios de mí mismo, el verdadero yo que los hace moverse. Por eso, si no temiera ser mal interpretado, no tendría nada en contra de reconstruir en mi casa la habitación enteramente forrada de espejos según el proyecto de Kircher, dentro de la cual me vería caminar por el cielorraso cabeza abajo y volar hacia lo alto desde Las profundidades del pavimento.
Estas páginas que estoy escribiendo deberían también transmitir una fría luminosidad de galería de espejos, donde un número limitado de figuras se refracta y se invierte y se multiplica. Si mi figura parte en todas las direcciones y se desdobla en todas las aristas es para desalentar a quienes quieran seguirme. Soy un hombre con muchos enemigos de los que debo huir continuamente. Si creen alcanzarme golpearán sólo una superficie de vidrio sobre la cual aparece y se disipa un reflejo entre los muchos de mi ubicua presencia. Soy también un hombre que persigue a sus numerosos enemigos cayendo sobre ellos y avanzando en falanges inexorables y cortándoles el camino por cualquier parte a donde se vuelvan. En un mundo catóptrico también los enemigos pueden creer que me están cercando por todos los lados, pero sólo yo conozco la disposición de los espejos, y puedo volverme inapresable, mientras que ellos terminan por chocar y atraparse recíprocamente.
Quisiera que mi relato expresara todo esto mediante detalles de operaciones financieras, golpes de teatro en las reuniones de los consejos de administración, telefonazos de agentes de bolsa presos del pánico, y además también trozos del plano de la ciudad, pólizas de seguros, la boca de Lorna cuando soltó allí aquella frase, la mirada de Elfrida como absorta en un cálculo inexorable, una imagen que se superpone a otra, la retícula del plano de la ciudad constelada de crucecitas y de flechas, motocicletas que se alejan y desaparecen en las aristas de espejo, motocicletas que convergen hacia mi Mercedes.
Desde que tuve claro que secuestrarme sería el golpe más ambicionado no sólo por las diversas bandas especializadas, sino también por mis más importantes socios y competidores en el mundo de las altas finanzas, comprendí que sólo multiplicándome, multiplicando mi persona, mi presencia, mis salidas de casa y mis regresos, en suma las ocasiones de una emboscada, podría hacer más improbable mi caída en manos enemigas. Encargué entonces cinco Mercedes iguales al mío que salen y entran por la verja blindada de mi chalet a todas las horas, escoltados por motoristas de mi guardia de corps, con una sombra a bordo vestida de negro y arrebujada que podría ser tanto la mía como la de un doble cualquiera. Las sociedades presididas por mí consisten en siglas sin nada detrás y sus sedes en salones vacíos intercambiables; por lo tanto mis reuniones de negocios pueden tener lugar en direcciones siempre distintas, que para mayor seguridad ordeno cambiar en el último momento cada vez. Problemas más delicados entraña la relación extraconyugal que mantengo con una señora divorciada de veintinueve años, de nombre Lorna, dedicándole dos y a veces tres encuentros semanales de dos horas y tres cuartos. Para proteger a Lorna sólo cabía imposibilitar su localización, y el sistema al que he recurrido ha sido ostentar una multiplicidad de frecuentaciones amorosas simultáneas de modo que no se pueda saber cuáles son mis amantes ficticias y cuál la verdadera. Cada día tanto yo como mis sosias nos detenemos con horarios siempre distintos en pied-à-terre diseminados por toda la ciudad y habitados por mujeres de aspecto atractivo. Esta red de falsas amantes me permite ocultar mis verdaderos encuentros con Lorna incluso a mi mujer Elfrida, a quien he presentado la ejecución de esta puesta en escena como una medida de seguridad. En cuanto a ella, Elfrida, mis consejos de dar la máxima publicidad a sus desplazamientos para desorientar eventuales planes criminales no la encuentran dispuesta a escucharme: Elfrida tiende a esconderse, al igual que evita los espejos de mi colección como si temiese que su imagen se fragmente y destruya: una actitud cuyas motivaciones profundas se me escapan y que me contraría no poco.
Quisiera que todos los detalles que escribo contribuyeran a transmitir la idea de un mecanismo de alta precisión, pero al mismo tiempo de una fuga de deslumbramientos que remiten a algo que queda fuera del radio de la visión. Por eso no debo descuidar el insertar de vez en cuando, en los puntos donde la peripecia se hace más agitada, alguna cita de un antiguo texto, por ejemplo, un pasaje del De magia naturale de Giovanni Battista della Porta, allí donde dice que el mago, o sea «ministro de la Naturaleza» debe (cito de la traducción italiana de Pompeo Sarnelli, 1577) saber «las causas de que se engañen los ojos, las visiones que se tienen bajo el agua, y en espejos hechos en diversas formas, los cuales a veces mandan las imágenes fuera de espejos colgantes en el aire, y cómo se pueden ver claramente las cosas que se hacen de lejos».
Pronto he advertido que la incertidumbre creada por las idas y venidas de automóviles idénticos no bastaría para eludir el peligro de las emboscadas criminales: pensé entonces en aplicar el poder multiplicador de los mecanismos catóptricos a los propios bandidos, organizando falsas asechanzas y falsos secuestros en perjuicio de cualquier falso yo mismo, seguidos por falsas liberaciones tras el pago de falsos rescates. Por eso he debido asumir la tarea de poner en pie una organización criminal paralela, entablando contactos cada vez más estrechos con el mundo del hampa. He llegado así a disponer de gran número de informaciones sobre auténticos secuestros en preparación, pudiendo así intervenir a tiempo, ya para protegerme, ya para aprovechar las desgracias de mis adversarios en los negocios.
