Estás sentado a un velador de café, leyendo la novela de Silas Flannery que te ha prestado el señor Cavedagna y esperando a Ludmilla. Tu mente está ocupada por dos esperas simultáneas: la interior de la lectura y la de Ludmilla, que llega tarde a la cita. Te concentras en la lectura tratando de transferir la espera de ella al libro, casi esperando verla venir a tu encuentro en las páginas. Pero ya no consigues leer, la novela queda bloqueada en la página que tienes ante los ojos, como si sólo la llegada de Ludmilla pudiera poner de nuevo en marcha la cadena de los acontecimientos.
Te llaman. Es tu nombre lo que el camarero va repitiendo entre las mesas. Levántate, te llaman al teléfono. ¿Es Ludmilla? Es ella.
—Luego te cuento. Ahora no puedo ir.
—Oye: ¡tengo el libro! No, ése no, ninguno de ésos: uno nuevo. Escucha… —pero ¿no querrás contarle el libro por teléfono? Espera a oírla a ella, qué quiere decirte.
—Ven tú —dice Ludmilla—, sí, a mi casa. Ahora no estoy en casa, pero no tardaré. Si llegas antes puedes entrar y esperarme. La llave está bajo el felpudo.
Una desenvuelta sencillez de vivir, la llave bajo el felpudo, confianza en el prójimo, también con seguridad poco que robar. Corres a la dirección que te ha dado. Llamas, inútilmente. Como te había anunciado, no está en casa. Encuentras la llave. Entras en la penumbra de las persianas bajadas.
Una casa de chica sola, la casa de Ludmilla: vive sola. ¿Es eso lo que quieres comprobar ante todo? ¿Si hay señales de la presencia de un hombre? ¿O prefieres evitar saberlo mientras sea posible, seguir en la ignorancia, en la duda? Cierto que algo te retiene de curiosear a tu alrededor (has levantado un poco las persianas, pero sólo un poco). Quizá sea el escrúpulo de no merecer su gesto de confianza si lo aprovechas para una investigación de detective. O quizá sea porque crees saber ya de memoria cómo es el pisito de una chica sola, poder ya antes de mirar a tu alrededor establecer el inventario de lo que contiene. Vivimos en una civilización uniforme, dentro de modelos culturales perfectamente definidos: el mobiliario, los elementos decorativos, las colchas, los tocadiscos están elegidos entre cierto número de posibilidades dadas. ¿Qué podrán revelarte de cómo es realmente ella?
¿Cómo eres, Lectora? Ya es hora de que este libro en segunda persona se dirija no sólo a un genérico tú masculino, acaso hermano y sosia de un yo hipócrita, sino directamente a ti que has entrado en el Segundo Capítulo como Tercera Persona necesaria para que la novela sea una novela, para que entre esa Segunda Persona masculina y la Tercera femenina ocurra algo, tome forma, se asiente o se estropee siguiendo las fases de las vicisitudes humanas. O sea: siguiendo los modelos mentales a través de los cuales vivimos las vicisitudes humanas. O sea: siguiendo los modelos mentales a través de los cuales atribuimos a las vicisitudes humanas los significados que permiten vivirlas.
Este libro ha estado atento hasta ahora a dejar abierta para el Lector que lee la posibilidad de identificarse con el Lector que es leído: por eso no se le ha dado un nombre que lo hubiera equiparado automáticamente a una Tercera Persona, a un personaje (mientras que a ti, en cuanto Tercera Persona, ha sido necesario atribuirte un nombre, Ludmilla) y se le ha mantenido en la abstracta condición de los pronombres, disponibles para todo atributo y toda acción. Veamos si de ti, Lectora, el libro consigue trazar un auténtico retrato, partiendo del marco para cercarte por todos los lados y establecer los contornos de tu figura.
Apareciste por vez primera ante el Lector en una librería, tomaste forma apartándote de una pared de estanterías, como si la cantidad de los libros hiciera necesaria la presencia de una Lectura. Tu casa, al ser el lugar donde lees, puede decirnos cuál es el lugar que los libros tienen en tu vida, si son una defensa que tú interpones para mantener alejado al mundo de fuera, un sueño en el que te hundes como en una droga, o bien si son puentes que lanzas hacia el exterior, hacia el mundo que te interesa tanto que quieres multiplicar y dilatar sus dimensiones a través de los libros. Para entender esto, el Lector sabe que lo primero que hay que hacer es visitar la cocina.