En este punto el relato podría recordar que las virtudes de los espejos sobre las que disputan los libros antiguos incluyen también la de mostrar cosas lejanas y ocultas. Los geógrafos árabes del Medievo en sus descripciones del puerto de Alejandría recuerdan la columna que se alza sobre la isla de Faros, coronada por un espejo de acero en el cual se ven a inmensa distancia las naves avanzar frente a Chipre y Constantinopla y todas las tierras de los romanos. Concentrando los rayos, los espejos curvos pueden captar una imagen del todo. «Dios mismo, que no puede ser visto ni por el cuerpo ni por el alma —escribe Porfirio— se deja contemplar en un espejo.» Junto con la irradiación centrífuga que proyecta mi imagen a lo largo de todas las dimensiones del espacio, quisiera que estas páginas expresaran también el movimiento opuesto con que de los espejos me llegan las imágenes que la visión directa no puede abarcar. De espejo en espejo —eso es lo que a veces sueño— la totalidad de las cosas, el universo entero, la sabiduría divina podrían concentrar sus rayos luminosos en un único espejo. O quizá el conocimiento del todo esté sepultado en el alma y un sistema de espejos que multiplicase mi imagen al infinito y restituyese su esencia en una única imagen, me revelaría el alma del todo que se esconde en la mía.
Esta y no otro sería el poder de los espejos mágicos de los que tanto se habla en los tratados de ciencias ocultas y en los anatemas de los inquisidores: obligar al dios de las tinieblas a manifestarse y a conjugar su imagen con la que el espejo refleja. Debía ampliar mi colección a un nuevo sector: los anticuarios y las casas de subastas de todo el mundo han sido avisados de que tengan a mi disposición los rarísimos ejemplares de espejos del Renacimiento que por su forma o por tradición escrita puedan ser clasificados como mágicos.
Era una partida difícil, en la cual todo error podía pagarse muy caro. El primer movimiento errado fue convencer a mis rivales de que se asociaran conmigo para fundar una compañía de seguros contra los secuestros. Confiando en mi red de informaciones entre el hampa, creía tener controlada cualquier eventualidad. No tardé en enterarme de que mis socios mantenían con las bandas de secuestradores relaciones más estrechas que las mías. El rescate que se pediría por el siguiente secuestro sería el capital íntegro de la compañía de seguros: éste se repartiría luego entre la organización de los fuera de la ley y los accionistas de la compañía, cómplices suyos, todo esto naturalmente en perjuicio del secuestrado. Sobre quién sería esta víctima no cabían dudas: era yo.
El plan de la asechanza contra mí preveía que entre las motocicletas Honda de mi servicio de escolta y el auto blindado en el cual viajaba se introdujeran tres motocicletas Yamaha conducidas por falsos policías que frenarían repentinamente en la primera curva. Según mi contraplán, serían en cambio tres motocicletas Suzuki las que inmovilizaran mi Mercedes quinientos metros antes, para un falso secuestro. Cuando me vi bloqueado por tres motos Kawasaki en un cruce que precedía a los otros dos, comprendí que mi contraplán había sido puesto en jaque por un contra-contraplán cuyos mandantes ignoraba.
Como en un caleidoscopio se refractan y divergen las hipótesis que quisiera registrar en estas líneas, al igual que se segmentaba ante mis ojos el plano de la ciudad que había descompuesto trozo a trozo para localizar el cruce de calles donde, según mis soplones, se habría tendido la asechanza contra mí, y para establecer el punto donde habría podido ganarles tiempo a mis enemigos con el fin de invertir su plan en beneficio mío. Todo me parecía ya seguro, el espejo mágico canalizaba todos los poderes maléficos poniéndolos a mi servicio. No había contado con un tercer plan de rapto preparado por desconocidos. ¿Por quién?
Con gran sorpresa mía, en lugar de a un escondrijo secreto los raptores me acompañan a mi casa, me encierran en la estancia catóptrica reconstruida por mí con tanto cuidado según los dibujos de Athanasius Kircher. Las paredes de espejos repiten infinitas veces mi imagen. ¿Había sido raptado por mí mismo? ¿Una de mis imágenes proyectadas mundo adelante había ocupado mi puesto y me había relegado al papel de imagen refleja? ¿Había evocado al Señor de las Tinieblas y éstas se me presentaban bajo mis mismas semblanzas?
En el pavimento de espejo yace un cuerpo de mujer, atado. Es Lorna. Apenas hace un movimiento, su carne desnuda se desborda repetida todos los espejos. Me arrojo sobre ella, para librarla de los nudos y de la mordaza, para abrazarla; pero se revuelve contra mí, furiosa. «¿Crees tenerme en tus manos? ¡Te equivocas!», y me clava las uñas en la cara. ¿Está prisionera conmigo? ¿Es mi prisionera? ¿Es ella mi prisión?
Mientras tanto se ha abierto una puerta. Se adelanta Elfrida. «Sabía el peligro que te amenazaba y he logrado salvarte —dice—. Acaso el sistema fue un poco brutal, pero no tenía opción. Pero ahora no encuentro la puerta de esta jaula de espejos. Dime, rápido, ¿cómo hago para salir?»
Un ojo y una ceja de Elfrida, una pierna con botas ajustadas, la comisura de su boca de labios finos y dientes demasiado blancos, una mano enjoyada que aprieta un revólver se repiten agigantados por los espejos y entre estos fragmentos desordenados de su figura se interponen retazos de la piel de Lorna, como paisajes de carne. Ya no sé distinguir lo que es de una y lo que es de otra, me pierdo, me parece haberme perdido a mí mismo, no veo mi reflejo sino sólo el de ellas. En un fragmento de Novalis un iniciado que ha logrado llegar a la morada secreta de Isis alza el velo de la diosa… Ahora me parece que todo lo que me circunda es una parte de mí, que he logrado convertirme en el todo, finalmente…