La cocina es la parte de la casa que más cosas de ti puede decir: si guisas o no (se diría que sí, si no todos los días, con bastante regularidad), si para ti sola o también para otros (a menudo para ti sola pero esmeradamente como si lo hicieras también para otros; y a veces también para otros pero con desenvoltura como si lo hicieras para ti sola), si tiendes a lo mínimo indispensable o a la gastronomía (tus compras y utensilios hacen pensar en recetas elaboradas y caprichosas, al menos en intención; nadie dice que seas glotona, pero la idea de cenar dos huevos al plato podría llenarte de tristeza), si estar ante el fogón representa para ti una penosa necesidad o un placer (la minúscula cocina está equipada y dispuesta de forma que te puedes mover de manera práctica y sin demasiado esfuerzo, tratando de no entretenerte demasiado pero también de no estar aquí a regañadientes). Los electrodomésticos están en su sitio de útiles animales cuyos méritos no pueden ser olvidados, aunque sin tributarles un culto especial. Entre los utensilios se nota cierto esteticismo (una panoplia de mediaslunas de tamaño decreciente, cuando bastaría una), pero en general los objetos decorativos son también objetos útiles, con pocas concesiones a lo gracioso. Son las provisiones las que pueden decirnos algo de ti: un surtido de hierbas aromáticas, algunas de uso corriente, claro, otras que parecen estar allí para completar una colección; lo mismo puede decirse de las mostazas; pero sobre todo las ristras de ajos colgadas al alcance de la mano indican una relación con los alimentos nada distraída y genérica. Un vistazo a la nevera puede permitirnos recoger otros datos valiosos: en las bandejas portahuevos ha quedado un solo huevo; limones hay sólo medio y medio seco; en resumen, se nota cierto descuido en los abastecimientos esenciales. En compensación hay crema de castañas, aceitunas negras, un vasito de salsifí o escorzonera: está claro que al hacer la compra te dejas atraer por los géneros que ves expuestos, en vez de tener en la cabeza lo que falta en casa.
Observando tu cocina se puede pues deducir una imagen de ti como mujer extravertida y lúcida, sensual y metódica, que pone el sentido práctico al servicio de la fantasía. ¿Alguien podría enamorarse de ti sólo con ver tu cocina? Quién sabe: acaso el Lector, que ya estaba favorablemente predispuesto.
Está continuando su exploración de la casa cuyas llaves le has dado, el Lector. Hay una gran cantidad de cosas que acumulas en torno a ti: abanicos, postales, frasquitos, collares colgados de las paredes. Pero cada objeto visto de cerca resulta especial, en cierto modo inesperado. Tu relación con los objetos es confidencial y selectiva: sólo las cosas que sientes como tuyas se vuelven tuyas: es una relación con la corporeidad de las cosas, no con una idea intelectual o afectiva que sustituya al acto de verlas y tocarlas. Y una vez conquistados para tu persona, marcados por tu posesión los objetos ya no tienen pinta de estar allí por casualidad, asumen un significado como partes de un discurso, como una memoria hecha de señales y emblemas. ¿Eres posesiva? Quizá no haya aún elementos suficientes para decirlo: por ahora se puede decir que eres posesiva contigo misma, que te apegas a las señales en las que identificas algo de ti, temiendo perderte con ellas.
En una esquina de una pared hay gran cantidad de fotografías enmarcadas, colgadas muy juntas. Fotografías ¿de quién? Tuyas a distintas edades, y de otras muchas personas, nombres y mujeres, también fotos muy viejas como sacadas de un álbum de familia, pero todas juntas más que tener la función de recordar a determinadas personas parecen constituir un montaje de la estratificación de la existencia. Los marcos son distintos unos de otros, formas del XIX modernista, de plata, cobre, esmalte, concha, piel, madera tallada: podrían responder a la intención de valorizar aquellos fragmentos de vida vivida pero podría ser también una colección de marcos y que las fotos estuvieran allí sólo para llenarlos, pues lo cierto es que algunos marcos están ocupados por figuras recortadas de periódicos, uno encuadra una hoja de una vieja carta ilegible, otro está vacío.
En el resto de la pared no cuelga nada ni se apoya ningún mueble. Así es un poco toda la casa: paredes aquí desnudas y allá recargadas, como por una necesidad de concentrar los signos en una especie de apretada escritura y a su alrededor el vacío donde hallar reposo y respiro.
Tampoco la disposición de los muebles y objetos es nunca simétrica. El orden que tratas de obtener (el espacio del que dispones es reducido, pero se nota cierto estudio para aprovecharlo de modo que parezca más amplio) no es la superposición de un esquema sino un acuerdo entre las cosas que hay.
En resumen, ¿eres ordenada o desordenada? A las preguntas perentorias tu casa no responde con un sí o con un no. Tienes una idea del orden, sí, e incluso exigente, pero a la que no corresponde en la práctica una aplicación metódica. Se ve que tu interés por la casa es intermitente, sigue las dificultades de los días y los altibajos de los humores.
¿Eres depresiva o eufórica? La casa parece haber aprovechado con cordura tus momentos de euforia para prepararse a acogerte en tus momentos de depresión.
¿Eres hospitalaria de veras o bien este dejar entrar en casa a tus conocidos es señal de indiferencia? El Lector está buscando un sitio cómodo para sentarse a leer sin invadir los espacios claramente reservados para ti: la idea que se está haciendo es que el huésped puede encontrarse muy bien en tu casa con tal de saber adaptarse a tus reglas.
¿Qué más? Las macetas con plantas parece que no han sido regadas desde hace varios días; pero quizá las has elegido adrede entre las que no necesitan muchos cuidados. Por lo demás en estas habitaciones no hay rastro de perros o gatos o pájaros: eres una mujer que tiende a no multiplicar las obligaciones; y esto puede ser tanto señal de egoísmo como de concentración en otras y menos extrínsecas razones, y también señal de que no necesitas sustitutos simbólicos de los impulsos naturales que te llevan a ocuparte de los demás, a participar en sus historias, en la vida, en los libros…
Veamos los libros. Lo primero que se nota, al menos al mirar los que tienes más a la vista, es que la función de los libros para ti es la de la lectura inmediata, no la de instrumentos de estudio o de consulta ni la de elementos de una biblioteca dispuesta con arreglo a un orden. A lo mejor alguna vez has intentado dar una apariencia de orden a tus estanterías, pero toda tentativa de clasificación ha sido rápidamente trastornada por aportaciones heterogéneas. La principal razón de que estén juntos los volúmenes, aparte la dimensión por más altos y más bajos, sigue siendo la cronológica, el haber llegado aquí uno tras otro; en cualquier caso tú sabes siempre orientarte, dado que no son muchísimos (debes de haber dejado otras estanterías en otras casas, en otras fases de tu existencia), y que quizá no te ocurre a menudo tener que buscar un libro que ya hayas leído.
En suma, no pareces ser una Lectora Que Relea. Recuerdas muy bien todo lo que has leído (ésta es una de las primeras cosas que hiciste saber de ti); acaso cada libro se identifica para ti con la lectura que de él hiciste en determinado momento, de una vez para siempre. Y como los custodias en la memoria, así te gusta conservar los libros en cuanto objetos, mantenerlos cerca de ti.
Entre tus libros, en este conjunto que no forma una biblioteca, se puede distinguir empero una parte muerta y durmiente, o sea el depósito de los volúmenes descartados, leídos y raramente releídos o bien que no has leído ni leerás pero que de todos modos conservas (y limpias), y una parte viva, o sea los libros que estás leyendo o tienes intención de leer o de los que no te has apartado aún o que te gusta manejar, encontrártelos alrededor. A diferencia de las provisiones de la cocina, aquí es la parte viva, de consumo inmediato, la que dice más sobre ti. Bastantes volúmenes están diseminados por todas partes, algunos abiertos, otros con registros improvisados o esquinas de páginas dobladas. Se ve que tienes la costumbre de leer varios libros al tiempo, que eliges lecturas distintas para las distintas horas del día, para los diversos rincones de tu reducida morada: hay libros destinados a la mesilla de noche, los que encuentran su lugar junto a la butaca, en la cocina, en el cuarto de baño.
Podría ser un rasgo importante que se agrega a tu retrato: tu mente tiene paredes internas que permiten separar tiempos distintos donde detenerse o correr, concentrarse alternativamente en cauces paralelos. ¿Bastará esto para decir que quisieras vivir varias vidas simultáneamente? ¿O que efectivamente las vives? ¿Es decir, que separas lo que vives con una persona o en un ambiente de lo que vives con otras y en otros lugares? ¿Que en cada experiencia das por supuesta una insatisfacción que sólo se compensa en la suma de todas las insatisfacciones?
Lector, aguza el oído. Es una sospecha que se te insinúa, para alimentar tu ansia de celoso que aún no se acepta como tal. Ludmilla, lectora de varios libros a la vez, para no dejarse sorprender por la desilusión que puede reservarle cada historia, tiende también a llevar adelante juntas otras historias…
(No creas que el libro te pierde de vista, Lector. El tú que había pasado a la Lectora puede de una frase a otra volver a apuntar hacia ti. Sigues siendo uno de los tú posibles. ¿Quién osaría condenarte a la pérdida del tú, catástrofe no menos terrible que la pérdida del yo? Para que un discurso en segunda persona se convierta en novela se necesitan al menos dos tú distintos y concomitantes, que se despeguen de la multitud de los él, de los ella, de los ellos.)
Y, sin embargo, la visión de los libros de casa de Ludmilla te resulta tranquilizadora. La lectura es soledad. Ludmilla se te aparece protegida por las valvas del libro abierto como una ostra en su concha. La sombra de otro hombre, probable, incluso segura, queda, si no borrada, relegada al margen. Se lee solos también cuando se es pareja. Pero entonces, ¿qué estás buscando, aquí? ¿Quisieras penetrar en su concha, insinuándote en las páginas de los libros que está leyendo? ¿O bien la relación entre Lector y Lectora sigue siendo la de dos conchas separadas, que pueden comunicar sólo a través de parciales cotejos de dos experiencias exclusivas?
Tienes contigo el libro que estabas leyendo en el café y que te sientes impaciente por continuar, para podérselo pasar después a ella, para comunicar de nuevo con ella a través del cauce excavado por las palabras ajenas, que justamente en tanto que pronunciadas por una voz extraña, por la voz de ese silencioso nadie hecho de tinta y de espacios tipográficos, pueden convertirse en vuestras, un lenguaje, un código entre vosotros, un medio para intercambiaros señales y reconoceros.
Una llave gira en la cerradura. Tú callas como si quisieras darle una sorpresa, como para confirmarte a ti mismo y a ella que encontrarte aquí es una cosa natural. Pero los pasos no son los suyos. Lentamente un hombre evoluciona en el vestíbulo, ves su sombra entre las cortinas, un chaquetón de piel, un paso familiar a los lugares pero con largas demoras, como quien está buscando algo. Lo reconoces. Es Irnerio.
Debes decidir en seguida qué actitud adoptar. La contrariedad de verlo entrar en la casa de ella como si fuera la suya es más fuerte que el malestar de encontrarte allí casi escondido. Por lo demás, sabías perfectamente que la casa de Ludmilla está abierta para los amigos: la llave está bajo el felpudo. Desde que entraste te parece que te rozan sombras sin rostro. Irnerio por lo menos es un fantasma conocido. Al igual que tú para él.
—Ah, eres tú —es él quien te advierte, pero no se asombra. Esta naturalidad, que hace poco deseabas imponer, ahora no te alegra.
—Ludmilla no está en casa —dices, sólo para establecer tú precedencia en la información, o quizás en la ocupación del territorio.
—Lo sé —suelta él, indiferente. Hurga en torno, maneja los libros.
—¿Te puedo ser útil? —continúas tú, como si quisieras provocarlo.
—Buscaba un libro —dice Irnerio.
—Creía que no leías nunca —objetas.
—No es para leer. Es para hacer. Hago cosas con los libros. Objetos. Sí, obras: estatuas, cuadros, como quieras llamarlos. Incluso he hecho una exposición. Fijo los libros con resinas, y allí se quedan. Cerrados, o abiertos, o también les doy formas yo, los esculpo, les abro agujeros. Es un buen material, el libro, para trabajar con él, se pueden hacer muchas cosas.
—¿Y Ludmilla está de acuerdo?
—Le gustan mis trabajos. Me da consejos. Los críticos dicen que lo que hago es importante. Ahora sacan todas mis obras en un libro. Me han hecho hablar con el señor Cavedagna. Un libro con las fotografías de todos mis libros. Cuando ese libro esté impreso, lo usaré para hacer una obra, muchas obras. Después me las sacarán en otro libro, y así sucesivamente.
—Quería decir si Ludmilla está de acuerdo en que te lleves sus libros…
—Tiene tantos… A veces es ella la que me da libros adrede para que trabaje con ellos, libros que no le sirven para nada. Pero no me basta un libro cualquiera. Una obra me sale sólo si la siento, Hay libros que en seguida me dan la idea de lo que podría hacer con ellos; otros no, nada. A veces tengo la idea pero no puedo realizarla hasta que encuentro el libro exacto —está desordenando los volúmenes de una estantería; sopesa uno, lo observa por el lomo y el corte, lo deja—. Hay libros que me son simpáticos, y libros que no puedo sufrir y que me caen siempre entre las manos.
He aquí que la Gran Muralla de los libros que esperabas que mantuviese alejado de Ludmilla a este bárbaro invasor se revela un juguete que él desmonta con absoluta confianza. Ríes de través.
—Se diría que conoces de memoria la biblioteca de Ludmilla…
—Oh, normalmente son siempre las mismas cosas… Pero es bonito ver los libros todos juntos. Adoro los libros…
—Explícate mejor.
—Sí, me gusta que haya libros a mi alrededor. Por eso aquí en casa de Ludmilla se está bien. ¿No crees?
El seto de las páginas escritas ciñe el ambiente como en un tupido bosque el espesor del follaje, no, como estratificaciones de roca, lajas de pizarra, laminillas de esquistos; conque tratas de ver a través de los ojos de Irnerio el fondo sobre el cual debe destacarse la persona viva de Ludmilla. Si sabes ganarte su confianza, Irnerio te desvelará el secreto que te intriga, la relación entre el No Lector y la Lectora. Rápido, pregúntale algo al respecto, lo que sea.
—Pero tú —es la única pregunta que se te pasa por la cabeza—, mientras ella lee, ¿qué haces?
—No me desagrada verla leer —dice Irnerio—. Y además hace falta alguien que lea libros, ¿no? Al menos puedo tener la tranquilidad de no deber leerlos yo.
Tienes poco de qué alegrarte, Lector. El secreto que se te revela, la intimidad entre ellos, consiste en la complementariedad de dos ritmos vitales. Para Irnerio cuenta sólo lo que se vive instante a instante; el arte cuenta para él como gasto de energía vital, no como obra que perdura, no como esa acumulación de vida que Ludmilla busca en los libros. Pero esa energía acumulada la reconoce en cierto modo también él, sin necesidad de leer, y siente la necesidad de hacerla regresar al circuito usando los libros de Ludmilla como soporte material de obras en las cuales él pueda invertir su propia energía al menos por un instante.
—Este me va bien —dice Irnerio y hace ademán de meterse un volumen en el bolsillo del chaquetón.
—No, ése déjalo. Es el libro que estoy leyendo. Y además no es mío, tengo que devolvérselo a Cavedagna. Escoge otro. Mira, este de aquí, es parecido…
Has cogido en la mano un volumen que lleva una faja roja: «El último éxito de Silas Flannery», y ya eso explica el parecido dado que la serie de novelas de Flannery tiene una presentación gráfica característica. Pero no es sólo la presentación gráfica: el título que campea en la portada es: En una red de líneas que… ¡Son dos ejemplares del mismo libro! No te lo esperabas.
—¡Esto sí que es raro! Nunca hubiera pensado que Ludmilla lo tenía ya…
Irnerio aparta las manos.
—Este no es de Ludmilla. Yo con esos chismes no quiero tener nada que ver. Creía que ya no había más por aquí, de ésos.
—¿Por qué? ¿De quién es? ¿Qué quieres decir?
Irnerio coge el volumen con dos dedos, se dirige hacia una puertecita, la abre, tira el libro al otro lado. Lo has seguido; metes la cabeza en un chiribitil oscuro; ves una mesa con una máquina de escribir, un magnetofón, diccionarios, un voluminoso legajo. Coges del legajo la hoja que le sirve de portada, la sacas a la luz, lees: Traducción de Ermes Marana.
Quedas como fulminado. Leyendo las cartas de Marana a cada momento te parecía encontrar a Ludmilla… Porque no consigues no pensar en ella: así te explicabas la cosa, como una prueba de tu enamoramiento. Ahora, moviéndote por casa de Ludmilla, topas con las huellas de Marana. ¿Es una obsesión que te persigue? No, desde el principio el tuyo era un presentimiento de que entre ellos existía una relación… Los celos, que hasta ahora eran una especie de juego contigo mismo, ahora te asaltan sin remedio. Y no son sólo los celos: es la sospecha, la desconfianza, el sentir que no puedes estar seguro de nada ni de nadie… El acoso al libro interrumpido, que te comunicaba una excitación especial, ya que lo realizabas con la Lectora, se te revela lo mismo que acosarla a ella que se te escapa en una multiplicación de misterios, de engaños, de disfraces…
—Pero… ¿qué tiene que ver Marana? —preguntas—. ¿Vive aquí?
Irnerio sacude la cabeza.
—Estuvo. Ahora ha pasado ya tiempo. No debería regresar. Pero ya todas sus historias están tan amasadas de falsedades que cualquier cosa que se diga sobre él es falsa. Eso al menos lo consiguió. Los libros traídos aquí por él parecen iguales a los otros, por fuera, pero yo los reconozco en seguida, a distancia. ¡Y pensar que no debería haber más papeles suyos, fuera de ese cuartito! Pero de vez en cuando alguna huella suya vuelve a aparecer. A veces me entra la sospecha de que las deja él, que viene cuando no hay nadie y sigue haciendo los consabidos cambios, a escondidas…
—¿Qué cambios?
—No sé… Ludmilla dice que todo lo que él toca si no es ya falso se vuelve falso. Yo sólo sé que si intentase hacer mis trabajos con los libros que eran suyos saldrían falsificaciones: incluso aunque resultaran iguales que los que hago siempre…
—Pero ¿por qué Ludmilla tiene sus cosas en ese cuartito? ¿Espera que él regrese?
—Ludmilla cuando él estaba aquí era desgraciada… Ya no leía… Después escapó… Fue ella la primera en irse… Luego se marchó él…
La sombra se aleja. Respiras. El pasado está cerrado.
—¿Y si él se dejase ver de nuevo?
—Ella se marcharía otra vez…
—¿Adonde?
—Pues… A Suiza… Yo qué sé…
—¿Hay algún otro, en Suiza? —instintivamente has pensado en el escritor con el catalejo.
—Digamos que hay otro, pero es otro tipo de historia… El viejo de las policíacas…
—¿Silas Flannery?
—Ella decía que cuando Marana la convence de que la diferencia entre lo verdadero y lo falso es sólo un prejuicio nuestro, siente la necesidad de ver a alguien que hace libros como una planta de calabaza hace calabazas, ella dice eso…
La puerta se abre de improviso. Ludmilla entra, tira el abrigo en una butaca, los paquetes.
—¡Ah, qué bien! ¡Cuántos amigos! ¡Disculpad el retraso!
Estás tomando el té sentado con ella. Debería estar también Irnerio, pero su butaca está vacía.
—Estaba ahí. ¿Dónde se ha metido?
—Oh, habrá salido. Él va y viene sin decir nada.
—¿En tu casa se entra y se sale así?
—¿Por qué no? ¿Tú cómo has entrado?
—¡Yo y muchos otros!
—¿Qué pasa? ¿Una escena de celos?
—¿Qué derecho tendría?
—¿Crees que en cierto momento podrías tener derecho? Si es así, mejor no empezar siquiera.
—Empezar ¿qué?
Dejas la taza en la mesita. Te cambias de la butaca al sofá donde está sentada ella.
(Empezar. Eres tú la que lo ha dicho, Lectora. Pero ¿cómo fijar el momento exacto en que empieza una historia? Todo ha empezado siempre ya antes, la primera línea de la primera página de toda novela remite a algo que ha sucedido ya fuera del libro. O bien la verdadera historia es la que empieza diez o cien páginas más adelante y todo lo que precede es sólo un prólogo. Las vidas de los individuos de la especie humana forman una maraña continua, en la cual todo intento de aislar un trozo de lo vivido que tenga sentido por separado del resto —por ejemplo, el encuentro de dos personas que resultará decisivo para ambas— debe tener en cuenta que cada una de las dos lleva consigo un tejido de hechos, ambientes, otras personas, y que del encuentro se derivarán a su vez otras historias que se separarán de su historia común.)
Estáis juntos en la cama, Lector y Lectora. Conque ha llegado el momento de llamaros con la segunda persona de plural, operación muy comprometida, porque equivale a consideraros un único sujeto. Hablo con vosotros, ovillo no muy discernible bajo la sábana arrugada. A lo mejor después os iréis cada uno por vuestro lado y el relato tendrá que afanarse de nuevo para manejar alternativamente la palanca del cambio del tú femenino al tú masculino; pero ahora, dado que vuestros cuerpos tratan de encontrar entre piel y piel la adherencia más pródiga en sensaciones, de transmitirse y recibir vibraciones y movimientos ondulantes, de compenetrar los llenos y los vacíos, dado que la actividad mental tiende también al máximo entendimiento, se os puede dirigir un discurso de corrido que os comprenda en una única y bicípite persona. Ante todo es preciso establecer el campo de acción o modo de ser de esta entidad doble que constituís. ¿Adonde lleva esta identificación vuestra? ¿Cuál es el tema central que reaparece en vuestras variaciones y modulaciones? ¿Una tensión concentrada en no perder nada del potencial propio, en prolongar un estado de reactividad, en aprovechar la acumulación de deseo del otro para multiplicar la propia carga? ¿O bien el abandono más flexible, la exploración de la inmensidad de los espacios acariciadles y recíprocamente acariciadores, la disolución del ser en un lago de superficie infinitamente táctil? En ambas situaciones ciertamente sólo existís uno en función del otro, pero, para hacerlas posibles, vuestros respectivos yos deben en lugar de anularse ocupar sin residuos todo el vacío del espacio mental, invertirse en sí con el máximo de intereses o gastarse hasta el último céntimo. En suma, lo que hacéis es muy hermoso pero gramaticalmente no cambia nada. En el momento en que más aparecéis como un vosotros unitario, sois dos tú separados y más cerrados que antes.
(Esto ya ahora, cuando aún estáis ocupado el uno por la presencia del otro de manera exclusiva. Figurémonos dentro de no mucho, cuando fantasmas que no se encuentren frecuenten vuestras mentes acompañando el encuentro de vuestros cuerpos certificados por el hábito.)
Lectora, ahora eres leída. Tu cuerpo se ve sometido a una lectura sistemática, a través de canales de información táctiles, visuales, del olfato, y no sin intervención de las papilas gustativas. También el oído desempeña su papel, atento a tus jadeos y a tus trinos. No sólo el cuerpo es en ti objeto de lectura: el cuerpo importa en cuanto parte de un conjunto de elementos complicados, no todos visibles y no todos presentes, pero que se manifiestan en acontecimientos visibles e inmediatos: el nublarse de tus ojos, la risa, las palabras que dices, el modo de recoger y esparcir los cabellos, tu tomar la iniciativa o tu retraerte, y todas las señales que están en el límite entre tú y los usos y costumbres y la memoria y la prehistoria y la moda, todos los códigos, todos los pobres alfabetos mediante los cuales un ser humano cree en ciertos momentos estar leyendo en otro ser humano.
Y también tú entre tanto eres objeto de lectura, oh, Lector: la Lectora, ora pasa revista a tu cuerpo como recorriendo el índice de capítulos, ora lo consulta como asaltada por curiosidades rápidas y concretas, ora se demora interrogándolo y dejando que le llegue una muda respuesta, como si cada inspección parcial sólo le interesara con vistas a un reconocimiento espacial más vasto. Ora se fija en detalles insignificantes, a lo mejor pequeños defectos estilísticos, por ejemplo, la nuez prominente o el modo que tienes de hundir la cabeza en la concavidad de su cuello, y se sirve de ellos para establecer un margen de alejamiento, reserva crítica o confianza burlona; ora en cambio el detalle descubierto incidentalmente es valorizado sobre medida, por ejemplo, la forma de tu barbilla o un especial mordisco tuyo en su hombro, y desde ese punto de partida ella toma impulso, recorre (recorréis juntos) páginas y páginas de cabo a rabo sin saltar una coma. Entre tanto, en medio de la satisfacción que recibes de su modo de leerte, de las citas textuales de tu objetividad física, se insinúa una duda: que ella no esté leyéndote uno y entero como eres, sino usándote, usando fragmentos de ti aislados del contexto para construirse un partner fantasmal, conocido por ella sola, en la penumbra de su semiconciencia, y lo que ella está descifrando es a ese apócrifo visitante de sus sueños, no a ti.
La lectura que los amantes hacen de sus cuerpos (de ese concentrado de mente y cuerpo de que los amantes se sirven para ir a la cama juntos) difiere de la lectura de las páginas escritas en que no es lineal. Empieza por un punto cualquiera, salta, se repite, vuelve atrás, insiste, se ramifica en mensajes simultáneos y divergentes, vuelve a converger, se enfrenta con momentos de hastío, pasa la página, recupera el hilo, se pierde. Se puede reconocer en ella una dirección, el trayecto hacia un final, en cuanto tiende a un clímax, y con vistas a este final dispone fases rítmicas, escansiones métricas retornos de motivos. Pero ¿el final es el propio clímax? ¿O la carrera hacia ese final se ve contrariada por otro impulso que se afana contracorriente, por remontar los instantes, por recuperar el tiempo?
Si se quisiera representar gráficamente el conjunto, cada episodio con su culminación requeriría un modelo de tres dimensiones, quizá de cuatro, ningún modelo, toda experiencia es irrepetible. El aspecto en el cual el abrazo y la lectura se asemejan más es que en su interior se abren tiempos y espacios distintos del tiempo y del espacio mensurables.
Ya en la improvisación confusa del primer encuentro se lee el posible futuro de una convivencia. Hoy sois el uno objeto de la lectura del otro, cada cual lee en el otro su historia no escrita. Mañana, Lector y Lectora, si estáis juntos, si os acostáis en la misma cama como una pareja consolidada, cada cual encenderá la lámpara de su cabecera y se hundirá en su libro; dos lecturas paralelas acompañarán la vecindad del sueño; primero tú y después tú apagaréis la luz; de regreso de universos separados, os encontraréis fugazmente en la oscuridad donde todas las lejanías se borran, antes de que sueños divergentes os arrastren de nuevo a ti a una parte y a ti a otra. Pero no ironicéis sobre esta perspectiva de armonía conyugal: ¿qué imagen de pareja más afortunada sabríais contraponerle?
Le hablas a Ludmilla de la novela que leías mientras la esperabas.
—Es un libro de esos que a ti te gustan: transmite una sensación de malestar desde la primera página.
Un relámpago interrogante pasa por su mirada. Te entra una duda: acaso esta frase del malestar no se la has oído a ella, la has leído en alguna parte… O acaso Ludmilla ha dejado ya de creer en la angustia como condición de la verdad… Acaso alguien le ha demostrado que también la angustia es un mecanismo, que no hay nada más falsificable que el inconsciente…
—A mí —dice— me gustan los libros en los que todos los misterios y las angustias pasan a través de una mente exacta y fría y sin sombras como la de un jugador de ajedrez.
—De todos modos: ésta es la historia de un tipo que se pone nervioso cuando oye sonar un teléfono. Un día está haciendo pedestrismo…
—No me cuentes más. Déjame leerlo.
—Tampoco yo avancé mucho más. Ahora te lo traigo.
Te levantas de la cama, vas a buscarlo a la otra habitación, donde el precipitado giro de tus relaciones con Ludmilla interrumpió el curso normal de los acontecimientos.
No lo encuentras.
(Lo encontrarás en una exposición de arte: la última obra del escultor Irnerio. La página cuya esquina habías doblado para marcarla se extiende sobre una de las bases de un paralelepípedo compacto, encolado, barnizado con una resina transparente. Una sombra chamuscada, como de llama que se desprenda del interior del libro, ondula la superficie de la página y abre en ella una sucesión de capas como en la nudosidad de una corteza.)
—No lo encuentro, pero no importa —le dices—, total he visto que tienes otro ejemplar. Más aún, creía que ya lo habías leído.
Sin que ella se dé cuenta, has entrado en el chiribitil, y has buscado el libro de Flannery con la faja roja.
—Ahí lo tienes.
Ludmilla lo abre. Hay una dedicatoria: «A Ludmilla… Silas Flannery».
—Sí, es mi ejemplar…
—Ah, ¿conoces a Flannery? —exclamas, como sí no supieras nada.
—Sí… Me había regalado este libro… Pero estaba segura de que me lo habían robado, antes de que pudiera leerlo…
—…¿Te lo robó Irnerio?
—Pues…
Ya es hora de que descubras tus cartas.
—No ha sido Irnerio, y tú lo sabes. Irnerio cuando lo vio lo tiró a esa habitación oscura, donde conservas…
—¿Quién te ha autorizado a registrar?
—Irnerio dice que alguien que te robaba los libros vuelve ahora a escondidas a sustituirlos por libros falsos…
—Irnerio no sabe nada.
—Yo sí: Cavedagna me dio a leer las cartas de Marana.
—Todo lo que Ermes cuenta es siempre un lío.
—Hay una cosa cierta: ese hombre sigue pensando en ti, viéndote a ti en todas sus fantasías, está obsesionado por tu imagen que lee.
—Eso es lo que nunca pudo soportar.
Poco a poco conseguirás entender algo más sobre los orígenes de las maquinaciones del traductor: el resorte secreto que las puso en marcha fueron los celos del rival invisible que se interponía continuamente entre él y Ludmilla, la voz silenciosa que le habla a través de los libros, este fantasma de mil voces y sin rostro, tanto más huidizo cuanto que para Ludmilla los autores no se encarnan nunca en individuos de carne y hueso, existen para ella sólo en las páginas publicadas, los vivos como los muertos están allí siempre dispuestos a comunicar con ella, a aturdirla, a seducirla, y Ludmilla está siempre dispuesta a seguirlos, con la voluble ligereza de relaciones que se puede tener con personas incorpóreas. ¿Cómo hacer para derrotar no a los autores sino la función del autor, la idea de que detrás de cada libro hay alguien que garantiza una verdad a ese mundo de fantasmas y de invenciones por el mero hecho de haberlos transferido con su propia verdad, de haberse identificado a sí mismo con aquella construcción de palabras? Desde siempre, porque su gusto y su talento lo empujaban en ese sentido, pero más que nunca desde que sus relaciones con Ludmilla entraron en crisis, Ermes Marana soñaba con una literatura toda de apócrifos, de falsas atribuciones, de imitaciones y falsificaciones y pastiches. Si esta idea conseguía imponerse, si una incertidumbre sistemática sobre la identidad de quien escribe impedía al lector abandonarse con confianza —confianza no tanto en lo que se le cuenta, como en la voz silenciosa que cuenta—, quizá el edificio de la lectura no cambiaría externamente en nada… pero debajo, en los cimientos, allá donde se establece la relación del lector con el texto, algo cambiaría para siempre. Entonces Ermes Marana no se habría sentido abandonado más por una Ludmilla absorta en la lectura: entre el libro y ella se habría insinuado siempre la sombra de la mistificación, y él, al identificarse con toda mistificación, habría afirmado su presencia.
Tus ojos caen sobre el comienzo del libro.
—Pero éste no es el libro que estaba leyendo… Título igual, tapas iguales, todo igual… ¡Pero es otro libro! Uno de los dos es falso.
—Claro que es falso —dice Ludmilla en voz baja.
—¿Dices que es falso porque ha pasado por las manos de Marana? ¡Pero también el que estaba leyendo yo se lo había mandado él a Cavedagna! ¿Serán falsos los dos?
—Hay una sola persona que puede decirnos la verdad: el autor.
—Puedes preguntárselo, ya que eres amiga suya…
—Lo era.
—¿Ibas a su lado cuando escapabas de Marana?
—¡Cuántas cosas sabes! —dice, con un tono irónico que te pone los nervios de punta.
Lector, lo has decidido: irás a ver al escritor. Mientras tanto, dándole la espalda a Ludmilla, te has puesto a leer el nuevo libro contenido bajo la portada igual.
(Igual hasta cierto punto. La faja «El último éxito de Silas Flannery» tapa la última palabra del título. Bastaría con que la levantases para darte cuenta de que este volumen no se titula como el otro En una red de líneas que se entrelazan, sino En una red de líneas que se intersecan.)